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Hector Cross se despertó con una sensación de temor y permaneció inmóvil por un momento, tratando de orientarse. Luego, de mala gana, abrió los ojos, sin saber qué esperar, y lo vio a través de la puerta doble abierta del dormitorio, avanzando por la galería hacia él. La luz de la luna centellaba en plateados dibujos cambiantes por encima de los bordes de sus escamas mojadas. Caminaba hacia él contoneándose y sus garras rozaban suavemente el suelo de cemento. La cola de la bestia se balanceaba de un lado a otro al ritmo de sus pesados pasos. Sus afilados dientes amarillos sobresalían por sobre el labio inferior en una fría sonrisa sin humor. Hector sintió que la garganta se le contraía y su pecho se tensaba al sentirse envuelto en una oleada de pánico. El cocodrilo metió la cabeza por las puertas abiertas y se detuvo. Su mirada se concentró en él. Sus ojos eran amarillos como los de un león, con pupilas como negras ranuras. Recién en ese momento Hector se dio cuenta de lo enorme que era la criatura. Bloqueaba totalmente la puerta, impidiéndole toda posibilidad de escape, y se alzaba por encima de él, que seguía inmóvil en la cama.

Hector se recuperó rápidamente de la conmoción y abandonó de un salto el colchón. Tomó la manija del cajón de la mesita de noche en el que guardaba su pistola Heckler & Koch 9 mm y lo abrió de un tirón. Sus uñas arañaron frenéticamente la madera mientas buscaba el arma, pero ésta había desaparecido. El cajón estaba vacío. Estaba indefenso.

Se dio la vuelta para hacer frente al gigantesco reptil, para quedar sentado con las piernas recogidas debajo de él y la espalda apoyada en la cabecera de la cama. Tenía las manos cruzadas a la altura de las muñecas delante de la cara en una posición defensiva de karate.

—¡Fuera! ¡Aléjate de mí! —gritó, pero la bestia no dio señal alguna de miedo. En lugar de ello, sus mandíbulas se abrieron enormes, dejando a la vista las aserradas hileras de afilados dientes amarillos, tan largos y gruesos como los dedos índices del propio Hector. Entre ellos había trozos de carne podrida de la presa que había devorado no hacía mucho. El hedor de su aliento llenó la habitación con un efluvio asfixiante. Estaba atrapado. No había escapatoria. Su destino era inevitable.

Entonces, la cabeza del cocodrilo cambió de fisonomía de nuevo y comenzó a asumir una monstruosa forma humana que era aún más horrible de lo que había sido la imagen del reptil. Estaba mutilada y en estado de descomposición. Sus ojos estaban ciegos y blancuzcos. Pero Hector la reconoció al instante. Era la cabeza del hombre que había matado a su esposa.

—¡Bannock! —susurró Hector entre dientes, a la vez que se apartó de la odiada imagen—. ¡Carl Bannock! ¡No, no puedes ser tú! Estás muerto. Yo te maté e hice que los cocodrilos comieran tu cadáver. Aléjate y vuelve a las profundidades del infierno, donde debes estar —balbució histéricamente sin sentido y sin poder evitarlo.

De pronto sintió unas manos sin cuerpo que salían de la oscuridad de la habitación y lo tomaban por los hombros para empezar a sacudirlo.

—¡Hector, querido! ¡Despierta! Por favor, despierta.

Trató de resistirse a la dulce voz femenina y al movimiento de las manos, pero éstas eran insistentes. Luego, con creciente alivio, comenzó a deshacerse de las redes de la pesadilla que lo habían envuelto. Por fin, se despertó del todo.

—¿Eres tú, Jo? Dime que eres tú. —Hector la buscó con desesperación, tanteando en la oscuridad de la habitación.

—Sí, mi amor. Soy yo. Tranquilízate. Ya está todo bien. Aquí estoy.

—Las luces —espetó él—. ¡Enciende las luces!

Ella estiró los brazos y buscó el interruptor por encima de la cabecera de la cama. La habitación se inundó de luz, y él la reconoció y recordó dónde estaban y por qué.

Eran huéspedes en un castillo medieval en Escocia a orillas del río Tay, en una fría noche de otoño.

Hector tomó su reloj de pulsera de la mesita en su lado de la cama y lo miró. Todavía le temblaban las manos.

—¡Mi Dios! ¡Son casi las tres de la mañana! —La tomó a Jo Stanley entre sus brazos y la apretó contra su pecho desnudo. Después de un rato, su respiración se tranquilizó. Con los reflejos de un guerrero entrenado, se recuperó de los efectos debilitantes de la pesadilla y le susurró—: Me disculpo por los exabruptos y el sobresalto, mi amor. Pero, ya que el daño está hecho y los dos estamos despiertos, podríamos sacar el máximo provecho de este momento.

—Eres incorregible e infatigable, Hector Cross —dijo ella con recato, pero no hizo ningún esfuerzo para resistirse a sus manos; más bien se aferró a él y buscó sus labios con los de ella.

—Sabes bien que no entiendo las palabras difíciles—dijo él y permanecieron de nuevo en silencio. Pero después de un momento, ella murmuró algo en su boca sin apartarse de él.

—Me asustaste, mi amor.

Él la besó con más fuerza, como si quisiera hacerla callar, y ella accedió al sentir que su virilidad se endurecía e hinchaba contra su vientre. Todavía estaba lubricada por la actividad sexual anterior y casi al mismo tiempo lo deseaba tanto como él a ella. Jo rodó sobre su espalda con los brazos entrelazados alrededor del cuello de él y mientras tiraba de él para dejarlo encima de ella, dejó que sus muslos se apartaran y elevó las caderas, jadeando al sentir que él se deslizaba profundamente dentro de ella.

Fue demasiado intenso como para durar mucho. Llegaron juntos rápida e irresistiblemente a la cumbre vertiginosa de su excitación; luego, todavía unidos, se hundieron en el abismo. Regresaron lentamente de los lejanos lugares donde la pasión los había llevado y ninguno pudo hablar hasta que la respiración se serenó. Finalmente, ella pensó que él se había quedado dormido en sus brazos hasta que Hector habló en voz baja, casi en un susurro:

—No dije nada, ¿verdad?

Estaba lista con la mentira.

—Nada coherente. Sólo palabras sueltas sin ningún sentido. —Ella sintió que él se relajaba contra ella y continuó con la farsa—: ¿Y qué estabas soñando?

—Fue aterrador —respondió él solemnemente, su risa casi escondida debajo de su tono serio—. Soñé que le sacaba el anzuelo de la boca a un salmón de veinticinco kilos.

Era un acuerdo tácito entre ellos. Habían llegado a él como la única manera de poder mantener encendida la frágil luz del amor de uno por el otro. Jo Stanley había acompañado a Hector durante la búsqueda de los dos hombres que habían asesinado a su esposa. Cuando por fin tuvieron éxito y los capturaron en el castillo árabe que se habían construido para sí en las profundidades de la selva de África central, Jo esperaba que Hector entregara a los dos asesinos a las autoridades de Estados Unidos para su juicio y castigo.

Jo era abogada e implícitamente creía en el imperio de la ley. Por otra parte, Hector hacía sus propias reglas. Él vivía en un mundo de violencia en el que los daños eran vengados con crueldad bíblica: ojo por ojo y una vida por otra vida.

Hector había ejecutado al primero de los dos asesinos de su esposa sin recurrir a la ley. Éste era un hombre llamado Carl Bannock. Hector lo había arrojado a los cocodrilos que el hombre criaba en los terrenos de su castillo árabe, donde Hector lo había apresado. Los grandes reptiles habían hecho pedazos el cuerpo vivo de Bannock y lo habían devorado. Dio la casualidad que Jo no había estado presente para presenciar la captura y ejecución de Carl Bannock. Así que después ella pudo fingir que ignoraba lo ocurrido.

Pero ella sí había estado con Hector cuando éste capturó al segundo asesino. Era un matón que utilizaba el alias de Johnny Congo. Ya había sido condenado a muerte por el tribunal de Texas, pero se había escapado. Jo intervino enérgicamente para evitar que Hector Cross hiciera justicia por mano propia por segunda vez. En última instancia, llegó a amenazar con poner fin a su propia relación si Hector se negaba a entregar a Congo a las autoridades del estado de Texas.

De mala gana, Hector cumplió con sus exigencias. Se necesitaron varios meses, pero al final el tribunal tejano confirmó la sentencia original de muerte para Johnny Congo y también lo encontró culpable de más asesinatos cometidos desde su fuga de la prisión. Habían fijado la fecha de su ejecución para el 15 de noviembre, para la cual sólo faltaban dos semanas.

—¡Por Dios, Johnny, ¿qué te pasó en la cara?

Shelby Weiss, socio principal del estudio de abogados Weiss, Mendoza y Burnett con sede en Houston —o Judío, Chicano y Blanco Protestante, como les gustaba llamarlos a sus rivales menos exitosos—, estaba sentado en un pequeño cubículo del Pabellón 12 de la Unidad Allen B. Polunsky en West Livingston, Texas, también conocida como Corredor de la Muerte. Las paredes a ambos lados estaban pintadas de un verde lima desteñido y vulgar, y él estaba hablando por un anticuado auricular de teléfono negro, que sostenía en la mano izquierda. Frente a él tenía un bloc de apuntes amarillo y una fila de lápices con las puntas bien sacadas. Al otro lado del cristal delante de Weiss, en un cubículo de dimensiones exactamente iguales, pero pintado de blanco, estaba Johnny Congo, su cliente.

Congo acababa de ser repatriado a Estados Unidos, después de haber sido detenido de nuevo en el estado del golfo de Abu Zara varios años después de salir de la Walls Unit, como llamaban a Huntsville, la penitenciaría del estado de Texas, por sus paredes de ladrillo rojo. Había pasado la mayor parte de ese tiempo en que estuvo prófugo en África labrándose un reino personal en el pequeño país de Kazundu, a orillas del lago Tanganica, con su antiguo compañero de prisión, que de sometido sexual pasó a ser socio de negocios y compañero de vida, Carl Bannock. Esa era la conexión con Weiss. Su estudio había representado a Bannock en sus tratos con el fideicomiso familiar creado por su fallecido padre adoptivo, Henry Bannock. El trabajo había sido del todo legítimo y muy lucrativo, tanto para Carl Bannock como para Shelby Weiss. Weiss, Mendoza y Burnett también representaban a Bannock en su función de exportador de coltán, el mineral del que se obtiene el tantalio, un metal más valioso que el oro, esencial en una enorme variedad de productos eléctricos una vez refinado. Dado que el mineral provenía del este del Congo, y por lo tanto podría ser considerado como un mineral con conflicto, como los diamantes de sangre, este aspecto de los negocios de Carl Bannock era moralmente discutible. Pero aun así, todavía tenía derecho a la mejor representación legal que el dinero podía comprar. Si bien Shelby Weiss tenía razones para sospechar que Bannock vivía con un delincuente prófugo con el que participaba en una variedad de actividades desagradables e incluso ilegales, desde consumo de dogas hasta tráfico sexual, no tenía ninguna prueba real de delito alguno. Además, Kazundu no tenía tratado de extradición con Estados Unidos, por lo que el punto era irrelevante.

Pero luego Johnny Congo apareció en Oriente Medio, capturado por un exoficial de las fuerzas especiales británicas llamado Hector Cross, que se había casado con la viuda de Henry Bannock, Hazel. Lo cual, calculó Weiss, lo convertía en padrastro de Carl Bannock, aunque no parecía haber mucho amor fraternal en esa familia. Hazel había sido asesinada. Cross culpaba a Carl Bannock y se había propuesto vengarse. Y Bannock ya había desaparecido de la faz de la tierra.

De todas maneras, Hector Cross había atrapado a Johnny Congo y lo entregó a la policía estadounidense en Abu Zara, que sí tenía un tratado de extradición con Estados Unidos. De modo que allí estaba, de nuevo en el Corredor de la Muerte, y Congo no ofrecía una imagen agradable. Obviamente había sido golpeado con ferocidad.

Johnny Congo apenas si cabía en su cubículo, estaba como una bala de cañón en una caja de fósforos. Era un hombre enorme, de más de un metro noventa y ocho de altura, y una contextura acorde. Vestía el uniforme de prisionero con una polera de algodón blanco, de mangas cortas, metida en los pantalones estilo pijama, también blancos. Había dos grandes letras mayúsculas negras en la espalda —DR— que indicaban que era un preso del Death Row, el Corredor de la Muerte. El uniforme había sido diseñado para verse suelto, pero en el cuerpo de Johnny Congo se veía tan apretado como la piel de una salchicha y los botones se esforzaban por contener los músculos como nudos de su pecho, hombros y brazos, que le daban el aspecto de un minotauro, el monstruo mitad hombre, mitad toro de la mitología griega. Años de decadencia y de excesos habían hecho que Congo acumulara grasa, pero él llevaba su panza como un arma, sólo una forma más de empujar e intimidar para abrirse paso en la vida. Tenía las muñecas y los tobillos esposados y encadenados. Pero los aspectos de su apariencia que le habían llamado la atención a su abogado eran la venda blanca puesta torpemente sobre la nariz aplastada y rota, la carne distendida y la piel hinchada alrededor de la boca maltratada, y la forma en que su rica y oscura piel de África Occidental había adquirido un brillo rojo y púrpura de ciruelas demasiado maduras.

—Supongo que debo haberme golpeado con una puerta, o he tenido algún tipo de accidente —murmuró Congo entre dientes en su micrófono.

—¿Los guardias te hicieron esto? —quiso saber Weiss, tratando de parecer preocupado, pero apenas capaz de ocultar el entusiasmo en su voz—. Si fue así, puedo usar esto en la corte. Quiero decir que he leído el informe y allí se establece claramente que ya estabas encadenado cuando te pusieron en custodia en Abu Zara. El punto es que si no representabas ninguna amenaza para ellos y no podías defenderte, ellos no tenían motivos para usar la fuerza física en tu contra. No es mucho, pero es algo. Y necesitamos toda la ayuda que podamos conseguir. La ejecución está prevista para el 15 de noviembre. Y faltan menos de tres semanas para eso.

Congo sacudió su enorme cabeza afeitada.

—No fue ningún guardia el que me hizo esto. Fue ese hijo de puta de Hector Cross. Le dije algo y supongo que se ofendió.

—¿Qué le dijiste?

Los hombros de Congo se sacudieron cuando dejó escapar una sonora risa, tan amenazadora como el ruido de un trueno lejano.

—Le dije que fui yo quien dio la orden de matar, y lo repito exactamente, «a tu puta y jodida esposa».

—Vaya, hombre… —Weiss se pasó el dorso de la mano derecha por la frente, luego puso de nuevo el teléfono en la boca—. ¿Alguien más te escuchó?

—Oh sí, todo el mundo me escuchó. Realmente grité muy fuerte.

—Maldita sea, Johnny, no estás haciendo que las cosas sean más fáciles para ti.

Congo se adelantó y se inclinó, con los codos apoyados sobre el estante delante de él. Se quedó mirando a través del cristal con ojos que contenían tal furia en ellos que Weiss se encogió.

—Yo tenía motivos, hombre, tenía motivos —gruñó Congo—. Ese hijo de puta de Cross tomó a la única persona que me ha importado en toda mi puta vida y la arrojó a los malditos cocodrilos para que se la comieran. Se lo comieron vivo. ¿Me escuchas? ¡Aquellas bestias de viscosas escamas se comieron vivo a Carl! Y Cross permaneció sin decir palabra. Cometió dos errores.

—Ajá, ¿qué clase de errores?

—En primer lugar, que no me arrojó a mí también para que me comieran los cocodrilos. Yo no habría sentido nada si lo hubiera hecho. Yo estaba fuera de combate, hombre, lleno de algún tipo de sedante, no habría sentido nada.

Weiss levantó su mano derecha, todavía con el lápiz, con la palma hacia el vidrio.

—¡Eh! ¡Detente! ¿Cómo sabes lo de los cocodrilos si estabas inconsciente en el momento en que se estaban comiendo a tu compañero?

—Escuché a los hombres de Cross burlándose del asunto en el avión, riéndose a las carcajadas y hablando de los crujidos de las mandíbulas y de los gritos de Carl pidiendo misericordia. Por suerte para ellos yo estaba atado a una butaca y envuelto en una red de carga. Si hubiera podido moverme les habría arrancado las cabezas y se las habría metido en el culo.

—Pero no tienes ninguna prueba de que Carl esté muerto, ¿verdad? Quiero decir que no viste ningún cuerpo, ¿no?

—¿Cómo podría haber visto un cuerpo? —gritó Congo, alzando la voz con indignación—. Yo estaba fuera de combate y ¡Carl estaba en la panza del cocodrilo! ¿Por qué me haces una pregunta estúpida como ésa?

—Por el asunto del fideicomiso de los Bannock —explicó Weiss en voz baja—. Mientras no haya pruebas de que Carl Bannock está muerto, y Hector Cross seguramente no va a presentar ninguna prueba, porque eso lo convertiría en un asesino, entonces el fideicomiso se verá obligado a seguir pagándole a Carl su parte de los beneficios de la empresa. Y cualquier persona que, hipotéticamente, tuviera acceso a las cuentas bancarias de Carl podría, por lo tanto, beneficiarse con ese dinero. De modo que permíteme que te pregunte de nuevo, para que conste: ¿tienes alguna prueba directa, personal de que Carl Bannock está muerto?

—No, señor —dijo Johnny enfáticamente—. Todo lo que sé lo oí de gente que hablaba del asunto, nunca vi nada porque estaba sedado en ese momento. Y, ahora que lo pienso, yo estaba todavía un poco con la mente perdida por las drogas mientras estuve en el avión. Podría haber estado imaginando lo que escuché, tal vez soñando, algo así.

—De acuerdo. Las drogas sedantes pueden, sin duda, producir un efecto similar a la intoxicación. Es muy posible que en realidad nunca escucharas ninguna conversación como la que declaraste haber escuchado inicialmente. Ahora bien, tú dijiste que Cross cometió dos errores. ¿Cuál fue el segundo?

—No me arrojó por la parte trasera del avión. Lo único que tenía que hacer era abrir la rampa de atrás del avión, empujarme un poco hacia abajo y simplemente ver cómo caía… —Johnny Congo silbó para ilustrar el ruido de la caída de algo pesado—… todo el trayecto hacia abajo, siete mil quinientos metros hasta…, pum—. Golpeó con un puño como un martillo la palma de su otra mano.

—Tú habrías hecho un cráter tremendo —señaló Weiss de manera poco expresiva.

—Sí, seguro. —Congo se rio y asintió con su enorme cabeza calva—. Y si hubiera sido Cross el que estaba en esa butaca y yo mirándolo, lo habría arrojado afuera como un frisbee humano. No lo habría pensado dos veces. Él también quería hacerlo. Y lo habría hecho, si no hubiera sido por esa idiota bruja suya y su maldita boca.

Weiss volvió a mirar su libreta de notas, frunciendo el entrecejo mientras hojeaba de nuevo lo que había escrito en una página anterior.

—Lo siento, pensé que habías dicho que ella había muerto.

—Lo que yo dije fue que hice matar a su esposa, no tengas miedo de decirlo. Pero ésta era una bruja diferente, con la que empezó a tener relaciones después de que la esposa murió. Es abogada, igual que tú. En fin, Cross la llamaba Jo. Esta perra se puso a lloriquear diciéndole a Cross que no debió haber matado a Carl, que había ido mucho más allá de la ley de Estados Unidos… Sí, «la ley que observo y respeto» eso fue lo que ella le gritó. Y en suma, el asunto era que si Cross me eliminaba a mí también, como había hecho con Carl, nunca más iba a poder tocarla en sus dulces partes. —Congo se encogió de hombros—. No sé por qué Cross dejó que lo castigara de esa manera. Yo no permitiría que ninguna zorra estúpida me hablara así, sermoneándome sobre lo que está bien o está mal. Yo le hubiera dicho: «Tu cuerpo me pertenece a mí, perra». Le daría una lección para que no cometiera el mismo error dos veces, ya sabes lo que quiero decir.

—Me hago una idea, sí —dijo Weiss—. ¿Pero y tú? Permíteme que te lo explique bien, por si acaso. Cuando saliste de la cárcel…

Congo asintió moviendo la cabeza.

—Hace ya mucho tiempo.

—Sí, es cierto, pero a la ley no le importa eso, porque cuando te escapaste, estabas a dos semanas de la fecha de tu ejecución. Habías sido declarado culpable de varios homicidios, para no mencionar todos los que se llevaron a cabo siguiendo tus órdenes mientras estabas en prisión. Agotaste todas las vías posibles de apelación. Te iban a atar a una camilla, te iban a meter una aguja en un brazo y simplemente te iban a observar hasta que murieras. Y éste es tu problema, Johnny. Eso es lo que va a pasar ahora. Eras un fugitivo. Fuiste recapturado. Y ahora estás de vuelta donde estabas el día en que te metiste en un saco de la lavandería, te arrojaron en la parte trasera de un camión y saliste por los portones principales y de ahí derecho a la ruta interestatal.

Si Weiss había estado tratando de impresionar a Congo con la gravedad de su situación, no lo consiguió. El rostro del corpulento hombre se distorsionó en una desagradable y lastimada parodia de una sonrisa.

—Hombre, aunque ésa sí que fue una operación hermosa, ¿no es así? —exclamó.

Weiss mantuvo una expresión impasible.

—Soy un servidor de la ley, Johnny, no puedo felicitarte por lo que obviamente fue una actividad criminal. Pero, sí, hablando objetivamente, puedo ver que tanto la planificación como la ejecución de la fuga se llevaron a cabo con un alto nivel de eficiencia.

—Correcto. ¿Y entonces cuán eficiente vas a ser para mí ahora?

Shelby Weiss llevaba un par de botas de cinco mil dólares Black Cabaret Deluxe hechas a mano de la tienda Los Tres Proscritos, en El Paso. Su traje era de Gieves y Hawkes, en Savile Row 1, Londres. Sus camisas estaban hechas a medida en Roma. Se pasó la mano por la solapa de la chaqueta y dijo en voz baja:

—No he llegado a estar vestido de esta manera por ser malo en mi trabajo. Te diré lo que voy a intentar… Lo imposible. Voy a hacer que me paguen cada favor que me deben; voy a usar todo contacto que tenga, haré que mis socios más inteligentes revisen todos los casos que se les ocurran con un peine de dientes finos y vean si puedo encontrar algún fundamento para una apelación. Me voy a romper el trasero hasta el último segundo. Pero me gusta ser totalmente honesto con mis clientes, y ésa es la razón por la que tengo que decirte que no tengo muchas esperanzas.

—Mmmm —gruñó Congo—. Muy bien, te entiendo… —Se puso de pie bien erguido, suspiró y levantó las muñecas encadenadas para poder rascarse la nuca. Luego habló con calma, abandonando la actitud de tipo duro, de gángster, casi como si estuviera hablando consigo mismo y a la vez con Weiss—: Toda mi vida la gente me ha mirado y yo sabía lo que estaban pensando: «Éste es sólo un negro grande y tonto». Muchas fueron las veces que me han dicho «gorila», y algunas veces incluso pensaban que era un cumplido. Igual que en la escuela secundaria, cuando jugaba como tackle izquierdo de los Dragones de Oro de la ciudad de Nacogdoches, el entrenador Freeney me decía: «Hoy jugaste como un gorila feroz, Congo», lo que quería decir que había reventado a los hijos de puta de la defensa del otro equipo, para que algún niño bonito mariscal de campo pudiera lucirse con sus lanzamientos de lujo y hacer que todas las porristas se humedecieran. Y yo le respondía: «Gracias, entrenador», llamándolo prácticamente «amo».

En ese momento la intensidad de Congo comenzó a aumentar de nuevo.

—Pero por dentro, yo sabía que no era tonto. En mi interior, yo sabía que era mejor que ellos. Y por dentro, en este momento, entiendo perfectamente cuál es mi posición. Así que esto es lo que quiero que hagas. Quiero que te pongas en contacto con un tipo que yo solía frecuentar, D’Shonn Brown.

Weiss se mostró sorprendido.

—¿Qué? ¿Ese D’Shonn Brown?

—¿Qué quieres decir? Que yo sepa sólo un tipo tiene ese nombre.

—Es que D’Shonn Brown es una especie de prodigio. Un chico de los barrios bajos que no tiene ni siquiera treinta todavía y ya está en camino de alcanzar sus primeros mil millones. Es guapo como el demonio, tiene una gran historia, todas las mujeres bonitas hacen cola en la puerta de su dormitorio. Vaya amigo que tienes.

—Bueno, a decir verdad, hace un tiempo que no lo veo, así que no estoy totalmente al corriente de su situación, pero él sabrá exactamente quién soy. Dile la fecha en que me estarán llevando a Huntsville para la ejecución. Luego le dices que realmente me gustaría verlo, ya sabes, tal vez para una visita o algo así, antes de que me pongan en esa camilla y me claven la aguja. Su hermano Aleutian y yo éramos muy apegados. A él lo mataron en Londres, Inglaterra, y fue Cross quien lo hizo. Así que tenemos ese problema personal en común, la pérdida de un ser querido a manos del mismo asesino. Me gustaría expresar mis condolencias a D’Shonn, estrechar su mano, tal vez darle un abrazo de oso para que sepa que también nosotros estamos muy unidos.

—Sabes que eso no será posible —precisó Weiss—. El estado de Texas ya no les permite a los presos del Corredor de la Muerte que tengan ningún tipo de contacto físico con nadie. Lo máximo que él puede hacer es presentar sus respetos a tu cuerpo cuando te hayas ido.

—Bien, díselo de todos modos. Hazle saber lo que a mí me gustaría hacer. Ahora bien, puedo darte un poder para operar con una cuenta bancaria, ¿sí?, para pagar los gastos legales y cosas por el estilo.

—Sí, eso es posible.

—Está bien, yo tengo una cuenta en un banco privado, Wertmuller-Maier en Ginebra. Te voy a dar el número de cuenta y todos los códigos que necesitas. Lo primero que quiero que hagas es conseguir a alguien para que vacíe mi caja de seguridad allí y te envíe todo a ti por entrega urgente. Quiero que la caja quede desbloqueada y luego sellada con cera o alguna otra mierda como ésa para que no pueda ser alterada. Luego retira tres millones de dólares de mi cuenta. Dos millones para ti, como un anticipo a cuenta. El otro millón es para D’Shonn. Dale la caja también; él puede abrirla. Dile que son recuerdos personales, mierditas que significan mucho para mí, y quiero que las entierren conmigo en mi ataúd. Estoy hablando de mi ataúd porque quiero que D’Shonn organice mi velorio y después el funeral, que sea un verdadero acontecimiento para que la gente no lo vaya a olvidar nunca. Pídele de mi parte que reúna a toda la gente de los tiempos en que todos éramos muchachos en el barrio, que vengan a despedirme y presentar sus respetos. Dile que realmente lo voy a agradecer. ¿Puedes hacerlo?

—¿Un millón de dólares, sólo por un funeral y un velatorio? —preguntó Weiss.

—Sí, claro, quiero una procesión de coches fúnebres y limusinas, un servicio en una catedral o algo así, y una fiesta de primera para celebrar mi tiempo aquí en la tierra: caviar y costillas de primera para comer, Cristal y Grey Goose en el bar, toda esa mierda de la mejor. Escucha, un millón no es nada. Leí que ese puto nerd que puso en marcha Facebook gastó diez millones en su boda. Ahora que lo pienso, Shelby, que sean dos millones para D’Shonn. Dile que haga todo a lo grande.

—Si eso es lo que quieres, seguro, puedo hacer eso.

—Bueno, asegúrate de que lo entienda bien.

—Sí, eso es lo que yo quiero, y que le quede bien grabado que éste es el deseo de un hombre que va a morir. Ésta es una mierda en serio, ¿verdad?

—Sí que lo es.

—Absolutamente.

—De acuerdo. Entonces aquí tienes lo que se necesita para entrar en esa cuenta. —Congo recitó un número de cuenta, un nombre y después una larga serie de letras y números aparentemente aleatorios. Shelby Weiss los escribió meticulosamente en su anotador y luego levantó la vista.

—Bien, ya tengo todo esto anotado. ¿Hay alguna otra cosa que quieras decirme?

—Nada más. —Johnny sacudió la cabeza—. Regresa cuando hayas hecho todo lo que te dije.

Aleutian Brown había sido pandillero. Andaba con los Ángeles de Malik, a los que les gustaba presentarse como guerreros de Alá, aunque la mayoría de ellos habrían tenido problemas para leer una historieta y ni hablar de la lectura del Corán. Pero, el hermano menor de Aleutian, D’Shonn, era algo muy diferente. Había tenido una infancia tan dura como la de Aleutian, estaba igualmente enojado con el mundo y era un tipo tan malo como su hermano. La diferencia era que lo ocultaba mucho mejor y era lo suficientemente inteligente como para aprender de lo sucedido con su hermano y con todos los amigos de juventud con los que se había relacionado. La mayoría de ellos estaban en la cárcel o enterrados.

Así fue que D’Shonn trabajó duro, se mantuvo lejos de los problemas y logró ingresar a la Universidad Baylor con una beca académica. Una vez graduado ganó otra beca completa para la Facultad de Derecho de Stanford, donde se dedicó en particular al derecho penal. Después de recibir el título con honores y pasar sin problemas el examen del Colegio de Abogados de California, D’Shonn Brown quedó en una posición ideal para elegir una carrera estelar, ya fuera como un abogado defensor, o como un fiscal joven e importante en la oficina del fiscal del distrito. Pero su objetivo al estudiar la ley siempre había sido el de prepararse mejor para violarla. Se veía a sí mismo como un Padrino del siglo xxi. De modo que en público se presentaba como una estrella en ascenso en la comunidad de negocios con un fuerte interés en las actividades de caridad. «Sólo quiero devolver lo que recibí», como él solía decir a los periodistas que lo admiraban. Y en privado se ocupaba de sus intereses en el tráfico de drogas, la extorsión, el tráfico de personas y la prostitución.

D’Shonn comprendió de inmediato que había un claro subtexto en el mensaje de Johnny Congo. Estaba seguro de que Shelby Weiss también podía verlo, pero había un juego que debía ser jugado para que los dos hombres pudieran declarar, bajo juramento, que su conversación había versado nada más que sobre el deseo de un funeral de lujo de un hombre condenado a muerte. Pero sólo la forma en que Johnny había hecho hincapié en que quería ver y abrazar a D’Shonn antes de morir, la forma en que había hablado acerca de todos los vehículos que quería que estuvieran en el cortejo…, bueno, no se necesitaba ser demasiado inteligente para darse cuenta de qué era lo que significaba todo eso.

De todos modos, si Johnny Congo quería que el mundo pensara que a D’Shonn se le encargaba organizar un funeral y velorio, bueno, eso era lo que iba a hacer. Una vez que tuvo acceso al total del millón de dólares asignados a él desde la cuenta de Johnny Congo en Ginebra, decidió que un evento de la escala que Johnny tenía en mente no se podía realizar en su ciudad natal de Nacogdoches. Así que hizo averiguaciones en varios de los cementerios más prestigiosos de Houston antes de decidirse por una parcela junto al lago en un lugar llamado Sunset Oaks, donde el césped era tan inmaculado como un campo de golf en Augusta con aguas suavemente ondulantes que brillaban al sol. Mandó preparar una elegante lápida de mármol. Varios floristas, servicios de banquetes, salones de fiesta, incluidos varios hoteles de cinco estrellas, los más prestigiosos y caros de la ciudad, recibieron las lujosas especificaciones y fueron invitados a presentar sus presupuestos para ser seleccionados.

Todas estas averiguaciones fueron acompañadas por correos electrónicos y llamadas de teléfono a manera de confirmación. Cuando se acordaron las ofertas, los contratos impresos fueron entregados en mano por mensajeros, de modo que no pudiera haber ninguna duda de que llegaron a sus destinos y fueron recibidos. Se pagaron los depósitos y se remitieron los correspondientes recibos. Se enviaron más de doscientas invitaciones. Cualquiera que quisiera ver las pruebas de una intención genuina de cumplir los deseos manifestados por Johnny Congo se iba a encontrar con más de lo que pudiera manejar.

Pero mientras sucedía todo esto, D’Shonn también estaba manteniendo conversaciones privadas, no registradas, sobre muy diversos asuntos relacionados con Jonnny Congo mientras jugaba en el Club de Golf de Houston, del que era socio ejecutivo junior; almorzaba sashimi de platija y magret de pato en Uchi, o cenaba filete miñón al estilo brasileño en Chama Gaúcha. Sin dejar ningún registro escrito, repartían grandes cantidades de dinero en efectivo a intermediarios que entregaban gruesos fajos de presidentes muertos a la clase de hombres cuyo único interés en los funerales se limitaba al suministro de cadáveres. A estos individuos se les decía entonces que coordinaran sus actividades a través de Rashad Trevain, dueño del club cuya Casa Rashad era propiedad en un treinta por ciento del DSB Investment Trust, registrado en las Islas Caimán.

Se sabía que D’Shonn Brown no participaba de manera activa en la gestión de los negocios de Rashad. Cuando era fotografiado en la apertura de otro nuevo local, les decía a los periodistas: «Soy amigo íntimo de Rashad desde que éramos niños pequeños y flacuchentos en primer grado. Cuando me expuso sus ideas para un nuevo enfoque del entretenimiento de lujo, para mí fue un placer invertir en ello. Siempre es bueno ayudar a un amigo, ¿verdad? Resultó que mi hombre es casi tan bueno en su trabajo como yo en el mío. Le va muy bien, a todos sus clientes se les garantiza que lo van a pasar bien, y yo estoy recibiendo grandes beneficios por mi dinero. Todos contentos».

Salvo cualquiera que enojara a D’Shonn o a Rashad, por supuesto. Estos no estaban felices en absoluto.

—¡Motores en punto muerto! ¡Leven anclas!

En el océano Atlántico, a unos dos mil quinientos kilómetros de la costa norte de Angola, el capitán Cy Stamford detuvo al superpetrolero Bannock A (que también era una refinería de petróleo y almacenaje de productos) en aguas de mil doscientos metros de profundidad. De todos los buques de la flota petrolera Bannock, éste tenía el nombre menos imaginativo o sugerente, y no se veía mejor de lo que sonaba. Un poderoso superpetrolero puede no tener la elegancia del yate de carrera que compite por la Copa América, pero hay algo innegablemente magnífico en su impresionante tamaño y presencia, algo majestuoso en su avance por los océanos más grandes del mundo. Sin duda el Bannock A había sido construido a escala de superpetrolero. Su casco era suficientemente largo y ancho como para dar cabida a tres estadios de fútbol profesional. Sus tanques podían almacenar alrededor de cuatrocientos mil metros cúbicos de petróleo, con un peso de más de trescientas mil toneladas. Pero tenía tan poca gracia como un hipopótamo en tutú.

El día en que tomó el mando, Stamford se había comunicado por Skype con su esposa, en su casa en Norfolk, Virginia.

—¿Hace cuánto que vengo haciendo esto, Mary? —preguntó él.

—Más de lo que ninguno de los dos quiere pensar, querido —respondió ella.

—Exactamente. Y en todo ese tiempo no creo que jamás haya zarpado en una bañera más fea que ésta. Ni su madre podría quererla.

El veterano capitán, que había pasado más de cuarenta años en la Marina de Estados Unidos y en la Marina Mercante, sólo estaba diciendo la verdad. Con su proa redondeada y tosca y el casco en forma de caja, el Bannock A parecía una cruza entre una barcaza gigante y un contenedor exageradamente grande. Para empeorar las cosas, sus cubiertas estaban atravesadas de extremo a extremo con una enorme superestructura de tubos de acero, tanques, columnas, calderas, grúas y unidades de craqueo más lo que parecía una chimenea de más de treinta metros de altura, rodeados por una red de vigas de soporte, pintadas de rojo y blanco, que se elevaban desde la popa.

Sin embargo, había una razón por la que el directorio de Bannock Oil había aprobado el gasto de más de mil millones de dólares para construir esta enorme monstruosidad flotante en los astilleros de Hyundai en Ulsan, Corea del Sur, y luego nombrar a su capitán con más experiencia para comandarla en un viaje inaugural de más de doce mil millas. Mientras el superpetrolero FPSO Bannock A avanzaba lenta y torpemente por el estrecho de Corea y el mar Amarillo para luego atravesar el Mar del Sur de China, pasar por Singapur y a través del estrecho de Malaca hacia el océano Índico, hacer todo el camino hasta el cabo de Buena Esperanza y luego girar hacia el Atlántico y seguir por la costa oeste de África, los financistas en Houston habían estado contando los días hasta el momento de recuperar la inversión. Las iniciales FPSO querían decir en inglés «Producción Flotante, Almacenamiento y Descarga» y describían una especie de alquimia. Muy pronto el Bannock A iba a comenzar a recibir el petróleo producido por el equipo de perforación que se encontraba a unos cinco kilómetros al norte de donde estaba anclado en ese momento, el primero en entrar en funcionamiento en el campo petrolífero Magna Grande que Bannock Oil había descubierto hacía más de dos años. Hasta ochenta mil barriles por día irían por las tuberías a la refinería a bordo del Bannock A, que iba a destilar el espeso y negro crudo para convertirlo en una variedad de sustancias altamente vendibles, desde aceite lubricante hasta gasolina. Luego la nave almacenaría los diferentes productos en sus tanques listos para que los buques petroleros de Bannock Oil los llevaran a sus destinos finales. La producción total anticipada del yacimiento Magna Grande era de más de doscientos millones de barriles. A menos que el mundo perdiera repentinamente su gusto por los productos petroquímicos, Bannock Oil podría esperar un rendimiento total de más de veinte mil millones de dólares.

Así pues, el Bannock A iba a ganar su valor multiplicado muchas, muchas veces. Y ya no faltaba mucho para que se pusiera a trabajar.

Hector Cross desprendió la tapa de cuero del termo que llevaba en la cadera, quitó el vaso de acero inoxidable, desenroscó el tapón, sirvió el humeante bullshot en el vaso y bebió el tradicional trago hecho de caldo caliente y vodka. Lanzó un profundo suspiro de placer. La lluvia se había mantenido lejos, lo cual siempre tenía que ser considerado una bendición en Escocia, e incluso habían aparecido un par de gloriosos rayos de luz del sol, que atravesaban las nubes e iluminaban los árboles agrupados a lo largo de la orilla del río. Creaban un rico mosaico de hojas, algunas todavía aferradas a los verdes del verano, mientras que otras ya estaban brillando con los rojos, los naranjas y los amarillos del otoño.

Había sido una buena mañana. Cross sólo había atrapado un par de salmones del Atlántico que se amontonaban en el curso inferior del Tay durante el final del verano y principios del otoño, uno de ellos era un respetable pero de ninguna manera espectacular pescado de seis kilos, aunque eso no era lo importante. Había estado al aire libre, en el agua, rodeado por el espectacular paisaje de Perthshire, sin nada que perturbara su mente, aparte de la preocupación de encontrar los lugares donde los salmones estaban descansando y el envolvente ritmo de los lanzamientos de la pesca con mosca que enviaban la mosca hasta el punto exacto en el que pensaba que el pez podría ser mejor atraído para picar. Toda la mañana se había sentido envuelto por la pura alegría de vivir, dejando que los demonios oscuros de la noche anterior fueran desapareciendo, pero en ese momento, mientras probaba un bocado del sándwich que la cocinera del castillo le había preparado, Cross sintió que su mente volvía de nuevo a su pesadilla.

Era el miedo que había sentido lo que lo sorprendía, el tipo de terror que afloja las piernas y aprieta la garganta de alguien de tal modo que apenas puede moverse y respirar. Sólo una vez en su vida había conocido algo igual: el día en que, siendo un muchacho de dieciséis años, se había unido a la partida de caza de los jovencitos maasai, para demostrar su hombría y cazar un viejo león que había sido expulsado de su manada por un macho más fuerte y más joven. Desnudo salvo por un manto de piel de cabra negro y armado sólo con un escudo de cuero crudo y una lanza corta afilada, Cross había estado en el centro de la línea de muchachos al enfrentar a la gran bestia, cuya enorme y erizada melena brillaba como llamas doradas bajo la luz del sol africano. Quizá debido a su posición, o porque su piel pálida llamó la atención del león con más facilidad que las piernas negras a cada lado, Cross fue sobre quien cargó el león. Aunque el miedo casi lo había sobrecogido, Cross no sólo se mantuvo firme, sino que además dio un paso adelante para enfrentar el último salto y rugido del león con la punta de su lanza, afilada como una navaja.

Le habían dado su primera pistola cuando todavía era un niño pequeño y cazaba desde ese momento, pero la primera vez que Cross mató una presa fue cuando acabó con la vida de aquel león. Todavía podía sentir y oler la sangre del corazón que salió de la boca del león herido de muerte para salpicarle el cuerpo, todavía podía recordar la euforia que sintió al enfrentar la muerte y superarla. Ese momento lo había convertido en el guerrero que siempre había soñado ser, y había seguido ese llamado desde entonces, primero como oficial de las fuerzas especiales y luego como dueño de Cross Bow Security.

Hubo momentos en los que sus acciones fueron cuestionadas. Su carrera militar había llegado a un abrupto final después de dispararles a tres insurgentes iraquíes que acababan de hacer estallar una bomba en un camino que aniquiló a media docena de soldados de Cross. Él y sus hombres sobrevivientes habían rastreado a los responsables de la explosión, los capturaron y los obligaron a rendirse. El heterogéneo trío estaba saliendo de su escondite con las manos en alto cuando uno de ellos llevó una mano al interior de su túnica. Cross no tenía idea de lo que el insurgente podría tener allí: un cuchillo, una pistola o incluso un chaleco suicida cuya detonación los haría volar a todos al otro mundo. Tenía una fracción de segundo para tomar la decisión. Su primer pensamiento fue para la seguridad de sus propios hombres, por lo que disparó su metralleta Heckler & Koch MP5 e hizo volar por el aire a los tres iraquíes. Cuando examinó sus cuerpos aún calientes, todos ellos estaban desarmados.

En la corte marcial a la que fue sometido luego, el tribunal aceptó que Cross había actuado en defensa propia y la de sus hombres. Fue declarado inocente. Pero la experiencia no había sido agradable y aunque no tenía ningún problema en ignorar las burlas y las calumnias de los periodistas, los políticos y los activistas que nunca en su vida se habían enfrentado a una decisión más brutal que la de tomar leche entera o semidescremada en su capuchino de la mañana, no podía soportar la idea de que la reputación del regimiento que amaba pudiera haber sufrido a causa de sus acciones.

De modo que Cross solicitó, y se le concedió, una baja honorable. Desde entonces, la lucha había continuado, aunque ya no al servicio de Su Majestad. Trabajaba casi exclusivamente para Bannock Oil, y así fue como Cross había defendido las instalaciones de la compañía en el Oriente Medio contra los intentos de sabotaje terroristas. Allí fue donde conoció a Hazel Bannock, viuda del fundador de la compañía, Henry Bannock. La mujer se había hecho cargo de la empresa y, a pura determinación y fuerza de voluntad, la hizo más grande y más rentable que nunca. Ella y Cross eran igualmente obstinados, igualmente orgullosos e igualmente egoístas. Ninguno de los dos estaba dispuesto a ceder un ápice al otro, pero el antagonismo combativo con el que comenzó su relación era, quizá, la fuente de su fortaleza. Se habían probado el uno al otro y no encontraron fallas; a partir del respeto mutuo, para no hablar del ardiente y mutuo deseo, había nacido un amor profundo y apasionado.

El casamiento con Hazel Bannock había introducido a Cross en un mundo distinto de todo lo que había conocido, un mundo en el que los millones se contaban por centenares y los números en una libreta de direcciones correspondían a presidentes, monarcas y multimillonarios. Pero ninguna cantidad de dinero o poder alteraba las cosas fundamentales de la vida humana: no eran más inmunes a la enfermedad, ni menos vulnerables a una bala o una bomba, y su corazón todavía podía quedar partido en dos por una pérdida. Y al igual que el dinero podía comprar nuevos amigos, también traía nuevos enemigos con él.

Hazel era africana, como Cross, y al igual que él, ella entendía y aceptaba la ley de la selva. Cuando Cross capturó a Adam Tippoo Tip, el hombre que había secuestrado y posteriormente asesinado a la hija de Hazel, Cayla, y a su madre, Grace, Hazel lo había ejecutado ella misma.

—Es mi deber ante Dios, mi madre y mi hija —había dicho ella antes de secarse las lágrimas, levantar una pistola hasta la nuca de Adam y, con un agarre firme como una roca, disparar una bala que le atravesó el cerebro.

Pero la muerte había engendrado muerte. Hazel había sido asesinada. Cross había matado a Carl Bannock, uno de los dos hombres responsables de esa muerte. Y en ese momento, el otro, Johnny Congo, esperaba su ejecución en una cárcel de Estados Unidos. Iba a morir, así como habían muerto los otros, pero de la manera que Jo Stanley prefería: con una inyección letal, en una cámara de ejecución, por orden de un tribunal. Tal vez eso pondría fin a tantas muertes. Por primera vez en su vida, Cross estaba dispuesto a considerar la posibilidad de que había llegado el momento de alejarse del campo de batalla antes de que él lo abandonara dentro de una bolsa de plástico. Su vida en ese momento era diferente. Tenía una hija que ya había perdido a su madre. No podía dejar que perdiera también a su padre. Y además la tenía a Jo. Ella le había llevado paz a su vida y la promesa de otra manera mejor, más feliz de vivir.

«Ya no eres tan joven como antes, Heck», se dijo Cross a sí mismo mientras se levantaba del taburete de lona plegable en el que se había sentado para comer su almuerzo con un chasquido de las articulaciones de la rodilla. Aunque sus músculos seguían siendo tan fuertes como siempre, parecían doler un poco más de lo que solían. Tal vez era hora de dejar que los hombres que eran su mano derecha, Dave Imbiss y Paddy O’Quinn, se hicieran cargo de las operaciones activas de Cross Bow. Dios sabía que estaban a la altura de la tarea. Como lo estaba la rubia esposa rusa de Paddy, Nastiya, que era tan peligrosa e implacable como magníficamente bella.

Hector tomó su caña y se metió de nuevo en las aguas del Tay para la pesca de la tarde. Pero antes de meterse del todo en la tarea, un pensamiento le cruzó por la mente: el de que estaba casi a punto de dar a Jo la noticia que ella deseaba oír, el de que estaba listo para sentar cabeza. Pues una vez que Johnny Congo estuviera muerto, ése sería el último de sus enemigos que desaparecería. Tal vez eso finalmente le permitiría disfrutar de una vida tranquila y apacible.

Sólo tal vez, pensó mientras se preparaba para lanzar su mosca por encima del río, y sólo tal vez el salmón iba a aprender a morder la mosca.

Como correspondía a su condición de ser uno de los jóvenes pilares de la sociedad de Houston, D’Shonn Brown tenía un palco de lujo en el Estadio Reliant, sede de la franquicia de la American Football League de los Houston Texans en la ciudad. Había invitado a su asesor de seguridad de la empresa Clint Harding, exteniente de campo de los Rangers de Texas, el órgano de élite del estado para la aplicación de la ley, a que lo acompañara para ver a los tejanos enfrentar a sus rivales en la división, los Indianápolis Colts. La esposa de Harding, Maggie, y sus tres hijos adolescentes también estaban allí, al igual que la actual novia de D’Shonn, una deslumbrante rubia heredera de bienes raíces llamada Kimberley Mattson, que parecía algo excéntrica pero sexy con sus terriblemente caros jeans de cinco bolsillos pasados de moda de Brunello Cucinelli, arremangados en el tobillo para mostrar su nuevo tatuaje, una guirnalda de rosas. El grupo se completaba con Rashad Trevain, su esposa Shonelle y su hijo de nueve años, Ahmad. En total, pues, había diez ricos y respetables ciudadanos de Houston: jóvenes y viejos, hombres y mujeres, blancos y negros, todos departiendo alegremente en un partido de fútbol americano. Un camarero estaba cerca para atenderlos y servirles el bufet privado de comida gourmet fría y caliente. Las hieleras contenían botellas de Budweiser, vino blanco y refrescos para los niños. Una serie de pantallas de televisión mostraban en vivo todos los partidos que se estaban jugando ese domingo. Una animadora vestida con botas rojas brillantes, microscópicos pantalones cortos azules y ceñido top escotado apareció para la visita personal concedida a todos los palcos de lujo. Después de todo, ¿qué mejor imagen podría haber de Estados Unidos del siglo xxi?

A mitad del segundo cuarto del partido, los Texans anotaron un touchdown. El estadio se sacudía con el rugir de la multitud, D’Shonn se inclinó un poco, empujó suavemente el pelo para despejar la oreja de Kimberley y darle un beso, y mientras ella seguía sonriendo, le dijo:

—Discúlpame, mi amor. Tengo que hablar de negocios y nada va a suceder en el juego por un rato.

—¿Algo que yo deba saber? —preguntó Kimberley, quien, por su parte, tenía poderosos instintos empresariales.

—No, Rashad tiene un problema en uno de sus locales. Él cree que algunos de los empleados del bar le están robando. Puede hacer la vista gorda con un trago gratis de vez en cuando, pero hay un límite con las cajas de champán.

D’Shonn abandonó su asiento y se dirigió a la parte trasera del palco, donde Harding y Rashad ya lo estaban esperando.

—¿Ya tienen la solución para el asunto de los robos? —les preguntó.

—Sí —dijo Harding—. Pondré allí a uno de mis muchachos encubierto, trabajando como camarero. Cualquier cosa que esté pasando, él va a descubrir de qué se trata y quién lo está haciendo.

—Me alegra que hayas resuelto eso. Ahora dime qué va a pasar con Johnny Congo. Es curioso. Yo podría escribir una tesis sobre la pena capital desde un punto de vista legal, pero sé mucho menos sobre los aspectos prácticos específicos. Por ejemplo: ¿cómo llevan a un tipo como Johnny desde Polunsky a la Casa de la Muerte?

—Con mucho cuidado —explicó Harding secamente. Era un hombre alto, delgado, bronceado y tan duro como el tasajo, y había sido un extraordinario policía, y orgulloso de ello, también, antes de entrar a trabajar para D’Shonn Brown. El trabajo de seguridad para el que había sido contratado era un trabajo genuino, pero a medida que el tiempo fue pasando, fue tomando más conciencia de las sucias verdades que se escondían detrás de la brillante fachada empresarial de D’Shonn Brown. Él no había presenciado ningún delito en particular, pero podía percibir el hedor persistente de la criminalidad. Aunque su problema estaba en un segundo descubrimiento: en lo mucho que él y, lo que era más importante, su familia, disfrutaban del dinero extra que estaba haciendo desde que había renunciado a los Rangers. No había manera de que pudiera volver a limitarse a un cheque de pago del gobierno, por lo que Harding aplacaba su conciencia de la misma manera que lo hacía Shelby Weiss, es decir, sin hacer nunca nada que fuera abiertamente ilegal, y sin ayudar nunca a realizar a sabiendas ese tipo de actividades.

En ese preciso momento, por ejemplo, su instinto de viejo policía le estaba diciendo que Brown y Rashad estaban tramando algo, pero siempre y cuando no se dijera nada específico, y toda la información que él proporcionara fuera de dominio público, podía decir honestamente que no tenía conocimiento de que algún delito real se hubiera cometido o se estuviera planeando.

Sobre esa base, continuó:

—Entonces Polunsky está alrededor de un par de kilómetros al este del lago Livingston, y no hay nada alrededor, salvo pasto y algunos árboles. Si cualquiera sale de ese lugar, lo cual es un sueño imposible, no hay ningún lugar donde esconderse. Ahora bien, la Walls Unit es diferente. Está más o menos en el centro de Huntsville.

—¿Qué pasa en el medio? —preguntó D’Shonn.

—Bueno, hay alrededor de sesenta kilómetros, supongo, en línea recta entre las dos unidades. Y el lago está justo entre ambas, de modo que uno puede tomar una de tres rutas básicas: dar la vuelta al sur del lago, o al norte, o cruzar al otro lado por el medio sobre el Puente de la Trinidad. La Oficina de Transporte de Delincuentes tiene un protocolo estándar para la operación. El prisionero siempre viaja en el vehículo intermedio de un convoy de tres vehículos, con patrulleros de la policía estatal adelante y atrás. Las únicas personas que conocen el momento preciso de la salida de Polunsky son los guardianes de la prisión, la policía y el personal de Transporte de Delincuentes involucrados en la transferencia, y la ruta no se hace pública.

—Pero es uno de tres, ¿verdad? Norte, sur o por el medio, ¿no? —resumió Rashad Trevain.

—Sí, señor, esas son las rutas básicas. Pero, verán, ellos tienen formas de modificar todas. Me refiero a que hay dos caminos que salen de la unidad Polunsky, sólo para empezar. Luego hay un camino a lo largo de la orilla oeste del lago, desde Cold Spring hasta Point Blank, y con eso se puede unir la ruta sur con la ruta del medio, de modo que se puede pasar de una a la otra.

—Múltiples variables —señaló D’Shonn.

—Correcto, esa es precisamente la idea, hacer imposible que alguien pueda tratar de adivinar la ruta con antelación. Además, cuando se tienen tres vehículos, todos llevan oficiales armados, y eso es mucho poder de fuego. Escuche, señor Brown, no sé si esto es una buena noticia para usted o no, pero su amigo Johnny Congo va a llegar sano y salvo a su cita.

—Ciertamente parece que es así —confirmó D’Shonn. Hubo un rugido del estadio y un grito de «perdimos la pelota» de J. J. Harding—. Es hora de volver al partido —agregó D’Shonn, pero cuando se dirigían de regreso a sus asientos, le dio un golpecito en el hombro a Rashad y dijo—: Tú y yo tenemos que hablar.

La tecnología moderna está llena de consecuencias no deseadas.

Las nítidas imágenes de satélite de Google Earth le brindan a cualquier persona con una conexión wifi la capacidad de recoger información en otros tiempos reservada a las grandes potencias mundiales. Del mismo modo, cualquier persona que abre un mensaje de Snapchat inmediatamente comienza una cuenta regresiva de diez segundos para su destrucción. Y en el momento en que desaparece, es totalmente imposible de rastrear. Esto funciona perfectamente para los adolescentes que quieren intercambiar autofotos y conversaciones sobre sexo sin que sus padres se enteren de nada, e igualmente bien para alguien que planea una operación criminal que no quiere dejar ningún rastro de sus comunicaciones.

D’Shonn Brown tenía contactos. Uno de ellos era un traficante especialista en armas, al que le gustaba hacer alarde de su capacidad para conseguir cualquier cosa, desde una pistola común hasta municiones de nivel militar. Él y D’Shonn intercambiaron mensajes por Snapchat. Se definió un problema. Se propuso una serie de posibles soluciones. Al final, todo el asunto se reducía a tres palabras: Krakatoa, Atchissons, FIM-92.

Mientras se desarrollaba este debate, unos cuantos vehículos deportivos utilitarios de alta gama fueron robados en los estacionamientos de algunos centros comerciales, en calles de la ciudad y en barrios de clase alta. Eran todos modelos de lujo importados, y todos estaban fabricados para grandes velocidades: un par de Range Rover Sport con motores sobrealimentados de cinco litros, un Porsche Cayenne, un Audi Q7 y un Mercedes ML63 AMG preparado que podía ir de cero a cien en apenas poco más de cuatro segundos. A unas pocas horas de haber sido robados, los vehículos habían sido despojados de todos los dispositivos de seguimiento, antes de ser llevados a los diferentes talleres para ser repintados y cambiarles las chapas de matrícula. Mientras tanto, los agentes de policía les decían a los propietarios de los coches que harían todo lo posible para encontrar sus valiosos vehículos, pero las posibilidades no eran buenas.

—Odio decirlo, pero modelos como éste se roban a pedido —le explicaron a la muy disgustada esposa de un ejecutivo del petróleo—. Lo más probable es que su Porsche ya esté en la frontera, haciendo que alguien en Reynosa o Monterrey se sienta muy feliz con su vida.

Rashad Trevain, por su parte, hizo que uno de sus hombres pasara un par de horas en el teléfono, recorriendo concesionarias de camiones desde los límites del estado de Louisiana hasta Montgomery, Alabama, en busca de volquetes de cuatro ejes, construidos después de 2005, con menos de cuatrocientos cincuenta mil kilómetros en el cuentakilómetros, disponibles por menos de ochenta mil dólares. Al final de la mañana habían localizado un par de Kenworth T800 y un Peterbilt 357 de 2008, con un remolque extralargo que coincidía con esas especificaciones. Los camiones fueron comprados por el precio de venta total pedido por un vendedor del bajo mundo que operaba sólo en efectivo, no se molestaba con el papeleo y sufría de amnesia instantánea acerca de los nombres y los rostros de sus clientes, y luego fueron llevados al oeste a un taller de reparaciones en Port Arthur, Texas. Allí se les dio el mejor servicio que jamás habían tenido. Los mecánicos los equiparon con carburadores más grandes y nuevas cabezas de cilindros, pistones y neumáticos. Cada componente individual fue verificado, limpiado, sustituido o lo que fuera necesario para hacer que estas máquinas muy usadas se movieran como recién salidas de fábrica en cuanto a velocidad. El día antes de que Johnny Congo tuviera que ir a la Casa de la Muerte, los camiones se dirigieron a Galveston y recogieron cuarenta toneladas cada uno de escombros duros —trozos de hormigón, ladrillos, pavimento y piedras de gran tamaño— en cada uno de los Kenworths y cincuenta toneladas en el Peterbilt. Después de ser cargados, fueron cerrados y quedaron listos para partir. Un último toque: se colocó un bidón de plástico de veinte litros detrás del asiento del conductor en cada cabina, provisto de un fusible con temporizador.

Cross estaba en su última media hora de pesca de la tarde, cuando el iPhone en el bolsillo superior de su chaleco Rivermaster comenzó a sonar, arruinando la paz de un mundo en el que los sonidos más fuertes habían sido el burbujeo de las aguas del Tay y el susurro del viento entre los árboles.

—¡Maldición! —murmuró. El ringtone era el que reservaba para llamadas de la oficina central de Bannock Oil en Houston. Desde su matrimonio con Hazel Bannock, Hector Cross había sido director de la empresa que llevaba el nombre del primer marido de ella. Era, por lo tanto, lo suficientemente poderoso como para haber dejado instrucciones de que no se le molestara a menos que fuera absolutamente esencial, pero con ese poder venía la responsabilidad de estar disponible en cualquier momento y en cualquier lugar, si la necesidad lo requería. Cross sacó el teléfono, miró la pantalla y vio la palabra «Bigelow».

—Hola, John —dijo—. ¿Qué puedo hacer por ti?

John Bigelow era un exsenador estadounidense que había asumido el papel de presidente y director ejecutivo de Bannock Oil después de la muerte de Hazel.

—Espero no haberte llamado en un mal momento, Heck —dijo con toda la amabilidad de un político de raza.

—Me has pillado en medio de un río en Escocia, donde estaba tratando de atrapar un salmón.

—Bien, por supuesto detesto molestar a un hombre cuando está pescando, por lo que seré breve. Acabo de recibir el llamado de un funcionario del Departamento de Estado al que tengo en muy alta consideración… —Hubo un estallido de estática en la línea, Cross se perdió unas pocas palabras que siguieron y luego pudo escuchar la voz de Bigelow que continuaba—:… llamado Bobby Franklin. Evidentemente Washington está reuniendo una gran cantidad de información sobre la posible actividad terrorista dirigida a instalaciones petroleras en el oeste de África y frente a las costas africanas.

—Estoy familiarizado con los problemas que han tenido en Nigeria —respondió Cross, olvidando todo pensamiento acerca del salmón del Atlántico mientras su mente saltaba de nuevo a los negocios—. Ha habido una gran cantidad de amenazas contra instalaciones en tierra y hace un par de años los piratas se apoderaron de un buque de suministro llamado C-Retriever que operaba para algunas plataformas mar adentro… Recuerdo que tomaron un par de rehenes. Pero nadie ha ido tras algo tan lejos en el mar como vamos a estar en Magna Grande. ¿Tu amigo del Departamento de Estado está diciendo que esto va a cambiar?

—No exactamente. Fue más bien el hecho de darnos un aviso y asegurarse de que estuviéramos bien preparados para cualquier eventualidad. Mira, Heck, todos sabemos que has tenido que pasar por demasiadas cosas en los últimos meses, pero si pudieras hablar con Franklin y luego decidir cómo debemos responder en cuanto a la seguridad, te estaría muy agradecido.

—¿Tengo tiempo para terminar mi pesca?

Bigelow se rio.

—Sí, ¡sólo puedo permitirte eso! En algún momento de los próximos días estaría bien. Y una cosa más… Todos nos enteramos de cómo entregaste a ese bastardo de Congo a los alguaciles estadounidenses y, hablando como exlegislador, sólo quiero que sepas cuánto te respeto por eso. Nadie te habría culpado por tomar la ley en tus manos, sabiendo que era responsable de tu trágica pérdida, y nuestra trágica pérdida, también. Sabes cuánto todos nosotros aquí queríamos y respetábamos a Hazel. Pero hiciste lo correcto y ahora te prometo que en Texas vamos a hacer lo correcto también. Puedes estar seguro de ello.

—Gracias, John, te lo agradezco —dijo Cross—. Dile a tu secretaria que me envíe los detalles del contacto y le haré una llamada por Skype apenas regrese a Londres. Ahora, si no te importa, acabo de descubrir lo que parece ser un salmón de primera de diez kilos y quiero poner una mosca en su boca antes de que desaparezca.

Cross dejó caer la mosca en el agua río abajo desde donde estaba; luego movió la caña hacia arriba y atrás y en un perfecto movimiento envolvente envió su línea y la carnada hasta un punto en el agua donde quedó perfectamente posicionada para tentar y atraer a su presa. Pero aunque su concentración en el pescado era absoluta, todavía había una parte de su subconsciente que ya se preparaba para la tarea que le había encomendado Bigelow.

A Cross le pareció que la asignación era perfecta para llevarlo de vuelta al ritmo de la vida laboral. Su experiencia militar, así como su capacidad para planificar, abastecer, entrenar y ejecutar una tarea interesante e importante, todo ello sería usado al máximo. Pero el trabajo, aunque difícil, sería esencialmente de precaución. Al igual que todos los soldados, marinos y aviadores que habían pasado las décadas de la Guerra Fría preparándose para una Tercera Guerra Mundial que por suerte nunca había llegado, del mismo modo se iba a preparar para una amenaza terrorista que podría ser muy real en teoría, pero sin duda era poco probable en la práctica. Si él realmente iba a llevar una vida menos empapada de sangre pero no quería morir de aburrimiento, ésta parecía una buena manera de empezar.

Eran las ocho y media de la mañana del 15 de noviembre y todos los programas matutinos de noticias en Houston daban especial atención a las notas referidas a la próxima ejecución del notorio asesino que una vez había escapado de prisión, Johnny Congo. Pero aunque ése era el mayor drama del día, otras tragedias, no menos fuertes para aquellos atrapados en ellas, seguían desarrollándose. Y una de ellas tenía lugar en la sala de consulta de un médico en River Oaks, una de las comunidades residenciales más ricas de todo Estados Unidos, donde el doctor Frank Wilkinson echaba una mirada sagaz, pero amable a las tres personas que se alineaban en las sillas delante de su escritorio.

A la derecha de Wilkinson estaba su paciente y amigo de hacía mucho tiempo Ronald Bunter, socio principal del bufete de abogados Bunter y Theobald. Era un hombre pequeño, prolijo, de cabello plateado, cuya normalmente impecable, incluso exageradamente puntillosa apariencia se veía afectada por las profundas sombras bajo los ojos, el matiz grisáceo de su piel y —algo que Wilkinson nunca había visto en él antes— las pronunciadas arrugas de su traje gris oscuro. Cuando Bunter dijo «buenos días» hubo un temblor en su voz delicada y precisa. Era evidente que estaba agotado y bajo una enorme presión. Pero no era el paciente que Wilkinson debía estar viendo en ese momento.

A la izquierda de la fila estaba sentado un hombre de unos cuarenta años, alto, de constitución fuerte, de aspecto totalmente más contundente: Bradley, el hijo de Ronald Bunter. Tenía el pelo negro y espeso, peinado hacia atrás desde las sienes y fijado en capas perfectas, como si estuviera listo para un retrato, lo que lo hacía parecer alguien que estuviera en campaña electoral. Sus ojos eran de un azul claro y miraban directamente al doctor Wilkinson, como desafiándolo, como si Brad Bunter estuviera siempre buscando pelea. Aun así, el médico pudo ver que él también estaba sufriendo una considerable fatiga, aunque podía ocultarla más que su padre. Sin embargo no había nada extraño con Brad Bunter, nada que una buena noche de sueño no curara.

El paciente cuyo estado era la razón de la visita de los Bunter al consultorio de Frank Wilkinson estaba sentado entre los dos hombres: Elizabeth, la esposa de Ronald y madre de Bradley, a quien todos llamaban Betty. Cuando era joven, Betty había sido una gran belleza rubia estilo Grace Kelly con un cerebro interesante. Había conocido a Ronnie cuando ambos eran estudiantes de primer año en la Universidad de Texas; se habían casado en su tercer año y habían estado juntos desde entonces.

—No sé lo que hice para merecerla —solía decir Ronnie—. No sólo es demasiado bonita para un tipo como yo, sino que también es demasiado inteligente. Sus calificaciones fueron mucho mejores que las mías en toda la carrera de Derecho. Si no hubiera abandonado para casarse conmigo, habría sido ella quien manejara la empresa.

En ese momento, sin embargo, era una figura encorvada, encogida. Su cabello estaba despeinado y su inmaculado uniforme de todos los días, pantalones de sarga ajustados hasta los tobillos, blusa blanca, perlas y chaqueta tejida de cachemir en colores pastel había sido reemplazado por una vieja polera morada metida en holgados pantalones grises elastizados sobre un par de zapatillas deportivas baratas. Sostenía su bolso en el regazo, abriéndolo cada tanto para sacar un trozo de papel firmemente doblado, desplegarlo, mirar con ojos perdidos las palabras escritas a mano en él, doblarlo de nuevo y volver a colocarlo en el bolso.

El doctor Wilkinson la observó hacer un ciclo completo del ritual antes de preguntarle con gran suavidad:

—¿Sabes por qué estás aquí, Betty?

Ella lo miró con recelo.

—No, no, no —respondió ella—. No he hecho nada malo.

—No, no has hecho nada malo, Betty.

Ella lo miró con una expresión desesperada de angustia y desconcierto en sus ojos.

—Sólo… yo…, yo…, no puedo ordenarlo todo…, todas estas cosas. No lo sé… —Su voz se desvaneció cuando abrió su bolso y sacó el papel de nuevo.

—Estás sufriendo simplemente un período de confusión —explicó el doctor Wilkinson amablemente, tratando de ocultar la horrible verdad con el tono de voz más suave posible—. ¿Recuerdas que hablamos acerca de tu diagnóstico?

—¡No hicimos nada de eso! No lo recuerdo en absoluto. Y yo soy una mujer adulta de cincuenta años. —En realidad Betty estaba apenas a tres semanas de cumplir setenta y tres años. Ella continuó con fuerza—: ¡Yo sé lo que es cada cosa y recuerdo todas las cosas que necesito saber, lo puedo asegurar!

—Y yo te creo —dijo el doctor Wilkinson, sabiendo que era inútil discutir con un paciente con mal de Alzheimer, o intentar arrastrarlo desde su realidad personal de nuevo al mundo real. Miró a su marido—. Bien, tal vez tú puedas decirme lo que pasó, Ronnie.

—Sí, bueno, Betty ha estado teniendo muchos problemas para dormir —comenzó Bunter. Miró a su esposa, cuya atención ahora había vuelto a la hoja de papel, y continuó, con voz vacilante y sus palabras dando vueltas muy obviamente alrededor de toda la verdad—: Anoche entró en un estado de cierta confusión, ya sabes, y estaba…, bastante alterada, supongo que se podría decir.

—¡Oh, por el amor de Dios, papá! —exclamó Brad Bunter con una ira nacida de la frustración—. ¿Por qué no le dices al doctor Wilkinson lo que realmente pasó?

Su padre no dijo nada.

—Entonces ¿qué crees que pasó, Brad? —preguntó el doctor Wilkinson.

—De acuerdo. —Brad respiró hondo, ordenó sus pensamientos y luego comenzó—: A las siete, ayer por la tarde, todavía estaba yo en la oficina y papá me llamó por teléfono. Él estaba en casa… Últimamente le gusta estar en casa a las cinco, para cuidar de mamá… y él necesita ayuda porque mamá llenó una maleta y estaba tratando de salir de la casa. Vea, ella ya no cree que ésta sea realmente su casa. Y papá está al borde de un ataque de nervios pues ella le ha estado gritando, y dándole patadas y puñetazos…

Ronald Bunter hizo una mueca como si las palabras le hubieran herido más que los puños y patadas de su esposa. Betty seguía mostrándose ajena a lo que se estaba diciendo.

Brad continuó.

—Y ella siguió con el ataque de llanto. Es decir, yo podía oírla sollozar en el fondo mientras estaba hablando con él. Así que me fui y traté de calmarla lo suficiente como para que por lo menos comiera algo, ¿verdad? Porque ella ya no come, doctor, no al menos que uno la obligue. Luego fui a mi casa alrededor de las nueve menos cuarto, para ver a mi propia esposa e hijos, pero Brianne ya había llevado a los niños a la cama, así que vimos algo de televisión y nos fuimos a dormir.

—Ajá —murmuró Wilkinson. Escribió un par de palabras en sus notas—. ¿Esa de anoche fue la última alteración?

—Por supuesto que no. A las dos de la mañana, el teléfono suena de nuevo. Es papá. Lo mismo. Me pregunta si puedo ir. Mamá está fuera de control. Seré honesto, sentí que tenía ganas de decir que si necesitaba ayuda en el medio de la noche, que llamara una ambulancia. Pero, bueno, es mi mamá, así que fui otra vez, y la misma historia, pero esta vez… y lo siento, papá, pero el doctor Wilkinson tiene que saberlo, ella estaba caminando completamente desnuda, balbuciando Dios sabe qué tonterías… y sin sentir ningún pudor o vergüenza en absoluto por la situación.

—No hay nada vergonzoso en el cuerpo humano, Brad —dijo Wilkinson.

—Bueno, sólo recuerde eso la próxima vez que uno de sus padres convierta su casa en una colonia nudista.

—Disculpe a Brad por favor, doctor Wilkinson. Usted sabe que él puede ser un poco brusco a veces —dijo Ronald con un tono de exagerada educación que no podía ocultar su ira.

—No, papá, acabo de decir las cosas tal como son. Esto no puede seguir así, doctor. Mis padres necesitan ayuda. Incluso si dicen que no lo quieren, ellos la necesitan.

—Mmm… —Wilkinson asintió pensativo—. Por lo que dicen, ciertamente parece que estamos llegando a un punto de crisis. Pero no quiero apresurar ninguna conclusión. A veces hay una causa fisiológica para una serie de episodios como el que usted describe. Tengo que decir que no creo que éste sea el caso, pero es mejor asegurarse, por si acaso hay alguna infección o sucede algo nuevo. Por lo tanto, Betty, si no te importa voy a hacer un par de pruebas.

Ella se animó de nuevo.

—Seguro que no estoy enferma. Sé que no estoy enferma. Nunca me sentí mejor en mi vida.

—Bueno, me encanta escuchar eso, Betty. Y no te preocupes, no voy a hacer nada demasiado importante en absoluto, sólo voy a controlar la presión arterial y auscultarte el pecho, cosas simples como eso. ¿Te parece bien que lo haga, Betty?

—Supongo que sí.

Ronald la palmeó en el brazo.

—Vas a estar bien, Betsy-Boo. Yo estaré aquí cuidándote.

De la nada, como un repentino rayo de sol en un día nublado, Betty Bunter mostró una sonrisa deslumbrante que sólo por un momento trajo toda la vida y la belleza de vuelta a su cara.

—Gracias, cariño —dijo.

En menos de cinco minutos Wilkinson terminó de revisarla. Cuando terminó se sentó en su silla y dijo:

—Muy bien…, como yo sospechaba, no hay problemas fisiológicos que informar. Así que lo que voy a hacer es recetarle algo a Betty para ayudarla a que se calme en momentos de ansiedad particularmente aguda. Ron, si tú o Brad pueden asegurarse de que Betty tome la mitad de una de estas pastillas cada vez que sientan que las cosas están tomando un giro hacia lo peor, esto debería ayudar mucho, pero no más de dos de esas mitades en el día.

Miró a su alrededor para asegurarse de que los dos hombres Bunter hubieran asimilado lo que acababa de decir y luego continuó:

—Tenemos establecido un procedimiento de gestión de crisis para casos como éste, a fin de asegurarnos de que podemos hacer que nuestros pacientes reciban una atención eficaz. Voy a hacer algunos llamados ahora mismo. Trataré de organizar algo para ustedes antes de que termine el día. Brad, ¿podrías llevar a Betty a la sala de espera por un momento? Quiero hablar un momento a solas con tu padre… Después de todo, él es mi paciente también.

—Eso suena alarmante. ¿Debería preocuparme? —quiso saber Ronnie.

Wilkinson dejó escapar el tipo de risita que tiene la intención de dar confianza, aunque rara vez lo logra.

—No, simplemente quiero poder hablar con él en la intimidad de médico-paciente.

No hubo más intercambios de palabras hasta que Brad llevó a su madre fuera del consultorio; luego Ronnie Bunter preguntó:

—Y bien, ¿de qué se trata todo esto, Frank?

—Se trata del hecho de que Betty no es lo único que me preocupa —respondió Wilkinson—. Estás agotado, Ron. Tienes que conseguir más ayuda. En esta etapa, Betty realmente necesita atención las veinticuatro horas del día.

—Estoy haciendo hasta lo imposible para brindársela. Hice un juramento, Frank: «En la salud y en la enfermedad». Y en mi negocio, los juramentos importan. Uno no los viola.

—Tampoco en mi negocio, pero no estás siendo un marido inteligente para Betty si te enfermas tratando de cuidarla a ella. Cuidar a una persona con una enfermedad psicológica y neurológica tan grave como el mal de Alzheimer es un trabajo muy, muy duro. Es algo que no admite pausas. Te ves agotado, Ron, y has perdido peso, también. ¿Estás comiendo bien?

—Cuando puedo —dijo Bunter—. No es que nos sentemos a la mesa para una comida de tres platos. Eso es seguro.

—¿Qué tal el trabajo?

—Bueno, trato de ir a la oficina casi todos los días, y todo mi personal sabe que siempre estoy disponible para que me llamen, y mis clientes también lo saben.

Wilkinson dejó la lapicera, se echó hacia atrás en su sillón con los brazos cruzados y miró a su viejo amigo directamente a los ojos.

—Así que tratas de cuidar a Betty, día y noche, y el teléfono no para de sonar con gente que pide asesoramiento legal. Dime, ¿crees que les estás dando a tus clientes el mejor servicio que pueden tener por su dinero? Porque yo sé a ciencia cierta que no podría tratar a mis pacientes correctamente si estuviera pasando por las mismas cosas que tú estás pasando ahora.

Los hombros de Bunter se hundieron un poco.

—Es difícil, lo reconozco. Y sí, hay veces en que cuelgo el teléfono y pienso: «¡Demonios! Me olvidé de algo»; o me doy cuenta de que tengo un dato legal equivocado. Y no es porque no sepa la respuesta correcta, es porque estoy rematadamente cansado.

—De acuerdo, por eso ahora te voy a dar una receta, y no te va a gustar.

—¿Tengo que tomarlo?

—Si te queda algo de sentido común en absoluto, amigo, sí, tienes que tomarlo.

—Bien, entonces, doc, dímelo directamente —dijo Bunter, haciendo reír a Wilkinson con su intento de imitar a un personaje de una vieja película de vaqueros.

—Pues aquí va. Lo primero que te digo es que tienes que conseguirle a Betty el mejor cuidado de veinticuatro horas diarias que tú y tu plan de seguro médico puedan pagar.

—Lo pensaré.

—Ron… —insistió Wilkinson.

—Está bien, está bien, lo haré. ¿Algo más?

—Sí. Quiero que reduzcas tu trabajo. Tienes buenas personas en tu estudio, ¿verdad?

—Los mejores.

—Entonces pueden hacerse cargo de los clientes. Y Brad puede manejar los asuntos del día a día. Si quieres darte a ti mismo algún título de fantasía que indique que sigues siendo el macho alfa, aunque ya no ladres más, no tengo ningún problema con eso. Pero no quiero que pongas un pie en la oficina más de una vez por semana, preferiblemente una vez al mes. Deja que Brad haga todo el trabajo pesado.

—Pero no estoy seguro de que él esté listo para ello.

—Apuesto a que eso también fue lo que dijo tu padre de ti, pero tú demostraste que sí estabas listo.

—Pero además… —Bunter hizo una mueca—. Bueno, odio decir esto acerca de mi propio hijo, pero hay problemas de carácter. Ya lo escuchaste hoy a Brad. Puede ser áspero a veces, agresivo.

—Lo mismo ocurre con muchos de los mejores litigantes del mundo.

—Pero no es el estilo que quiero alentar para Bunter y Theobald. Los mejores acuerdos, los que duran y no terminan en amargura y acritud, son aquellos en los que ambas partes sienten que lo hicieron bien. Eso significa que obtenemos lo que nuestro cliente quiere, o al menos lo que necesita, sin dejar de respetar al otro lado y reconocer los méritos de su posición, y no dejarlos derrotados y caídos.

—Bien, Ronnie, yo no voy a decirte cómo dirigir tus asuntos, pero hoy no vi a un hijo que fuera áspero o agresivo. Escuché a un hijo que es muy consciente de lo mal que están las cosas, que está preocupado, al igual que yo, por ustedes dos, y que quiere tener la situación, si no solucionada (porque no hay una solución para el mal de Alzheimer), por lo menos tan tolerable como sea posible.

Bunter frunció el entrecejo con ansiedad.

—¿De verdad crees que necesito tener ayuda, dejar el trabajo, eh?

—Sí, eso es lo que creo.

—Entonces, ¿qué tengo que hacer?

—Tómalo con calma. Mientras puedas, pasa tiempo de calidad con Betty. Escucha, Ronnie, no pasará mucho tiempo, menos de un año, tal vez menos de seis meses, para que Betty llegue al punto en que ya no te reconozca, no pueda mantener ningún tipo de conversación, ni siquiera una llena de disparates, y no queden ni rastros de la mujer de la que te enamoraste.

El rostro de Bunter se arrugó.

—No…, eso es horrible…

—Pero es verdad. Así que aprovecha el tiempo que tienes. Cuídate tú para poder cuidarla a ella. Prométeme que lo pensarás, por lo menos.

—Sí, está bien, te lo prometo.

—Eres un buen hombre, Ron, uno de los mejores. Betty tiene suerte de tenerte.

—Ni la mitad de la suerte que he tenido al tenerla a ella. Y ahora la estoy perdiendo…

—Lo sé… —aceptó el doctor Wilkinson—. Lo sé.

Durante décadas, el estado de Texas ha llevado a cabo sus ejecuciones en la Casa de la Muerte, en la Walls Unit, Huntsville. Hasta 1998, allí era donde estaba también el Corredor de la Muerte. Pero luego los hombres condenados, Johnny Congo incluido, empezaron a encontrar maneras de escapar y el Departamento de Justicia Criminal de Texas decidió que se necesitaba una unidad más segura. El Corredor de la Muerte fue trasladado a la Unidad Polunsky, en West Livingston, una instalación especial de máxima seguridad. Nadie escapaba de allí. Los casi trescientos prisioneros eran alojados en confinamiento solitario y comían en sus celdas con platos que eran empujados a través de una «ranura para frijoles» en la puerta. Hacían ejercicios solos en una zona de recreo enjaulada. El único contacto físico que tenían eran las revisiones corporales a las que eran sometidos cada vez que salían de sus celdas. El régimen era suficiente para volver loco a cualquiera y había algunos que optaban por renunciar a las oportunidades de apelación y enfrentar la ejecución lo antes posible para escapar de él.

El proceso de ejecución de Johnny Congo comenzó a las tres de la tarde del 15 de noviembre. No se le ofreció la opción de una última comida para el condenado, ni tampoco se la ofrecerían en Huntsville: ese lujo hacía tiempo que había sido abandonado. Sólo hubo un martilleo en la puerta de su celda y un guardia que gritó:

—¡Es hora de irnos, Johnny! Las manos a través de la «ranura para frijoles».

Cada aspecto de la vida en la Unidad Polunsky estaba calculado para degradar y deshumanizar a los internos. El procedimiento para salir de una celda no era una excepción. Johnny se acercó a la puerta. Se puso de rodillas. Luego se arrastró para darse vuelta de modo que quedó con la espalda sobre la puerta y estiró los brazos hacia atrás hasta que metió las manos por la «ranura para frijoles» para que salieran al pasillo exterior. Un par de esposas se cerraron con un ruido característico alrededor de sus muñecas; luego movió los brazos hacia adelante por la ranura y se puso de pie.

—¡Apártate de la puerta! —ordenó la voz.

Obediente, Johnny volvió a ubicarse en el centro de la habitación, ahora con las manos esposadas a la espalda. Luego se dio vuelta de nuevo para quedar mirando a la puerta que se abría.

Dos guardias entraron a la celda de seis metros cuadrados. Uno de ellos era blanco y casi tan grande como Johnny, con el pelo rojizo rapado y la piel quemada por el sol en la cara y los antebrazos. Llevaba una escopeta Mossberg y su rostro tenía un aspecto tenso, nervioso, que sugería que estaba a la espera de una oportunidad para usarla.

Johnny le sonrió.

—¿Qué sentido tiene apuntarme con un arma el día de hoy, blanquito tonto? Yo ya soy un hombre muerto que camina. Dispárame ahora, me harías un favor.

Johnny volvió la cara hacia el segundo guardia, un afroamericano corpulento, de mediana edad, el pelo salpicado de canas plateadas.

—Buenas tardes, tío —dijo.

—Buenas tardes a ti también, Johnny —dijo el tío—. Éste es un momento difícil para ti, lo sé. Pero cuanto más calmo lo hagamos, más fácil será todo, ¿me entiendes?

—Sí, te entiendo.

—Muy bien, entonces, lo que voy a hacer es prepararte para el traslado a Huntsville. Así que primero quiero que separes los pies a unos cuarenta y cinco centímetros uno del otro. Estuviste en el servicio militar, ¿verdad?

—Así es. Era sargento de artillería en el Cuerpo de Infantes de la Marina.

—Un infante de Marina, ¿eh? Bueno, entonces supongo que sabes cómo pararte en posición de descanso.

Johnny, obediente, adoptó esa posición.

—Gracias, hombre —dijo el tío—. Ahora quédate así un minuto mientras te pongo esto en los tobillos.

Johnny hizo lo que se le dijo y fue igualmente obediente mientras le aseguraban la cadena de la panza alrededor de la cintura. Luego le quitaron de las manos las esposas originales y volvieron a asegurarlo con las esposas que colgaban de la cadena. De modo que en ese momento quedó restringido a los pasos cortos y arrastrados que le permitían los grilletes en las piernas y los movimientos mínimos de las manos que le dejaban los tramos de cadena entre las esposas y la cadena de la cintura. Tan enorme, tan fuerte y tan intimidante como era, Johnny Congo estaba en ese momento totalmente indefenso. A los dos guardias que habían llegado a su celda se sumaron entonces más de sus colegas mientras lo conducían a través de la Unidad Polunsky a la zona de carga donde su transporte lo esperaba.

Unos cuantos años antes, cuando Johnny se había escapado de Huntsville, su socio Aleutian Brown le había disparado a un guardia llamado Lucas Heller a sangre fría, con una bala en la parte posterior del cráneo. Johnny supuso que los guardias que en ese momento lo rodeaban ya sabían eso. Esperó que llegara el primer puñetazo o golpe de garrote, sabiendo que podían hacer lo que quisieran con él y sería completamente incapaz de resistirse. Pero la presencia serena y civilizadora del tío debió haber sido suficiente para inhibir cualquier deseo de venganza violenta, ya que llegaron a la zona de carga sin ningún tipo de incidente. No hubo ni siquiera una protesta de los otros prisioneros, dándole una despedida final a un compañero preso que se dirigía a la Casa de la Muerte. Estaban solos en sus silenciosas celdas, encerrados detrás de las puertas de acero sin marca alguna que se alineaban en los pasillos. Ni siquiera tenían idea de que Johnny hubiera estado alguna vez en la unidad, y menos de que lo estaban llevando a morir.

Johnny Congo fue colocado en la parte posterior de una camioneta blanca, sin nada que la distinguiera, perteneciente a la Oficina de Transporte de Delincuentes y se le ordenó que se sentara en uno de los dos bancos tapizados color gris que corrían a lo largo de ambos lados de lo que normalmente sería el habitáculo. Luego sus tobillos fueron encadenados al suelo.

Había rejillas de acero en las ventanas y una reja más fuerte que separaba el espacio para pasajeros del asiento del chofer. Un guardia armado iba sentado frente a Johnny, vestido con pantalones marrones, camisa blanca y un chaleco antibalas negro. El guardia no dijo nada. Se lo veía alerta, pero al mismo tiempo relajado, como un hombre que es bueno en su trabajo y confía en que los otros guardias a su alrededor harán lo suyo, incluso en presencia de un conocido asesino múltiple. Johnny Congo tampoco dijo nada, se limitó a mirar al guardia, sosteniéndole la mirada, decidido a establecerse como el macho alfa, incluso en el día en que iba a morir.

Los detalles de la ejecución de Johnny Congo se habían discutido en toda la línea hasta el nivel superior del Departamento de Justicia Criminal de Texas. Ellos se daban cuenta plenamente de que se trataba de un criminal de extrema peligrosidad que ya había demostrado que podía escaparse de una unidad de máxima seguridad. Su caso había recibido una amplia cobertura mediática y cuanto más cerca estuviera el momento de su ejecución, iba a ser mayor todavía. Al salir de la Unidad Polunsky ya había un par de equipos de noticias de televisión en cada portón y un helicóptero daba vueltas sobre ellos. Otro grupo de periodistas y medios, mucho más grande, se amontonaba alrededor de la puerta trasera de la Walls Unit, a través de la cual siempre entraban los convoyes de ejecución.

Lo único que todos querían era una imagen —cualquier imagen que fuera, sin importar cuán borrosa o granulada estuviera— de Congo tal como estaba en ese momento. Los únicos retratos que todos tenían de él eran las fotos oficiales de prontuario tomadas cuando bajó del avión que lo trajo desde Abu Zara, con el aspecto de alguien a quien le ha pasado un camión por la cara, o viejas fotografías de archivo de su primera etapa de notoriedad, hacía ya mucho tiempo. El gran público estadounidense quería y necesitaba ver al hombre que su sistema legal iba a matar en su nombre en su último día en la tierra. Pero las autoridades no estaban haciendo nada para facilitarle las cosas a nadie, incluyendo los medios de comunicación, para que pudieran acercarse de alguna manera al condenado.

Dadas tanto la maldad de Johnny Congo como la muy pública vergüenza que toda la justicia penal de Texas sufriría si él se les escapaba por segunda vez, se habían introducido cambios en el formato estándar del convoy. Hubo, como siempre, tres vehículos. Pero en esta ocasión el tercero en la fila no era otro coche patrulla, como ocurría normalmente, sino que era un transporte de personal Lenco BearCat blindado, cargado con un equipo SWAT de diez hombres fuertemente armados. El BearCat era una amenazante máquina de guerra grande y negra, y los hombres en su interior eran el equivalente policial de las fuerzas especiales. Contra su poder de fuego nada menos poderoso que un ataque militar en gran escala tendría alguna posibilidad de éxito.

El día de la ejecución de Johnny Congo, todos los que vieron a D’Shonn Brown informaron que se lo notaba reconcentrado, apagado y, de una manera tranquila, discreta, muy evidentemente consternado. La ejecución estaba fijada para las seis de la tarde. Huntsville está a sólo unos cien kilómetros al norte de Houston, por la autopista 45, y no se necesita mucho más de una hora para llegar si el tráfico es liviano. Pero D’Shonn quería estar seguro de evitar la hora pico, y así fue como, al mismo tiempo que el convoy que llevaba a Johnny Congo para su ejecución salía de la Unidad Polunsky, el Rolls-Royce Phantom con chofer de D’Shonn salió ronroneando del garaje subterráneo debajo de su centro de operaciones en Houston. D’Shonn iba sentado en el asiento de atrás. Clint Harding iba adelante, al lado del chofer. Una camioneta Suburban negra salió del garaje detrás del Rolls. En ella iban otros cuatro hombres de Harding, cuya tarea consistía en llevar a D’Shonn a través de la multitud fuera de las puertas de la prisión en su camino a la sala de observación que daba a la cámara de ejecución.

D’Shonn estaba viendo la televisión en su iPad.

—Tienen a Johnny en vivo en la televisión, siguiéndolo desde el cielo como si fuera otro O. J. Simpson.

—Detesto la forma en que están haciendo de esto un circo —dijo Harding, inclinando la cabeza hacia atrás para dirigirse a D’Shonn—. Mira, sé que él era amigo de tu hermano, o lo que sea, pero Johnny Congo era un hombre peligroso. Ahora va a recibir el peor castigo que nuestra sociedad puede aplicar. No debería convertirse en un reality show de la televisión.

Sonó el teléfono de D’Shonn. Atendió la llamada, escuchó un momento y luego dijo:

—Yo, Rashad, mi hombre… Sí, yo también estoy viendo. Supongo que sabía que esto podría ocurrir, pero de todas maneras… Es una locura pensarlo, la próxima vez que veré a Johnny será cuando lo trasladen a la cámara. No me importa admitir que eso no es algo que me complace.

Harding había vuelto la cabeza otra vez hacia el frente y miraba a través del parabrisas la autopista interestatal 45, a fin de respetar la privacidad de su jefe. No vio que D’Shonn tomaba un segundo teléfono y respondía un mensaje de Snapchat: «Perfecto. Adelante. Tengan el helicóptero y el avión listos para salir».

Diez segundos después de ser recibido, el mensaje se desvaneció en el aire, sin dejar rastros de que jamás hubiera existido.

Durante dos semanas Rashad Trevain había estado tratando de encontrar formas de seguir el convoy de la prisión de Johnny Congo sin llamar la atención de los policías. La respuesta obvia era sencillamente seguirlo en la carretera, pero si un coche permanecía justo detrás del convoy todo el camino, sin duda iba a ser descubierto y obligado a detenerse. Podrían tener un sistema de retransmisión, entregando el relevo de un coche a otro, pero con tres rutas de hasta ochenta kilómetros para cubrir, esto significaría tres largas cadenas de choferes, a la espera de hacerse cargo de la vigilancia si el convoy llegaba a pasar por su camino, lo cual requería más hombres de los que quería usar. Cuantos más tipos estuvieran ligados a la misión, menos probable sería que él los conociera bien y, por lo tanto, menos podía confiar en que mantuvieran la boca cerrada.

La siguiente idea de Rashad fue comprar un dron del tipo que las fuerzas policiales utilizan para el control de masas: unos sesenta centímetros de ancho, con tres rotores horizontales estilo helicóptero en miniatura y una cámara que pudiese enviar imágenes en tiempo real a una estación base. Pero eso requeriría técnicos calificados para operarlo, y además había limitaciones en el alcance, tanto del propio dron como de la señal que estuviera enviando. De manera que Rashad volvió a lo básico. Decidió dispersar media docena de observadores en los puntos de bifurcación clave a lo largo de los primeros kilómetros de camino, lugares donde el convoy se vería obligado a tomar una decisión que determinaría su ruta.

Pero cuando le expuso el problema a D’Shonn Brown mientras observaban por encima del agua el octavo green en el Club de Golf de Houston, D’Shonn Brown se enderezó interrumpiendo la jugada que estaba a punto de hacer, miró a Rashad y le preguntó:

—¿Crees que tendrán un helicóptero siguiendo al convoy?

—¿Te refieres a un helicóptero de la policía, como un ojo en el cielo? —replicó Rashad.

—Eso o un canal de televisión, que en lugar de seguir el tránsito vehicular para acompañar al maldito negro asesino en su último viaje, decide tratarlo como una celebridad.

—Supongo que sí. Es posible. ¿Por qué?

—Bueno, si alguien estuviera siguiendo la caravana eso seguramente haría que nuestra vida fuera más fácil…

D’Shonn se interrumpió durante unos segundos para enviar la pelota unos diez metros más allá del hoyo, que se redujo a la mitad de esa distancia por el efecto de retroceso que la hizo rodar de nuevo hacia el palo de la bandera.

—¡Bravo, un rebote afortunado, hermano! —exclamó riéndose Rashad.

—La suerte no tuvo nada que ver, la golpeé buscando ese efecto —dijo D’Shonn fríamente. Se dio vuelta para volver a poner el palo en su bolsa montada en un carrito, pues había decidido jugar sin caddies. No había necesidad de que alguien escuchara lo que estaban hablando—. Pero de todos modos, en cuanto a ese helicóptero, seguro que sería útil si hubiera uno allá arriba —continuó—. El único problema es que tendríamos que deshacernos de él después. No queremos que algunas cosas queden registradas en la cámara.

—Sí, te entiendo, hombre.

—Así que mejor ocúpate de eso. Si queremos que este trabajo salga bien, será mejor que pensemos en todas las eventualidades.

Todos los caminos de Johnny Congo conducían a Huntsville. De modo que allí era donde el grupo de emboscada estaba esperando. Los tres camiones volquete muy cargados y las cinco camionetas robadas estaban estacionados en el asfalto agrietado y polvoriento del camino que conducía desde la calle Martin Luther King hasta el cementerio Northside. No había funerales previstos para ese día, nada de transeúntes mirando la fila de vehículos. El Ángel del Mal a cargo de la tripulación era un tipo flaco, de piel clara con una barba perilla llamado Janoris Hall. Al igual que todos los hombres que iban a estar trabajando ese día a sus órdenes, Janoris llevaba un mameluco con capucha Tyvek, blanco y descartable, con guantes de látex y chanclos de tela de polipropileno cubriéndole las zapatillas Nike. Muchos investigadores de escenas de crimen visten ropa de trabajo prácticamente idéntica. No quieren contaminar la escena del crimen que están investigando. Estos Ángeles no querían contaminar la escena del crimen que ellos estaban a punto de crear. Tampoco querían ser identificados, y por eso cada uno de los Ángeles ya había sido provisto con una máscara de arquero de hockey.

Janoris no tenía puesta su máscara en ese momento. Estaba viendo las noticias de la televisión en su iPad, y en el momento en que el convoy de la prisión giró a la izquierda hacia la ruta estatal 350 y luego a la ruta 190, se volvió a su segundo al mando Donny Razak para informarle:

—Se dirigen hacia el norte.

Razak tenía la cabeza afeitada, una gruesa barba espesa y una voz profunda y grave que salía de algún lugar de su voluminoso tórax.

—¿Quieres que sigamos y los encontremos en la ciento noventa?

Janoris lo pensó por un momento. Era tentador dirigirse directamente al lugar en ese mismo momento y llegar pronto a su posición. Cuanto menos se apresuraran, menor sería la probabilidad de cometer un error idiota en algún punto de toda la misión. Pero ¿y si el convoy tomaba la ruta larga, alrededor de la parte superior del lago y luego a Huntsville por la Texas 19? No quería estar esperando en el lugar equivocado haciendo nada, mientras Johnny Congo era trasladado a la Casa de la Muerte por otra ruta.

—No, hombre, vamos a esperar un poco. Veamos lo que sucede cuando lleguen al puente. Apenas sepamos si van a cruzar o no, ese es el momento en que haremos nuestra maniobra.

En la Walls Unit, una de las oficinas administrativas había sido elegida para ser usada como puesto de mando para la operación Congo. Pero la pregunta era ¿quién estaba al mando? Había tres posibles candidatos para el cargo: Hiram B. Johnson III, el director de la prisión, que era el responsable de todo lo que iba a ocurrir desde el momento en que Johnny Congo ingresara en la Walls Unit con vida hasta en que su cuerpo fuera sacado de allí, muerto y duro como una piedra; Tad Bridgeman, el jefe de la Oficina de Transporte de Delincuentes, cuyo propio cuartel general estaba en la Unidad James «Jay» H. Byrd Jr, a un par de kilómetros al norte del centro de Huntsville, y quien era también responsable del traslado de Johnny Congo de una unidad carcelaria a otra; y, por último, dado que estaban en Texas, había un hombre con un sombrero Stetson blanco.

Este último hombre también llevaba un par de simples botas marrones de vaquero, pantalones de jean color piedra, camisa blanca impecable y almidonada, y corbata oscura. Su arma estaba enfundada por encima de la cadera, por lo que era fácil de sacar cuando iba a caballo, y tenía una insignia con la Estrella de Texas en el pecho, hecha con monedas mexicanas de cincuenta pesos fundidas. Oficialmente, en reconocimiento a sus orígenes de matones y vaqueros, los oficiales de la División Rangers de Texas no tienen otro uniforme que su placa y su sombrero. Extraoficialmente, sin embargo, se esperaba que usaran pantalones vaqueros y camisa blanca, y el hombre así ataviado era el mayor Robert «Bobby» Malinga, comandante de la Compañía A de los Rangers.

Él era quien coordinó las precauciones de seguridad para el transporte con los otros dos oficiales y sería el responsable de volver a atrapar a Johnny Congo si, por alguna terrible desgracia, escapaba de su cautiverio en algún lugar entre Livingston y West Huntsville. La situación se complicaba aún más con la adición de una cuarta persona, Chantelle Dixon Pomeroy. Una pelirroja impecablemente acicalada, de modales perfectos pero ojos de láser, Chantelle era vicejefa de gabinete del gobernador de Texas. Su papel era el de observar y asesorar sobre los diversos aspectos políticos y de relaciones públicas de la ejecución y todos los eventos y tareas relacionados con el tema. Ella no tenía derecho a dar órdenes directas a ninguno de los diversos representantes del sistema de justicia criminal del estado. Pero ella era los ojos, los oídos y la voz del gobernador. Y éste, ciertamente, sí podía dar órdenes.

En ese momento, mientras el convoy Congo se dirigía al norte por la 190 hacia los desarrollos urbanos junto al lago en Cedar Point, los cuatro actores principales en el puesto de mando estaban haciendo lo mismo que todos los demás… Miraban el avance del convoy en la televisión.

—No me gustan esas imágenes —gruñó Bobby Malinga—. Si nosotros podemos verlas, también pueden verlas todos los pandilleros de Texas. No quiero que nadie piense que puede hacer algún truco loco y volverse famoso como el tipo que liberó a Johnny Congo. O el tipo que mató a Johnny Congo antes de que el Estado pudiera hacer ese trabajo. Ambas cosas serían igualmente malas. Quiero que ese pájaro baje a tierra.

—Eso no es posible, mayor —señaló Chantelle Dixon Pomeroy en voz baja—. Esto no es Rusia. Tenemos una Primera Enmienda aquí. No podemos ir por ahí diciéndoles a los canales de televisión que no pueden filmar un acontecimiento de verdadera importancia para el pueblo de Texas.

—¿Alguna vez oyó hablar de la seguridad nacional? Johnny Congo es un notorio asesino. Pasó años como fugitivo en África. Por lo que sé, allá dirigía una milicia personal, y todavía podría estar haciéndolo. Él representa un peligro claro y presente para la seguridad nacional. ¿Usted quiere ayudar a nuestros enemigos, señorita Pomeroy?

—No, no, mayor —dijo la vicejefa de gabinete, deslizando una hoja de acero helado en su voz melosa—. Y si él fuera un terrorista islámico, estoy segura de que el gobernador estaría tan preocupado como lo está usted. Pero lo que tenemos aquí, si lo miramos bien, es una variedad doméstica de asesino. Se hará justicia y el gobernador quiere que el pueblo de Texas vea con sus propios ojos que tenemos los mejores oficiales de policía y el mejor personal de prisiones del país.

—¿Puede usted al menos llamar a la oficina del gobernador para preguntarle si aprobaría una orden para suspender el vuelo? —sugirió delicadamente Malinga.

—Claro que puedo, pero no necesito hacerlo. No tengo absolutamente ninguna duda acerca de los deseos del gobernador. Lo siento, mayor, pero el helicóptero se queda donde está.

El río Trinity desemboca en el extremo norte del lago Livingston, cerca de la pequeña comunidad costera de Onalaska. La desembocadura del río es de casi cinco kilómetros de ancho y está atravesado por el Puente de la Trinidad. Mientras la camioneta que llevaba a Johnny Congo avanzaba por la ruta 190, a través de lo que pasaba por ser el centro de Onalaska, Congo volvió la cabeza para mirar por la ventana detrás de él. Vio un cobertizo de baja altura donde estaban la barbería, una oficina de seguros y una tienda que vendía alfombras y baldosas. Un poco más allá había un local de comidas de la cadena Subway.

—Hombre, lo que daría ahora por un sándwich italiano de Subway —dijo el guardia sentado frente a él—. Pan italiano de queso y hierbas, provolone extra, un montón de mayonesa, mmm… ¿Cuál es tu favorito de Subway?

—¿Eh? —Johnny Congo se le quedó mirando, sin comprender.

—Subway, hombre, ¿qué sándwich te gusta más?

—No sé. Nunca los probé.

—¡Me estás tomando el pelo! ¿Nunca comiste en Subway, ni siquiera una vez?

—No, nunca oí hablar de ese lugar. —Johnny Congo miró fijamente al guardia, luego suspiró, como si estuviera abandonando la política de ser deliberadamente no comunicativo—. Yo estaba en Irak, en las Fuerzas Armadas, matando cabezas de trapo. Luego volví a casa, me atraparon con un homicidio múltiple y estuve en la cárcel, demasiados años, sólo comida de cárcel. Luego estuve en África. Y no hay ningún maldito Subway en África. Así que no, nunca comí un sándwich de Subway.

—¿Eh? —El guardia lo miró desconcertado, como si eso fuera información nueva e inusual. En un cruce de caminos frente a una estación de servicio Shell se detuvieron por las luces del semáforo. Ahí tenían que elegir: seguir derecho por la carretera, o ir más allá de la estación de servicio y seguir por la ruta estatal 356.

Ni Johnny ni el guardia lo sabían, pero había ojos pegados a la pantalla de un iPad en Huntsville, esperando a ver si el convoy doblaba ahí. Si así fuera, entonces Congo estaba siendo llevado por la ruta larga, hasta el cruce con la autopista 19, y seguiría por la 19 y al suroeste hasta Huntsville. Pero cuando las luces cambiaron al verde el patrullero que encabezaba el convoy siguió por la ruta 190 hacia el Puente de la Trinidad hasta que fue por los terraplenes de la carretera la mayor parte del camino a través del lago, a pocos metros por encima del agua, hacia el alto y blanco tramo de hormigón del puente propiamente dicho.

—Supongo que nunca vas a probar un Subway ahora —dijo el guardia—. Sin ofender, pero… Sabes a lo que me refiero.

—Sí, lo sé —dijo Congo—. Pero la pregunta es: ¿lo sabes tú?

A cuarenta y cinco kilómetros, en el extremo norte de Hunstville, justo al lado del cementerio, Janoris Hall golpeó un puño.

—¡Sí! —gritó—. ¡Ahora te tenemos! —Miró a su alrededor, a los otros Ángeles de Maalik que estaban esperando la señal para iniciar la operación—. Empecemos con lo nuestro. Tomaron la 190, ahora los vamos a encontrar en el camino, tenemos una cita. Muy bien, acérquense…

Todos los Ángeles se agruparon alrededor de Janoris Hall y Donny Razak como futbolistas amontonados antes del partido. Janoris se paseaba por el pequeño círculo cerrado en medio del corrillo, con Donny siguiéndolo como un boxeador en el ring.

—¡Tenemos una oportunidad aquí, hoy! —gritó Janoris, lanzando un puñetazo a Razak mientras los otros Ángeles vitoreaban. Hubo más golpes, más vivas cuando Janoris continuó—: ¡Es una oportunidad única en la vida! ¡Una oportunidad para hacer historia! Vamos a hacer algo que nunca ha sido hecho antes. Vamos a hacerlo…

—¡Vamos! —respondieron los otros Ángeles a los gritos, tomando el ritmo tribal de llamado y respuesta que había llegado en los barcos de esclavos desde los barracones de África Occidental hasta los campos de algodón y las iglesias evangélicas de América del Sur.

Janoris golpeó el puño.

—Y otra vez…

—¡Vamos!

—Y otra vez…

—¡Vamos!

—Vamos con Congo a las tres… ¡y uno!

—¡Uno!

—¡Dos!

—¡Dos!

—¡Tres!

—¡Congo!

Todos saltaron simultáneamente por el aire hacia el centro del círculo y golpearon sus manos abiertas todas juntas. Entonces Janoris Hall recorrió con la mirada los rostros que lo rodeaban y sentenció:

—Vamos a traer a ese cabrón.

Un minuto más tarde, el camino del cementerio estaba desierto. Los camiones y los vehículos utilitarios deportivos estaban en camino, rumbo a la intersección con la Interestatal 190.

En las pantallas de televisión, las imágenes aéreas del convoy estaban dando paso a tomas de la multitud que se estaba reuniendo frente a la Walls Unit. Había defensores de los derechos humanos que protestaban contra la pena de muerte, y grupos de víctimas y duros seguidores de La ley y el orden gritando: «¡Muere, Johnny, muere!».

Reporteros de la televisión llegados en avión desde Nueva York y Los Ángeles daban los últimos toques al pelo y al maquillaje antes de salir al aire, y eso era sólo entre los hombres. Las mujeres se mantenían prácticamente envueltas en papel film para preservar su apariencia de muñecas hasta el momento en que la cámara comenzara a transmitir y ellas fingieran que habían estado informando los hechos durante las últimas horas. Los vendedores habían instalado camiones de comida que vendían costillas gourmet con picante. Y por cada individuo que tenía una razón profesional para estar frente a las paredes de una cárcel del estado de Texas, había un centenar más que simplemente estaban curioseando, a la espera de la oportunidad de decir que habían estado allí la noche en que le metieron la aguja al grandote y malvado Johnny Congo.

En el centro de mando, Tad Bridgeman, jefe de la Oficina de Transporte de Delincuentes, estaba hablando con uno de sus oficiales mientras éste cargaba la escopeta en el asiento del acompañante de la camioneta de Johnny Congo.

—¿Cómo está el prisionero? ¿Algún problema? —quiso saber Bridgeman.

—No, señor —fue la respuesta—, todo en orden. Lo último que pude escuchar fue que él y Frank estaban conversando sobre sándwiches. Increíble, ¿no?

—No habrá ningún sándwich en el lugar al que va este tipo —dijo Bridgeman—. Salvo los que se hacen a la parrilla, tal vez. Y lo van a asar a Johnny Congo también.

—¡Muy cierto!

—Bueno, mantenme informado, hijo. Cualquier cosa que pase, quiero ser el primero en saberlo.

—Sí, señor.

El mayor Bobby Malinga de los Rangers de Texas estaba gruñendo ante las pantallas de televisión.

—Por todos los cielos, ¿no podemos deshacernos de todo este absurdo frente a los portones de entrada? Quiero ver dónde está el convoy.

Chantelle Dixon Pomeroy rio con dulzura.

—¿Por qué, mayor, no era eso lo que usted decía hace unos minutos cuando me rogaba que sacara a ese helicóptero del cielo?

—Sí, bueno, si va a seguir estando allá arriba, quiero ver lo que está viendo.

Hubo un golpe en la puerta y entró un policía uniformado. Sus ojos recorrieron todo el centro de mando hasta que vio a Chantelle.

—Lamento molestarla, señora, pero hay un montón de periodistas que quieren hablar con usted, quieren tener la opinión del gobernador sobre lo que está pasando hoy aquí. ¿Qué quiere que les diga?

—Que estaré con ellos en un momento.

Tomó su teléfono y mantuvo una conversación de treinta segundos con el jefe de gabinete en Austin, apenas algo más que «Está bien, lo escucho; entiendo» antes de un último y definitivo «Entiendo». Luego puso el teléfono en su bolso y sacó un pequeño espejo plegable. Se miró la cara, se arregló un poco el pelo castaño y volvió a cerrar el espejo. Mientras lo guardaba en el bolso, miró a Bobby Malinga y se encogió de hombros.

—Las chicas tenemos que vernos lo mejor posible —explicó. Y salió de la sala de mando para difundir la palabra del gobernador de Texas.

Justo cuando estaba a punto de decir lo suyo, los medios de comunicación se alejaron veloces, como una bandada de estorninos que sale volando de repente desde un cable de teléfono. D’Shonn Brown acababa de llegar a la Walls Unit. Él era el único amigo o familiar del condenado que sería testigo de la ejecución. Todo el mundo quería escuchar lo que tenía que decir al respecto, y esto hasta resultaba más atractivo que el gobernador de Texas.

A unos doce kilómetros de Huntsville, en la unión con la estatal 405, la ruta 190 dobla a la derecha, y en esa curva hay un gran estacionamiento abierto con una gasolinera Valero y un restaurante llamado Bubba, frecuentado por la gente del lugar y cualquier persona que necesita un descanso de la carretera.

Janoris Hall, en el asiento del acompañante de la camioneta Mercedes-Benz ML63, condujo a las cuatro camionetas todo terreno y los tres camiones al estacionamiento. Al igual que Bobby Malinga, Janoris se sentía frustrado por la falta de imágenes aéreas de televisión desde la cámara del helicóptero, pero en el último par de minutos el director del programa de noticias evidentemente se había cansado de las escenas delante de la Walls Unit y volvió otra vez a la caravana de Congo. Janoris había estado maldiciendo y golpeando el puño en señal de frustración sobre el tapizado de cuero negro por la navegación vía satélite mientras sus vehículos quedaban atrapados detrás de algún camión o casa rodante que se movían lentamente uno tras otro. A pesar de que habían corrido veloces por la autopista siempre que el camino estuvo libre, las obstrucciones seguían apareciendo y le aterraba que llegaran a ver al patrullero, la camioneta y el vehículo blindado que pasaban junto a ellos en el otro lado de la carretera sin que ellos pudieran hacer nada para detenerlos. Pero en el momento en que vio las imágenes y el mapa que los canales de noticias proporcionaban amablemente en una esquina de la pantalla, se dio cuenta de que lo iban a lograr. Pero iba a ser por poco margen.

Mientras entraban al estacionamiento cerca de Bubba, el convoy estaba a sólo tres o cuatro kilómetros de distancia, dirigiéndose hacia ellos a una velocidad pareja de ciento diez kilómetros por hora. Janoris había numerado todas las camionetas robadas, llamándolas Congo, del 1 al 5. Naturalmente, él iba en la Congo 1 y en ese momento envió a la Congo 2, que era una de las Range Rover Sport, a la carretera, con instrucciones de avisar por radio en el momento en que vieran el convoy, para luego dar la vuelta lo más pronto posible y seguirlo de regreso hacia el resto de los Ángeles de Maalik que esperaban.

—Pero no vayas más allá del camión Peterbilt —añadió.

Janoris apenas consiguió que todos sus vehículos restantes estuvieran formados en el orden correcto cuando sonó su teléfono y oyó una voz que decía: «Los vimos. A no más de un par de kilómetros de distancia, estarán con ustedes en menos de un minuto. Podemos ver el helicóptero, también».

Janoris miró en la dirección desde la que el convoy iba a aparecer. El camino iba directo hasta la cima de una cresta baja a unos trescientos metros de distancia. En el momento en que el convoy apareciera sobre la cresta, entonces comenzaría la acción.

—Los primeros dos camiones a su posición de arranque. Congo 3, ubicarse justo detrás de ellos —ordenó Janoris—. Congo 5, Bobby Z, haz lo tuyo, hombre.

Los dos enormes Kenworth T800 fueron hasta la salida que conducía al carril de la derecha de la ruta 190 y se detuvieron, uno al lado del otro, con las defensas colgando sobre el borde del asfalto, con el segundo Range Rover Sport atrás. Cualquiera que quisiera salir iba a tener que esperar.

Congo 5, el Audi Q7, había estacionado atrás de Bubba. En ese momento, un hombre salió del vehículo llevando un pesado tubo negro de alrededor de un metro y medio de largo. Se colocó en el otro extremo de la voluminosa nariz del Audi, se apoyó sobre una rodilla y cargó el tubo sobre el hombro. Luego lo apuntó hacia el este y lo levantó hacia el cielo.

* * *

En Houston un director aburrido cortó la imagen del plano cenital. No había demasiado tiempo en pantalla para dedicarle a una toma de tres vehículos motorizados moviéndose por un tramo poco interesante de la carretera. Sus últimas instrucciones al camarógrafo fueron:

—Dime cuando veas algo interesante.

En ese momento, Janoris Hall vio el patrullero que llegaba a la cima de la cresta. El tráfico era escaso y no había vehículos entre él y ellos. Eso era perfecto.

—¡Muevan los camiones! —ordenó Janoris por su teléfono y los dos volquetes salieron del estacionamiento. Empezaron a moverse por la ruta 190, uno en cada carril, apenas a treinta kilómetros por hora y bloqueando completamente el lado hacia el oeste de la carretera. Congo 3, el Range Rover, se adelantó y salió por el espacio en el medio de la salida, justo al lado de la carretera.

En ese momento Janoris se inclinó muy abajo y miró hacia arriba por el parabrisas. Sí, allí estaba el helicóptero, sobrevolando los coches como un ave madre vigila a sus crías.

—¿Ves eso, Bobby? —preguntó.

—Sí, hombre, ya estoy alineándola —fue la respuesta.

—No te vayas a adelantar demasiado, hermano. Tengo que dejar que los camiones hagan lo suyo. — Janoris alzó la vista hacia la carretera. El convoy estaba prácticamente frente a él en ese momento—. Tu turno, Congo 3. —El Range Rover entró a la ruta 190, manteniéndose en el carril de la derecha, sin ir demasiado rápido. Detrás de él, el conductor del patrullero de la policía hizo señales para ir a la izquierda y condujo el convoy hacia el carril de la izquierda. Congo 3 aceleró para mantener la posición precisamente al lado del patrullero.

—Ahora tú, Congo 4, ahora el Peterbilt —indicó Janoris, y el Porsche guio el camión hacia la carretera.

El helicóptero estaba justo encima de ellos en ese momento.

El chofer del patrullero se había dado cuenta de que los camiones más adelante le estaban bloqueando el camino. Encendió las luces intermitentes en el techo e hizo sonar la sirena. Los camiones no se movieron. Iba a quedar casi pegado a la parte posterior de ellos en cualquier momento, por lo que disminuyó un poco la velocidad, obligando también a la camioneta y al vehículo blindado BearCat a perder impulso.

En la altura, los ojos del camarógrafo fueron atraídos por la luz intermitente. Envió un mensaje al estudio de noticias del canal de TV.

—Algo está pasando aquí. Un par de camiones volquetes bloquea el camino. Los policías estatales deben estar furiosos pues encendieron las luces.

—Está bien, no lo pierdan de vista, saldrán al aire si ocurre algo.

Entonces sucedió algo.

—¿Qué demonios…? —murmuró el camarógrafo mientras los dos camiones giraban hacia la izquierda, uno detrás del otro. Luego gritó—: ¿Están recibiendo esto? —Mientras, el Kenworth cruzaba la línea amarilla del centro y se detuvo justo atravesando los carriles que se dirigían al este, en dirección contraria. El segundo Kenworth dio la vuelta sobre el otro lado del primer camión, se detuvo, y luego comenzó a retroceder por el camino por el que había llegado y así bloquear el carril hacia el oeste por el que iba el convoy de la prisión.

Atrás de Bubba, Bobby Z apretó el gatillo del lanzador de misiles antiaéreos Stinger FIM-92 que tenía apoyado en el hombro derecho, y lanzó un misil de once kilos que se disparó hacia el cielo a más de dos veces la velocidad del sonido. Sus sensores apuntaron a los caños de escape justo encima y atrás del habitáculo del helicóptero. El impacto se produjo menos de un segundo después.

Nadie a bordo del helicóptero supo siquiera que alguien les había disparado. Todos fueron volados en pedazos: vivitos y coleando en un momento, muertos y desaparecidos en el siguiente.

La comunicación con Houston se cortó. De modo que nadie en el estudio, o que estuviera viendo la televisión, jamás vio lo que ocurrió allá en la ruta 190.

El chofer del coche patrullero pensó que podía conducir el convoy más allá de los camiones haciendo otro giro a la derecha y bajando por el borde de césped. Dio por supuesto que el conductor del Range Rover no iba a tener más que pisar el freno cuando viera a un policía gritando en medio del asfalto delante de él. Pero el Range Rover no redujo la velocidad. Se quedó justo donde estaba cuando el patrullero chocó contra él y se quedó allí mientras volaban las chispas, el metal chocaba contra el metal y los paneles frontales de ambos vehículos quedaban arrugados.

En ese momento los dos camiones estaban alineados en diagonal a través de la autopista, paralelos entre sí, pero un poco separados.

Los volquetes comenzaron a levantarse, con las puertas traseras abiertas por completo y los escombros abrasivos, duros como piedra, cayeron sobre la carretera, formando una barricada impenetrable y detrás de ella un terreno para la matanza.

El conductor del Congo 3, sabiendo lo que iba a suceder, programó su movimiento perfectamente. Giró a la derecha, casi rozando al Kenworth que bloqueaba su carril, apenas con pocos centímetros —y milisegundos— de sobra. El patrullero, que trató de seguirlo, fue alcanzado por una avalancha de hormigón, ladrillos y piedras, que lo envió haciendo giros por el asfalto para estrellarse contra los pinos que crecían un poco más allá del borde de la carretera.

El chofer de la camioneta que llevaba a Johnny Congo se vio de pronto obligado a tomar una decisión. Podía chocar contra el camión, o contra los escombros. Clavó los frenos, giró el volante hacia la derecha y se fue patinando de costado hacia el acoplado levantado y vacío.

Dentro de la parte trasera de la camioneta, el impacto del choque envió al guardia a toda velocidad al otro extremo del compartimiento, apenas sin golpear a Johnny Congo mientras diversas partes de su anatomía chocaban con el banco, los costados de acero de la camioneta y la rejilla metálica sobre las ventanas.

El propio Congo no sabía cuál era el plan para sacarlo, pero al ver que todo lo que iba a pasar estaba sucediendo en ese momento, se había preparado para el impacto. Sus manos se agarraban de la cadena que lo sujetaba al suelo y tensó sus enormes bíceps. Aun así, sus brazos fueron casi arrancados de sus articulaciones cuando se produjo el choque y si la cabeza no hubiera estado escondida entre las rodillas habría sido golpeada por el cuerpo del guardia que volaba de un lado a otro.

Cuando la camioneta finalmente se detuvo, el guardia yacía como un juguete desechado, sus miembros retorcidos en el suelo de la camioneta, todavía apenas respirando, pero completamente inutilizado. En cuanto a Johnny Congo, se sentía golpeado, maltratado y casi partido en dos. Pero aparte de eso, estaba bien.

Entonces sintió el olor de los vapores de la gasolina que se filtraban en la parte trasera de la camioneta y de repente se puso a gritar:

—¡Sáquenme de aquí! —Y se arrastró hacia el otro lado del compartimiento, lejos del lado que había golpeado el camión volquete. Tenía la intención de gritar lo más fuerte que pudiera y golpear contra el costado de la camioneta. Pero cuando llegó a la ventanilla y miró por ella, sus gritos se detuvieron en su garganta cuando vio lo que sucedía afuera.

Los restos ardientes del helicóptero habían caído a tierra como rocas de fuego de un volcán. El conjunto del rotor principal había cortado una franja por entre los pinos. Una cabeza cortada estaba rebotando sobre la carretera como una pelota de bolos. Pequeños incendios habían estallado en media docena de lugares y algo grande y muy pesado había aplastado casi totalmente la cabina de un camión enorme que estaba bloqueando la carretera detrás del convoy, tal como había ocurrido con los dos de adelante.

El vehículo blindado BearCat se había detenido con su aplastado guardabarros negro y la nariz blindada casi tocando la camioneta. Detrás de ella, Congo podía ver una lujosa camioneta Porsche. Alguien estaba saliendo de ella llevando lo que parecía ser un tubo de plástico gris de unos treinta centímetros, unido a cuatro patas cortas y muy delgadas. Detrás del primer tipo, otros dos hermanos estaban saliendo de la Porsche. Llevaban armas de aspecto peligroso, con cargadores redondos rotativos debajo de ellas, como anticuadas pistolas ametralladoras Thompson. «¡Sí!» pensó Johnny Congo, «eso está mejor».

El Krakatoa es un arma muy simple pero brutalmente efectiva. Se compone de un tubo corto, cerrado en un extremo por un disco de plástico, sostenido por un anillo de bloqueo y lleno de RDX, un polvo altamente explosivo. Un hilo fusible atraviesa el disco de plástico y entra en contacto con el polvo explosivo.

En el otro extremo del tubo, otro anillo de bloqueo sostiene un cono de cobre poco profundo con forma de sombrero campesino chino, cuya punta mira hacia adentro, hacia el polvo de RDX.

Una de estas armas fue colocada en el suelo, directamente frente a la parte trasera del BearCat. El hombre que la puso allí retrocedió un par de pasos, cuidándose bien de no quedar directamente detrás del Krakatoa. Tenía en la mano un interruptor conectado al otro extremo del hilo fusible. Pulsó el interruptor. El Krakatoa entró en erupción y el calor y la fuerza de la explosión convirtió al disco de cobre en un proyectil fundido que salió despedido hacia delante y chocó contra el BearCat con la fuerza de un misil antitanque. El extremo trasero del vehículo blindado se desintegró. Era imposible creer que alguna persona, incluso si hubiera llevado puesta una armadura completa, podría haber quedado con vida en su interior, pero sólo para estar seguros, los hombres armados comenzaron a disparar.

Usaban escopetas de asalto Atchisson, también conocidas en su forma actual como AA-12, que pueden ser el arma de infantería más destructiva y mortal del mundo. La AA-12 tiene capacidad para treinta y dos balas calibre 12, que dispara a una velocidad de trescientos proyectiles por minuto. Vaciar dos cargadores en un espacio cerrado lleno de seres humanos tiene el mismo efecto en ellos que si los arrojaran a una gigantesca procesadora de alimentos. No sólo serían asesinados. Desaparecerían.

Los hombres armados pusieron cargadores nuevos en sus armas y se dirigieron hacia la camioneta. El hombre que había operado el Krakatoa corrió de nuevo hacia la Porsche y tomó una larga cizalla que alguien le arrojó desde el coche.

El hombre armado que encabezaba el grupo estaba justo al lado de la camioneta en ese momento. Golpeó con la palma de la mano el panel de la puerta.

—¿Estás ahí, Johnny? —gritó.

—¡Maldición, sí! ¡Ahora sácame!

—¿Estás bien?

—No lo estaré si sigues parloteando de esa manera.

—Será mejor que te apartes de la puerta, hermano.

Un segundo más tarde, todo el sistema de cerradura se rompió en pedazos con una sola ráfaga de fuego de la AA-12. Las puertas se abrieron de golpe y una gran sonrisa depredadora apareció en la cara de Johnny cuando vio la cizalla en las manos del Ángel Maalik que estaba subiendo a la camioneta. En pocos segundos la cizalla cortó las cadenas que ataban los pies de Johnny, la cadena que lo unía al suelo de la furgoneta, la cadena alrededor de su cintura y los eslabones que la unían a las muñecas. Johnny estiró los brazos a todo lo largo y las manos tocaron ambos lados de la camioneta. Movió la cabeza para aflojar los músculos del cuello y de los hombros. Luego gritó por la puerta de la furgoneta:

—Ahora dame esa escopeta.

Johnny tomó la AA-12 con una mano cuando se la arrojaron. Luego se volvió para enfrentar al guardia de la Oficina de Transporte de Delincuentes que, vencido por el dolor y gimiendo, yacía acurrucado en el suelo detrás de él.

—Te gusta este sándwich, hijo de…

El resto de las palabras se perdió en el eco que el disparo de la escopeta produjo en el interior cerrado de la furgoneta. Johnny echó una mirada al montón rojizo de lo que había sido la cara del guardia, se rio entre dientes, luego se bajó de la camioneta para poner pie en la ruta quemada.

—El coche te espera más adelante —dijo el Ángel de la cizalla para cortar cadenas.

—Dame un momento —respondió Johnny. Se dio vuelta para dirigirse a la parte delantera de la camioneta. Cuando llegó allí, el guardia en el asiento del acompañante estaba tratando de abrir la puerta.

—Eh, te voy a dar una mano con eso —dijo Johnny.

Abrió la puerta de la camioneta. El guardia aturdido cayó a la carretera. Johnny vio que intentaba ponerse de pie durante un par de segundos, luego lo dejó sin aliento: tres tiros en menos de un segundo dieron en el guardia y lo lanzaron contra la camioneta como una muñeca arrojada a un lado por un niño caprichoso.

Johnny miró el interior de la cabina. No pudo discernir si el conductor estaba muerto o simplemente inconsciente. Así que disparó otras tres veces más hacia él para poner fin a cualquier duda.

Luego dejó que los Ángeles lo llevaran a la Range Rover que estaba esperando al otro lado de los camiones. Corrieron veloces un par de kilómetros hacia atrás por el camino para luego desviarse a un campo abierto donde otro helicóptero estaba aterrizando. Empujaron a Johnny para subirlo y la máquina despegó de nuevo casi inmediatamente, volando a baja altura sobre la zona de guerra de la carretera, donde los Ángeles habían puesto en marcha los temporizadores conectados a los bidones en las cabinas de los camiones, por lo que ya estos ardían, arrojando llamaradas y humo.

El tránsito había comenzado a amontonarse a ambos lados de las barricadas formadas por los camiones y los escombros que habían llevado. Los clientes salían corriendo de Bubba para contemplar el caos. En la confusión, los Ángeles se amontonaron en los Congos 1, 2 y 5 para partir veloces hacia el este.

A unos siete u ocho kilómetros de Beaumont, el Congo 5 en el que viajaba Johnny giró hacia un corto campo de despegue y aterrizaje. Lo esperaba un Cessna 172 con el motor encendido. Johnny subió al avión y el piloto de inmediato aceleró el motor y levantó vuelo. Tan pronto como estuvieron en el aire Johnny le hizo un pedido al piloto, quien le dirigió una mirada desconcertada; luego sonrió y dijo:

—Claro, ¿por qué no? Supongo que debes tener mucha hambre. —Y envió un mensaje por radio.

En la Walls Unit, un director de la prisión nervioso le explicaba al abogado de Johnny Congo, Shelby Weiss y al amigo de la familia, el conocido empresario y filántropo D’Shonn Brown, que la ejecución se iba a posponer. Al parecer, el convoy que llevaba a Johnny Congo a Hunstville había sido emboscado. El propio Congo había desaparecido. No había rastro de él, ni vivo ni muerto, en el lugar de la emboscada. Tampoco estaba claro cuál había sido el propósito exacto de la emboscada.

—¿Que se supone que significa eso? —preguntó Weiss impaciente.

—Supongo que significa que no sabemos si Congo fue llevado por pandilleros amistosos que querían liberarlo, o por enemigos que querían matarlo.

—Quiero hablar con la máxima autoridad —dijo D’Shonn Brown.

—Soy yo.

—No, me refiero al gobernador de Texas. Quiero hablar con él ahora. Quiero saber qué está pasando aquí y qué piensa hacer al respecto.

Eso mismo quería toda la prensa nacional y regional, que estaba sitiando el puesto de mando operacional, exigiendo que Chantelle Dixon Pomeroy saliera y explicara cómo era que el sistema judicial de Texas hubiera fracasado tan catastróficamente en la entrega de un condenado para su ejecución.

—¿Por lo menos saben dónde está Johnny Congo? —preguntó un periodista.

Una expresión de pánico atravesó el rostro de Chantelle antes de que recuperara su habitual compostura.

—Me temo que es información confidencial y no puedo hablar de eso en este momento.

—No hay nada confidencial en un simple sí o no. ¿Saben dónde está él?

—Ah…, no puedo. Es decir, no es apropiado…

—No lo saben, ¿verdad? El hombre más buscado de Texas ha faltado a su propia ejecución y ustedes no tienen la menor idea de dónde puede estar. ¿No es así?

—Bueno, yo no lo diría de esa manera en absoluto —bramó Chantelle Dixon Pomeroy.

Pero ella no tuvo que expresarlo de ninguna manera. Era obvio para todo aquel que tuviera un micrófono, manejara una cámara o lo estuviera viendo en la televisión en su hogar: Johnny Congo había conseguido escapar.

Cuando el Cessna 172 que llevaba a Johnny Congo aterrizó en la terminal de aviación privada del Aeropuerto Regional de Jack Brooks, inmediatamente rodó por la pista hasta donde esperaba un jet Citation X plateado para recibirlo con todos sus motores en marcha.

Johnny subió a bordo y una azafata rubia elegantemente uniformada lo estaba esperando arriba de la escalerilla. Lo condujo a la cabina trasera, donde un impecable traje gris oscuro, una camisa blanca, una corbata de seda azul profundo, unos calcetines negros de seda y unos zapatos y cinturón del mismo color estaban preparados en la litera.

Sin mostrar emoción alguna, la azafata lo ayudó a quitarse el atuendo de la prisión, que estaba adornado con las letras del Corredor de la Muerte. Ella se lo llevó discretamente y lo dejó solo para que se pusiera el traje.

Cuando estuvo completamente vestido, Johnny revisó el contenido del maletín de cuero de cocodrilo que estaba en la litera opuesta. Canturreaba con satisfacción mientras contaba los fajos de billetes de 100 dólares, que hacían un total de cincuenta mil dólares, y los bonos al portador por un valor de cinco millones de dólares. También había un teléfono inteligente imposible de rastrear y varios documentos, incluyendo un pasaporte diplomático del estado de Kazundu en nombre de Su Majestad el rey John Kikuu Tembo.

Johnny presentaba una figura regia al salir de la cabina trasera y se dirigió a la sala de estar del Citation. Después de haber cumplido con las dos horas de anticipación exigidas para la presentación del plan de vuelo del Citation, el Servicio de Protección de Aduanas y Fronteras había enviado a un oficial para tramitar el vuelo y Su Majestad el rey John gentilmente le permitió sellar su pasaporte con una visa de salida.

Johnny había estipulado el alquiler de un Citation X por la razón de que era el jet más rápido en los cielos. A la tripulación del avión se le había dicho que esperara pasajeros de la realeza africana y todos se mostraban adecuadamente respetuosos. Poco después del despegue, mientras el Citation se dirigía veloz hacia el sur por el Golfo de México, la guapa morena que era parte de la tripulación de cabina se rio mientras se armaba de valor para hablarle directamente a él.

—Perdone, Su Majestad, pero se nos informó que había un pedido especial para su comida en el vuelo de esta noche.

Luego, con un gesto de exagerada elegancia, puso delante de él un plato de blanca porcelana china sobre el que reposaba un emparedado largo, lleno de carne, queso y abundante mayonesa.

Johnny Congo le dirigió una sonrisa que a la joven le complació, la excitó y la aterrorizó casi en la misma proporción.

—¡Muy bien! —dijo él—. Estaba ansioso por conocer el primer Subway de mi vida.

Tomó un bocado voraz y su expresión fue de satisfacción mientras sus mejillas se hinchaban y se llenaba la boca a reventar. Luego se echó hacia atrás en el asiento de cuero color crema y masticó con placer.

Estaba libre y ya podía concentrar hasta la última gota de su fuerza y cada centavo de su enorme fortuna a la destrucción total y absoluta de Hector Cross.

Mientras salían del espacio aéreo estadounidense, Johnny Congo reflexionó en voz alta:

—No sólo Hector Cross. Voy a agarrar a Jo Stanley, esa perra flaca con la que él ha estado acostándose, y también a su niña pequeñita. Voy a hacer que Cross vea cómo las elimino lentamente, con amoroso y tierno cuidado. Y recién entonces voy a empezar a trabajar en él.

La noche había caído y la ruta 190 ya no era una zona de guerra.

Pero de todos modos el caos no había hecho más que aumentar debido a la fuga de Johnny Congo. Los equipos de reflectores iluminaban el camino desde la estación de servicio hasta los dos volquetes quemados, rodeados por las descargas de escombros que marcaban el punto donde la trampa que atrapó al convoy de la prisión se había cerrado. Pero de verdad, había poca necesidad de ninguna iluminación adicional. No con todos los faros y las luces multicolores de los techos de las ambulancias, los camiones de bomberos, los camiones de remolque y una gran cantidad de vehículos de la policía que habían acudido a la escena.

Todos los policías de los condados de Polk, Walker y San Jacinto habían sido llamados para ordenar el tránsito que se había acumulado a cada lado de la obstrucción. Los conductores eran apartados de allí y dirigidos hacia un conjunto apresuradamente organizado de desvíos alternativos, pero no antes de que todos y cada uno de ellos hubiera mostrado su licencia de conducir, diera detalles de contacto y describiera todo lo que había visto o, incluso mejor, registrado durante la breve, sangrienta y unilateral batalla. Todos los que habían estado en la gasolinera Shell o en Bubba también fueron interrogados. El resultado fue que a más de dos docenas de testigos se les pidió que se quedaran para ser entrevistados con mayor detalle por los detectives, y se habían recogido numerosos teléfonos y tabletas que contenían fotografías e imágenes de video.

Prácticamente todas las imágenes que contenían ya habían sido subidas a alguna u otra plataforma de red social de comunicación para cuando el primer coche patrulla llegó al lugar —éste era el siglo xxi, después de todo— y las mejores imágenes ya se estaban reproduciendo en los canales de televisión de todo el país. Todo el ejército de medios de comunicación que se había reunido en Huntsville para la ejecución se había trasladado a la ruta 190 para informar sobre los hechos que la habían impedido, y otras organizaciones de noticias tenían todavía más personal y equipo dirigiéndose a este tramo de la carretera del este de Texas.

Para sumarse y añadir a la algarabía, el número de las fuerzas del orden presentes en el lugar se multiplicaban como los virus en una placa de Petri. El gobernador había solicitado la ayuda del FBI y llamó a la Guardia Estatal de Texas, pero todavía no se había establecido ninguna cadena de mando clara, de modo que las habituales luchas por el poder no cesaban entre los representantes de las diversas organizaciones locales, estatales y nacionales, todos empujándose para asegurarse de tener algún crédito por alguna pizca de éxito, y evitar al mismo tiempo la tormenta de las críticas y culpas que iban a caer sobre cualquiera que de alguna manera fuera considerado responsable del desastre de la tarde. Cualquiera como el mayor Robert Malinga de los Rangers de Texas, por ejemplo.

—Mi Dios, Connie, ¿alguna vez en tu vida viste algo como esto? —preguntó mientras se abría paso entre los restos calcinados del helicóptero derribado hacia los restos del BearCat. A unos pocos metros de distancia, un joven policía, no mucho más que un muchacho, cayó de rodillas al lado de la carretera para vomitar en la hierba. Cerca de él una cabeza cercenada, todavía con los auriculares de un piloto de helicóptero, estaba atrapada entre las ramas de un pino, como una pelota de fútbol de un niño en un jardín suburbano.

—Cumplí un período de servicio en el valle Pech, en Afganistán —dijo la mujer que caminaba junto a Malinga—. Las cosas se pusieron bastante movidas allá. Vi autobuses atacados con explosivos caseros, vi mercados después de que atacantes suicidas se habían hecho explotar ellos mismos. Esto está a la altura de los mejores de ellos.

La teniente Consuelo Hernández era la segunda al mando de Malinga. Cada vez que iba a su casa, todas las demás mujeres de la familia —sus hermanas, madre, abuela, tías, primas, todas ellas— le decían lo bonita que sería si tan sólo hiciera un esfuerzo. Pero hacer un esfuerzo sólo para encontrar algún tipo cualquiera con quien pasar el resto de su vida, tal como habían hecho todas esas otras mujeres, no era el estilo de Connie. Había servido seis años como agente especial de Investigación Criminal en el Cuerpo de Policía Militar de Estados Unidos antes de incorporarse a los Rangers. A la semana de haber llegado a la Compañía A, ya había convencido a Malinga de que era una buena policía. Lo único que él no podía entender era por qué ella era una ranger.

—La Policía Militar ha sido siempre un gran lugar para que una mujer pueda progresar. Pero, detesto decirlo, los Rangers no han tenido la mejor reputación en lo que respecta a la igualdad de género.

—Lo sé —confirmó Hernández—. Por eso estoy aquí. Sólo quería tener la oportunidad de irritarlos a todos ustedes.

Por una fracción de segundo, Malinga temió que le hubiera caído una hinchapelotas profesional, del tipo de las que sólo necesitaba un chiste subido de tono para iniciar una demanda por discriminación sexual. En ese momento percibió la sonrisa astuta que se dibujaba en las comisuras de los labios de Hernández, y se dio cuenta de que ella se estaba burlando de él y se echó a reír. A partir de ese momento se llevaron siempre bien.

—Ahora sí que me siento de vuelta en el valle del Pech en Afganistán —dijo Hernández, mirando el BearCat.

La parte posterior del vehículo blindado para transporte de personal había sido borrada. El eje trasero estaba destruido de tal manera que todo el vehículo había quedado apoyado en el suelo. Un par de investigadores de escena del crimen estaba haciendo lo suyo en lo que quedaba del vehículo. A la luz de las linternas, Malinga pudo ver los cadáveres ennegrecidos del personal de SWAT que iba sentado en la parte trasera del vehículo cuando fue atacado. Todos ellos habían estado con los cascos y los chalecos antibalas puestos, pero sus cuerpos habían quedado destrozados por la ferocidad del asalto.

—¿Qué demonios les cayó? —preguntó Malinga a uno de los investigadores.

—De todo —respondió el hombre—. Primero fue algún tipo de proyectil suficientemente potente como para explotar y atravesar el blindaje de la parte trasera del vehículo como si no fuera más grueso que una lata cualquiera. Luego, alguien terminó de desgarrarlo todo con una increíble andanada de fuego de escopeta desde no más de seis metros de distancia. Hemos contado casi sesenta cartuchos de calibre 12 en la carretera y debieron haber sido disparados con increíble rapidez. Nadie en el interior tuvo tiempo de hacer un solo disparo.

—No estaban en condiciones de disparar —precisó Hernández—. Aun cuando la explosión no los hubiera matado, habrían quedado totalmente aturdidos y desorientados. Como con una granada cegadora.

—¿Algún rastro de los autores en cualquier lugar? ¿Huellas dactilares, ADN, algo? —quiso saber Malinga.

El investigador negó con la cabeza.

—Hasta ahora no hemos encontrado nada. Hay un límite a lo que podemos hacer aquí, así que vamos a llevarnos los vehículos para analizarlos. Pero mi apuesta es que necesitaremos mucha suerte para poder encontrar algo, por mínimo que sea. Incendiaron los camiones en los que viajaban. Quienesquiera que fuesen, sin duda sabían lo que estaban haciendo.

—Exactamente —concordó Malinga. Alejándose del BearCat, se dirigió a Hernández—: ¿Sabe usted cuál es el común denominador más frecuente entre los criminales convictos? La estupidez. Seguro que son sociópatas, con tendencia a tener problemas por abuso de sustancias, y entre ellos la tasa de incidencia de depresión clínica es excepcionalmente alta. Todo eso es cierto. Pero, sobre todo, son tontos. Pero no estos tipos. Estos fueron muy astutos, o el que los dirigió lo es. Y disponían de dinero. Tenían camiones, vehículos para escapar, armas automáticas, misiles tierra-aire, por el amor de Dios.

—Esto es un asunto serio —estuvo de acuerdo Hernández.

—Entonces la pregunta es: ¿era Johnny Congo tan rico y lo suficientemente inteligente como para organizar todo esto desde la cárcel o hubo algún otro que lo hizo por él?

—Inteligente y rico, ¿eh? —reflexionó Hernández—. No sé si debo arrestar a este dechado de virtudes o casarme con él.

Jo Stanley estaba dormida junto a Hector Cross en el dormitorio principal de su hogar en Londres, una encantadora casa antigua en lo que habían sido caballerizas, impecablemente decorada en un estilo sobrio, masculino, a poca distancia de Hyde Park Corner, cuando fue despertada por el zumbido de su teléfono en la mesa de noche. Se frotó los ojos mientras trataba de leer el borroso nombre de Ronnie Bunter en la pantalla.

—Oye, Ronnie —murmuró, tratando de no despertar a Cross. Éste se movió y por un momento ella se preocupó, pero luego él gruñó y se dio vuelta, llevándose la mitad del edredón con él mientras volvía a dormirse.

—Hola, mira, lamento llamarte a esta hora —estaba diciendo Bunter—. Supongo que debe ser bastante temprano en Inglaterra.

—Cinco menos cuarto de la mañana.

—Oh, tal vez debería volver a llamarte más tarde…

—No. Está bien, ya estoy despierta. Espera, voy a otro lugar donde pueda hablar. —Jo se levantó y se dirigió de puntillas a su cuarto de baño. Cerró la puerta al entrar, encendió la luz, gruñó ante su cara pálida sin maquillaje, una cara de primera hora de la mañana en el espejo del baño, y dijo—: Bien, ¿cómo estás?

—Oh, ya sabes, tirando.

Obviamente, no era así.

—¿Y cómo está Betty? —preguntó Jo.

—No tan bien —dijo con tristeza Bunter—. Su condición ha empeorado. Eso es en parte por lo que te llamo.

Jo frunció el entrecejo, preocupada tanto por el agotamiento que podía escuchar en la voz de su antiguo jefe como por la noticia que le anunciaba.

—¿Qué quieres decir?

—Bueno, supongo que voy a tener que dar un paso al costado, alejarme de la empresa, para poder pasar más tiempo con Betty, cualquiera que sea el tiempo que le queda.

—Oh, Ronnie, es hermoso lo que haces —dijo Jo—, poner primero a Betty de esa manera. ¡Por Dios, creo que me estás haciendo llorar!

Tomó una toalla de mano y se secó los ojos mientras Bunter decía:

—Supongo que eso significa que Brad se hará cargo.

Jo se olvidó de sus lágrimas mientras absorbía la idea de un cambio de guardia tan radical e inesperado.

—Bien…, ajá…

—Suenas un poco escéptica respecto de esa idea.

—No, no en absoluto, Brad es un gran abogado.

—Pero no es la persona adecuada, lo entiendo. Y no estoy necesariamente en desacuerdo. Tal vez debería dar espacio a algún otro socio principal…

—Pero, Ronnie, no puedes hacer esto. Es decir, ésa es un estudio familiar. Tu padre lo inició. Tú lo seguiste. Si Brad no se hace cargo después de ti, es como decirle a todo el mundo legal de Texas que no crees que tu hijo sea bueno para eso. Brad no te lo perdonaría hasta el día de su muerte. Lo perderías como hijo. Él tiene que ocupar ese cargo.

—Sí, tienes razón —dijo Bunter sin mucho entusiasmo—. Tal vez estoy siendo algo antiguo. Creo que la forma en que Brad practica la ley está más en consonancia con la forma en que funciona el mundo en estos tiempos.

—Supongo que sí.

—Pero, Jo, hay algo más que tengo que decirte, y no te va a gustar.

Jo se sintió envuelta en una sensación helada de terror al darse cuenta de que todo lo que Bunter estaba a punto de decirle era la verdadera razón por la que la había llamado a esa hora, en lugar de esperar a un momento más civilizado del día.

—Adelante…

—Johnny Congo ha escapado. Lo acabo de ver en las noticias de la televisión. Alguien…, no se sabe quién por el momento…, le tendió una emboscada al convoy que lo llevaba a Huntsville para su ejecución.

—Oh, Dios, no… —Jo apoyó la espalda contra la pared y se deslizó lentamente hacia abajo hasta que quedó sentada sobre las baldosas de mármol del piso del baño. Pudo oír el sonido de pasos fuera del baño. Seguramente Hector se había despertado. Jo se sostuvo la cabeza con una mano, los ojos bien cerrados a la vez que bajó la voz y le preguntó—: ¿Qué pasó? ¿Alguien sabe dónde está en este momento?

—No, ni siquiera saben con certeza si está vivo. Pero, en ausencia de un cuerpo, tenemos que asumir que lo está.

Jo no dijo nada. Bunter rompió el silencio.

—Lo siento, Jo. Sé que esto debe ser una gran conmoción para ti.

La voz de ella se estaba quebrando cuando dijo:

—Es mi culpa.

—No, no debes pensar eso. ¿Cómo podrías tú ser culpable de lo que pasó hoy?

—Porque esto no habría ocurrido si yo hubiera dejado que Heck matara a Johnny cuando tuvo la oportunidad. Él quería hacerlo, pero yo le dije que no.

—Por supuesto que fue así. Tú crees en el estado de derecho, como debe ser.

—¿Pero de qué sirve el estado de derecho si gente como Johnny Congo puede desafiarlo y salirse con la suya por sus crímenes? —preguntó Jo, a la vez que sentía que todas sus creencias más preciadas de repente no servían para nada—. Yo era la que quería jugar según las reglas y ahora ese monstruo está ahí fuera…

—Escucha, Hector derrotó a Congo una vez, y puede hacerlo de nuevo. Y tampoco él te echaría jamás la culpa. No es un hombre capaz de hacer algo así. Está por encima de esas cosas.

—Nunca me culparía en voz alta, no. Pero en el fondo, él sabrá que tenía razón y que Catherine Cayla está en peligro porque yo no lo dejé confiar en sus propios instintos.

Jo lloraba de nuevo. Maldijo en voz baja. Miró alrededor en busca de algo para secarse la cara y arrancó un poco de papel higiénico del rollo mientras Bunter decía:

—Escucha, Jo, sé lo difícil que debe ser esto para ti en este momento, pero cariño, escucha el consejo de un anciano que ha visto mucho en su tiempo. No te precipites a hacer nada. Tómate tu tiempo para procesar lo que te acabo de contar y dale también a Hector el tiempo para hacer lo mismo. Créeme, las cosas van a salir mejor de esa manera. Serán mucho más fuertes para enfrentar esto como una pareja que como dos individuos.

Jo sacudió la cabeza, como si Bunter pudiera verla.

—No, no puedo… Tengo que irme. Estar con Heck es como vivir a los pies de un volcán. Cuando el volcán está tranquilo y brilla el sol, la vida es maravillosa. Pero uno sabe que el volcán va a entrar en erupción algún día, y cuando eso ocurra todo tu mundo será destruido. Pensé que podía lidiar con eso, pero ahora Congo está libre y siento mucho miedo… Ya no puedo vivir así.

En el mismo momento en que estaba hablando de abandonar a Cross, súbitamente lo único que Jo quería más que nada en el mundo era sentir los brazos de él envolviéndola y apoyar la cabeza contra su pecho. Hubo una pausa antes de que Bunter dijera:

—Bueno, si eso es realmente lo que sientes, es mejor que vuelvas al estudio. Si tú y Heck están destinados a estar juntos, ya encontrarán de nuevo el camino del uno al otro. Pero hasta que eso ocurra, regresa a Houston, de vuelta a la oficina. Será bueno para ti y bueno para nosotros también.

—Pero yo ya renuncié.

—¿En serio? No recuerdo haber recibido ninguna carta formal de renuncia de tu parte. Y estoy completamente seguro de que nunca te despedí.

—Creo que no —admitió Jo—. Pero si tú no vas a estar allí, ¿qué voy a hacer yo?

Se puso de pie y se observó de nuevo en el espejo. Su tez todavía se veía tan pálida como la que tenía antes y su cabello era un desastre, pero esta vez también tenía los ojos rojos y llorosos. Decidió que no iba a salir del baño hasta haber hecho todo lo necesario para verse infinitamente mucho más presentable. Si iba a abandonar a Hector, no quería que él la recordara con un aspecto semejante al que tenía en ese momento.

—Serás mis ojos y mis oídos —estaba diciendo Bunter—. El doctor quiere que permanezca lo más lejos posible del trabajo, pero eso va a ser imposible a menos que sepa a ciencia cierta lo que está ocurriendo allí.

—¿Quieres que haga de espía para ti? No creo que eso me convierta en persona grata.

—No, no quiero que espíes para mí. Pero tú puedes representarme, como un embajador, haciendo que mis puntos de vista sean conocidos, y al mismo tiempo me transmites las opiniones de los demás sobre mí. Y, por supuesto, puedes continuar con tu trabajo de asistente legal. Eres muy buena en el trabajo, Jo. A la gente le va a encantar tenerte por ahí.

—Gracias, Ronnie, realmente te lo agradezco. Y supongo que voy a exigirte que cumplas con lo tuyo también. Vuelvo al hogar, a Houston. Me gustaría más que cualquier otra cosa en el mundo que no fuera así. Pero tengo que apartarme de Hector… —Dejó escapar un hondo suspiro de desesperación—. Y ahora tengo que encontrar alguna manera de decírselo.

Hacer el amor esa noche había sido especialmente intenso y satisfactorio tanto para Hector como para Jo Stanley. Luego él cayó en un sueño tan profundo y sin sueños que no oyó a Jo cuando salía de la cama o del dormitorio. Cuando se despertó de nuevo la oyó en su cuarto de baño. Miró el reloj de la mesita de noche y vio que no eran todavía las cinco de la mañana. Se levantó y fue a su propio cuarto de baño.

Al volver, se detuvo frente a la puerta cerrada de ella y la oyó hablar por teléfono. Él sonrió y pensó que probablemente estaba llamando a su madre en Abilene. A veces se preguntaba qué tendrían todavía para decirse después de telefonearse una a la otra casi todas las noches. Volvió a la cama y pronto se quedó dormido una vez más.

Cuando volvió a despertarse eran las siete y Jo estaba encerrada en su vestidor. Hector se puso la bata y se dirigió al cuarto de los niños. Volvió a la cama con Catherine en sus brazos. La niña estaba con el pañal recién cambiado y agarrada a su biberón de la mañana. Se sentó apoyado en las almohadas y acunó a Catherine en su regazo.

Estudió su rostro mientras la niña bebía. Le parecía que se estaba haciendo cada vez más bella y más parecida a Hazel, su madre muerta, con cada día que pasaba.

Finalmente oyó que se abría la puerta del vestidor de Jo. Cuando levantó la mirada, la sonrisa en su rostro desapareció. Jo estaba completamente vestida y llevaba su pequeña maleta de viaje. Su expresión era sombría.

—¿A dónde vas? —preguntó él, pero ella ignoró la pregunta.

—Johnny Congo ha escapado de la cárcel —le informó. Hector sintió que se formaba hielo alrededor de su corazón.

Él lo negó con la cabeza.

—¿Cómo lo sabes? —susurró él.

—Ronnie Bunter me lo dijo. He estado en el teléfono con él la mitad de la noche, hablando de eso. —Se interrumpió para toser y aclarar la garganta, y luego alzó de nuevo la vista hacia él y sus ojos hundidos en el dolor. Continuó—: Me vas a culpar por esto, ¿no es cierto, Hector?

Él negó con la cabeza, tratando de encontrar las palabras para negarlo.

—Vas a ir tras Johnny Congo de nuevo —aseguró ella con tranquila certeza.

—¿Tengo alguna opción? —preguntó, pero la pregunta era retórica.

—Tengo que dejarte —dijo Jo.

—Si realmente me amas deberías quedarte.

—No. Porque realmente te amo, tengo que irme.

—¿A dónde?

—Ronnie Bunter me ofreció volver a mi viejo trabajo en Bunter y Theobald. Allí por lo menos podré hacer algo para proteger los intereses de Catherine en el fideicomiso.

—¿Alguna vez volverás conmigo?

—Lo dudo. —Comenzó a llorar abiertamente, pero continuó hablando por entre sus lágrimas—. Nunca imaginé que podría haber ningún otro hombre como tú. Pero estar contigo es como vivir en las laderas de un volcán. Una ladera mira al sol. Allí todo es cálido y fértil, hermoso y seguro. Está lleno de amor y de risas. —Se interrumpió para ahogar un sollozo, antes de continuar—. Tu otra ladera está llena de sombras y cosas aterradoras y oscuras, como el odio y la venganza, como la ira y la muerte. Yo nunca sabría cuándo la montaña podría entrar en erupción para destruirse y destruirme a mí.

—Si no puedo impedir que te vayas, por lo menos bésame una vez más antes de irte —le dijo, y ella negó con la cabeza.

—No. Si te beso, se debilitará mi decisión y vamos a quedar atrapados el uno en el otro para siempre. Eso no debe ocurrir. Nunca fuimos el uno para el otro, Hector. Nos destruiríamos mutuamente. —Ella lo miró fijamente a los ojos y continuó en voz baja—: Yo creo en la ley, mientras que tú crees que eres la ley. Tengo que irme, Hector. Adiós mi amor.

Ella se dio vuelta y salió por la puerta. La cerró con suavidad al salir.

Había dos personas con quienes el mayor Bobby Malinga quería hablar de inmediato: las dos únicas personas fuera del sistema de la prisión que él sabía a ciencia cierta que habían estado en contacto con Johnny Congo después de su llegada a la Unidad Polunsky. Y ambos se ajustaban a la descripción de «inteligente y rico». El primero de ellos que pudo ser adaptado a la apretada agenda de Malinga fue D’Shonn Brown. Malinga fue a su oficina privada. Era grande, decorada con el tipo de moderna y mínima sutileza de buen gusto que revelaba dinero en serio de una manera mucho más inteligente de lo que jamás podría hacerlo un chabacano despliegue de estridente mármol y oro. La asistente personal que condujo a Malinga era una mujer de modales impecables cuyo traje sastre negro liso con falda hasta la rodilla y blusa de seda blanca estaban cortados para ajustarse a su esbelta figura a la perfección, pero sin la más remota sugerencia excitante.

Aunque Brown se había reunido con un gran número de celebridades, líderes empresariales y políticos de alto nivel, no había ningún despliegue fotográfico de esos encuentros en sus paredes. Los diplomas de la licenciatura de Baylor, de su maestría de la Facultad de Derecho de Stanford y de los exámenes del Colegio de Abogados para actuar en los tribunales de los estados de California y Texas enmarcados detrás de su escritorio, eran la única señal evidente de su ego. Y estaban allí con un propósito muy claro e incluso necesario. Varios estudios científicos han demostrado que incluso los blancos más liberales albergan suposiciones inconscientes sobre las capacidades intelectuales de los varones jóvenes afroamericanos. Aquello era sólo una forma de recordarles a los visitantes a la oficina de D’Shonn Brown que por muy inteligentes que fueran ellos, él era casi con seguridad más inteligente.

Malinga se quitó el sombrero. Él era de la opinión de que la oficina de un hombre era tan personal para él como su casa, y la cortesía exigía quitarse el sombrero en ambos lugares. No había perchero para sombreros, de modo que colocó el suyo sobre la mesa, se sentó frente a Brown y miró el impresionante despliegue.

—Sin duda, usted pasó mucho más tiempo que yo en la escuela —dijo, tomando el camino de la supuesta humildad al estilo Columbo.

Brown se encogió de hombros, evasivo, y luego preguntó:

—¿Qué puedo hacer por usted, mayor?

—Usted vino a Huntsville para la ejecución de Johnny Congo —respondió Malinga, sacando su libreta de notas y un bolígrafo— ¿Por qué?

—Él se comunicó conmigo a través de su abogado Shelby Weiss y me pidió que estuviera allí. —Brown se mostraba relajado, abierto, como un ciudadano honesto sin nada que ocultar, que hace todo lo posible para ayudar a la policía en sus investigaciones.

—¿Entonces usted es muy amigo de Congo?

—Realmente no. No lo había visto desde que yo era un niño. Pero era muy amigo de mi hermano Aleutian, que murió el año pasado. Por lo que sé, Johnny Congo no tiene ninguna familia. Así que supongo que yo fui la única persona en la que pudo pensar.

—¿Le pidió alguna otra cosa, además de venir a su ejecución?

—Johnny no me pidió nada directamente. Pero el señor Weiss me dijo que había expresado su deseo de que yo organizara su funeral y también una fiesta conmemorativa en su honor.

—¿Y usted lo hizo?

—Por supuesto. Busqué una parcela para la tumba de Johnny, encargué flores, contraté a un empresario de pompas fúnebres y lo necesario para el funeral, y también hice los preparativos para la fiesta. Mi asistente puede darle todos los detalles.

—¿A pesar de que casi no conocía a este hombre?

—Yo conocía a mi hermano y él conocía a Johnny. Eso fue suficiente para mí.

—¿Quién pagó por todo esto?

—Johnny pagó. Organizó las cosas para que yo recibiera el dinero a través del señor Weiss.

—¿Cuánto dinero?

—Dos millones de dólares —dijo Brown, sin que se alterara el ritmo de sus latidos, como para hacerle saber a Malinga que una suma como ésa no era gran cosa para él.

Malinga no se mantuvo tan sereno ante eso.

—Dos millones…, para un funeral… ¡Vaya! ¿Seguro que no está bromeando?

—¿Por qué? —preguntó Brown—. Sea lo que fuere lo que usted o yo podamos pensar de los crímenes de Johnny Congo, y no niego que fueron atroces, él era un hombre muy rico. Tengo entendido que su estilo de vida en África era extremadamente lujoso. De modo que él quería una salida acorde con eso.

—¿Y para eso necesitaba dos millones de dólares?

—No es una cuestión de necesidad, mayor Malinga. Nadie tiene por qué soltar un millón de dólares en una boda, o una fiesta de cumpleaños o un bar mitzvá, pero hay un montón de gente aquí en esta ciudad que lo haría sin siquiera parpadear. Demonios, he estado en fiestas en las que Beyoncé era el número central, y ahí están sus dos millones, sólo para ella. Johnny tenía el dinero. No iba a gastarlo en el lugar al que iba. ¿Por qué no utilizarlo para hacer que sus invitados pasaran un buen momento?

—Está bien…, está bien… —dijo Malinga, apenas aceptando la lógica de Brown—. Entonces ¿qué pasó con ese dinero?

—Abrí una cuenta especial, sólo para las cosas de Johnny. Una parte la gasté y, le repito, le puedo proporcionar cualquier recibo o documentación que usted requiera. El resto se encuentra todavía en la cuenta, sin tocar.

—¿Y usted no sabía nada sobre los planes de escape de Congo?

—No, yo sabía de sus planes para el funeral. Y tenía dos millones de buenas razones para creer que era en serio.

—Así que todo esto le cayó a usted como una sorpresa total, ¿no?

—Sí, así fue. Viajé hasta Huntsville, preparándome para la experiencia de ver morir a un hombre delante de mis ojos… No es algo que yo haya visto nunca antes, gracias a Dios. Lo primero que supe acerca de una fuga fue un periodista que me puso un micrófono ante mi cara y me preguntó qué pensaba de eso, en vivo por la televisión. Yo no tenía ni idea de lo que estaba hablando. Me sentí como un tonto, para decirle la verdad.

—¿Y nada de esos dos millones se usó para comprar las armas, el transporte o el personal usado para liberar a un asesino convicto y matar a quince agentes de policía y funcionarios?

Brown miró a Malinga directamente a los ojos.

—No, absolutamente no.

—¿El señor Weiss le dijo algo a usted que indicara que el dinero debía ser utilizado para tal fin?

—¿Qué? —Por primera vez, Brown levantó la voz—. ¿Está usted sugiriendo seriamente que uno de los abogados criminalistas más respetados del estado, junto con un importante hombre de negocios que también está calificado para ejercer el derecho, tendrían una conversación sobre el secuestro ilegal de un asesino convicto?

Malinga no levantó su voz.

—No estoy haciendo ninguna sugerencia, señor Brown, le estoy haciendo una pregunta.

—Pues bien, la respuesta es un absoluto y categórico «no».

—Perfecto. Entonces, ésta es otra. ¿Tuvo alguna comunicación con Johnny Congo, aparte de lo que supo por el señor Weiss?

—Una vez más, no. ¿Cómo pude haberlo hecho? Los presos en espera de ejecución tienen una posibilidad muy limitada para comunicarse con cualquier persona. Y si Johnny alguna vez hubiera tratado de hablarme o de escribirme, me imagino que tendrían un registro de ello en la Unidad Polunsky. ¿Llevan allí un registro de este tipo, mayor Malinga?

—No.

—Bueno, ahí tiene. —Brown exhaló, dejando que la tensión saliera. Con su anterior estilo sereno pero con autoridad, dijo—: Creo que hemos terminado, ¿verdad? Soy consciente de que usted tiene un trabajo que hacer, mayor Malinga. De modo que voy a hacer esto de manera tan simple y sencilla como pueda. No tuve nada que ver con la fuga de Johnny Congo. No tenía yo conocimiento de algún plan para esa fuga. No estuve involucrado en la financiación de ninguna actividad o compras ilegales en nombre de Johnny Congo. Nada del dinero que me dio para pagar el funeral y el evento de recordación de Johnny Congo se ha utilizado para otro propósito que no fuera el indicado por él. ¿Está claro eso?

—Supongo que sí.

—Entonces le deseo buena suerte con su investigación actual. Mi asistente le mostrará la salida.

Cross tenía su propia forma de lidiar con el dolor que podía golpear a un hombre cuando una mujer le arrancó el corazón del pecho para luego arrojarlo al suelo y atravesarlo con una sola puñalada de su taco aguja. En primer lugar, lo sellaba dentro de una imaginaria caja de plomo grueso; luego lo arrojaba, como un residuo radioactivo, en los rincones más oscuros, más profundos de su mente. Una vez hecho esto, volvía al trabajo.

Él ya estaba aplastando con fuerza sus emociones y empujando sus pensamientos hacia las dos cuestiones que iban a ser dominantes en su vida en el futuro previsible: la seguridad de las operaciones de Bannock Oil en Angola y la caza de Johnny Congo. Dado que su archienemigo estaba otra vez en libertad, Cross sabía que tendría que volver a la guerra. Tarde o temprano, Congo vendría tras él, y cuando eso ocurriera, sólo podría haber un ganador, un sobreviviente.

Llamó a Agatha, la asistente personal que había sido secretaria, confidente y aliada incondicional de Hazel durante años antes de transferirle su lealtad a él.

—John Bigelow quiere que hable con un funcionario del Departamento de Estado llamado Bobby Franklin, pero nunca me dio un número de contacto. Llama a la oficina de John para conseguirlo, luego llama a Franklin para establecer una reunión por Skype en los próximos dos días.

—Por supuesto —respondió Agatha con su habitual e imperturbable eficiencia.

—Gracias. Y luego tengo que hablar con Imbiss y los O’Quinn, pero en persona. Así que por favor rastréalos y dondequiera que se encuentren en el mundo les dices que tienen que estar en Londres para la hora del almuerzo de mañana.

—¿Qué pasa si no hay vuelos?

—Envíales un avión. Uno para cada uno de ellos si es necesario. Pero tienen que estar aquí.

—No se preocupe, señor, ahí estarán.

—Gracias, Agatha. Si otra persona me dijera eso, pensaría que era muy probable que me estuviera mintiendo. Pero puedo confiar absolutamente en que tú harás que mi gente esté aquí. Ninguno de ellos se atrevería a decirte que no a ti.

—Gracias, señor.

La idea de tener a su mejor gente alrededor de sí le levantó el ánimo a Cross. David Imbiss no parecía ser un hombre al que uno querría tener a su lado en el fragor de la batalla. Por mucho que trabajara para mejorar su estado físico, siempre iba a tener un aspecto regordete y juvenil. Pero esa apariencia era engañosa. El mayor Imbiss era todo músculo, no grasa. Había sido galardonado con una estrella de bronce por heroísmo en combate al servir como capitán de infantería de Estados Unidos en Afganistán y tenía cerebro, tanto como músculos. Imbiss era el técnico informático residente de Cross Bow, era un maestro en las oscuras artes de la guerra cibernética, la vigilancia, la piratería y los aparatos de todas clases. Paddy O’Quinn era más delgado, más afilado, un irlandés perspicaz y de mal genio que había servido a las órdenes de Cross en las fuerzas especiales hasta que le dio una trompada a un oficial joven cuyas decisiones en medio de un combate amenazaban con costar todas las vidas de su grupo de quince soldados. Esa trompada de amotinamiento salvó las vidas de esos soldados, le costó a O’Quinn su carrera militar y lo ubicó como el primer nombre en la lista que hizo Cross cuando comenzó el reclutamiento para Cross Bow.

Paddy O’Quinn era tan duro como el mejor, y había encontrado a su igual —y más— en su esposa. Anastasia Voronova O’Quinn era una hermosa rubia que parecía una supermodelo, luchaba como un demonio y podía beber mano a mano con cualquier hombre. Nastiya, como les permitía llamarla a sus amigos, había sido entrenada en las artes del subterfugio y el engaño por el FSB, la agencia de seguridad rusa que fue la sucesora poscomunista de la KGB, mientras que las Spetsnaz —fuerzas especiales rusas— le habían enseñado su manera de infligir dolor y, si era necesario, muerte en una miríada de maneras diferentes. Tan buenos como eran sus hombres, Cross creía que todavía podía igualarlos. Pero incluso él lo pensaría dos veces antes de iniciar una pelea con Nastiya.

Juntos ya habían derrotado a Johnny Congo una vez. Ahora lo harían por segunda vez. Y así nunca más tendrían que hacerlo.

D’Shonn Brown no había dicho nada ni remotamente incriminatorio. No había todavía ninguna prueba que sugiriera que había hecho algo malo. Sobre esta base, cualquier sugerencia de que él hubiera estado involucrado en la fuga de Johnny Congo podría razonablemente ser considerada injustificada e incluso un producto de prejuicios raciales. Pero Malinga no podía evitar la sensación que flotaba en el fondo de su mente como una picazón que necesita ser rascada, la intuición de policía de que acababa de presenciar un hábil, competente y desvergonzado despliegue del arte de mentir. Por el momento no iba a dar a conocer públicamente esa sospecha. No era tan tonto. Pero de todas maneras, eso significaba que podía acudir a su entrevista con Shelby Weiss preparado para cualquier indicio de que el abogado de Johnny Congo tenía algo que ocultar.

Si el entorno de trabajo de Brown era un ejercicio de diseño contemporáneo, el de Weiss era mucho más tradicional: paneles de madera en las paredes; estanterías llenas de augustos volúmenes legales; todos los vanidosos retratos que Brown había evitado notoriamente. Lo único que tenían en común era los diplomas enmarcados. Pero mientras que la educación de D’Shonn Brown había sido lo más cercana posible a las mejores universidades del país que se podía conseguir al oeste de los Apalaches, Weiss sentía un orgullo perverso en el hecho de que él había estudiado la carrera de Derecho en los alrededores relativamente humildes de la Escuela de Derecho Thurgood Marshall de la Universidad del Sur de Texas, una universidad pública en el centro de Houston, en la calle Cleburne. Él quería que la gente supiera que, por muy hábil que pudiera ser en la actualidad, había empezado como un chico de clase obrera, abriéndose camino desde la nada gracias a su habilidad, determinación y duro trabajo. Los jurados lo recibían con entusiasmo. Malinga había visto el show de Shelby Weiss el número suficiente de veces en la suficiente cantidad de juzgados como para que no le importara nada, en uno u otro sentido.

—Este es un cambio —dijo Weiss mientras estrechaba la mano de Malinga—. Te he interrogado muchas veces, Bobby. No recuerdo que alguna vez tú me hayas hecho preguntas a mí.

—Siempre hay una primera vez —dijo Malinga, acomodándose en un sillón de cuero acolchado que era mucho más cómodo que los que había delante del escritorio de D’Shonn Brown—. Por lo tanto, señor Weiss —continuó— ¿puede confirmar que visitó a Johnny Congo en la Unidad Allen B. Polunsky el día veintisiete de octubre?

—Sí. Lo confirmo.

—¿Y qué fue lo sustancial de tu conversación con Congo?

Weiss sonrió.

—Oh, vamos, sabes perfectamente bien que la confidencialidad entre cliente y abogado me impide responder a esta pregunta.

—Pero hablaron de su situación legal en general, ¿no?

—¡Por supuesto! Soy un abogado. Eso es lo que hacemos.

—Entonces ¿cómo describirías su situación legal en ese momento? Quiero decir, ¿tenías confianza de poder retrasar su ejecución?

—Bueno, el hombre era un asesino convicto, que había agotado todas las apelaciones por su acusación original antes de fugarse de la Penitenciaría del Estado, pasar varios años prófugo y después volver a ser detenido. ¿Cuáles dirías que eran sus posibilidades de un aplazamiento de la ejecución?

—Peores que cero.

—Precisamente. Cualquiera puede darse cuenta de eso, incluyendo Johnny Congo. Sin embargo, cualquier persona tiene derecho a la mejor defensa, incluyendo de nuevo a Johnny Congo. Por lo tanto, le aseguré que iba a usar mis mejores esfuerzos para mantenerlo fuera de la cámara.

—¿Y usaste esos esfuerzos?

—Absolutamente. Hice todas las llamadas en las que pude pensar, hasta llegar al gobernador y más allá. Reclamé muchos favores y, créeme, no soy precisamente el tipo más querido por todos en este momento, no después de que alguien convirtió la ruta 190 en una zona de guerra.

—¿Congo te pagó por hacer ese trabajo en su nombre?

—Seguro que me pagó. ¡No represento a un hombre como ése de manera gratuita!

—¿Cuánto te pagó?

—Yo no tengo por qué decirte eso. —Había un frasco de vidrio lleno de caramelos de goma de colores brillantes sobre el escritorio de Weiss. Desenroscó la tapa e inclinó el frasco abierto en dirección a Malinga—: ¿Quieres uno?

—No.

—Como quieras. Bien, ¿dónde estábamos?

—Me estabas explicando por qué no podías decirme cuánto te pagó Johnny Congo.

—Ah, sí…

—Pero puedes confirmar que le pagaste dos millones de dólares en nombre de Johnny Congo a D’Shonn Brown, y no me digas que eso es confidencial porque sé que no lo es. D’Shonn Brown no es tu cliente. Cualquier conversación con él o pago a él constituye una prueba admisible.

Weiss se metió un par de caramelos de goma en la boca.

—No voy a insultar a un oficial superior con experiencia como tú por pretender decir lo contrario. Sí, yo le di el dinero al señor Brown. Puedes preguntarle lo que hizo con él.

—Ya lo hice. Estoy más interesado en lo que tú le dijiste cuando se lo diste.

—Sólo le transmití las instrucciones del señor Congo.

—¿Que eran cuáles?

—A ver… —Weiss se echó hacia atrás y miró hacia arriba como si las palabras de Johnny Congo estuvieran escritas o tal vez proyectadas en el techo. Luego, volvió su atención otra vez a Malinga—. Por lo que recuerdo, el señor Congo quería que Brown reuniera a toda la gente con la que solía relacionarse en otros tiempos para que pudieran presentarle sus respetos y despedirlo. —Weiss se rio entre dientes.

—¿Qué te resulta tan gracioso? —preguntó Malinga.

—D’Shonn Brown es un tipo astuto. Me dijo que los amigos de Johnny no podrían verlo partir, pero seguro que lo verían venir, ya que la mayoría de ellos ya estaban muertos. Pude ver sus razones. Pero eso no alteraba los deseos del señor Congo. Básicamente, quería tener un funeral de lujo, con un servicio en una catedral y una larga fila de coches fúnebres y limusinas, seguido de una fiesta con champán Cristal y vodka Grey Goose… Él mismo eligió esas marcas.

—¿Y eso iba a costar dos millones de dólares?

—Evidentemente. Congo quería que el señor Brown, y cito sus palabras, «lo hiciera a lo grande» y que quería «que le dejara bien claro» (y éstas son también sus palabras, recuerdo que me llamó la atención la formalidad) que todo esto era el deseo de un moribundo.

—¿Y qué conclusión sacaste de estas instrucciones?

—Que eran exactamente lo que parecían: un criminal convicto con una gran cantidad de dinero que desea mofarse por última vez de la sociedad.

—¿No tuviste ninguna razón para dudar de que Johnny Congo tuviera la intención de asistir a su propio funeral?

—Bueno, él estaba entregando una fortuna por el funeral, y el estado de Texas estaba absolutamente decidido a ejecutarlo, de modo que no, ¿por qué habría de dudar?

—Había escapado antes.

—Con más razón para estar seguro de que la gente como tú se iba a asegurar de que no lo hiciera de nuevo. ¿Terminamos? —Shelby Weiss había perdido de repente su aire de relajada cordialidad cuidadosamente elaborado, tal y como D’Shonn Brown había hecho.

—Casi —dijo Malinga, más seguro que nunca de que había algo que ambos hombres estaban escondiendo—. Sólo una última cosa que quiero aclarar. ¿Cómo fue que Johnny Congo te llamó?

—Porque soy un buen abogado.

—Sí, claro, pero ¿cómo iba a saberlo él? Estuvo fuera del país muchos años.

—Supongo que se corre la voz. Y yo ya era un abogado de éxito cuando fue encerrado la primera vez en Huntsville, ya sabes, antes de su primera fuga. —Weiss puso énfasis en «la primera», sólo para recordarle a Malinga que hubo una segunda. Luego dijo—: No trabajé para él en ese momento, pero desde luego defendí a otros tipos del Corredor de la Muerte. No hay razón por la que no pudiera saber acerca de mí.

—¿Alguna vez, en cualquier momento antes de estas últimas semanas, has representado a Johnny Congo? —preguntó Bobby Malinga.

Lo único que la pregunta requería era una respuesta de una palabra. No le habría tomado más de un segundo. Pero Weiss hizo una pausa. Estaba a punto de decir algo, Malinga se daba cuenta, pero luego cambió de opinión. Finalmente, habló.

—La primera vez en mi vida que representé a un hombre llamado Johnny Congo fue cuando se me pidió que fuera a encontrarme con él en la Unidad Allen B. Polunsky el día veintisiete de septiembre. Bien, ¿es eso lo suficientemente específico para ti?

—Gracias —dijo Malinga—. Con esto está bien. —Sonrió mientras se ponía de pie. Estrechó la mano de Weiss de nuevo y le dio las gracias por su cooperación. Y cuando salía de las oficinas de Weiss, Mendoza y Burnett se sintió más seguro que nunca de que D’Shonn Brown y Shelby Weiss habían desempeñado algún papel en la fuga de Johnny Congo.

—¿Sabes que si alguien hubiera arrojado una granada en ese plato, no podría haber hecho un lío más grande que el que la señorita Catherine acaba de hacer aquí? —dijo Cross, en un tono que lo mostraba genuinamente impresionado por el desastre que Catherine había incorporado al simple hecho de comer su cena. Había salpicaduras de sus espaguetis picados y salsa boloñesa por todas las paredes y el suelo de la cocina compacta de Cross Roads, la mesa delante de la silla alta de Catherine, la silla misma y la bandeja incorporada a ella; para no hablar de su enterito, el babero plástico y, lo más impresionante, su rostro, cuya característica más notable era una sonrisa enorme y sin dientes, rodeada de una gran mancha de salsa rojiza que le cubría la barbilla, la nariz y las mejillas regordetas.

—Hizo todo un espectáculo especial para usted —dijo Bonnie Hepworth, la niñera. Había conocido a Catherine desde el día en que nació. Ella era la enfermera de guardia en la maternidad aquel día de inmensa alegría, mezclada con un dolor insoportable, cuando un bebé había llegado al mundo y su madre, fatalmente herida por la bala de un asesino, lo había abandonado. Cross se había sentido conmovido por el cálido corazón de Bonnie, su amable sonrisa y su permanente combinación de paciencia, eficiencia y prudente sentido común. Le había hecho un ofrecimiento que no pudo rechazar. Los pacientes de un hospital de Hampshire habían perdido una enfermera de primera. Catherine Cayla Cross había ganado una niñera que jamás iba a dejar que a esta desdichada niña le faltara un solo momento de amor y cuidado.

—Si ése fue el espectáculo, no quiero ni pensar lo que está planeando para el bis —señaló Cross.

—Budín de chocolate. Espere a que comience a volar. ¡Usted no ha visto nada todavía!

Cross se rio, mirando con asombro a su hija, su querida Kitty-Cross. ¿Cómo lo había hecho, se preguntó? ¿Cómo podía una personita tan diminuta, que apenas había aprendido a decir sus primeras palabras, llenarle el corazón con tanto amor? Él se sentía indefenso en su presencia, pero la ternura de su amor por ella era igualada por la ferocidad de su determinación para mantenerla a salvo.

Dado que Johnny Congo estaba prófugo una vez más, Cross sabía que tendría que volver a la guerra. Tarde o temprano, Congo vendría tras él, y cuando lo hiciera sólo podía haber un ganador, un sobreviviente. Esta vez, sin embargo, Cross estaría solo en el campo de batalla. La decisión de Jo de abandonarlo lo había desgarrado, abriendo la herida emocional que ella misma había ayudado a sanar. Cross se preguntó si habría alguna vez otra oportunidad de encontrar a alguien. Una de las razones por las que Jo se había ido era que ella pensaba que él iba a echarle la culpa por la fuga de Congo. La verdad era que él se culpaba a sí mismo mucho más por exponerla a la muerte, al dolor y a las duras crueldades que eran sus ineludibles acompañantes.

—¡Señor Cross…, señor Cross! —La voz de Bonnie rompió su ensimismamiento—: Hay una llamada por Skype para usted…, de Estados Unidos…

Cross miró su reloj. En medio de toda la atención dada a la cena de Catherine, había perdido por completo la noción del tiempo.

«¡Vuelve a la realidad, hombre!», se dijo. «¡A trabajar!».

Fue a su estudio, se sentó frente al monitor y se encontró con una sorpresa. Bobby Franklin no era un hombre blanco de mediana edad, como él había estado esperando, sino una elegante mujer afroamericana, cuyos rasgos y preciosos ojos castaños tenían un toque académico brindado por sus anteojos de carey. Esa debía ser la información que se perdió al perder el contacto con Bigelow esa tarde en el Tay. A juzgar por la imagen granulada en la pantalla delante de él, Franklin tenía unos treinta o treinta y tantos años.

—Hola —comenzó—. Soy Hector Cross.

Una sonrisa se dibujó en el rostro de ella. Cross frunció el entrecejo con incertidumbre. ¿Había dicho algo gracioso?

—Perdone, señor Cross —explicó Franklin—, pero hay algo en su cara y parece un poco de salsa de espaguetis.

Ese fue el turno de Cross de sonreír, más por vergüenza que por diversión.

—Ésa es la cena de mi hija. Fui lo suficientemente loco como para intentar darle de comer esta noche. ¿Dónde está exactamente?

—En la mejilla y el mentón… —Ella hizo una pausa mientras él se limpiaba la cara—. No, en el otro lado… ahí.

—Gracias. Espero que eso no haya destruido totalmente mi credibilidad como un experto en seguridad.

—De ningún modo. Y lo ha hecho mucho más interesante como hombre.

Cross sintió la carga eléctrica de ese primer contacto entre un hombre y una mujer. Qué extraño experimentarlo a través de un par de pantallas, a miles de kilómetros de distancia. Tranquilizado al ver que la pérdida de Jo Stanley no lo había aplastado por completo, Cross miró a Franklin por un momento, sólo para hacerle saber que él la había oído.

—Hablando de interesante, usted no se ve muy parecida a un Bob promedio —precisó él.

Ella volvió a sonreír.

—Es Bobbi, con una «i», apodo de Roberta.

—Bueno, me alegro de que eso esté resuelto —dijo Cross—. Ahora hay que ponerse a trabajar…

—Buena idea… ¿Así que sabe mucho acerca de África, señor Cross?

—Bueno, nací en Kenia, pasé los primeros dieciocho años de mi vida allí y la única razón por la que no soy un total guerrero morani de la tribu masai es que a pesar de que he pasado por todos los ritos de iniciación, no he sido circuncidado. Así que sí, algo sé.

—Oh… —dijo Franklin, haciendo una mueca—. Parece que debería haber hecho mi tarea antes de conocernos.

—No se preocupe. Es un alivio saber que el Tío Sam no lo sabe todo acerca de mí.

Ella sonrió.

—Oh, estoy segura de que sí lo sabe. Yo simplemente no hice las preguntas correctas en los archivos. Pero me alegra enterarme de su pasado, ya que eso hace que mi trabajo hoy sea mucho más fácil. Usted va a entender lo primero que quiero decir, que es esto: África no es pobre. La gran masa de los africanos es aún muy pobre. Pero África en sí misma es muy rica. O, al menos, podría serlo.

—¿Quiere decir si los líderes corruptos no retuvieran para sí toda la riqueza de su pueblo y no desviaran la mayor parte de la ayuda que les dan los cabrones con sentimiento de culpa de Occidente? —precisó Cross, a quien le gustó la forma de pensar de Bobbi Franklin, casi tanto como la forma en que se veía.

—Bueno, yo lo diría un poco más diplomáticamente, pero sí. Permítame dar algunos ejemplos para ilustrar el punto: interrúmpame si le digo cosas que usted ya conoce. Ustedes van a operar frente a la costa de Angola. ¿Podría calcular la cantidad de petróleo que producen en total, por día, esos yacimientos en el mar?

—Mmm… —pensó Cross, su mente ya totalmente concentrada en su trabajo—. Nuestro equipo de perforación en Magna Grande producirá alrededor de ochenta mil barriles por día cuando operen plenamente. Hay un montón de otras plataformas como ésa. Así que supongo que el total sería, digamos, ¿unas veinte veces más?

—No está mal, señor Cross, no está nada mal. Angola produce 1,8 millones de barriles de petróleo al día, así que sí, poco más de veinte veces la producción de su plataforma. Las exportaciones de petróleo del país son actualmente de cerca de setenta y dos mil millones de dólares al año. Y hay unos trescientos mil millones de metros cúbicos de gas natural por allí también.

—Eso indica que tienen alrededor de un billón de dólares de reservas.

—Y por eso digo que África es rica. Por supuesto, teniendo en cuenta que Angola no ha sido bendecida con reservas de petróleo como Nigeria, y que no tiene la increíble riqueza mineral de la República Democrática del Congo. Pero tiene la primera multimillonaria mujer de África, que da la casualidad que es la hija del presidente. Y espero que Bannock Oil le dé a usted una cuenta de gastos decente cuando esté por ahí, porque hace un par de años, la capital de Angola, Luanda, fue señalada como la ciudad más cara del mundo. Una hamburguesa le costará cincuenta dólares. Si va a un club de playa y pide una botella de champán…, le va a costar cuatrocientos. Si decide que le gusta y quiere alquilar un departamento de un solo dormitorio, los mejores cuestan diez mil dólares al mes.

—Y yo pensaba que Londres era caro.

—Y éste es el mayor signo de que las cosas han cambiado. Hace cuarenta años, Angola estaba declarando su independencia de Portugal. Hace tres años, el primer ministro portugués hizo una visita a Luanda. No iba a darle ayuda a Angola. No podía permitírselo. Portugal estaba fundido. Así fue que el primer ministro buscaba la ayuda de Angola.

Cross dejó escapar un ligero silbido. Siempre había pensado que había algo condescendiente, incluso racista, en la suposición liberal occidental de que el África negra era un caso perdido e indefenso como continente, patéticamente agradecido por unas migajas de la mesa del hombre blanco. Ahora esas mesas habían cambiado de mano. Pero había un elemento vital que faltaba en la imagen de Bobbi Franklin.

—Sólo por curiosidad, ¿cuál es la riqueza promedio de los angoleños? —preguntó Cross—. Doy por supuesto que no comen demasiadas hamburguesas de cincuenta dólares.

—Su suposición es correcta. Más de un tercio de la población de Angola, que es de aproximadamente veinte millones de personas (nadie sabe la cifra exacta) vive por debajo de la línea de pobreza. Menos de la mitad de ellos tienen acceso a la electricidad. Así que, a pesar de que están sentados sobre gigantescas reservas de energía, la mayor parte de ellos dependen de una mezcla de madera, carbón vegetal, residuos de cosechas y estiércol animal para el fuego en el que cocinan. Éste es un caso clásico de un país africano rico lleno de gente en la pobreza más extrema.

Ya estaban llegando al meollo de la conversación.

—¿Cuán enojados están estos pueblos? —preguntó Cross—. ¿Están dispuestos a emprender acciones violentas contra el gobierno o las empresas extranjeras? Después de todo, ya lo hacen en Nigeria.

—Sí, ciertamente lo hacen —asintió Franklin, y Cross se distrajo por un momento al ver lo sexy que se veía al empujar los anteojos hasta el puente de la nariz. Trató de dirigir su mente de nuevo a lo que ella estaba diciendo—. La producción de petróleo de Nigeria puede reducirse hasta cinco millones de barriles por día a causa de la actividad terrorista y criminal. Como estoy seguro de que usted lo sabe, hay ataques permanentes a la infraestructura de la industria petrolera. También hay un gran problema con la «toma de combustible». Así es como describen los habitantes al hecho de cortar una cañería para robar el petróleo que transporta, algo parecido a cuando uno extrae gasolina con un sifón de un coche, pero en una escala mucho más grande. A esto se añade el amargo conflicto religioso entre la población musulmana y la cristiana y la presencia de poderosos grupos terroristas como Boko Haram, de modo que uno puede ver que el peligro de malestar social en gran escala en Nigeria es extremadamente alto. No es de extrañar, en realidad, que varias de las principales empresas petroleras o bien ya se han retirado de sus operaciones nigerianas, o bien están considerando seriamente la posibilidad de hacerlo.

—¿Y podría ocurrir lo mismo en Angola?

—No tan fácilmente, por una serie de razones —dijo Bobbi Franklin—. Angola fue desgarrada por la guerra por más de cuarenta años: en primer lugar, una lucha por la independencia contra los portugueses que terminó con la independencia en 1975, y en segundo lugar, con una guerra civil que recién terminó en 2002, después de haber matado a alrededor de un millón y medio de angoleños. El partido gobernante, el Movimiento Popular de Liberación de Angola (el MPLA), ha estado en el poder desde la independencia y el presidente, José Eduardo dos Santos, ocupa el cargo desde 1979.

—Debe ser un tipo popular —señaló Cross.

Franklin recogió su sarcasmo y lo siguió.

—Usted sabe cómo son estas cosas: los líderes africanos tienen una manera de permanecer en el cargo mucho más tiempo que la mayoría de los líderes occidentales. En las últimas elecciones, el MPLA obtuvo el setenta y dos por ciento de los votos y ciento setenta y cinco de los doscientos veinte escaños en el parlamento. A la gente de Angola simplemente siempre le parece que son pocos años.

—Eso es debido a que el MPLA está haciendo un trabajo fenomenal dándoles dinero y comida, y energía eléctrica.

—O podría deberse a que las elecciones están muy lejos de ser limpias y el gobierno gasta una mayor proporción de su presupuesto en defensa, más que cualquier otro estado en el África subsahariana. Y no va a haber un golpe militar, tampoco, porque el presidente Dos Santos es el jefe de las fuerzas armadas. Y no hay ninguna dimensión religiosa de qué preocuparse porque, sin rodeos, el Islam no es un problema en Angola. Un poco más de la mitad de la población es cristiana, el resto sigue las religiones tradicionales africanas.

—¿Entonces Angola es relativamente pacífica?

—En estos tiempos, seguro, y la otra ventaja que usted tiene para operar allí es que sus instalaciones están muy lejos mar adentro. Muchas de las instalaciones nigerianas están en las aguas del delta del Níger, mucho más cerca de la parte continental, de modo que para los tipos malos son muchísimo más fáciles de atacar.

Cross frunció el entrecejo. Le habían dicho que esperara una advertencia, pero lo único que estaba recibiendo eran buenas noticias.

—¿Entonces, cuál es el problema?

—Creí que nunca lo iba a preguntar —dijo Franklin.

«Eres un buen operador, ¿no?», pensó Cross, sintiéndose cada vez más molesto consigo mismo por no tomar un avión a Washington D.C. y hacer esta reunión en persona. Pero ella ya estaba hablando otra vez.

—Vea, hay un último resto de la guerra civil: la provincia de Cabinda. Está separada del resto de Angola por la estrecha franja de territorio que une la República Democrática del Congo con el océano Atlántico. Cabinda tiene todavía un movimiento rebelde que se llama…, espere un momento… «Frente para la Liberación del Enclave de Cabinda-Forças Armadas de Cabinda» o FLEC-FAC por sus siglas.

—Estoy tentado de poner otra vocal entre la «F» y la «C» allí.

Franklin se rio, una risa deliciosamente femenina que le encantó a Cross. «¡Te tengo», pensó él triunfalmente.

La analista del Departamento de Estado recuperó rápidamente la compostura profesional.

—Los rebeldes tienen oficinas en París y en Pointe-Noire, que se encuentra en la República del Congo…

—Que no es lo mismo que la República Democrática del Congo —interrumpió Cross.

—Exactamente. La República es mucho más pequeña y era gobernada por los franceses. La República Democrática es enorme y era gobernada por los belgas. Cabinda queda encerrada entre ambas. Pero la cosa es así: la mitad de todo el petróleo de Angola está situado en lo que serían las aguas territoriales de Cabinda, si alguna vez llegara a ser un estado independiente. Y toda la población de Cabinda es menos de cuatrocientas mil personas. De modo que podría, potencialmente, ser un territorio muy pequeño y muy rico.

—Suena como un lugar por el que vale la pena pelear —observó Cross.

—Precisamente. Ahora bien, ¿hasta dónde ha estado usted involucrado en las operaciones de Bannock Oil en Angola?

—Casi nada, en absoluto. Mi esposa, Hazel Bannock Cross, fue asesinada el año pasado. Ella murió al dar a luz a nuestra hija. Como se puede imaginar, he tenido otros asuntos de los que ocuparme.

—Lo entiendo perfectamente. Siento mucho su pérdida —dijo Franklin, y parecía que lo decía en serio.

—Gracias. Bien, usted estaba por hablar acerca de las operaciones angoleñas de Bannock…

—En efecto. Vea, el yacimiento Magna Grande, donde sus colegas han encontrado petróleo, se encuentra en realidad en aguas de Cabinda, y va a añadir más de un diez por ciento de la producción diaria de petróleo de Cabinda. Tal como están las cosas, todo ese dinero va a Angola. Pero si Cabinda fuera independiente, yacimientos como Magna Grande harían que este hipotéticamente pequeño país fuera aún más rico. Lo que nos preocupa en el Departamento de Estado es esto: tarde o temprano alguien va a entender que respaldar a los rebeldes de Cabinda a cambio de una parte de los ingresos futuros por el petróleo podría ser una inversión muy astuta. Cabinda es vulnerable porque es muy pequeña. Podría caber en el estado de Texas noventa veces. Para ponerlo en términos británicos, es aproximadamente del tamaño de su condado de North Yorkshire.

—Así que a diferencia de Irak o Afganistán, no es una gran área la que un ejército debe tomar o retener.

—Exactamente. Y como está separada del resto de Angola, la única manera en que los angoleños pueden enviar hombres y suministros a Cabinda es hacerlo por aire, a través del espacio aéreo congoleño, o enviarlos por agua, siguiendo la costa. Lo que haría difícil para el presidente Dos Santos responder a una invasión. La Fuerza Aérea Nacional de Angola tiene un máximo de cinco jets de transporte Ilyushin-76 Candid de fabricación rusa, aunque dudamos de que más de dos o tres de ellos estén actualmente en condiciones de volar.

—Conozco a los Candid —dijo Cross—. Los soviéticos los usaron como sus principales transportes en Afganistán. Aparato típicamente ruso: simple pero resistente. Fácil de golpear con misiles y armas de fuego, pero muy difícil de derribar.

—Pero si uno es un líder rebelde de Cabinda, sólo tiene que derribar un puñado de aviones y los angoleños están listos —señaló Franklin—. Y si uno tiene un poderoso apoyo, ¿quién puede decir que no tendrá mejores misiles que los que les dimos a los talibanes, en su momento?

—Eso suena a que Estados Unidos ha vuelto al asunto de financiar operaciones de insurgencia.

—No, no es así, y desde luego no ésta en particular. Pero otros podrían estar haciéndolo pronto, porque FLEC-FAC acaba de nombrar a un nuevo y pesado líder llamado Mateus da Cunha. Es de origen portugués, pero nació en París, Francia, el 28 de marzo de 1987. Su padre, Paulo da Cunha, se exilió allí, junto con otros líderes rebeldes de Cabinda. Su madre, Cécile Duchêne da Cunha, es francesa. La familia de ella son todos ricos intelectuales de izquierda. Très chic, pero très communiste, si entiende lo que quiero decir.

—¡Típicos malditos come ranas! —resopló Cross.

—Es muy típico de los británicos decirlo así —replicó Franklin.

—Muy típico de los keniatas, si no le importa.

Las cejas de Franklin se alzaron perplejas.

—Vaya, me resulta un poco raro que yo, una afroamericana, esté hablando con usted, un hombre blanco anglosajón y protestante, y me esté preguntando: ¿es él más africano que yo?

—Puede que así sea —contestó Cross—. Y ambos podemos ser más africanos que monsieur Mateus da Cunha. Hábleme de él.

—Bueno, recibió básicamente la educación más de élite que cualquier ciudadano francés puede recibir. Obtuvo su licenciatura en el Instituto de Estudios Políticos de París, luego hizo un máster en la Escuela Nacional de Administración de Estrasburgo.

—Lo que ya es un cambio respecto de todos los revolucionarios que fueron educados en la Escuela de Economía de Londres.

—Sí, y el resultado es que este muchacho tiene buenos contactos. Él es parte de la clase gobernante francesa y de la Unión Europea. Sabe cómo comportarse en los salones más elegantes de París. Y está buscando gente activamente para que invierta en Cabinda. Es muy hábil, muy persuasivo. Jamás sugiere siquiera que sus inversores están en verdad pagando los medios para ayudarlo a ganar una guerra. Simplemente describe el potencial sin explotar de este pequeñísimo pedazo de África. Su frase favorita es que Cabinda podría ser la Dubái de África: un patio de juegos libre de impuestos, financiado por el petróleo, rodeado de playas para disfrutar en el sol tropical.

—Pareces alguien de su equipo de ventas.

—¡Cualquier cosa menos eso! Mi punto es que Mateus da Cunha está decidido a hacer lo que su padre nunca pudo y crear una Cabinda independiente.

—Con él como presidente vitalicio.

—Precisamente.

—Y una gran parte de los ingresos del petróleo desviados a su cuenta bancaria.

—Eso es correcto.

—Pero antes de que pueda hacerlo —dijo Cross, viendo a dónde iba todo eso— tiene que empezar algún tipo de levantamiento. Y la mejor manera de hacer que el mundo sepa que lo suyo es en serio sería hacer volar una nueva y moderna plataforma petrolera, allá lejos en el Atlántico.

—Así es, pero es un equilibrio delicado. Él no va a querer arruinar muchas de ellas, porque el petróleo es la fuente de su dinero, a largo plazo, y él no quiere asustar y ahuyentar a la gente. Una forma en que podría llevarse a cabo sería un ataque que Da Cunha atribuyera a elementos extremistas dentro del movimiento de independencia. Él le dice a todos que no se preocupen, que él puede hacer frente a estos exaltados, pero sin duda sería una ayuda si pudiera decirles que el mundo los está escuchando y que respeta su necesidad de libertad e independencia.

—Esto suena como un chantaje a la vieja usanza.

—Exactamente. Luego, espera Da Cunha, el mundo recibe el mensaje y le dice a Angola que deje ir a Cabinda.

—En este punto aparecen enormes cantidades de dinero en un puñado de cuentas bancarias en Suiza, en poder de los principales políticos y mandos militares angoleños, sólo para asegurarse de que firmen en la línea de puntos.

—Ésa es una posibilidad. Y luego Mateus da Cunha obtiene su reino africano propio y privado.

—Qué se le va a hacer —dijo Cross—. Ya lo he visto. ¿Entonces lo que me está diciendo usted es que hay un peligro claro y presente de que esto ocurra en el corto plazo?

Franklin sacudió la cabeza.

—No, yo no iría tan lejos. Pero hay una posibilidad real de malestar que puede afectar las instalaciones de petróleo frente a la costa de Angola. De modo que le estoy aconsejando, como director de Bannock Oil responsable de la seguridad, que sería sensato tomar precauciones.

—¿Tiene en mente algo especial?

—Bueno, cualquier amenaza que usted enfrente va a venir por mar o por aire. No tengo conocimiento de ningún ataque terrorista en algún lugar que involucre helicópteros. Pero hay muchos, muchos casos de piratas y ataques terroristas realizados con lanchas… Desde el ataque contra el Cole de la Marina estadounidense frente a la costa de Yemen en octubre de 2000, hasta todos los piratas somalíes que siguen operando hasta hoy.

—También así lo veo yo. —Cross tuvo la tentación de añadir: «Yo conduje una incursión en la costa de Somalia, que acabó con un nido de piratas, destruyó su base y rescató dos mil millones de dólares de envíos marítimos capturados», pero lo pensó mejor. En lugar de ello, agregó—: Creo que tengo una idea aproximada de lo que vamos a necesitar en cuanto a personal, equipo y entrenamiento. Gracias por darme estos anticipos sobre lo que podemos esperar por ahí, señora Franklin.

—Por favor —dijo ella dulcemente—, llámeme… —Hizo una pausa un poco en broma y luego continuó—: doctora Franklin. Tengo un doctorado, después de todo.

Cross se rio.

—Ha sido un placer, doctora Franklin. Y, si no le importa, me puede llamar mayor Cross. Es decir, hasta que nos encontremos en circunstancias menos formales.

—Espero que sea pronto —respondió ella, y luego la pantalla quedó en blanco.

Hector Cross se echó hacia atrás en el sillón de su oficina.

—Bueno —se dijo en voz alta—, eso fue más interesante de lo que esperaba. —Miró el monitor, y a pesar de que la encantadora doctora Franklin ya no podía verlo ni oírlo, añadió—: Y yo espero también con muchas ganas conocernos.

—Fue algo que Weiss dijo —explicó Malinga a Connie Hernández mientras revisaban las entrevistas, de vuelta en el cuartel general de la Compañía A—. Le pregunté si alguna vez había representado a Johnny Congo, antes de ahora, y él lo pensó un momento y luego dijo… —Malinga miró sus notas para tener las palabras exactas de lo dicho—. Sí, aquí está. Dijo que esa era «la primera vez en mi vida que representé a un hombre llamado Johnny Congo». ¿No te parece extraña la forma en que lo dijo?

—Ya conoces a los abogados —respondió Hernández—. Siempre tratan de retorcer las palabras.

—Sí, es lo que hacen. Pero sólo cuando hay alguna razón para no dar la respuesta directa. No dijo que nunca había representado a Johnny Congo. Dijo «un hombre llamado Johnny Congo». Ni siquiera «el hombre llamado Johnny Congo». Dijo «un hombre».

—Un hombre, el hombre, ¿cuál es la diferencia?

—Porque «un hombre» podría llamarse de otra manera. ¿No lo entiendes? Él no representó a un hombre llamado Johnny Congo. Pero representó a un tipo con otro nombre…

—Que era en realidad Johnny Congo.

—Tal vez.

—Pero ¿cómo podía no saber que los dos eran la misma persona? Era su abogado.

—¿Y si en realidad nunca se reunió con el primer tipo? ¿Y si todo se hizo por teléfono y correos electrónicos? Piénsalo. Congo se encontraba fuera del país, en África o en cualquier lugar. No podía regresar, ni siquiera podía usar su verdadero nombre. Pero él contrata a Weiss, Mendoza y Burnett para que trabajen para él, usando un alias.

—De acuerdo —dijo Hernández, que empezaba a estar un poco más convencida—. Así que volvamos a Weiss, preguntémosle cuál era el trato.

Mendoza negó con la cabeza.

—No. No quiero alertarlo. Pero esto es lo que tú puedes hacer por mí. Llama a los Alguaciles. A ver si puedes hablar con alguno de los que estuvo en el grupo que trajo a Congo de vuelta de Abu Zara. Averigua todo lo que sepan acerca de dónde había estado antes de eso, algún alias que él podría haber utilizado. Trata de ver si Congo utilizó otro nombre para comunicarse con Weiss, podría haberlo usado para salir del país, también. Y si sabemos cómo salió, podríamos tal vez averiguar a dónde se ha ido. Y entonces tal vez podamos atrapar al hijo de puta.

Hernández había salido alguna vez con un muchacho que estaba en el Grupo de Tareas para Delincuentes y Fugitivos Violentos de la Guardia Costera de Estados Unidos. No habían terminado bien. Si ella nunca le hubiera dicho una palabra más en su vida, no lo habría lamentado. Pero la necesidad era más fuerte y ella lo llamó.

Su antiguo noviecito no se sintió más feliz por hablar con Connie Hernández de lo que ella se sentía por hablar con él. No podía ayudarla directamente, pero sólo para poner fin a la conversación, la conectó con alguien que sí podía, y tres grados de separación más dentro de la aplicación de la ley, ella se encontró hablando con uno de los hombres que había sacado a Congo de Abu Zara.

—Esto es extraoficial, ¿verdad? —insistió el oficial.

—Claro, lo que sea, sólo estoy buscando una pista. Dónde la consiga no es el tema.

—Bien, entonces digamos que todo este asunto de Abu Zara fue raro. Es decir, no era una extradición formal. Apenas recibimos el aviso de que un asesino fugado, que era buscado, estaba metido para siempre en una celda en algún lugar del que nadie ha oído hablar. Pero el sultán que gobierna el lugar está dispuesto a dejar que tomemos al asesino como un favor a su buen amigo, un británico que lo atrapó.

—¿Lo atrapó dónde?

—No lo dijeron. En algún lugar de África, fue todo lo que supimos.

—¿Y el inglés? ¿Le dijeron algo sobre él?

—El hombre sabía dar un puñetazo, eso es lo más que puedo decir. Dejó a Congo fuera de combate con un solo golpe, y eso que el maldito bastardo era una bestia.

—¿Qué? ¿Un civil golpea a un prisionero bajo su custodia y usted simplemente lo deja hacer?

—No fue tan sencillo. Volamos a Abu Zara y nos dijeron que fuéramos al hangar privado del sultán. Era un lugar enorme. El tipo básicamente tiene su propia línea aérea personal. En fin, llegamos allí y el inglés estaba con su equipo custodiando a Congo… Todos ellos eran mercenarios de alto nivel, ex-fuerzas especiales. Luego entregaron a Congo y de repente este Congo se puso como loco, y comenzó a usar lenguaje sucio con el inglés, insultándolo en un lenguaje verdaderamente asqueroso, y nosotros tratando de detenerlo, pero fue como tratar de amarrar a Godzilla. Entonces Congo dijo que mató a la esposa del inglés, que ella era una puta y lo siguiente que supimos fue ¡pum!, Congo fuera de combate, duro como una piedra, allí mismo en el suelo del hangar. Increíble.

El oficial se echó a reír al recordarlo. Hernández estaba a punto de entrometerse, pero antes de que ella pudiera hacerlo, súbitamente él dijo:

—¡Espere! Acabo de recordar algo. Mientras Congo estaba gritando, dijo el nombre del tipo, el nombre del inglés.

—Que era…

—Espere, ya me voy a acordar. Comenzaba con «C». Como… este… —El oficial trató de traer el nombre de nuevo a su mente—: C-C-C…

—Cristo… —suspiró Hernández, muy frustrada.

—¡Eso es! —exclamó el oficial—. ¡Cross, su nombre era Cross! Parece que eso de la asociación de palabras realmente funciona, ¿no?

—Gracias —dijo Hernández, con un tono completamente nuevo de genuina gratitud—. Usted ha sido de muy, muy grande ayuda.

—Bueno, supongo que me alegro de haber sido útil —dijo el oficial, en un tono de voz de sorpresa ante el repentino cambio en la actitud de ella.

Hernández colgó. Tenía la impresión de que el oficial no había seguido la historia del asesinato de Hazel Bannock Cross. Bueno, eso no era sorprendente. Eran muchos los policías que no tenían tiempo para preocuparse por los casos de otras personas y la gente de Relaciones Públicas de Bannock Oil había hecho todo lo posible para reducir al mínimo la cobertura de la tragedia. Pero incluso si Hernández no era del tipo demasiado femenino, lo mismo necesitaba ir a la peluquería, como cualquier otra mujer. Y cuando se había sentado a esperar a que su estilista empezara a trabajar, leyendo un semanario de chismes de papel brillante vio que éste contenía una nota titulada: «La trágica muerte de Hazel Bannock… y el milagroso nacimiento de su multimillonaria bebé». De modo que ella sabía exactamente quién era Cross. Sólo tenía que encontrarlo.

Cross estaba en su oficina, preparándose precisamente para su reunión de la tarde con Dave Imbiss y los O’Quinn, cuando sonó el teléfono.

—Tengo a un Tom Nocerino, de Comunicaciones Corporativas de Bannock Oil de Houston, que espera hablar con usted —le informó Agatha—. Dice que necesita unas palabras suyas acerca de su papel en el proyecto de Angola. Dijo que era para el boletín informativo de los inversores.

—Nunca antes supe nada de ese boletín.

—Es nuevo, aparentemente. ¿Le gustaría hablar con él, o debo pedirle que vuelva a llamar?

—Más bien acabemos de una vez con esto. Comuníqueme.

—Muchas gracias, señor, por concederme parte de su tiempo —comenzó Nocerino con la voz melosa de la adulación.

—Así que esto es sólo para un boletín de noticias, ¿verdad? No voy a verlo en mi resumen de noticias una mañana porque alguien lo metió en un comunicado de prensa y el mundo entero terminó recibiendo el beneficio de mis opiniones, ¿no?

—Por supuesto que no, señor Cross. Puedo asegurarle, señor, esto es puramente privado y de uso interno. Es una manera de mantener al tanto a los inversores importantes, y les hace sentir que tienen una relación con Bannock Oil que es algo más que financiera.

—No he sabido nada de este boletín antes.

—No, señor, es una idea muy nueva. De hecho, ésta será la primera edición. Pero la idea vino directamente de arriba.

—¿De John Bigelow? —preguntó Cross, pensando para sí mismo que aquello era típico del político veterano que estaba más preocupado por las apariencias de las cosas que por los aspectos prácticos de ellas.

—Sí, señor —respondió Nocerino—. El senador Bigelow cree firmemente en la importancia de llegar a las personas e instituciones que han puesto su fe y su confianza en Bannock Oil.

—Y su dinero…

—Sí señor. Eso también.

—Muy bien, entonces ¿qué necesita?

—Sólo unas pocas palabras acerca de su papel como director de Seguridad, en relación con el yacimiento Magna Grande. No necesitamos nada demasiado específico, sólo algo acerca de lo entusiasmado que está usted por el potencial de las operaciones en Angola de Bannock y cómo usted está decidido a asegurar que nuestros empleados y nuestros activos corporativos estén completamente seguros. Si lo prefiere, puedo redactar una declaración para su aprobación.

—No, si voy dar mi nombre para unas palabras, prefiero decirlas yo mismo. Así que ¿puedo comenzar a hablar?

—Adelante, señor.

Cross se tomó un segundo para ordenar sus pensamientos, luego comenzó a dictar:

—«El desarrollo del yacimiento Magna Grande ofrece a Bannock Oil un fantástico»… no… «una oportunidad única para… ah…, establecer nuestra presencia en la cada vez más importante industria petrolera de África Occidental. Como director de Seguridad es mi responsabilidad asegurar que todas nuestras instalaciones y, lo más importante, todos nuestros empleados y contratistas estén debidamente protegidos frente a las posibles amenazas en su contra. Mientras hablo, estoy a punto de entrar a una reunión con mi personal de alto nivel para considerar los diversos desafíos que es probable que tengamos que enfrentar y la mejor manera de prepararnos para cualquier eventualidad. Hemos tenido muchos años de experiencia de trabajo en las operaciones de Bannock en Abu Zara…» —Cross hizo una pausa—. Espere, que sea «trabajando juntos en las operaciones de Bannock», etcétera. Bien, párrafo nuevo: «Con el pleno apoyo de las autoridades de Abu Zara, hemos mantenido un cordón de seguridad que ha mantenido a la gente segura y al petróleo fluyendo en todo momento. Ahora estamos iniciando operaciones marítimas, así que va a ser duro. Va a ser un trabajo muy duro. Pero nuestro compromiso de hacer el mejor trabajo con los más altos estándares será tan grande como siempre».

Todo eso sonaba como mierda sin diluir a los oídos de Cross. Pero entonces ¿era realmente tan diferente de todas las estimulantes palabras de ánimo e inspiración que les había dado a sus hombres antes de partir en alguna misión, tanto en la guerra como en la paz? A veces, simplemente hay que decirle a la gente lo que quiere y necesita oír.

—¿Cómo estuvo eso? —preguntó.

—Espléndido, señor Cross, simplemente genial —respondió Nocerino con entusiasmo.

Ésa era la razón por la que Cross odiaba trabajar con aduladores. Había momentos en que todo líder necesita subordinados que tengan las agallas como para señalar en qué punto algo podría salir mal. No dijo nada. Estaba recorriendo sus palabras de nuevo en su mente, en busca de posibles amenazas a la suerte.

Nocerino debió percibir la incertidumbre de Cross.

—No se preocupe, señor. Eso fue exactamente lo que necesitaba —dijo—. Que tenga un buen día.

Apenas Cross dejó el teléfono, éste volvió a sonar.

—¿Sí? —preguntó.

—Tengo otra llamada de Estados Unidos —informó Agatha—. Es de Hernández, teniente de los Rangers de Texas, que investiga la fuga de Johnny Congo.

—Entonces será mejor que me pase la llamada de este tipo.

—En realidad, la teniente Hernández es una mujer.

—¿Una mujer en los Rangers de Texas? —Cross sonrió—. Eso suena interesante.

—Inusual, sin duda —señaló Agatha—. Y ya están todos aquí para la reunión.

—Diles que pasen a mi oficina.

—Ciertamente. Ahora le comunico con la teniente Hernández. —Y le pasó la llamada.

—Soy Hector Cross, ¿en qué puedo ayudarla, teniente? —preguntó.

—Bueno, cualquier cosa que usted pueda decirme sobre Johnny Congo sería una ayuda.

—¿Podría ser un poco más específica?

—Por supuesto. Siento curiosidad por el tiempo que Congo pasó en África, antes de ser recapturado hace unas semanas. Tenemos razones para creer que al principio contrató a su abogado aquí en Houston usando un alias, y pensamos que podría haber usado la misma identidad para salir del país.

—Me parece que lo más sencillo sería preguntarle al abogado —observó Cross.

—Eso podría ser difícil. ¿Alguna vez ha intentado preguntarle a un abogado algo que no quiere decirle?

Cross se rio. Se estaba entusiasmando con esta llamada mucho más que con la anterior.

—Entonces ¿qué puedo hacer yo por usted que el abogado no pueda? —preguntó a la vez que les hacía señas con la mano a Dave, Paddy y Nastiya para que entraran y se ubicaran en la mesa en la que le gustaba hacer las reuniones de equipo.

—Sólo díganos todo lo que sepa acerca de las actividades de Congo durante sus años fuera de Estados Unidos —respondió Hernández—. No sé si es consciente de ello, pero muy poco se ha dicho aquí en Estados Unidos sobre la manera exacta en que Congo fue detenido en Abu Zara… Por ejemplo, cómo fue que llegó a estar allí en primer lugar. Pero he podido establecer que usted tenía a Congo bajo su custodia y luego lo entregó a los policías estadounidenses. Entonces ¿hay algo que me pueda decir, cualquier cosa que nos ayude a averiguar cómo se escapó y dónde demonios está ahora?

—Mmm… —Cross vaciló—. Aquí es donde voy a tener que sonar como un abogado. Vea, tengo muchas ganas de ayudarle en todo lo que pueda. Créame, nadie quiere a Johnny Congo fuera de la superficie de la Tierra más que yo. Y nadie está más enojado con el hecho de que haya escapado del castigo que tanto merecía.

—Pero… —intervino Hernández.

—Pero hubo ciertos…, mmm…, aspectos no convencionales en su captura, que podrían, si se describen en detalle, dar lugar a posibles acusaciones de…, ¿cómo decirlo?…, actividades no del todo respetuosas de la ley.

Cross pudo ver sonrisas en todas las caras de sus amigos. Incluso Nastiya había abandonado su expresión normalmente temible y estaba tratando de reprimir una risita.

—Escuche —dijo Hernández sin rodeos—. Me importa menos que nada lo que usted tuvo que hacer para atrapar a esa escoria en Abu Zara. Mi jurisdicción no va más allá del estado de Texas, y lo que sucede en África permanece en África. Lo único que quiero saber es: ¿qué sabe usted que pudiera ayudarme?

—Esto es lo que puedo decir. Johnny Congo se había instalado como gobernante de un lugar llamado Kazundu. Es el lugar más pequeño, más pobre y más olvidado de la mano de Dios en todo el continente africano y él y su compañero Carl Bannock lo convirtieron en su propio reino privado.

—¿Es Bannock, como en Bannock Oil?

—Sí, el hijo adoptivo de Henry Bannock.

—¿Y por «compañero» usted se refiere a negocios o a lo personal?

—Ambas cosas. Y antes de que pregunte, no, no sé dónde está Carl Bannock en este momento. Desapareció del mapa.

—En realidad, desapareció justo fuera del culo de un cocodrilo, más bien —bromeó Paddy O’Quinn, en voz baja.

—¿Sabe usted de algún alias que Congo haya utilizado cuando estaba en Kazundu? —preguntó Hernández, ajena a la infantil diversión que su conversación estaba causando.

—No. Pero puedo decirle esto. Kazundu es un país soberano que emite sus propios pasaportes. Congo y Bannock casi seguro que adquirieron pasaportes de Kazundu para ellos. Probablemente diplomáticos. Y dudo que muchos otros ciudadanos de Kazundu salieran de Texas rumbo a un destino en el extranjero en el período inmediatamente posterior a la fuga. Así que si usted puede encontrar un pasaporte de Kazundu en cualquier lista de pasajeros, en cualquier lugar, lo más probable es que ése sea Johnny Congo.

—Gracias, señor Cross, esa es una ayuda muy grande —dijo Hernández—. Sólo una cosa más. Nos da la impresión de que Congo tenía acceso a importantes cantidades de dinero. ¿Tuvo usted esa impresión, también?

—«Importantes» es una palabra demasiado pequeña, teniente. Johnny Congo tiene acceso a enormes cantidades de dinero. Puede comprar cualquier cosa, sobornar a cualquiera, ir a cualquier parte.

—¿Tiene alguna idea de dónde puede haber ido?

—Ni idea. Pero mi objetivo es averiguarlo. Y cuando lo haga, yo…

—No me lo diga —lo interrumpió Hernández—. Hay un límite a la cantidad de actividad menos que legal que puedo ignorar en un solo día.

En el momento en que su conversación con Cross terminó, Hernández se puso en contacto con la oficina del Servicio de Aduanas y Protección Fronteriza de Houston, en el 2323 Sur de Shepherd Drive.

—Hágame un favor. Estoy trabajando en la investigación de Johnny Congo. Creemos que él pudo haber intentado abandonar el país inmediatamente después de su fuga, usando un alias. Así que necesito que se investigue a todas las personas que salieron del país por cualquiera de los puertos de entrada cubiertos por su oficina, con cualquier destino entre las cuatro de la tarde y las nueve de la noche el quince de noviembre. Busque a alguien con pasaporte de Kazundu.

—¿Ka-dónde? —preguntó el funcionario en el otro extremo de la línea.

—Kazundu. Es el país más pequeño de África, se deletrea Kilo-Alfa-Zulu-Uniforme-Noviembre-Delta-Uniforme. Es posible que Congo haya viajado con un pasaporte diplomático. También el tipo tiene mucho dinero, por lo que es muy probable que no figure en ninguna lista. Busquen aviones y yates privados.

—Si se fue en barco, podría haber subido a bordo en cualquier lugar, salir hacia mar abierto y nosotros no nos habríamos enterado.

—Sí, pero la opción del mar es una posibilidad muy remota. Es decir, los barcos son lentos. Y dondequiera que fuera Congo, habría querido llegar tan rápido como fuera posible. Así que vean los aeropuertos y en primer lugar la aviación privada.

Una hora después, Hernández tenía la respuesta. Llamó a Bobby Malinga.

—Tengo noticias buenas y malas.

—Bueno, supongo que eso es mejor que todas malas, que es lo que tenemos hasta ahora.

—La buena noticia es que sé el alias de Johnny Congo. Se puso este nombre, preste atención: Su Excelencia el rey John Kikuu Tembo.

—¡Me está tomando el pelo!

—No.

—¿Y los de Aduanas lo dejaron pasar?

—El pasaporte del hombre decía «Rey», ¿qué le vas a hacer?

—Está bien, así que tenemos un nombre. ¿Qué tal el vuelo?

—Salió del aeropuerto regional Jack Brooks, al sur de Beaumont, en un avión ejecutivo Citation. El avión fue fletado por un grupo llamado Lonestar Jetcharters de una sociedad anónima panameña, y aquí está la primera mala noticia: en Panamá no es un requisito legal registrar la identidad de los accionistas en las compañías offshore.

—¿Así que no tenemos forma de saber quién contrató ese jet?

—No. A menos que fueran muy descuidados cuando se comunicaron con Lonestar, no. Y mi segunda mala noticia es que sé adónde iba el avión. Y créame, no le va a gustar.