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—Te necesitan —dijo Elena.
—¿Quién?
—Un viejo. Está en el corredor.
Era por la mañana y J. estaba en la cama. Caía un aguacero suave.
—Preguntale qué quiere.
—Pregunté, dice que es con vos personalmente.
J. salió al corredor y vio a un hombre de unos sesenta años, de barba y pelo canoso cortado al rape. Vestía una camiseta ajustada que dejaba ver la musculatura firme, sin un gramo de grasa. Tenía el tic de rascarse detrás de la oreja, y cuando lo hacía el bíceps se definía, ancho y metálico, bajo la tela. Su cara era grande y dura; sus orejas y ojos, pequeños.
Dijo estar buscando trabajo; dijo también haber oído que J. necesitaba mayordomo. Hablaba con acento de campesino antioqueño. Cuando J. le preguntó que de dónde venía explicó confusamente algo que tenía que ver con cultivos de café, «por esta misma zona pero montaña adentro», y algo sobre un litigio por su tierra, perdido al parecer. Cuando quiso conocer con más precisión el asunto, el viejo repitió el mismo barullo, y J. entendió que no quería ser muy explícito. Le preguntó entonces si sabía algo sobre madera y el viejo dijo haber manejado aserraderos en Antioquia y Córdoba. No traía recomendaciones y al parecer no podía traerlas. Era persona de pocas palabras, contestaba las preguntas a medias y paraba de hablar cuando creía que el otro había entendido lo suficiente, o tal vez cuando pensaba que el otro estaba entendiendo demasiado. Dijo estar casado, tener cinco hijos y llamarse Octavio Sossa.
—Déjeme pensar la cosa, Octavio —dijo J.—. Pásese mañana por aquí y le doy la definitiva.
—Listo, don J.
Esa misma tarde hizo averiguaciones, pero al parecer nadie lo conocía. En sí mismo, eso no dejaba de ser raro. El viejo parecía haber salido de la tierra, como un cangrejo, con mujer y cinco hijos. Le preguntó a Elena su opinión y ella dijo que no le había gustado para nada. Pero esa era una opinión que ella repetía demasiado y J. no se orientó. De modo que al día siguiente, cuando llegó Octavio, todavía no sabía qué hacer. A decir verdad, a él tampoco le había gustado; tenía una mirada insolente y como turbia que le daba mala espina. Pero como la necesidad de mayordomo era grande, se encontró diciéndole que, si quería, podían ensayar una semana, para ver si se entendían.
Y el otro aceptó.
Era un magnífico trabajador. Se movía con seguridad e inteligencia y parecía saber bastante de fincas. Sin dudarlo mucho, se plantó desde el principio como jefe frente a los trabajadores, criticando el trabajo con conocimiento y haciendo sugerencias valiosas. Los aserradores se dieron cuenta rápidamente de que él sabía cómo tratarlos y conocía bien el negocio, y de inmediato le tuvieron respeto. Más tarde empezarían también a tenerle miedo.
Octavio hablaba poco y trabajaba mucho. Al final de la semana, J. le dijo que estaba satisfecho con él y que trajera a su familia. Elena volvió a decirle que no le gustaba el viejo, pero él no le hizo caso. El hombre se fue y regresó tres días después con su mujer y sus cinco hijos. El mayor no tenía más de diez años.
El cambio en la casa fue inmediato —y nada bueno para Elena—. La mujer era desabrida y perezosa, mucho más que Mercedes, y los niños, metidos y bulliciosos. Como era del interior del país y no sabía cocinar la comida de la Costa, empezaron a comer fríjoles todos los días. Y aun los fríjoles, a menos que Elena misma se metiera a la cocina —cosa que hacía con frecuencia—, le quedaban malos, muchas veces duros, muchas veces salados, algunas veces con piedras. Las arepas se le quemaban, el plátano se le carbonizaba en la paila.
—Es la mujer más tarada que he conocido en la vida —dijo Elena.
Pero aún peor que la comida eran los niños. Los grandes se metían en la tienda y sacaban dulces y leche condensada, los pequeños lloraban y defecaban en el corredor. Pequeños y grandes olían mal, cosa que a la mamá parecía importarle un bledo. Octavio los trataba con indiferencia, como a perros, y cuando le estorbaban les daba golpes brutales que los ponían a llorar horas enteras. El ambiente de la casa, entre el desorden de la mujer de Octavio y las lluvias constantes, se hizo sofocante. Pero como el resto de la finca había empezado a marchar muy bien, J. se hacía el de la vista gorda y trataba de no quejarse de la comida o de los niños, en especial frente a Elena.
Sencillamente, trataba de permanecer lo menos posible en la casa.