La campana de hierro se vino abajo. Rafe yacía inmóvil, con varias vigas de la escalera derrumbada sobre la espalda. Kate estaba a su lado. No había podido alcanzar a Rafe a tiempo para salvarlo. Solo podía llorar…
—¡PARA!
… y cerrarle los ojos.
Pasó un segundo. Dos segundos. Tres…
¿Dónde estaba el estruendo, el golpe sordo que haría temblar el suelo? Todo estaba tranquilo y en silencio, y lo único que notaba Kate era su corazón, que le aporreaba con fuerza el pecho.
Abrió los ojos despacio. Nada había cambiado. La campana estaba justo en el mismo sitio que antes, siete metros por encima de la cabeza de Rafe. Pero no caía; se había quedado flotando allí, en el aire. Miró a su alrededor. Las lenguas de fuego que trepaban por los muros estaban paralizadas. Entonces Kate se dio cuenta del profundo silencio que la rodeaba. Todo se había detenido: el rugido del fuego, el estallido y rotura de los cristales, el chasquido de las vigas…
Se puso en pie y se quedó allí, temerosa de moverse.
Henrietta Burke había dicho que la magia del Atlas formaba parte de ella y que lo único que tenía que hacer era dejar de combatirla. Al oír esas palabras, Kate supo que la mujer estaba en lo cierto. Kate sentía el poder en su interior desde que había llevado a la condesa al pasado. Pero lo había reprimido, lo había negado.
Sin embargo, al ver que la campana caía en picado directamente hacia Rafe, se derrumbaron todas las barreras que había levantado.
Pero ¿qué era aquella espeluznante quietud?
Mientras formulaba la pregunta en su mente, Kate supo la respuesta: «He detenido el tiempo».
Notaba el agobio en su interior. Era como si hubiese embalsado un río que luchase por liberarse, y supo que no podría contenerlo mucho más tiempo.
Dio un paso hacia Rafe… y se detuvo.
Una idea terrible se había apoderado de ella.
Rafe estaba destinado a ser Magnus el Siniestro, la razón por la que su familia había sido dividida, la razón por la que Michael, Emma y ella se habían pasado los últimos diez años de su vida en orfanatos, la razón por la que habían crecido sin llegar a conocer a sus padres. Simplemente tenía que relajarse y dejar que fluyese el tiempo; la campana caería, y su familia volvería a reunirse.
Se quedó allí unos instantes más y luego se disculpó en silencio con su familia: «Lo siento. Lo siento. No puedo».
Dio un paso adelante, cogió a Rafe por las muñecas y lo sacó de entre los escombros.
Casi no se dio cuenta de que cruzaba con él a rastras la nave central de la iglesia. Necesitaba toda su fuerza y concentración para controlar el tiempo. Cuanto más rato pasaba detenido, mayor se hacía la presión. Por un boquete que había en la pared medio destruida lo sacó a la calle oscura y vacía. Allí dejó caer los brazos y se derrumbó a su lado.
Y soltó.
Sintió un rugido en su interior, y el ruido del mundo regresó. Oyó el crepitar del fuego, el estruendo metálico de la campana al chocar contra el pie de la torre, los gritos de la multitud a la vuelta de la esquina. Estaba a cuatro patas, jadeando y con el vestido empapado de sudor.
—¿Qué?… ¿Dónde?
Rafe había abierto los ojos; el aire frío lo había despertado de golpe. Se levantó de un salto y se quedó mirando la calle, la iglesia en llamas… y después a ella.
—¿Has…? ¿Cómo he llegado hasta aquí?
Kate aún temblaba por el esfuerzo. Respiró entrecortadamente varias veces y se puso en pie con movimientos inseguros.
—La señorita Burke tenía razón… Ella ha dicho que yo tenía la magia en mi interior. Solo me daba… miedo utilizarla. He detenido el tiempo para poder sacarte de la iglesia.
—¿Tú me has sacado?
—Sí.
—Me has salvado la vida.
—Sí.
Y así era: ocurriese lo que ocurriese a partir de ese momento, para bien o para mal, Kate había decidido salvarle la vida. A espaldas de ambos, la iglesia continuaba ardiendo, y la multitud gritaba entusiasmada a la vuelta de la esquina. El muchacho volvió a mirarla.
—Ahora puedes volver a casa, con tus hermanos.
Kate asintió con la cabeza.
—Y la señorita Burke ha muerto.
Kate sintió la rabia y la tristeza que emanaban de él como el calor emanaba del fuego.
Se oyó un ruido sordo. Ambos se volvieron para ver cómo el campanario empezaba a desplomarse e inclinarse con la base devorada por las llamas. La multitud gritó de entusiasmo al ver que se desmoronaba y se estrellaba contra el tejado de la iglesia en una gran explosión de humo y chispas.
Con un grito, Rafe corrió hacia la verja de hierro derrumbada, arrancó uno de los barrotes y echó a correr por el costado de la iglesia.
Con las piernas temblorosas, Kate fue tras él, gritando su nombre.
Cuando la muchacha llegó a la avenida, vio a unos cuarenta hombres armados con antorchas y garrotes, gritando y riendo. Sus expresiones resultaban morbosas al resplandor del fuego. Ninguno de ellos vio al chico corriendo hacia ellos. No había magia alguna en el ataque de Rafe; todo era dolor y rabia animal. Golpeó a un hombre barrigón en plena cabeza, con un estrépito que Kate oyó a veinte metros de distancia, y lo dejó seco. A continuación se arrojó sobre tres jóvenes matones, mayores y más corpulentos que él. Golpeó sobre los hombros al primero, que soltó su antorcha y cayó de rodillas con un gemido. Rafe clavó el extremo de su pipa en el estómago del segundo, que se dobló hacia delante, y luego estrelló la rodilla contra la cara del tipo, que se desplazó hacia atrás. El tercer matón sacó deprisa su cuchillo y atacó a Rafe, al que hirió en el brazo. La pipa cayó al suelo y el matón se la acercó de una patada a su amigo, el primero al que Rafe había atacado, que la agarró mientras se levantaba tambaleándose. El otro matón se puso en pie a su vez, aunque sangraba por la nariz y la boca, y también sacó su cuchillo. El trío rodeó a Rafe, y Kate estaba a punto de lanzarse a la contienda cuando el chico le arrebató una antorcha a un hombre que pasaba y pronunció una palabra en silencio: las llamas saltaron de la antorcha y devoraron a los tres matones.
—¡No!
Kate le dio a Rafe un golpe en la mano y la antorcha cayó al suelo. Las llamas que atacaban a los hombres se desvanecieron. En el mismo momento, se oyó el sonido de unas campanas y sirenas que se aproximaban. Alguien gritó que venía la policía. La multitud se dispersó al instante, incluyendo a los tres matones, que huyeron en la oscuridad profiriendo toda clase de amenazas.
Rafe hizo ademán de ir tras ellos, pero Kate lo agarró del brazo.
—¡Para!
—¿Por qué? ¡Ya has visto lo que han hecho!
—¡Pero no puedes perseguirlos! ¡No te lo permitiré!
La muchacha lo estrechó entre sus brazos. Él la empujó y forcejeó, pero Kate se aferró a Rafe con todas sus fuerzas, con la cabeza enterrada en su hombro, hasta que notó por fin que dejaba de debatirse entre sus brazos. Lo abrazó unos instantes más y después lo soltó. Él cayó de rodillas en la nieve. Kate vio que le temblaban los hombros y supo lo que sentía. Su madre, Henrietta Burke, Scruggs… Todos estaban muertos. Los niños que le importaban, forzados a escapar. La muchacha sintió con cuánta facilidad podía consumirlo su propia rabia. Y recordó lo que Henrietta Burke había dicho: «Ámalo como él te ama a ti».
—Ven conmigo.
Rafe alzó la mirada; las lágrimas brillaban entre el humo y la ceniza de sus mejillas.
—¿Qué?
Kate creyó que su voz temblaría, pero se mantuvo firme. Sabía que hacía lo correcto. Aquella, por fin, era la finalidad que la había llevado allí: impedir que Rafe se convirtiese en Magnus el Siniestro.
—Ven conmigo.
Él negó con la cabeza.
—No puedo. Alguien tiene que cuidar de los críos.
—Van a un centro de acogida situado en el norte del estado. La señorita Burke lo organizó; estarán bien. Ven conmigo.
Él se la quedó mirando como si buscase algo en su rostro. Las campanas de los carros de los bomberos y la policía sonaban más cerca.
—¿De qué tiene miedo todo el mundo? Tú, Scruggs, la señorita Burke… Intentas mantenerme alejado de algo. ¿Para qué me quiere Magnus el Siniestro?
Kate no pudo resistir la súplica que había en sus ojos.
—Él… quiere que ocupes su lugar.
—¿Qué?
—¡No puedo explicarlo, pero dejarás de ser tú! ¡Serás él, y todos los que vinieron antes que él! ¡Quiere utilizarte! ¡Debes venir conmigo!
Al decirlo, Kate comprendió que eso no era solo lo que quería el Atlas; también era lo que quería ella. Al margen de evitar que se convirtiese en Magnus el Siniestro, quería tenerlo a su lado.
«Ámalo como él te ama a ti.»
—Quiero que vengas. Por favor.
Rafe seguía de rodillas y se quedó mirando sus propias manos. Kate vio que las tenía quemadas y cubiertas de ampollas.
—La señorita Burke me pidió que escogiese. Me dijo que podría escoger quién ser. Lo mismo que decía mi madre.
—Pues escoge. Ven conmigo.
Extendió la mano. Rafe miró esa mano y la miró a ella. A Kate le pareció que el mundo entero contenía el aliento. Entonces, despacio, él levantó la suya.
—¡Tú!
La voz procedía del fondo de la calle. Kate miró una silueta que había surgido de la oscuridad, detrás de la forma arrodillada de Rafe.
—¡Sabía que estabas aquí, bicho! ¡Te dije que recibirías tu merecido!
Era el chico arisco que había perseguido a Kate, Abigail, Jake y Beetles por la calle esa mañana. Sostenía una pistola que apuntaba directamente hacia ella.
Estaban rodeados de ruido: el rugido del fuego, el estrépito de las campanas que se aproximaban, los gritos de la multitud que huía. Aun así, Kate oyó un estallido suave pero nítido. El chico arisco se volvió y echó a correr hacia la oscuridad. Rafe ya se había puesto en pie de un salto, pero no parecía estar muy seguro de lo que debía hacer, y su mirada oscilaba entre el chico que desaparecía y Kate. Kate quiso decirle que estaba bien y que dejase de mirarla de aquella manera, pero de pronto se sintió un poco mareada. Sin darse cuenta de que se caía, notó que su cabeza golpeaba los adoquines. Incluso entonces, se sorprendió de encontrarse tendida en la nieve. Trató de levantarse y comprobó que no podía. El rostro de Rafe apareció encima de ella.
—¿Qué… qué ha pasado? —dijo la muchacha—. Ha fallado, ¿verdad?
—Chissst, no hables.
Kate vio el miedo y la preocupación en los ojos de él, y eso fue lo que más la asustó. Con gran esfuerzo, consiguió levantar la cabeza y observó que en su vestido blanco crecía una gran mancha roja.
—Rafe…
—No pasa nada. Podemos solucionarlo. No pasa nada…
Su primer pensamiento fue para Michael y Emma. Tenía que llegar hasta ellos. No podía morir allí; si no, nunca sabrían lo que le había sucedido. Tenía que volver con ellos. Y buscó la magia en su interior, pero estaba demasiado débil. No podía concentrarse lo suficiente para controlarla; la magia se le escapaba.
—Tengo que… —murmuró—. Tengo que…
Rafe la cogió en brazos.
—Te llevaré con alguien que pueda curarte. Con Srug… no, Scruggs no… Solo necesitamos a alguien poderoso. Un mago poderoso…
Kate percibió el pánico en su voz y quiso tranquilizarlo.
—No pasa nada. No me encuentro tan mal. Solo… tengo frío.
La expresión de Rafe cambió.
—Sé quién puede curarte. Aguanta.
Echó a correr por la calle, estrechando a Kate contra su pecho. Pasaron junto a los carros de la policía y los bomberos, que doblaban la esquina. Rafe corría como si ella no pesara nada en absoluto, y lo cierto era que a Kate le parecía que se estaba volviendo más ligera, que todo el peso, toda la carga, se le escapaba. Rafe corría a toda velocidad por la avenida y ella oía los cantos de los juerguistas de Nochevieja; se acercaba la medianoche. Oyó más gritos, pero no, era Rafe. Le gritaba a un cochero y se metía de un salto en el carruaje antes de que el hombre pudiese parar, le daba a voces una dirección y le rogaba que fuese tan rápido como pudiese. Kate oyó el chasquido de las riendas y se sintió zarandeada cuando el coche arrancó con una sacudida. Notó lo fuerte que la abrazaba Rafe y el frío que tenía. No podía estar muriéndose de verdad.
—Mis hermanos… no sabrán lo que ha pasado…
—Se lo contarás tú misma. Te pondrás bien. Sé quién puede curarte. Aguanta. —Las lágrimas iban rodando por las mejillas de Rafe—. No pienso perderte también a ti.
Y luego le pareció que él se inclinaba hacia ella y la besaba. Sin embargo, no podía estar segura; tal vez fuesen imaginaciones suyas.
El coche corría por la avenida, patinando en las esquinas. El cochero pedía a gritos que les despejasen el paso, y Kate notó que se quedaba dormida, mecida por las pisadas regulares de los cascos del animal y por el balanceo y el vaivén del coche. Mientras tanto, Rafe la abrazaba y murmuraba:
—Todo saldrá bien. No pienso perderte…
De pronto el coche aminoró la marcha y el cochero le gritó al caballo que parase ya, maldiciendo. Kate no podía ver dónde estaban. Rafe abrió la puerta del carruaje de una patada y saltó al suelo con la muchacha entre los brazos. Aterrizó con tanta suavidad que ella no percibió sacudida alguna y salió corriendo a toda velocidad. Un grito áspero y brutal penetró la nube que envolvía su mente.
—Rafe, no puedes…
—No hay otro modo. Si es tan poderoso como dices, es nuestra única esperanza.
Rafe, que avanzaba demasiado rápido para que lo detuviesen, había pasado junto a los centinelas y ya estaba dentro de la mansión cuando lo atrapó un círculo formado por cuatro imps que gruñían.
—Atrás —dijo una voz que Kate conocía, y los imps retrocedieron.
Kate vio a Rourke dar un paso adelante. El enorme hombre calvo vestía traje oscuro, camisa blanca y corbata.
—Tu jefe tiene que curarla —dijo Rafe—. Haré lo que él quiera, pero tiene que curarla.
El hombre gigantesco lo miró un instante y luego asintió con la cabeza.
—Ha dicho que vendrías. Sígueme ahora mismo. Tengo la impresión de que a la moza no le queda mucho tiempo.
A Kate le parecía estar soñando. No podía controlar los acontecimientos; solo podía contemplar cómo se desarrollaban. Rafe la llevó escaleras arriba, detrás de Rourke, y entraron cruzando las puertas dobles en la sala de baile repleta de hombres, mujeres y criaturas misteriosas. La multitud se separó y reveló la presencia del decrépito Magnus el Siniestro, vestido con una larga túnica verde. Rourke se inclinó ante él, y Rafe continuó caminando hasta que en el centro de la sala de baile iluminada con velas solo quedaron Kate, Rafe y el vetusto hechicero.
—Lo sabía —murmuró Magnus el Siniestro—. Sabía que vendrías.
—¡No! —imploró Kate arañando la camisa de Rafe, que ya estaba húmeda y manchada por la sangre de ella—. ¡No! Te lo ruego, márchate… Corre…
La muchacha quiso luchar contra él y obligarlo a marcharse, pero ya no tenía fuerzas; la vida se le escapaba. Oyó la voz lejana de Rafe pidiéndole a Magnus el Siniestro que la curase y diciendo que a cambio él, Rafe, haría y sería todo aquello que el brujo quisiera.
Notó en su frente la mano arrugada del hechicero.
—Está empeorando. En este momento se encuentra más allá de mi poder. Solo hay una cosa que puede traerla de vuelta. Puedo enviarla allí, utilizar el poder que hay en su interior. Debe volver a su propio tiempo. Pero vivirá.
—Hágalo —dijo Rafe—. Hágalo, y haré todo lo que quiera.
—¿Nada más? ¿Solo pides eso?
—También quiero que los seres humanos paguen por lo que han hecho.
—Eso puedo prometértelo, muchacho.
Kate sintió que Magnus el Siniestro conjuraba el poder del Atlas en su interior y lo oyó susurrar:
—Tu hermano encontrará la Crónica. Debes ir allí. Él te salvará.
La muchacha miró a Rafe a la cara. Vio que aquellos ojos verdes la miraban desde el rostro manchado de hollín e hizo un esfuerzo por hablar:
—… No lo hagas.
Sin embargo, él negó con la cabeza y susurró:
—Es demasiado tarde. Ya está hecho. Vivirás, y eso es lo que cuenta.
Kate oyó el tañido de las campanas, que daban las doce de la noche en toda la ciudad. El mundo mágico se alejaba. Oyó a Magnus el Siniestro, que acercaba su cabeza de esqueleto a la de Rafe, diciendo:
—No te preocupes, hijo mío. Volverás a verla. Ambos la veremos…