—¡Vuelve!

—¿No deberíamos echar a correr?

—No.

—Pero…

—Si corréis, creerá que sois comida.

La respuesta satisfizo a Michael, que se apretó contra el fondo de la hornacina y encajó su hombro con el de Emma. Oía los lentos pasos de la criatura que se acercaban por el sendero. Con cada sacudida, una nube de polvo se desprendía de las columnas de piedra de la arcada. Su confianza flaqueó.

—¿Está seguro…?

—Calla —susurró Emma.

—Desde luego que lo estoy —dijo el brujo.

Antes de abandonar la casa del acantilado en Galicia, el doctor Pym había avisado a los niños de lo que les esperaba en Malpesa.

—Recordad que Malpesa es una ciudad en la que las personas normales, no mágicas, conviven con enanos, duendes, tritones, brujas y brujos, trolls domesticados… —les había dicho.

—¿Trolls? —había exclamado Michael, tratando de disimular su pánico—. Pero… ¿no comen niños?

—Me imagino que los trolls no deben de hacerles ascos a los niños —le había dicho el brujo—, pero en realidad las posibilidades de que encontremos a un troll son tan astronómicamente bajas que ni siquiera debería haberlo mencionado. ¡Quitáoslo de la cabeza!

«Astronómicamente bajas», pensó Michael, mientras el suelo temblaba y aparecía la criatura. Muy bien.

El troll era del tamaño de un elefante adulto. Tenía la misma piel flácida y gris, y caminaba arrastrando los pies, pero no poseía nada de la inteligencia innata del elefante. Es más, Michael nunca había visto una criatura que desprendiese un aire de una estupidez tan absoluta. El troll se estaba limpiando una de sus enormes orejas con una azada de jardín. Durante la operación se sacó grandes rocas de cera, cortezas de pan verdoso, una tetera rota, una gaviota de aspecto desconcertado…

—Estamos de suerte —dijo el doctor Pym cuando la criatura hubo pasado pesadamente por delante de ellos—. Al menos llevaba ropa.

Para frustración de los niños, se habían pasado todo el día en la casa de la costa gallega. El doctor Pym les había dicho que Malpesa estaba infestada de espías de Magnus el Siniestro y no podían arriesgarse a entrar en la ciudad hasta el anochecer. Los hermanos habían contestado que el peligro no les importaba, que querían encontrar a Kate y rescatar a sus padres.

—Sea como fuere —había dicho el brujo—, tengo otras razones para esperar a que anochezca.

Se había negado a dar más explicaciones; y al final, Michael y Emma se habían pasado el día explorando apáticamente los acantilados y la playa cercana mientras el sol surcaba despacio el cielo. El brujo, que había desaparecido por la tarde, regresó después del anochecer cargado con pantalones y camisas gruesos, jerséis, abrigos, calcetines de lana y botas que, para su sorpresa, les quedaban bien.

—Aún es invierno en Sudamérica —había dicho—. Tenemos que vestirnos de la forma adecuada.

Luego, haciendo uso una vez más de su llave de oro, y después de advertirles a los niños que debían hacer exactamente lo que él dijese mientras estuviesen en Malpesa, el doctor Pym los condujo a otra tierra a través de la puerta de la cocina.

Enseguida se encontraron con el troll.

Cuando las pisadas de la criatura se desvanecieron, el brujo les ordenó que lo siguieran y se metió por un sendero estrecho.

Michael vaciló…

Se había puesto el sol, pero aún quedaba luz suficiente para ver, y lo que vio fue una vieja ciudad colonial de calles de piedra y casas de tres y cuatro plantas con tejados rojos y anchas galerías en la planta baja. Media docena de agujas y torres se alzaban por encima del nido de edificios. A la izquierda de Michael, la calle bajaba hasta un puerto en el que estaban atracados una veintena de barcos de pesca. Con sus redes negras puestas a secar, los barcos tenían un aspecto espeluznante y elegante al mismo tiempo, como una reunión de viudas. Junto a los barcos había un par de pequeños hidroaviones, meciéndose sobre la marea. Más allá se extendía la meseta azul y negra del mar. Al mirar hacia el otro lado, Michael vio que la ciudad estaba cercada por montañas nevadas y enormes, con los picos ocultos entre las nubes.

Se quedó encantado: elegantes edificios antiguos, un marco perfecto y, lo mejor de todo, ¡podías salir por la puerta de tu casa y encontrarte cara a cara con un brujo! ¡O con un enano!

Michael ya había olvidado el terror que había sentido ante la aparición del troll.

«Nací demasiado tarde», pensó, y se permitió soltar un suspiro filosófico.

—¡Michael! —La voz del doctor Pym resonó en el sendero—. ¡No te entretengas, por favor!

El brujo los llevó por una serie de calles sinuosas. Había placas de hielo entre las losas. Pasaron por delante de restaurantes, de tiendas de comestibles y de ropa, y hasta de una floristería con las persianas cerradas; tiendas que habrían podido encontrarse en cualquier ciudad del mundo. Junto a ellas había tabernas cuyo rótulo anunciaba «Cerveza de los enanos en barril» y comercios que vendían hechizos para marineros: protecciones para no ahogarse, conjuros para disfrutar de buen tiempo, una pócima que servía para hablar con las ballenas… Vieron a hombres y mujeres bien abrigados que hacían sus compras, y grupos de enanos vestidos con oscuros abrigos gruesos y gorros de lana con largas borlas, caminando decididos con pipas de arcilla en las bocas barbudas.

Atravesaron muchos canales, o más bien los puentes que cruzaban los canales, tantos puentes y tantos canales que la ciudad casi parecía más hecha de agua que de tierra. La mayoría de los canales medía cuatro metros de anchura, pero en un punto determinado la calle se abría y los niños se encontraron a orillas de un ancho canal bordeado por imponentes casas con columnas, muchas de las cuales habían visto días mejores. En la creciente oscuridad, el agua negra reflejaba las luces, y los hombres se llamaban los unos a los otros desde sus barcas estrechas de casco negro; sus voces resonaban al pasar bajo los puentes de piedra.

—Es como Venecia —dijo el brujo—, aunque sin turistas.

—Pero con trolls —se quejó Emma.

—Pues, si me dan a elegir, me quedo con los trolls.

—Doctor Pym —dijo Michael—, ¿puede decirme adónde vamos?

—Pronto lo verás, muchacho.

Y volvió a ponerse en camino con sus rápidas zancadas.

Los niños sabían que estaban allí para buscar el mapa mencionado en la carta de Hugo Algernon, el mismo mapa que sus padres habían salido a buscar diez años atrás; y también era evidente que el doctor Pym tenía una teoría acerca del lugar en el que debían mirar, aunque hasta el momento el brujo no había dado detalles.

—Si os digo adónde vamos —les había dicho, aún en la casa de Galicia—, empezaréis a preocuparos.

Como si decir eso, reflexionó Michael, no fuese suficiente para lograr que cualquiera empezase a preocuparse.

Siguieron adelante por las laberínticas calles, cruzando puente tras puente, y mientras caminaban Michael le echó un vistazo a Emma. Esa mañana, durante el desayuno, había tratado de conseguir que ella reconociese su nueva autoridad como hermano mayor. Quería aclarar el asunto antes de que se encontrasen «en el campo de batalla», como él dijo, y su supervivencia dependiese de que ella obedeciese sus órdenes «sin rechistar».

—Pero los dos tenemos doce años —había dicho ella.

—Técnicamente sí, pero solo durante unos días más. Yo casi tengo trece años.

—Entonces, hasta ese momento, somos iguales.

—Pero Kate me puso a cargo, ¿te acuerdas? En el despacho de la señorita Crumley, dijo: «Cuida de Emma».

—Debió de ser porque te vio a ti primero. Si me hubiese visto a mí, creo que habría dicho: «¡Emma, cuida de Michael, que buena falta le hace!».

—Lo dudo mucho.

—Bueno, no te preocupes. —Y Emma le había dado unas palmaditas en el brazo—. Cuidaré de ti de todos modos.

Luego se fue a tirar piedras al mar, y eso fue todo.

—Ya hemos llegado —dijo el brujo.

Habían salido de un callejón y estaban en un dique de piedra, mirando una extensión aparentemente infinita de agua oscura. A Michael le dio la sensación de haber llegado a una especie de frontera: a sus espaldas estaba Malpesa con sus luces y su ruido; ante ellos, el gran vacío, y ningún sonido salvo el del mar que lamía la piedra con suavidad.

—Disponemos de unos minutos —dijo el doctor Pym—. El puente no aparecerá hasta que caiga la noche por completo.

—¿Qué puente? —preguntó Michael.

—Ya lo verás, muchacho. Bueno, como puede que este sea el último momento de tranquilidad que tengamos esta noche, tengo que daros una cosa.

El brujo se sacó de un bolsillo interior un objeto con el tamaño y la forma de una canica, hecho de un cristal lechoso de color gris azulado. Un fino alambre rodeaba la canica y estaba unido a un cordón de cuero sin curtir, como si estuviese destinado a ser llevado como un collar.

—Esto llegó hace dos semanas a la casa de Cascadas de Cambridge. No había ninguna nota, pero el sobre iba dirigido a «El mayor de los Wibberly».

—¿Quién lo envió? —preguntó Emma.

—Esa, querida, es la cuestión. ¿Quién sabía que vosotros tres habíais estado en Cascadas de Cambridge? Por supuesto, está Magnus el Siniestro y sus seguidores. Pero este tipo de estratagemas no son su estilo. Otra posibilidad, y solo es una posibilidad, es…

—Nuestros padres —acabó Michael. Debido a las extrañas vicisitudes que conllevaba viajar en el tiempo, la aventura de los niños en Cascadas de Cambridge había tenido lugar antes de que naciesen, y posteriormente el doctor Pym les había contado a sus padres lo que había sucedido o sucedería—. ¿Cree de verdad que es de ellos?

—No lo sé. Esa es una parte de mi preocupación.

—¿Cuál es la otra parte?

—¡Que no sé lo que es ese dichoso objeto! De todos modos, no he podido detectar en él ninguna clase de maldición ni perversidad, y creo que ha llegado el momento de entregároslo.

Emma extendió la mano de inmediato, pero el brujo la detuvo.

—Querida, el sobre iba dirigido al mayor de los Wibberly y, en las presentes circunstancias, creo que debería ser para Michael.

Emma resopló, pero Michael se sentía complacido.

«Por fin», pensó.

Cogió la esfera por su cordón de cuero.

—¿Qué hago con él?

—Podríamos hacerlo pedazos —sugirió Emma.

Para sorpresa de Michael, el brujo asintió.

—Os sorprendería saber cuántos objetos mágicos revelan sus secretos cuando se hacen añicos. Por desgracia, eso también podría destruirlo, y si procede de vuestros padres me disgustaría mucho perder el mensaje. Sea como fuere, la decisión es vuestra.

Michael notó que lo miraban. La canica parecía ligera, casi hueca.

—Kate es la mayor —respondió por fin—. Lo guardaré hasta que ella vuelva.

Sabía que era extraño que su primera decisión como hermano mayor fuese devolverle la autoridad a Kate; pero decir que creía que su hermana regresaría era agradable, como un acto de fe, y Michael sonrió mientras se pasaba el cordón por encima de la cabeza.

—Excelente —comentó el brujo—. Me parece que ya está bastante oscuro.

Y, dándole la espalda a la ciudad, el doctor Pym sacó una moneda y la arrojó al agua. El aire brilló trémulo y apareció un puente que dibujaba una parábola desde el dique. Estaba hecho de granito negro y guardado por dos severos centinelas de piedra. Las figuras estaban toscamente talladas, armadas con pesadas espadas y envueltas en largas túnicas y capuchas que les ocultaban la cara y las manos.

—Al otro lado de este puente hay una isla —dijo el brujo—. Durante mil años los ciudadanos de Malpesa, mágicos y no mágicos, han enterrado en ella a sus muertos. Es allí donde espero encontrar lo que estamos buscando. Vamos. No hay tiempo que perder.

Y, después de pasar entre los centinelas, los condujo al puente.

 

 

A Michael le pareció que el aire se hacía más frío a cada paso, como si entrasen en una corriente más profunda. Al cruzar la parte superior del arco del puente vio emerger de la oscuridad la silueta de una isla. El olor penetrante y salado del mar se mezcló con otro, el tufo de la tierra vieja y los finales de las cosas, de la muerte y la putrefacción. Al otro extremo del puente, Michael y Emma siguieron al brujo, entre otros dos centinelas de piedra, hasta la isla de los muertos.

El doctor Pym levantó la mano.

—Necesito un momento para orientarme.

Los niños daban vueltas detrás de él, casi sin atreverse a respirar. Desde donde estaba, Michael no podía hacerse una idea del verdadero tamaño de la isla. Las tumbas y los mausoleos, algunos de los cuales medían cuatro metros de alto y estaban coronados por figuras de piedra cubiertas de nieve, se agolpaban uno junto a otro, dejando solo estrechos huecos por los que pasar. Michael tenía la impresión de hallarse en un antiguo bosque oscuro e invadido por las malas hierbas que los observaba en silencio.

Mientras aguardaban, Michael llevó la mano hasta su bolsa y comprobó el contenido con gestos nerviosos: diario, bolígrafos, lápices, navaja, brújula, cámara de fotos, la insignia del rey Robbie, La enciclopedia de los enanos y pegamento. Tras asegurarse de que todo estaba en su sitio, se llevó la mano al pecho, donde palpó el bulto duro de la canica de cristal que llevaba al cuello y que ya parecía formar parte de él.

Se movió una nube, y la luna proyectó una luz pálida y sobrenatural que se reflejó en los parches de nieve.

—Por aquí —dijo el brujo—. No os separéis.

Y se puso en camino a través de la espesura de tumbas. Michael y Emma debían esforzarse para no quedarse atrás. Como de costumbre, el doctor Pym se movía a paso ligero, siguiendo un sendero en zigzag que solo él podía ver. A medida que el grupo avanzaba, las tumbas se amontonaban y el camino se volvía aún más oscuro y estrecho. A Michael le preocupaba la posibilidad de que Emma o él tropezasen y el brujo continuase sin tan siquiera darse cuenta, dejándolos perdidos y solos en aquel laberinto de lápidas.

—Doctor Pym —tuvo que preguntar el muchacho una vez más—, ¿qué estamos haciendo aquí?

—¿No podemos andar más despacio? —pidió Emma—. Tiene usted unas piernas cien veces más largas que las mías.

—Os pido disculpas, y creo que ha llegado el momento de explicar por qué os he traído a este morboso lugar. Seguro que recordáis la carta que encontró el doctor Algernon. La historia del comerciante de cerdos que vino a Malpesa y conoció al hombre con fiebre, el que deliraba diciendo que él y otros habían sacado de Egipto un fantástico libro mágico tiempo atrás.

—Aquel hombre quería hacer un mapa —dijo Michael, pasando apresurado por delante de una tumba de la que salía un borboteo grave y ahogado—. Me refiero al tipo enfermo.

—Exactamente, muchacho. Lo que no sabemos es lo que sucedió después. ¿Murió el enfermo? ¿Consiguió hacer su mapa? La historia nos obliga a tener que utilizar nuestra imaginación. —Hizo una pausa y leyó la inscripción de una lápida antes de marcharse en otra dirección—. Si el enfermo se recuperó y abandonó Malpesa, él y su mapa están perdidos para nosotros. Pudo tomar un millón de direcciones, pudo encontrar la muerte de un millón de maneras. Pero supongamos que el enfermo estaba grave. Supongamos que falleció en Malpesa. En tal caso, esta isla es el lugar en el que habría sido enterrado.

—Espere. Entonces, ¿cree que el mapa fue enterrado con él? —dijo Emma—. Además, sigue caminando demasiado deprisa.

—Esa es mi teoría. Y sospecho que también era la teoría de vuestros padres.

—Vale —dijo Michael—, pero seguimos sin saber cómo se llamaba. ¡No podemos ir por ahí levantando tumbas hasta que lo encontremos!

—Sí —dijo Emma—. Tardaríamos un siglo.

—Y no estaría bien —dijo Michael.

—Sí —añadió Emma, poco convencida—. Eso también.

Michael estaba molesto con el doctor Pym por no haberle expuesto su plan antes. Michael habría podido ahorrarles mucho tiempo a todos haciéndole notar los fallos más flagrantes, ¡como tratar de encontrar la tumba de un hombre anónimo que pudo o no haber muerto cientos de años atrás! Desde luego, como hermano mayor, tenía derecho a aprobar todo…

—Creo que esta es la tumba —dijo el doctor Pym.

—¿Qué? —preguntó Michael.

—Creo que esta es la tumba que estamos buscando.

El brujo se hallaba delante de una construcción rectangular de piedra que medía unos dos metros y medio de largo y un metro de ancho, y se alzaba un metro y medio del suelo. A Michael no le pareció diferente de las numerosas tumbas por las que habían pasado ya.

—Ha sido fácil —comentó Emma.

—Pero ¿cómo lo sabe? —dijo Michael.

—Zonas diferentes de esta isla se desarrollaron en épocas diferentes. La carta del comerciante de cerdos tenía fecha de finales del siglo XVIII. Eso situaría a nuestro difunto por aquí. —El brujo dibujó un semicírculo con el brazo—. Creía que habría que buscar un poco, pero resulta que hemos tenido suerte.

—¿Y cómo sabemos que su tumba es esta? —inquirió Michael—. Aún ignoramos cómo se llamaba.

—Muchacho —dijo el brujo—, no necesitamos saber cómo se llamaba. Tenemos esto.

Les indicó con un gesto que se aproximasen a la tumba. Allí, tallados en el centro de la tapa de piedra, visibles a través de una fina capa de hielo, había tres círculos interconectados. Más tarde Michael dibujó el símbolo en su diario.

 

 

—¿Qué es? —preguntó Emma.

—Es algo que hace más de dos mil años que no veía —respondió el brujo. Mientras hablaba, extendió la mano y pasó el dedo por los anillos—. Tiempo atrás, antes de que Alejandro Magno atacase la ciudad de Rhakotis y provocase la dispersión y pérdida de los Libros de los Orígenes, estos se guardaban bajo una torre en el centro de esa ciudad. Los magos que habían creado los Libros fundaron la orden de los guardianes, feroces guerreros que habían jurado protegerlos con su vida.

—¡Espere, lo recuerdo! —exclamó Michael—. ¡La condesa nos habló de ellos!

El brujo asintió.

—Como sabéis, cuando la ciudad fue invadida, yo mismo escapé con el Atlas, que más tarde confié a los enanos de Cascadas de Cambridge.

Michael asintió para indicar que aprobaba la decisión del brujo.

—Siempre sospeché que la orden escapó al menos con uno de los Libros. Pero, aunque he buscado sin cesar durante todo este tiempo, no he encontrado ni rastro de los dos Libros desaparecidos ni de la orden. Es decir, hasta ahora. —Apoyó la mano plana sobre la tumba, casi tapando los anillos—. Este es su símbolo.

El corazón de Michael latía con fuerza por la emoción, y por esa vez decidió disculpar el desliz del brujo en cuanto a protocolo hacia hermanos mayores.

—Si hemos de dar crédito a la carta del doctor Algernon —siguió el doctor Pym—, y esta es la tumba de aquel mismo hombre que tenía fiebre, podemos dar por supuesto que la orden rescató realmente uno de los Libros. La pregunta es: ¿dibujó un mapa nuestro amigo? Y en tal caso, ¿continúa el mapa aquí, o se lo llevaron vuestros padres? Solo hay una forma de averiguarlo.

—¿Quiere decir que tenemos que abrir la tumba? —preguntó Michael.

—Me temo que sí.

—Ese muerto no será un zombi o algo así… —dijo Emma.

—Creo que resulta muy poco probable.

—Eso mismo dijo sobre las posibilidades de encontrar un troll. Y, ¿sabe qué?, antes hemos…

—Querida, no es un zombi. Te lo prometo.

El brujo les dijo a los niños que se colocasen junto a uno de los extremos de la tumba mientras él se situaba junto al otro.

—No os olvidéis de hacer fuerza con las piernas.

—Doctor Pym —dijo Michael—, esto es piedra maciza. Debe de pesar media tonelada.

—Mi hermano es poca cosa —dijo Emma—. Yo haré casi todo el esfuerzo.

Michael se dispuso a protestar, pero el brujo lo interrumpió:

—Tengo la sensación de que no pesa tanto como parece. ¿Listos? Uno… dos… ¡tres!

Para sorpresa de Michael, no costó demasiado levantar la tapa de piedra.

—Ya está —dijo el brujo—. Cuidado con las manos y los pies.

Entre todos apoyaron la tapa contra el costado de la tumba.

Emma miró a Michael.

—No te molestes en darme las gracias.

—¡Oh, por favor! Está claro que el doctor Pym…

—¡Vaya, qué interesante!

El doctor Pym estaba asomado al interior de la tumba y los niños se reunieron con él.

—¡Ahhh! —chilló Emma, cayendo hacia atrás.

Todo el fondo de la construcción de piedra era una oscura masa que se retorcía. Michael no comprendía lo que estaba viendo; aquello parecía…

—¡Ratas!

En la tumba había docenas de ratas, tal vez centenares, agitándose y arrastrándose unas sobre otras. Sus largas colas sin pelo se movían deprisa de lado a lado. Sus cuerpos de color gris pardo se contorsionaban; los ojillos negros les brillaban como si fuesen piedras preciosas.

—¡Son ratas! —repitió Michael.

—Desde luego.

—¡No se quede ahí parado! —gritó Emma—. ¡Haga algo! ¡Fulmínelas o algo así!

—¿Y por qué iba a hacer eso, querida?

—¿Que por qué? ¿Cómo que por qué? ¡Son ratas!

Emma tenía todo el cuerpo rígido, y su expresión era de puro pánico. A Michael se le pasó por la cabeza que su hermana podía estar asustada. Pero incluso plantearse eso era ridículo. Nunca había visto a Emma asustada por nada, ni siquiera por cosas que deberían haberla asustado, como las grandes arañas peludas. Una vez, un experto en flora y fauna había llevado un montón de serpientes, lagartos y arañas al colegio para una demostración. En mitad de esta, se había escapado una enorme tarántula amarilla y negra. Se produjo una desbandada de niños que gritaban. Pero Emma, sentada en la primera fila, cogió la araña con mucha calma y la metió en su jaula de cristal.

—Decidme —dijo el brujo—, ¿notáis algo raro en estas ratas?

—Hummm… —La voz de Emma no era nada tranquila—. ¿Que siguen vivas y no está haciendo nada al respecto?

Pero Michael reflexionó un instante y luego dijo:

—Son silenciosas.

—Exactamente —respondió el brujo—. Todos estos roedores deberían estar haciendo un jaleo tremendo. Esto es más complicado de lo que parece.

Emma murmuró:

—Voy a vomitar.

El brujo se acercó a un árbol raquítico que crecía entre dos mausoleos y partió una larga rama seca. A continuación, Michael contempló cómo daba golpecitos con el palo sobre la arremolinada masa gris. Para sorpresa del niño, atravesó las ratas sin tocarlas.

—Es una ilusión destinada a disuadir a los intrusos. No hay ratas. Es más, me parece notar la presencia de una especie de pozo.

Emma se acercó medio paso.

—Entonces… ¿no son de verdad?

—En absoluto. Bueno, uno de vosotros tiene que descender conmigo mientras el otro se queda aquí y vigila el camino de Malpesa por si nos han visto.

—¿Se refiere a bajar al agujero de las ratas? —preguntó Emma—. Es usted…

—Yo lo haré —se apresuró a decir Michael—. Emma puede quedarse aquí arriba.

—Muy bien —dijo el brujo.

Luego cogió la rama que tenía en la mano, la partió en tres trozos y le entregó uno a Emma.

—Frota con esto cualquier superficie y se encenderá. Pero hazlo solo si vas a descender. De lo contrario, resultarás demasiado visible. —El brujo miró a Michael—. Yo iré primero.

Pasó sus largas piernas por encima del costado del ataúd de piedra. Michael y Emma contemplaron con una fascinación horrorizada cómo metía el pie en aquel hervidero de ratas. Por un momento pareció que las criaturas se arremolinaban a su alrededor; luego desapareció su pie, y después sus piernas, y su pecho. Finalmente su blanca cabeza se esfumó dentro del nido de ratas.

Los niños estaban solos. Michael se volvió hacia Emma.

—¿Vas bien abrigada?

—Ajá.

—No te subas a ningún mausoleo. Las siluetas resultan muy visibles en la oscuridad.

—Vale.

—Además, el sonido llega muy lejos, así que me temo que no podrás cantar ni silbar para sentirte acompañada.

—Ya lo sé.

—¡Ah, y no te quedes mirando nada demasiado tiempo! Mira algo, aparta la mirada y luego vuelve a mirar. Es un viejo truco de los centinelas.

—Michael…

—¿Sí?

—No me pasará nada. Ten cuidado tú también —Lo abrazó con fuerza—. Te quiero.

Cuando lo soltó, Michael se sintió incómodo, sin saber qué decir.

—Adelante —dijo Emma finalmente—. El doctor Pym te espera.

Michael asintió y subió por el costado de la tumba, inspiró hondo y bajó.