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El vencimiento del préstamo que tenía J. en el banco coincidió con el clímax de aburrimiento de Elena durante aquel interminable invierno.

—Uno de los dos va a tener que ir a Medellín a tratar de renovar el préstamo —dijo J., sabiendo que sería ella la que habría de hacerlo.

—Listo —dijo Elena, rápida—. Me firmás una autorización y yo hago la vuelta.

Dos días después caminaba al lado de J. y detrás de Gilberto rumbo al pueblo. Como estaban mal de plata, habían decidido que viajara en el barco y no en lancha expresa. No llovía, pero el camino estaba hecho un barrizal. Elena y J. llevaban botas de caucho; Gilberto, las mismas sandalias de cuero que usaba en verano. Si el barro era hondo, sus pies producían un ruido de succión que asqueaba a Elena.

Una vez en el pueblo, debieron esperar todavía dos horas para la partida. A mediodía, Gilberto los llevó a casa de unos parientes, donde les vendieron un gigantesco sancocho de mojarra; entonces, adormilados por el almuerzo, se sentaron en la playa sobre una canoa varada, a esperar la salida del barco.

Cuando Elena subió a la canoa que debía llevarla a bordo, empezaron a caer los goterones. Cuando subió al barco, se desató el aguacero.

La embarcación era de madera y tenía unos doce metros de largo por cuatro de ancho. Estaba pintada de azul, amarillo y rojo. Diez bancas largas, sin respaldo, se alineaban paralelamente de proa a popa y una gran carpa protegía a todos los pasajeros de la lluvia. Elena acomodó su maleta en un sitio seguro y después se acomodó ella misma en una de las barandas, no lejos de la proa. Vio entonces a J., que miraba el barco desde la orilla. Le agitó la mano y él le contestó, pero no se fue. Siguió allí, mirando hacia el barco. «Se está empapando», pensó Elena.

El último pasajero en subir fue un viejito centenario y cetrino que sufría del mal de Parkinson y fumaba tabaco con dedos temblorosos. Cuando lograron subirlo, el motor del barco comenzó a sonar y una densa humareda azul salió del cuarto de máquinas. «Con tal de que esta mierda no se vare por el camino», pensó ella. Entonces el humo se disolvió y el barco empezó a moverse.

Elena no quiso dormir en Turbo. Un carretillero le llevó la maleta hasta la estación y ella se sentó en una silla metálica a esperar la salida del bus. Cuando supo que no saldría hasta las nueve y media de la noche fue a un restaurante y se comió un plato con carne asada, yuca y una montaña de arroz sobre la que brillaba, como una estrella, un huevo frito.

A las diez de la mañana del día siguiente llegaron a Medellín. Elena sentía que se le calentaba el corazón a medida que entraban. Los pasajeros salían del cansancio aturdido que les había dejado la carretera y se mostraban habladores y alegres. El día era azul y transparente. Un viento seco y cálido entraba por la ventanilla. Con el aliento deliciosamente cortado, entrecerrando los ojos, Elena dejaba que el viento le revolcara el pelo mientras algunos pasajeros la miraban.

Cuando la mamá le abrió la puerta, un espeso olor a veladoras la golpeó en la cara.

—¿Todavía quemando porquerías? —dijo Elena—. Un día de estos se intoxica.

La mamá soltó algunos reproches infantiles.

La casa estaba en brumas. Por todas partes había santos con veladoras encendidas. Elena llevó la maleta al cuarto que había sido suyo.

—¿Va a comer algo, Elenita? —preguntó la mamá. Elena dijo que más tarde, que ahora se iba a pegar un baño «ni el berraco».

—¿Y William?, ¿sigue viniendo por aquí? —preguntó desde el baño.

—Casi a diario, mija —dijo la anciana—. Vienen por las tardes, él, Luz Marina y los niños. Para buen hijo, William; Dios me lo proteja.

Un chorro grueso salió del tubo y se fue a estrellar contra el piso del baño.

Por la noche, después de comer, Elena salió al parque. Un sueño largo después del almuerzo le había quitado el cansancio por completo. Aquello era Envigado, viernes por la noche, y las heladerías estaban repletas de gente.

Elena se encontró con Jaime Díaz y Roberto D’Alleman, que bebían en una heladería llamada La Puerta del Sol. Los dos habían sido compañeros de J. en las grandes borracheras anteriores a la ida para el mar. Se amanecieron bebiendo. Ella no mencionó para nada el agudo tedio que había llegado a atormentarla en la finca; exageró, por el contrario —utilizando algunas expresiones de J.—, las virtudes de la vida tranquila del mar en contraposición a la intoxicante vida «al pie de las chimeneas de Coltejer».

A las siete de la mañana entraba a la casa, ojerosa e inestable, ante la mirada asustada y escandalizada de la mamá.