El túnel se bifurcaba.

—¿Por dónde vamos? —preguntó Emma.

Michael, Gabriel y ella se hallaban en las profundidades de la montaña, mucho más allá de la caverna en la que Michael había conocido a la dragona Wilamena. El calor había ido empeorando a cada paso, mientras que el aire se había hecho más denso, hasta convertirse en una bruma roja y venenosa. En dos ocasiones, el volcán se había estremecido de forma tan violenta que Michael y Emma habían tenido que sujetarse contra las paredes. Emma había comentado que más le valía al calvo darse prisa o el volcán iba a matarlos antes de que tuviese la oportunidad de atraparlos.

Ahora estaban en una encrucijada.

—No podemos permitirnos errores —dijo Gabriel—. Esperad aquí.

Y se metió en el túnel de la derecha.

En cuanto se fue, Michael se dejó caer en el suelo.

Emma se arrodilló a su lado.

—No es culpa tuya.

Michael no dijo nada.

—Has querido salvarlo, pero él no te lo ha permitido.

—Ha… ha hecho bien.

—¿De qué estás hablando? ¿Por qué dices que ha hecho bien?

—Traicionó a sus hermanos. Traicionó su juramento y ha cargado con esa culpa durante siglos. Le hemos dado la oportunidad de redimirse. Incluso nos ha entregado el libro. Estaba preparado para morir. —Michael miró a Emma—. Ya sé que suena extraño.

La cuestión era que, aunque fuese brevemente, Michael había compartido la vida del guardián. Aún conservaba el recuerdo de su sentimiento de culpa. Aunque no pudiese hacérselo entender a Emma, sabía lo que había significado para el guardián liberarse de esa carga.

—¿Qué te ha dicho, Michael? No he podido oírlo todo.

Michael recordó las palabras que le había susurrado el guardián en la torre del homenaje: «El libro te cambiará».

«Pero ¿cómo lo hará? —se preguntó Michael—. En qué me convertirá?»

Se encogió de hombros.

—Solo me ha dicho que protegiese el libro.

Ambos guardaron silencio durante unos momentos, y luego Emma dijo:

—Oye, ¿tienes que estar junto a alguien para curarlo?

—Ya te lo he dicho: no ha querido. Además, es demasiado tarde…

—No me refiero a él. —Emma lo agarró del brazo—. Estaba pensando… ¿Cómo sabemos que la princesa ha muerto?

Michael dejó escapar un grito y, como pudo, sacó la Crónica de su bolsa mientras se maldecía por no haberlo pensado antes. Retiró el punzón con un chasquido, y se disponía a pincharse el dedo cuando se detuvo. Por más que quisiera salvar a la princesa, la idea de asumir el dolor de una persona más lo aterraba.

Recordó el resto del mensaje del guardián: «El libro te cambiará. Recuerda quién eres».

—¿Michael? ¿Qué pasa? ¿Qué ocurre?

—Cada vez… cada vez que escribo el nombre de alguien en la Crónica, asumo su vida entera. Siento todo lo que ha sentido esa persona. Cuando el guardián asesinó a sus hermanos, sentí cómo era. Lo siento todo.

Emma le soltó el brazo.

—¿Te ocurrió eso conmigo?

Michael miró a su hermana, que lo miraba fijamente con los ojos muy abiertos. Un halo rojizo rodeaba su cabeza. El niño asintió con un gesto brusco. Y entonces empezaron a brotar las palabras, un torrente que había ido creciendo en su interior desde que la liberase del hechizo al guardián.

—¡Creía saber lo que había hecho al delataros a Kate y a ti ante la condesa, pero no lo sabía! ¡No tenía ni idea! Ahora lo entiendo. Y te prometo que, pase lo que pase, haré que vuelvas a confiar en mí como antes. Te lo prometo.

Y antes de que Emma pudiese responder, antes de poder vacilar por segunda vez, se pinchó el dedo y escribió el nombre de Wilamena con letras humeantes y ensangrentadas. El poder del libro surgió y lo arrastró.

Aunque Michael esperaba que el libro lo llevase al punto del bosque en el que se había estrellado la dragona Wilamena, se encontró en un mundo de hielo y nieve. Reconoció la curva de las paredes del valle y el imponente círculo de montañas, pero no había árboles, ni pájaros. Todo era frío, silencioso y blanco. Se dio cuenta de que había retrocedido hasta el principio de la vida de Wilamena. Y era bonito, pues la princesa de los duendes podía, y Michael también, ver la diferencia en cada copo de nieve, en cada cristal de hielo…

Entonces cambió el mundo: la princesa de los duendes se balanceaba en una delgada rama de la copa de uno de los grandes árboles, y Michael estaba con ella; y del mismo modo que cada copo de nieve y fragmento de hielo había sido diferente, también lo era cada hoja y aguja de cada árbol, y todos los pájaros respondían a la llamada de Wilamena, que alzó el rostro en dirección al sol. Michael nunca había imaginado que su corazón pudiese estar tan lleno…

Luego llegó la oscuridad. Michael reconoció la cueva, el lago de lava y el túnel que conducía a la torre del homenaje. Sintió que el cuerpo del dragón era una jaula para la princesa, que ella luchaba, día tras día, por aferrarse a sus recuerdos de la nieve, los árboles y el sol, aunque era como intentar proteger una vela en medio de una llanura oscura y azotada por el viento.

Después, sin previo aviso, Michael yacía en el suelo del bosque, rodeado de ramas y árboles astillados, y sintió el corazón de Wilamena, su corazón ahora, bombeando sangre negra sobre un montón de helechos aplastados…

«Vive —pensó—, oh, por favor, por favor, vive…»

—¡Michael!

Estaba en el túnel. Tenía el libro abierto sobre las rodillas y el nombre chamuscado de Wilamena se desvanecía en la página. Se sintió vacío y tembloroso. Emma y Gabriel lo miraban fijamente.

—Lo siento —dijo Emma—. Gabriel dice que ese túnel no tiene salida. Tenemos que ir por el otro lado.

—Pero no sé si ella… Tengo que volver a intentarlo…

—No hay tiempo —dijo Gabriel—. Debemos irnos ya.

—Pero…

—¡Michael, ya vienen!

Y entonces, finalmente, oyó los alaridos que resonaban por el túnel.

 

 

Corrían oyendo los gritos de los chirridos que les pisaban los talones. El aire parecía estar al rojo vivo. Volvieron una esquina, el túnel se ensanchó y luego, de pronto, estaban en la gran caldera humeante del volcán. A sus pies, a cuarenta y cinco metros o más, había un agitado y removido lago de magma; sobre sus cabezas se hallaba el disco azul oscuro del cielo. Michael sintió como si estuviesen encaramados en el costado de la enorme cazuela del guiso de algún gigante.

—¡Mirad! —gritó Emma.

Y Michael, mirando a través del humo con los ojos entornados, distinguió la boca de un túnel al otro lado del cono. También vio, al igual que Gabriel y Emma, que el saliente sobre el que se encontraban formaba parte de un sendero que rodeaba todo el interior del volcán y los llevaría al otro lado. Al parecer, el guardián les había indicado bien.

—Vamos —dijo Gabriel—. Debemos apresurarnos.

Emma se situó en cabeza. Avanzaban tan deprisa como podían. El saliente era estrecho y desigual, y un paso en falso los habría precipitado al vacío. Respirar resultaba doloroso, pues el aire les chamuscaba los pulmones, y los vapores de la lava les producían náuseas y mareos. Cuando los niños trataron de apoyarse contra la pared del cono, las rocas les quemaron las palmas de las manos. Y mientras tanto el volcán se estremecía y retumbaba, e inmensas burbujas explotaban en el magma, lanzando hacia arriba pegotes de lava.

Michael trataba de concentrarse, pero, tal como ocurre con los sueños que persisten después del despertar, no conseguía librarse de la sensación de estar atrapado en el cuerpo del dragón.

Estaban en mitad del cono volcánico cuando oyeron un grito a sus espaldas. Rourke había salido del túnel y se dirigía hacia ellos a grandes zancadas por el sendero, con el machete de Gabriel en el puño derecho.

Gabriel desenvainó su espada.

—Marchaos. Ya os alcanzaré.

Sin una palabra, Emma cogió a Michael de la mano y tiró de él hacia delante.

Gabriel se detuvo en la zona más ancha del saliente y aguardó allí.

 

 

Los niños habían dado cuarenta pasos por el túnel cuando el volcán sufrió una violenta sacudida. Michael tropezó y se torció el tobillo, que al instante empezó a darle punzadas de dolor. El chico comprendió que ya no podía seguir corriendo.

—Michael…

—Estoy bien. Es que…

—¡No! ¡Mira!

La niña señalaba hacia el otro lado de la boca del túnel, en dirección a una figura que se les acercaba por el sendero. Era un esqueleto con los huesos ennegrecidos y humeantes. Empuñaba una espada de hoja dentada y se movía dando unas zancadas bruscas que los niños reconocieron sin dificultad.

—¡Es uno de los chirridos a los que ha quemado el dragón! —exclamó Emma—. Pero le ha ardido todo el cuerpo. ¿Cómo es que ese estúpido sigue vivo?

Michael no lo sabía y tampoco le importaba. La criatura había llegado por el sendero que venía en la otra dirección y se disponía a cortarles el acceso al túnel. Si eso sucedía, quedarían atrapados. Michael se levantó, apoyando todo su peso en un pie.

—Emma, no puedo correr. Tienes que seguir…

—¡¿Qué?! ¡Ni hablar! ¡No pienso dejarte aquí!

Michael estaba a punto de decir que era el mayor y le ordenaba correr cuando aparecieron en el sendero dos chirridos más. También se habían quemado, aunque no de forma tan completa como el primero. De alguna manera, eso hacía que resultasen todavía más horribles, con los trozos carbonizados de carne y músculo aún agarrados a los huesos. Los tres se acercaban.

—Puedes trepar, ¿no? —quiso saber Emma.

—¿Qué?

—¡Y que sepas que confío en ti, idiota! ¡¿Qué otra persona ha luchado contra un dragón por mí, eh?!

Michael se encogió de hombros.

—¿Nadie?

—¡Eso mismo! ¡Y eres mi hermano! ¡Siempre confiaré en ti! ¡Díselo a tu estúpido libro! ¡Ahora, mira!

Quince metros por encima de sus cabezas se hallaba lo que parecía ser la abertura de un pequeño túnel.

Ella lo empujó hacia la pared, gritando:

—¡Trepa!

La roca áspera y porosa del volcán ofrecía asideros para manos y pies, y Michael vio que podía trepar con una sola pierna, aunque no tan deprisa como Emma, que no tardó en dejarlo atrás. En realidad, el auténtico dolor estaba en sus manos, que pronto estuvieron chamuscadas y en carne viva. Pero el sonido de sus perseguidores subiendo tras ellos y de los huesudos dedos rozando contra la roca le ayudaron a ignorar el dolor y trepar aún más rápido.

Michael no podía dejar de pensar en las palabras de Emma y preguntarse si de verdad hablaba en serio. Esa idea le infundió nuevas fuerzas y esperanzas, y expulsó las sombras que envolvían su mente.

De pronto, el volcán se estremeció, y las rocas a las que Michael estaba aferrado quedaron sueltas en sus manos. Mientras caía en picado, buscó con desesperación un punto al que agarrarse en la pared. Se oyó un fuerte crujido, y el niño se asió a lo que parecía una ramita o un palo que asomaba de la roca. Pero no era una ramita. Vio horrorizado que estaba agarrado al brazo desmembrado de un chirrido. Al volverse, Michael vio que un esqueleto con un solo brazo desaparecía en la lava. Al parecer, había aterrizado encima de la criatura y el impacto le había roto el brazo mientras la mano quedaba aferrada a la roca. Michael tomó nota mentalmente de lavarse bien las manos tan pronto como tuviese ocasión de hacerlo, pues lo más seguro era que los chirridos fuesen portadores de toda clase de gérmenes. Alzó la vista para decirle a Emma que estaba bien y vio a un segundo monstruo que sujetaba la bota de su hermana y trataba de arrancarla de la pared.

—¡Emma!

Se lanzó hacia ella, pero no había recorrido más de un metro cuando el esqueleto cayó al vacío, sujetando la bota de Emma. Michael alzó la mirada. Emma sonrió y movió el pie.

—Me he desatado los cordones.

Entonces su sonrisa se desvaneció. Siguiendo la mirada de su hermana, Michael vio que el humo que flotaba encima de la lava se había despejado y que ahora Gabriel y Rourke resultaban bien visibles al otro lado del cono. Los hombres se hallaban próximos y sus armas componían una imagen borrosa. El sonido se perdía en el retumbar del volcán. Gabriel no atacaba; se limitaba a parar los golpes de Rourke, que llovían sin cesar sobre él como si el calvo no tuviese una sola arma sino muchas, y todas en constante movimiento. En ese instante una nueva nube de humo los ocultó de la vista. Michael alzó la mirada, esperando ver bajar a Emma para ayudar a su amigo.

Pero Emma no se había movido, y Michael comprendió que no lo abandonaba, que no lo abandonaría, que todas y cada una de las palabras que había pronunciado iban en serio.

—¡Deja de soñar despierto! —gritó ella—. ¡Esa cosa está justo detrás de ti!

Michael trepó con dificultad. Oyó al chirrido arañando las rocas bajo sus pies y se dijo que Gabriel encontraría una forma de vencer; siempre lo hacía.

Emma gritó:

—¡Estoy aquí! ¡Hay un túnel! ¡Date prisa!

El volcán parecía a punto de estallar. Trozos de roca habían empezado a saltar de la pared y chorros de gas caliente dejaban marcas en el cono. A Michael le temblaban los brazos de fatiga. Cuando se aproximaba al saliente en el que lo esperaba Emma, el cono se inclinó y la bolsa de Michael quedó colgando como un péndulo bajo sus pies. Emma se tumbó boca abajo y alargó el brazo hacia él. Michael supo que el chirrido estaba cerca.

—¡No mires hacia abajo! ¡Cógeme la mano!

Michael hizo un esfuerzo por subir y se agarró a la mano de su hermana. Justo en ese momento, el chirrido dio un salto y se aferró a sus piernas.

—¡Michael!

Se vio completamente arrancado de la pared. Emma estaba tendida boca abajo, sujetando su mano con las suyas mientras el chirrido se aferraba a sus rodillas. La criatura era casi toda huesos y pesaba muy poco, pero Michael notó que los dedos sudorosos de Emma resbalaban entre los suyos.

—¡Michael! ¡No puedo sujetarte! Michael…

El esqueleto trepaba por el cuerpo del niño, clavándole los huesos de las manos en los muslos. Michael revolvió en el cinturón buscando el cuchillo.

—Tengo que…

—Michael, deja de moverte. No puedo…

Y entonces su mano resbaló entre los dedos de Emma.

 

 

Rourke no parecía tener puntos débiles. Era más fuerte y rápido que Gabriel, y estaba más descansado. Por otra parte, blandía la única arma de Gabriel, rescatada del cráneo del troll muerto, con mayor facilidad de la que había tenido nunca el propio Gabriel. En realidad, la única debilidad de aquel hombre, si es que podía llamarse así, era que le gustaba hablar y lo hacía de forma incesante mientras lanzaba una lluvia de golpes demoledores.

—No me malinterpretes, compadre, tienes coraje, y a mí me gusta el coraje… Casi te doy… Pero al fin y al cabo sigues siendo solo un hombre, mientras que yo… Vaya, te he cortado el pelo… ¡Yo soy mucho más!

La hoja del machete que empuñaba Rourke produjo un ruido metálico al chocar contra la espada de Gabriel. Gabriel embistió y ambos forcejearon. Fue un acto de autoconservación. Gabriel no había tenido descanso desde el inicio de la batalla, muchas horas antes, y se movía cada vez más despacio; el brazo de la espada se había vuelto pesado y lento. No podría rechazar muchos más ataques.

Rourke se echó a reír.

—¡Vaya, compadre, estás exhausto! ¿Nos tomamos un descanso? ¿Quieres un poco de limonada? ¿Necesitas un masaje en los pies?

Gabriel callaba y trataba de hacer retroceder a Rourke, pero este no cedía terreno. Tampoco reanudaba su ataque. Se limitaba a quedarse en el mismo sitio con una grandiosa sonrisa en los labios y la empuñadura de su espada trabada con la de Gabriel, el cual comprendió que Rourke se burlaba de él.

—Dime —preguntó este—, ¿qué se siente al saber que Magnus el Siniestro regresará pronto al plano mortal y que sus pisadas honrarán una vez más nuestra dulce y suave tierra? ¿No te llena de temor, asombro y gratitud?

Gabriel continuaba oponiéndose a Rourke. Cuanto más hablase, más tiempo tendrían los niños.

—Creo que es un idiota. Pym lo derrotó una vez y volverá a hacerlo.

—Ah, ¿sí? ¿Y quién lo ayudará? Sus aliados los magos han muerto. Yo mismo los maté. Y por sí solo Pym no es rival para mi amo.

—Tenemos a los niños.

—Sí, claro —dijo Rourke—, a los niños.

El calvo lo apartó de un empujón. Gabriel vio un destello de acero y rápidamente alzó su espada. Era demasiado tarde cuando comprendió que era una finta, y la patada de Rourke lo alcanzó en mitad del pecho. Notó que se le rompían las costillas y salió despedido hacia atrás. Rebotó contra la pared mientras su espada se alejaba dando vueltas y él se caía del saliente.

Al instante, Gabriel colgaba de una sola mano encima de un mar de lava.

Rourke se acercó y se agachó sobre él. Llevaba el machete apoyado en el hombro con gesto despreocupado.

—Bueno, compadre, has ofrecido mucha resistencia y no tienes motivos para avergonzarte. Solo tengo una pregunta que hacerte antes de echarte a la olla.

Gabriel se las había arreglado para encontrar un asidero con la otra mano, pero sus piernas seguían colgando.

—¿Te ha dicho Pym alguna vez lo que les pasará a los niñitos cuando por fin se reúnan los Libros? Siento curiosidad porque, ¿sabes?, se lo pregunté a los padres de los pillastres y no lo sabían. Eso hizo que me preguntase cuántas cosas se habrá estado callando el viejo.

Gabriel alzó la mirada. Sabía que era lo que Rourke quería, pero no lo pudo evitar. Pym nunca le había dicho qué sucedería cuando los tres Libros hubiesen sido hallados y reunidos. Solo había dicho que era necesario para la seguridad de los niños. Y Gabriel había aceptado sus palabras. ¿Qué sabía Rourke que él ignorase?

El resplandor de la lava se reflejaba en la calva de Rourke mientras este seguía hablando:

—Ah, ya me parecía que no…

Justo entonces el volcán entero dio un brusco giro a la izquierda. Rourke se hallaba desprevenido y cayó hacia atrás. Al cabo de un instante, Gabriel se había izado hasta el saliente. Sus costillas rotas se arañaron entre sí, provocándole unas náuseas que lo debilitaron aún más. Pero sabía que aquella era su única oportunidad. Apartó de una patada el machete, lanzándolo al hoyo. Luego pisó con todas sus fuerzas la muñeca de Rourke. Gritando de dolor, este arremetió con el hombro contra Gabriel y se abalanzó hacia delante. Lo atrapó contra la pared y allí la emprendió contra Gabriel a codazos y puñetazos. Gabriel notó que se le partían más costillas y levantó rápidamente la cabeza. La parte posterior de su cráneo chocó contra la barbilla del calvo. Rourke soltó una maldición y estampó a Gabriel contra la pared de roca una y otra vez. Gabriel tenía la vista borrosa y se puso a dar patadas a ciegas. Notó una especie de denso crujido; se oyó un grito de dolor y Rourke lo soltó.

Gabriel se apoyó contra la pared jadeando, en espera de recuperar la visión. Rourke estaba agachado y se abrazaba la rodilla.

—¡Maldito bribón, creo que me has lisiado! —Sacó un cuchillo largo y reluciente—. Iba a dejarte marchar bien parado, pero ahora tengo que hacerte daño.

Embistió, y Gabriel, demasiado débil para defenderse, notó que la hoja se deslizaba entre sus costillas destrozadas. Más que nada, Gabriel confió en que Emma estuviese lejos, fuera del volcán, y no viendo lo que sucedía.

—Quiero acabar lo que estaba diciendo. —Rourke sacó su cuchillo y apuñaló a Gabriel una vez más—. Cuando los Libros estén por fin reunidos… ¿Sigues vivo ahí dentro? ¿Sigues escuchando? Cuando los Libros estén reunidos, los niños morirán. Esa es la verdad, compadre. Ha sido profetizado y ocurrirá. Así que, durante todo este tiempo que llevas protegiendo a los corderitos, el viejo Pym los ha estado conduciendo al matadero. He pensado que te gustaría saberlo mientras mueres.

Y volvió a clavar el cuchillo, aún más hondo.

Gabriel notó que la punta de acero se introducía en su interior y que el volcán se estremecía por última vez y más que nunca. Reunió las fuerzas que le quedaban y rodeó con los brazos a Rourke mientras el saliente se desmoronaba bajo sus pies. En su fuero interno, Gabriel creía lo que Rourke había dicho. Pero ¿significaba eso que Pym lo había utilizado durante todos aquellos años? Gabriel no lo sabía. Solo sabía que había que mantener a Rourke alejado de los niños. Rourke luchó contra él, pero Gabriel lo agarró con fuerza hasta que ambos se precipitaron hacia la lava. Solo lo soltó cuando tuvo la certeza de que Rourke, como él mismo, estaba perdido.

Y ninguno de los dos, ni Gabriel ni Rourke, vio la gran silueta que pasaba como una flecha junto a ellos entre el humo.

 

 

Después de que sus dedos resbalasen entre los de Emma, Michael pensó que todo había terminado para él. Sin embargo, se encontró topando y patinando contra la pared del cono, haciéndose trizas la ropa, magullándose y pelándose toda la mitad anterior del cuerpo; y cuando chocó contra el saliente quince metros más abajo resultó que no se había hecho nada más que torcerse el otro tobillo, aparte de todos los rasguños y magulladuras.

Entonces algo se cerró alrededor de su cuello con un chasquido, y su cabeza dio una sacudida hacia atrás. Comprendió que se estaba ahogando con su propia bolsa. Michael consiguió situarse boca abajo de forma que la tira quedase contra su nuca y atisbó por encima del borde del sendero. Allí, balanceándose sobre el lago de lava, estaba el esqueleto.

«La verdad es que odio a esos seres», pensó Michael.

El muchacho metió la mano en la bolsa, que oscilaba entre la criatura y él, y sacó la Crónica. El esqueleto se abría paso hacia arriba, tratando de alcanzarlo, pero Michael sacó su cuchillo y, despidiéndose del diario, la brújula, los bolígrafos y los lápices, la cámara de fotos, la navaja y la insignia del rey Robbie, cortó la tira y se quedó mirando cómo su bolsa, el contenido de esta y el chirrido caían y eran tragados por la lava.

Michael se dejó caer boca arriba. Emma había estado llamándolo. El niño vio su rostro muy por encima de él y la saludó con un leve movimiento de la mano.

«Vale —pensó—, ya vale de estar tirado. No estás de vacaciones. Levántate…»

Hasta ahí llegó, antes de que el volcán sufriese un espasmo y el saliente en el que estaba se viniese abajo. Michael notó que caía y cerró los ojos, apretando con fuerza la Crónica contra su pecho, como si el libro tuviese la capacidad de salvarlo. Puesto que tenía los ojos cerrados, notó en lugar de ver las grandes garras que lo atraparon por la cintura. Cuando abrió los ojos, los tenía quemados por los vapores y el calor que ascendían de la lava, y solo vio una imagen borrosa de escamas doradas. El dragón, pues era Wilamena, con el cuerpo sano y entero, estaba girando y ascendiendo. Michael vio dos figuras más que se precipitaban hacia la lava. Wilamena las atrapó al vuelo y siguió subiendo. De pronto Emma se encontraba encima de ellos, gritando y pegando brincos de alegría. Sin detenerse, el dragón la recogió del saliente. Se produjo una explosión, y al mirar hacia abajo Michael vio que toda la caldera de lava se dirigía hacia ellos en medio de un gran estruendo. Cuando lograron salir del cono, Michael notó en el rostro el frescor del aire nocturno y, al volverse hacia atrás, se dio cuenta de que la lava se elevaba a gran velocidad en la oscuridad. En ese preciso momento, el dragón dio la vuelta y se lanzó en picado montaña abajo. La lava desbordaba ya los muros de la fortaleza, y en la cima de la torre se perfilaba un reducido grupo de siluetas.

El dragón se cernía sobre la torre. Cuando lo vieron, el capitán y seis duendes heridos y agotados se echaron hacia atrás, asombrados. Tras dejar en el suelo a Michael, Emma y Gabriel, Wilamena se posó encima de la pared, manteniendo a Rourke bien sujeto con sus garras.

—¡Alteza, está viva! —El capitán de los duendes apoyó una rodilla en tierra—. Compondría un soneto…

—Tal vez más tarde —gruñó el dragón en respuesta—. ¿Sois todos los que quedan?

—Sí. El diablo calvo ha pasado junto a nosotros en dirección a la torre del homenaje. Entonces nos hemos abierto paso hasta aquí con la esperanza de encontrar a los niños y nos hemos quedado atrapados.

De pronto, el dragón soltó un rugido de dolor y Rourke cayó por un costado de la torre. Su cuchillo estaba clavado en la pata del dragón, encajado entre las escamas acorazadas. Michael lo sacó de un tirón y atisbó por encima del muro.

—¡Ha desaparecido! ¡No lo veo por ninguna parte!

Sangre oscura corría por la pata de Wilamena.

—¿Estás bien? —preguntó Michael.

La dragona Wilamena casi pareció sonreír.

—Estoy perfectamente, Conejo.

—¡Michael! —exclamó Emma presa del pánico, arrodillándose junto a Gabriel—. ¡Está gravemente herido! ¡Tienes que ayudarlo!

Sin embargo, cuando Michael empezaba a abrir la Crónica, la torre tembló. El capitán de los duendes dijo que no quedaba tiempo y que ayudarían a su amigo una vez que se hallasen a salvo. Los duendes levantaron a Gabriel, que estaba inconsciente, y lo depositaron encima del lomo del dragón. Emma subió detrás de él y Michael se sentó delante, de forma que entre los dos pudiesen sujetar al herido. Luego el dragón cogió apresuradamente a los duendes que quedaban y, batiendo sus grandes alas, alzó el vuelo. Cuando Michael miró hacia atrás, estando ya a mucha altura de la llanura, vio que la fortaleza entera se hundía dentro del volcán.

—¡Date prisa! —gritó Emma, sollozando—. ¡Creo… creo que Gabriel se muere!

—Tu amigo es fuerte —dijo el dragón—. No morirá. No lo permitiremos.

—¿Adónde nos llevas? —preguntó Michael.

—A casa, Conejo. Os llevo a casa.