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A diferencia de J., que iba al caserío al menos dos veces por semana —siempre se quedaba a almorzar, y casi siempre le daban arroz con cangrejo—, Elena no había vuelto desde la primera vez. Aparte de su propia madre, quien por lo demás la impacientaba con su histerismo religioso, Elena no había conocido otros ancianos y tendía a desconfiar de ellos. Doña Rosa en particular le había resultado antipática: le disgustó la manera, de igual a igual, como los había tratado; le disgustó el modo poco deferente como la había tratado a ella específicamente. Varias veces J. la invitó a que fuera con él a visitarla, pero siempre encontraba excusas. «No me gusta ir a que esos negros me miren como a un animal raro», dijo al final, y él no volvió a insistir.

A su vez, Elena no era en absoluto popular entre los del caserío. Inicialmente las historias de Mercedes sobre la manera como los trataba a ella y a Gilberto llevaron a la gente a hacerse una mala opinión; después se produjeron algunos roces directos con algunos de ellos.

Elena empezó a tomar sus acostumbrados baños en una bahía pequeña, no lejos de la casa, en la que la arena era muy blanca y el agua muy azul. Nadaba casi siempre sola —J. era más aficionado a mirar el mar que a meterse en él— y después se tendía en la arena a asolearse. La bahía quedaba en el camino entre el pueblo y el caserío, y la gente debía cruzar frente a la playa donde ella, en un bikini blanco que contrastaba con su piel canela —oscurecida ahora por el sol—, tomaba su baño diario. Cuando ellos pasaban silbando o fumando tabaco, Elena sentía que la miraban; cuando se alejaban, silbando, sentía que se alejaban mirándola. Y muchas veces lo hacían, en efecto. No sólo los hombres, sino también los niños que pasaban con sartas de pescado en la mano, o las mujeres que balanceaban ollas de aluminio en la cabeza. A todos les producía un interés instantáneo, ingenuo y al parecer inagotable. Raras veces la saludaban al pasar. En ocasiones los niños podían detenerse a mirarla con ojos grandes, en los que no había burla ni amistad, sino curiosidad en estado puro. Cuando los echaba, los niños se marchaban lentamente, sin dejar de mirarla.

«¡Taluego, seño!», podían gritar antes de irse.

Una vez tuvo un alegato con una negra que pasaba todos los días por allí —gorda, balanceada, majestuosa— llevando una ponchera con ropa lavada en la cabeza. La ponchera giraba con parsimonia cuando la negra, sin dejar de caminar, empezaba a mirarla. Y cuando ya el cuello no aguantaba el giro, la cabeza volvía a enderezarse suavemente. Después, sin perder la lentitud, el balanceo ni la dignidad, mujer y ponchera se metían en la trocha y desaparecían.

Aquella mañana, Elena había tenido una discusión con J. a propósito de que los aserradores iban a comer todos los días a la casa, y estaba tendida en la playa pensando en eso, su cabeza hecha una densa vorágine de malgenio. Entonces pasó la mujer. Tal vez se sentía cansada, tal vez se le zafó una chancla, el caso fue que se sentó, bajó la ponchera y la puso en la arena.

Elena no pudo aguantarse.

—¡Siga su camino, negra metida! —gritó—. ¡Está en finca ajena!

La otra no se inmutó ni levantó mucho la voz. Contestó que llevaba veinte años pasando por allí y no necesitaba que cualquier recién llegado le dijera por dónde tenía que caminar. La discusión, agria por parte de Elena, irónica y calmada por parte de la negra, continuó por un rato. Pero la mujer se quedó allí todo el tiempo que le dio la gana. Y como no se iba, fue Elena la que terminó por arrebatar de un manotazo la toalla de la arena y largarse para la casa.

—¡Metidos como ellos solos! —se quejó, amarga, esa noche.

Estaban sentados en la playa, frente a la casa. La ola caía sobre el cascajo y sonaba como una granizada gruesa, luego se devolvía con cascabeleos como de maracas. En un plato había un pequeño salero, cascos de limón y trozos de mango verde. J. había tomado la costumbre de beberse algunos aguardientes —a veces demasiados— todas las noches. Ahora, en pantaloneta, sentado frente al mar, mantenía la botella asegurada entre los pies descalzos. No había luna, pero la noche era clara y el cielo estaba lleno de luces. Por enésima vez, J. le explicaba a Elena algo que ella sabía muy bien: que los miraban con curiosidad legítima y no con mala intención.

—Mientras más te enojés, más te van a mirar. Elena no dijo nada, se tomó un aguardiente y le devolvió la botella.

—Estoy cansada —dijo—. Creo que mejor me acuesto. No te emborrachés mucho, vos.

Antes de irse, cogió la botella y se tomó otro trago. Le puso sal a un pedazo de mango y se alejó con él entre los dientes. Poco después, J. vio sus formas agigantadas en el cuarto mientras se desvestía. «Todo es putamente difícil y hermoso», pensó al mirar la sombra de Elena moviéndose en aquella porción de luz amarilla, diminuta cavidad de amor bajo la inmensa noche. Puso un poco de sal en una rodaja de limón, la tuvo lista en la mano y se metió un trago. A veces, sobre todo con el aguardiente, la alegría solía reventarle adentro. Luces, sensaciones, visiones e intuiciones se le venían a chorros, como en una explosión de fuegos fatuos. Con esa sensación en el estómago continuó un rato largo, bebiendo y adentrándose en la noche.

Al día siguiente ella no quiso ir a su bahía. A la hora del baño estaba enfurruñada en la tienda, leyendo. Cuando la cabeza de una niña negra apareció en la ventana («que le manda decir mi mamá que si le fía una libra de arroz»), Elena la miró con abierto rencor y le dijo que no le fiaba, ni mierda porque ya debían demasiado. La niña se quedó mirándola en silencio mientras ella fingía leer.

Cuando la cabeza negra desapareció, Elena miró la estantería donde se alineaban los paquetes de arroz. Entonces se asomó por la ventana y llamó a la niña, que se alejaba despacio por la playa. La negrita volvió a aparecer y Elena, sin mirarla, le puso una libra de arroz al frente.

—Decile a tu mamá que todavía le puedo fiar doscientos pesos, pero que ese ya es el tope.

—Gracias, seño.

Cuando la niña volvió a irse, la novela voló de un extremo a otro de la tienda, como una gallina enloquecida, y fue a estrellarse en la pared.

Durante algunos días, Elena no quiso salir de la casa. Le dijo a J. que se sentía afiebrada y maluca, y permanecía casi todo el día en la cama, leyendo y durmiendo. Sólo se levantaba para despachar a algún cliente o para acompañar a J. a almorzar. Una vez le dijo que se sentía muy triste y se puso a llorar. Él sabía que no estaba enferma, era evidente que pasaba por un mal rato —ya había ocurrido, aun antes de la finca— y necesitaba que la mimaran un poco. Cosa que hizo con gusto: le tomaba la temperatura, se levantaba por las noches a traerle cosas, la hacía reír. Sorprendentemente, fueron días felices. Unos de los últimos días buenos que vivieron juntos.