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En su primer viaje a Medellín, J. había comprado un chinchorro de nailon que medía quince metros de largo y tres de ancho. Era de tejido amplio, apto para sábalo y también para cojinúa grande. Se necesitaban cinco personas para manejarlo.
Salomón, hijo de doña Rosita, era el mejor pescador de la región. Silencioso y físicamente poco notable, tenía al parecer una extraordinaria afinidad con los peces. En épocas en que nadie sacaba nada, Salomón arrancaba al mar pargos de diez libras.
Era una persona muy pulcra. Jamás se veía sudado. Usaba camisas blancas muy bien planchadas, y a través de sus bolsillos se transparentaba el indio de los cigarrillos Pielroja. Su paquete no se mojaba nunca y cuando se terminaba conservaba la forma rectangular de cuando estaba lleno.
Ciertamente, era un pescador extraordinario. Muchas veces, cuando pescaba desde la playa, J. lo acompañó y pudo comprobarlo. Los movimientos que su mano imprimía al cordel obedecían siempre a una razón precisa; algunas veces eran tanteos donde jugaba con las posibilidades favorables del azar; otras, movimientos exactos, absolutamente ganadores, que de haber sido ejecutados un segundo antes o después habrían llevado con seguridad a una derrota.
En sociedad con él se empezó a trabajar el chinchorro. Como todavía no era la época de buena pesca, los primeros resultados fueron modestos. Los hombres salían por la noche y trabajaban a trescientos metros de la playa durante tres o cuatro horas. J. nunca los acompañó, pero siempre le gustó mirar las luces de los botes mecidas por el movimiento del agua: el bulto de las canoas se adivinaba apenas sobre el mar y se oían las lejanas voces de los pescadores.
Mientras Salomón pudo ocuparse de él, el chinchorro se conservó como nuevo, e incluso mejor que nuevo, pues iba curándose bien, adquiriendo como una profundidad de experiencia. Sus tejidos, al ser extendidos sobre palos clavados en la arena, brillaban bajo los primeros rayos del sol. Exhibían entonces una belleza delicada y fantasmal; el sol corría por los hilos, aún abrillantados de humedad, y el viento producía pequeños oleajes en aquel conjunto de luces metálicas que, de lejos, parecían ellas mismas un detenido viento.
A mediodía, acompañado por su hijo mayor, llegaba Salomón a recogerlo. Nunca entraban a la casa antes de levantarlo. J. los veía trabajar desde el corredor, el hijo soltando la red de los postes y entregándosela doblada a Salomón, quien la iba recibiendo en los brazos. Entonces se la echaba al hombro con un movimiento fácil y los dos caminaban hacia la casa.
Después de guardar la red en el cuarto de las herramientas, Salomón iba al corredor y, en cuclillas, conversaba un rato con J., casi siempre sobre pesca. Se fumaba uno o dos cigarrillos y se despedía. Rara vez aceptaba un trago. «Con el invierno va a llegar la pesca brava», decía siempre antes de irse.