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Tal como temía, el envío de madera que J. llevó a mediados de febrero resultó de muy baja calidad. Los compradores le pagaron una suma que a duras penas alcanzaba a compensar gastos y de nuevo le recomendaron que tuviera cuidado con la manera como estaban cortándole. J. volvió a la finca desabrido y silencioso. El vencimiento del préstamo estaba a menos de dos meses y sabía que Fernando no se lo renovaría otra vez —al contrario, se luciría negándoselo—. El mal humor lo llevó a tratar mal a los aserradores, a veces sin necesidad, y a tomar demasiada distancia con ellos. Un error, pues al fin y al cabo después de echar a Maximiliano todo el mundo había comenzado otra vez a trabajar bien.

Otro asunto que llegaba a exasperarlo era el ganado. Parecía como si alguien, Dios o quién sabe quién, hubiera decidido que el rebaño no aumentara nunca. Cuando nacía un ternero se robaban un novillo, caía un rayo sobre una vaca o se perdía otro ternero. Al principio, J. trató de tomar el asunto con la calma que le era propia; después, la noticia de un animal muerto alcanzaba a oscurecerle todo un día, y sospechas de confabulaciones personales le alteraban los nervios. Necesitaba entonces beberse algunos tragos para escapar a los ventisqueros de mal genio que varias veces lo llevaron a tratar mal a Elena, a Gilberto o al que se le pusiera por delante.

Meses atrás, J. había traído de Medellín, con todo y pedigrí y todavía cachorrita, una perra pastor alemán que había resultado especialmente inquieta y exasperante. Royó la cubierta de varios libros, el pequeño radio transistor de Gilberto y varios pares de sandalias de Elena, entre otras cosas, por lo que, al mes escaso de tenerla, resolvió regalársela a Salomón, que quería a los animales y sabía cómo tratarlos. A la muerte de Salomón, J. volvió a encargarse de ella, ahora un animal grande, de color negro brillante, que seguía tan inquieto como siempre. Se trataba en realidad de un caso curioso de locura animal: la perra ladraba constante y compulsivamente, agredía a las visitas, y cuando J. o Elena llegaban de alguna parte los recibía con efusividad de huracán, arañándolos, metiéndoles el hocico entre las nalgas y embarrándoles la ropa. Tan brusca era que en muchas ocasiones debían armarse de un palo para evitar que los saludara. Una vez intentó morder a don Eduardo, que había venido a visitarlos, y J. decidió amarrarla. Pero entonces enloqueció aún más: ladraba día y noche; se enredaba en la cadena, empezaba a chillar y había que ir, muchas veces de madrugada, a desenredarla, y cuando lograba soltarse hacía estragos en la casa.

Una noche, J. se había desvelado pensando en los problemas de la finca. La perra ladraba afuera incansablemente, asfixiándose con el collar, furiosa, como si alguien anduviera por ahí. Nadie andaba por ahí, por supuesto; el animal podía ladrarle de esa forma a un cocuyo, a un murciélago, a la luna. De pronto, J. sintió como si un líquido oscuro empezara a acumulársele en el cerebro. Enceguecido, se levantó de la cama y agarró la escopeta. Casi inconsciente por el odio, salió a la playa y caminó hasta el poste donde estaba el animal. Sin pensarlo un segundo le descerrajó dos tiros en la cabeza, que retumbaron en la selva, y la perra quedó muerta en el acto, hecha un ovillo. Sin decir nada, J. fue por la pala y caminó hasta el corral, donde comenzó a cavar. Al momento llegó Gilberto con otra pala y le ayudó en silencio. Durante un rato, Elena los miró trabajar desde el corredor y después se acostó.

Tales estallidos, aunque filosos, no eran demasiado frecuentes. La finca en su conjunto parecía un barco que no avanzaba, que no iba en realidad para ninguna parte, pero no era eso lo que más le importaba a J.; nunca pretendió enriquecerse con ella —sabía que era imposible— ni aspiraba a demasiada racionalidad en un clima tan caliente y lujurioso. De hecho, venía huyendo de cierta racionalidad oprobiosa, tan esterilizadora como la gasolina, el arribismo y el asfalto. Por eso precisamente odiaba el cerco de Elena, pues era la caricatura de una caricatura, una lamentable muestra de lo que podía llegar a ser la actividad humana; por eso se exasperaba cuando cortaban mal la madera, porque era duplicar sin necesidad una locura —la destrucción del árbol—, sumergiéndolo a él en un torbellino ridículo de insensatez y muerte. Cuando se perdía un animal no se ofuscaba tanto por la plata que valía y sólo en menor medida porque la finca, como negocio, no avanzara; sencillamente había soñado alguna vez con tener los potreros llenos de ganado saludable, sueño natural, al fin y al cabo, de querer que las cosas crecieran y se multiplicaran.

Lo único que marchaba según sus aspiraciones eran los semilleros. Gilberto se encariñó con ellos y la suerte les trajo veranos benignos, de modo que nunca se descuidaron y nunca les faltó agua. J. iba por las tardes, casi siempre solo, y los miraba crecer, los pequeños abanicos de las palmas ampliándose, el verde ramificándose en los naranjos. Como estaban a poco menos de un mes del invierno, podía decirse que su supervivencia estaba asegurada. Y efectivamente lo estaba; serían trasplantados más tarde —no por J. sino por otro ser humano—, las palmas crecerían altas y sanas, los naranjos florecerían y darían fruto. Una peste llamada porroca vendría años más tarde y aniquilaría las palmas de la región. Entonces otras personas sembrarían nuevos semilleros, los mirarían crecer y esperarían a que estuvieran listos para ser trasplantados. Las palmas crecerían altas y sanas otra vez, y darían fruto: cocoteros frente al mar, al fin y al cabo, casi los mismos, mecidos por la brisa salitrada.