17

La reconciliación no fue fácil. Cuando él volvió por la noche, encontró que en la cara de Elena se había instalado una máscara rígida y fría. Se desvistieron sin hablarse y se metieron a la cama. Cada uno evitaba cuidadosamente cualquier contacto con el cuerpo del otro. Cuando un codo de J. la tocó por accidente, ella se retiró como si la hubieran quemado con cigarrillo; después se durmió en el borde de la cama con un sueño inamovible y profundo. J. estuvo un rato tratando de leer —«No os dejéis consolar», decía el poeta, «vuestro tiempo no es mucho, el lodo a los podridos, la vida es lo más grande, perderla es perder todo»—, pero no lograba concentrarse. Fue una noche muy larga. Cerró el libro, sopló el mechero y la noche empezó a meterse en el cuarto, dulce e implacable. Entró crecido el ruido del mar; entraron los sonidos —y el silencio— de la selva cercana; se oyó el ladrido de perros lejanos.

J. salió al corredor en pantaloncillos. No había luna, pero la noche estaba clara. Se sentó en la mecedora roja de mimbre, muy cómoda, que le había vendido doña Rosita. Colocó los cigarrillos y los fósforos en el piso, encendió un cigarrillo y se puso a mirar el agua. La espuma de las olas soltaba un débil resplandor. Mar adentro se alcanzaba a adivinar el horizonte. Por un momento, J. creyó ver las luces de un barco en alta mar, pero cuando trató de enfocarlas desaparecieron.

Sintió un lengüetazo tibio y rugoso en la rodilla, que le puso el corazón en la boca. Emitió primero un ronco grito de terror, después maldijo al perro y le pegó una patada en el estómago. El animal chilló, se alejó corriendo y se sentó en un extremo del corredor a mirarlo. Cuando el pavor se fue, J. sintió remordimiento, llamó al perro y comenzó a acariciarle la cabeza. Era un animal mediano, de color amarillento, que se llamaba Káiser.

—Káiser, hijueputa, me asustaste —le dijo en voz baja—. Káiser berraco, perrito de mierda.

El animal, perro de pobres al fin, poco acostumbrado a caricias, comenzó a gemir suavemente. Cuando quiso lamerle los pies, J. lo empujó sin brusquedad.

—¡Quieto! —le dijo, y el animal se echó al lado de la silla.

Después de muchos cigarrillos y mucho cavilar sobre su propia vida sintió que el sueño, como una aurora, empezaba a llegarle. Cuando fue a acostarse encontró a Elena dormida en la misma posición. «Hasta dormida está rabiosa», pensó. Al día siguiente todo continuó igual. Elena se pasó la mañana entera sentada frente a la máquina, trabajando en silencio. A mediodía se puso el vestido de baño y salió para el mar; regresó a las dos de la tarde y se dedicó a hacer un balance de lo que había en la tienda.

Hasta ahora los resultados habían sido apenas satisfactorios. Un mes después de instalada era ya claro que no podían considerarla como fuente principal de ingresos. La gente de la región era pobre y fiaba demasiado. Además, la competencia con las tiendas del pueblo era difícil; de algún modo se las arreglaban para mantener a los vecinos de J. como clientes.

La plata que habían reservado para subsistencia empezaba a agotarse y ya parecía urgente encontrar alguna manera segura de sobrevivir. J. había hecho los cálculos pertinentes a la explotación de la madera, pero quería agotar cualquier posible recurso antes de iniciar una tala que le repugnaba a fondo.

De las doscientas hectáreas que constituían la finca sólo cien eran potreros, el resto lo formaban selvas casi vírgenes, donde abundaban la ceiba, el roble y el caracolí. Era claro que una vez decidido a explotar la madera debía hacerlo a fondo, con el mayor volumen y rapidez posibles. Ya había pensado en el sitio para construir el galpón que alojaría a los trabajadores, y calculado en diez el número máximo de hombres que iba a necesitar. Julito le prometió transporte seguro y barato hasta Turbo, y además lo puso en contacto con un comisionista, quien le prometió los hombres que necesitara cuando los necesitara y le explicó el tipo de arreglo que se hacía con ellos: se les pagaba un precio por rastra cortada y se les aseguraba la manutención, a la que se fijaba un precio que se descontaría mensualmente de la plata adeudada al trabajador.

También había calculado en cuatrocientos mil pesos el capital necesario para iniciar la explotación. Si no sucedía algún milagro que les evitara acabar con el monte, en dos meses J. debía viajar a Medellín para hablar con Fernando y convencerlo de que les renovara otra vez el préstamo. Si lo hacía, deberían entonces meterle hasta el último peso al negocio y darle el impulso suficiente para pagar al banco y subsistir lo más decorosamente posible.

«Julio 13/76: Elena lleva cuatro días brava. No le ha valido nada. No sé qué es lo que tanto cose en esa máquina, que ronronea el día entero. Ya le ofrecí disculpas, pero ella ni contesta. Tal vez lo mejor sea dejarla sola y que se desenfurezca cuando le dé la gana.

»Hay que viajar a Turbo otra vez, no hay arroz ni aceite y los puchos se están acabando. Que vaya ella a ver si se ventila.

»Hace quince días no llueve, nos ha tocado traer el agua en galones para regar los semilleros, la bomba se dañó otra vez. La falta de agua en la casa es de lo duro que hay, sobre todo por Elena. Don Eduardo quedó de mirar la bomba, pero no ha venido todavía. Ojalá el viejo sea capaz de meterle mano, de otro modo nos tocará traer un técnico. Aunque parece simple su mecanismo, la tal bomba es todo un lío de arreglar. Gilberto casi se saca un ojo con ella. Es posible que el Altísimo, con mediación de don Eduardo, sea capaz.

»Ayer estuve en el monte. Mientras más miro esos árboles menos me entusiasma la idea de cortarlos. Pero como vamos no habrá más remedio. Tocará participar en la Gesta del Hacha, como dicen los poetas de la raza.

¡Paso a la civilización, ceibas de mierda!»

Elena, en efecto, viajó a Turbo con la lista de mercancías. Pero ventilarse, no se ventiló. No cometió un solo error en su viaje, trajo todo lo que se necesitaba —e incluso lo que no estaba en la lista, pero sabía que se necesitaba— y no se dejó robar por los tenderos. Pero llegó tan fría y silenciosa como se había ido.