Hector Cross también había estado pensando en los movimientos de Johnny Congo, al hablar de ello con Imbiss y los O’Quinn.
—Eres un hombre buscado. Sabes que si alguna vez te agarran y te llevan de vuelta a Estados Unidos vas a ser ejecutado. Pero la buena noticia es que tienes recursos casi ilimitados. ¿Qué es lo que vas a hacer?
—Yo me prepararía —propuso Nastiya—. Yo tendría un Plan A, un Plan B y un Plan C. Dinero, pasaportes, identidades…, todo muy bien escondido, todo listo para cuando se necesite.
—Yo también —estuvo de acuerdo Cross—. Carl Bannock era un bastardo psicópata, enfermo y asesino, y Johnny Congo todavía lo es. La forma en que los dos vivían en Kazundu era tan decadente y depravada que hacía que el emperador Calígula se pareciera a un boy scout mormón. Pero no eran estúpidos. Tienes razón, Nastiya, ellos seguramente tenían un plan, o varios planes, para librarse de la custodia y luego salir de Estados Unidos. La siguiente pregunta es: ¿a dónde le gustaría ir a Congo?
—La sentencia de muerte fue dictada en Texas, así que ahí sería donde Congo iba a ser llevado y es el punto de partida de cualquier plan de escape —elaboró Dave Imbiss—. De ninguna manera iba a querer tomar un vuelo de línea: demasiado arriesgado. Lo que buscaría es poco control. Además, no tiene necesidad de hacerlo ya que puede darse el lujo de un avión privado. Creo que no querría tener que reabastecerse de combustible, ya que cuando el avión está en tierra, inmóvil, es un blanco demasiado fácil, de modo que lo que estamos buscando está en un radio de alrededor de cuatro mil quinientos kilómetros como máximo, desde el punto de despegue. Así que eso incluye todo México y América Central, el Caribe y la mitad norte de América del Sur. Estoy adivinando, pero la ciudad importante más lejana a la que podría llegar probablemente sea Lima, Perú.
—A menos que volara hacia el norte —señaló Paddy O’Quinn—. La frontera canadiense está a sólo un par de horas de vuelo de Houston. Y ése es un país muy grande donde un hombre puede perderse.
—Es también un país que está en buenas relaciones con Estados Unidos —observó Cross—. Si yo fuera Johnny, querría ir a un lugar donde no se pudiera hacer un trato con Washington para enviarme de vuelta a que me ejecuten.
—O un lugar que tenga una red criminal lo suficientemente poderosa como para hacer que el gobierno haga cosas ilegales. Hay un montón de gente en México que podría dar refugio a Congo por un precio —sugirió Imbiss.
Cross asintió pensativo.
—Correcto. Pero ¿un criminal alguna vez confía en otro? ¿Y alguien querría estar en deuda con un capo mexicano de la droga? Congo necesita sentirse seguro. Y eso significa tener un gobierno que le cuide las espaldas.
—Cuba —dijo Imbiss con decisión—. Tiene que ser.
—No. Demasiados estadounidenses —objetó Nastiya.
—En Guantánamo, tal vez. Pero la base está desconectada del resto de la isla. Y no vas a encontrar a ningún estadounidense allí.
—Claro que los vas a encontrar. —Nastiya sonrió triunfalmente—. Cuando estaba en el FSB fuimos a Cuba para un entrenamiento en condiciones tropicales… y también para que los oficiales de alto rango que nos daban instrucción pudieran pasar un buen rato descansando junto a la piscina, bebiendo ron, haciendo el amor con jovencitas cubanas. En La Habana nos mostraron la Embajada de Suiza. Es un edificio grande, casi la embajada más grande en La Habana, ¿y todo esto para la pequeña Suiza? No. Una cuarta parte del edificio, o tal vez menos, es para los suizos. El resto es para lo que llaman «Sección de Intereses de Estados Unidos» de la Embajada de Suiza. En otras palabras, es la Embajada no oficial de Estados Unidos. ¿Y sabes cómo lo sabe todo el mundo? Porque hay una compañía de infantes de Marina de Estados Unidos en La Habana, que custodian la Embajada de Suiza. Ellos tienen su propia residencia, la Casa de los Infantes. Las mejores carnes, la mejor cerveza, los mejores televisores de pantalla grande en toda La Habana.
—¿Y cómo es que tú lo sabes? —preguntó Paddy.
—Porque soy una chica que ama a los hombres de uniforme, querido —bromeó Nastiya, haciéndole un mohín a su marido—. En serio, Hector, Congo estaría loco si va a Cuba. Toda la isla está bajo vigilancia constante: satélites, aviones espía, intercepción de señales. Congo no podría durar un día allí sin ser encontrado, aunque el propio Fidel Castro lo escondiera debajo de su propio lecho de enfermo.
—Así que no es Canadá, no es México, no es Cuba —dijo Cross, levantándose de su escritorio y acercándose a una mesa que era lo suficientemente grande como para acomodar a seis personas para una comida, la mitad de cuya superficie estaba ocupada por un único y enorme libro de tapa dura que era en realidad un poco más largo que el ancho de la mesa. —Atlas Mundial Integral de The Times —explicó Cross mientras los demás se levantaban para acercarse a él—. Olvídense de todas esas tonterías de Internet, ésta sigue siendo la mejor manera de encontrar lugares en nuestro planeta. —Abrió el libro y comenzó a pasar las páginas de tamaño póster hasta que llegó a una imagen de América Central—. Bien. Éste es el sur de México y aquí está la frontera con Guatemala y Belice. Voy a seguir pasando páginas hasta que hayamos pasado por todos los países o islas del Caribe, uno por uno, y elaborado una lista de posibles refugios para un asesino prófugo. Y una vez que tengamos una lista, vamos a empezar a pensar en cómo encontrar y atrapar al bastardo.
Habían estado hablando durante una hora y ya tenían cuatro posibles destinos cuando Cross recibió otra llamada.
—La teniente Hernández —informó Agatha.
—Sólo quería darle las gracias por su ayuda —comenzó Hernández—. Resultó que usted tenía razón. Y puesto que usted ya ha atrapado a Johnny Congo una vez y ha mostrado su deseo de entregarlo a las autoridades federales correspondientes, yo decidí, después de pensarlo bien, cambiar mi opinión y compartir con usted la información que hemos conseguido.
—¿Debido a que usted tiene fe en el hecho de que soy una persona respetuosa de la ley que sabe cómo hacer lo correcto?
—Exactamente —dijo Hernández—. Precisamente cuento con eso.
—Entonces ¿qué es lo que tiene?
Hernández le dio a Cross los detalles de los alias y medios de transporte de Congo. Luego dijo:
—¿Quiere saber a dónde se dirigía el Citation?
—Por supuesto.
—Caracas, Venezuela.
—¿Y podría llegar allí con un solo tanque de combustible?
—Con mil quinientos kilómetros de sobra. Y llegar rápido, también, el Citation vuela a más de novecientos kilómetros por hora. ¿Sabe usted que a la gente le gusta comer tarde en América latina? —preguntó Hernández.
—Eso me han dicho.
—Bueno, el rey John Kikuu Tembo pudo llegar al centro de Caracas a tiempo para la cena.
—Entonces espero que se haya atragantado con la comida —dijo Cross. Colgó el teléfono y volvió su atención a su equipo—. Tenemos dos prioridades ahora. La primera es localizar exactamente dónde se esconde Johnny Congo, o como sea que se haga llamar ahora, en Venezuela antes de que las autoridades estadounidenses lo agarren. Ya se les ha escapado dos veces. No estoy dispuesto a correr el riesgo de que lo haga una tercera vez. Me ocuparé de ello yo mismo. Es un asunto personal y pagaré por los gastos que sean necesarios.
—¿Entonces estás pensando en ir a Caracas? —preguntó Dave Imbiss.
—No inmediatamente. ¿Recuerdas, cuando Hazel fue asesinada, que Agatha elaboró una lista de los mejores detectives privados en todos los países donde viviera alguien que alguna vez la hubiera amenazado, o tuviera razones para querer verla muerta? Haremos lo mismo esta vez, busquemos al mejor hombre…
—O mujer —interrumpió Nastiya.
—O mujer en Venezuela y que se ocupe del caso. Ellos tienen el conocimiento y los contactos locales que nosotros no podemos igualar. Sólo para estar seguros, pongan gente a trabajar en las zonas fronterizas de Colombia, Brasil y Guyana. No quiero que se deslice a un país vecino sin que nosotros lo sepamos. Apenas alguien encuentre a Congo, yo iré a ocuparme de él.
Nadie preguntó qué quería decir Cross con eso. No había necesidad.
—Si necesitas una mano, cuando llegue el momento, puedes contar conmigo para lo que necesites —aseguró Paddy O’Quinn—, y estoy seguro de que eso vale para todos nosotros. Es hora de que ese bastardo pague por lo que le hizo a Hazel.
—Gracias —dijo Cross mientras los otros dos murmuraban su acuerdo con Paddy—. Ahora, volvamos al negocio de la compañía. Bannock Oil tiene una inversión de miles de millones de dólares a ciento cincuenta kilómetros de la costa de Angola y necesita protección. Recibí información no oficial de alguien del Departamento de Estado, en Washington, y parece que podríamos estar yendo a meternos en aguas tormentosas.
Cross hizo un breve resumen de la información que Bobbi Franklin le había dado.
—Esto significa que —concluyó— tenemos que estar pensando en esto en dos niveles. El primero es el desarrollo de una estrategia defensiva básica que nos permita hacer frente a cualquier probable amenaza contra la plataforma, o contra Bannock A, o contra ambas. Y el segundo es una operación de inteligencia en busca de cualquier persona que pudiera llevar a cabo un ataque, empezando por Mateus da Cunha. Paddy, tienes experiencia con las fuerzas especiales, de modo que te pongo a cargo de la planificación defensiva. Habla con algunos de nuestros viejos compinches en Poole. Ellos han estado entrenando en las plataformas del mar del Norte hace años.
—¿O sea que me estás haciendo hablar con esos «cabeza de burbuja»? Jesús, Heck, eso es mucho pedir para un hombre de Hereford.
—Vamos, vamos, Paddy, no insultes al Servicio Especial de Embarcaciones —le advirtió Hector, apenas reprimiendo una sonrisa mientras simulaba mostrarse severo—. Me han dicho que tienen uno o dos hombres medianamente buenos para el combate. Aunque sólo sean marines emperifollados.
—Perdonen —intervino Nastiya— pero ¿de qué están hablando?
—¿Nunca te he contado, querida, acerca de la rivalidad entre los dos elementos principales de las fuerzas especiales del Reino Unido? Verás, el mayor Cross y yo, como sabes, nos sentimos orgullosos de ser parte de SAS, la primera y todavía la más grande de todas las fuerzas especiales del mundo, y ésa es una unidad del Ejército, con sede en Hereford. Pero la Marina Real, sintiéndose excluida, decidió que quería una fuerza especial propia. Así que tomó una parte de la Royal Marine y le puso el nombre de Servicio Especial de Embarcaciones y los envió a Poole, donde podían jugar todo el día en la playa. Los llamamos «cabeza de burbuja» por las burbujas que salen de sus trajes de buceo. Y a los marines les decimos «bootneck» porque… bueno, no tengo la menor idea de por qué los llamamos así, pero no importa. Y cada unidad desprecia a la otra, hasta que es amenazada por un extraño, por un septic, por ejemplo…
—Cuando dice «septic tank» quiere decir «yanqui» —explicó David Imbiss sin entusiasmo.
—En este caso —concluyó O’Quinn—, unimos fuerzas y nos convertimos en chicos malos, y es mejor que no se metan con nosotros porque lo van a lamentar.
—¿Le dices eso a una mujer entrenada por los Spetsnaz rusos, que pueden masticarte y escupirte mientras tomas el desayuno? —preguntó Nastiya despectivamente.
—¡Basta! —ordenó Cross—. Paso demasiado tiempo con un bebé de verdad y no tengo ningún interés en tratar con ustedes tres, que actúan como niños de dos años. Deja de molestar a tus compañeros, Paddy, y expongan sus primeras ideas sobre la defensa de las instalaciones de Bannock Oil en aguas de Angola.
Paddy habló durante casi una hora a partir de las notas que había tomado. Mientras escuchaba, Hector se felicitó a sí mismo —no por primera vez— por haber encontrado a Paddy antes de que hubiera sido descubierto por cualquier otra empresa. Cuando terminó de hablar, Hector asintió con la cabeza.
—Todo esto tiene mucho sentido. Déjame ver tus notas para enviárselas al directorio de Bannock. Ellos van a tener que aprobar los fondos para todos los equipos adicionales. Una vez que tengamos eso en movimiento, Paddy, tú y yo tenemos que empezar a planificar con precisión cuántos hombres más se van a necesitar en Angola, cuáles van a ser nuestros protocolos en términos de respuesta a la crisis, y cómo vamos a hacer para que todos reciban entrenamiento. Siguiente punto del orden del día: planificación de inteligencia. Le doy esta tarea a Dave, como de costumbre, porque él es el hombre que necesitamos para plantar errores o piratear un sistema, y a Nastiya, porque ella es la única persona en esta sala que de verdad se ha ganado la vida como espía. Por lo tanto, señora O’Quinn, ¿dónde crees que deberíamos empezar?
—Con Da Cunha, ya que él es la única persona que sabemos que es una amenaza potencial. Y es racional solicitar el asesoramiento de una mujer, Hector, porque este trabajo requiere el toque femenino.
—¿Por ejemplo?
—Por ejemplo, seducir a Mateus da Cunha. Es un hombre que quiere conquistar y gobernar un país, de modo que es, por definición, incluso más egoísta que cualquier otro hombre normal. También ha sido criado en Francia, por lo que tendrá una actitud francesa ante la infidelidad.
—Y qué actitud magnífica es ésa —dijo O’Quinn alegremente—. Espero con toda sinceridad que no estés proponiéndote tú misma para el papel de seductora.
—No había pensado en ello, querido. Pero ahora que lo mencionas… podría ayudarme a pasar una tarde de lluvia —dijo Nastiya sin ninguna expresión en su rostro.
—Lo que es bueno para la gansa es bueno para el ganso —sugirió Paddy, y su esposa le dirigió un guiño pícaro.
—No te preocupes. La cocina casera es lo suficientemente buena para mí.
—¡Sobre todo porque soy el mejor cocinero de la casa! —Paddy se rio.
Nastiya no le hizo caso y continuó con tranquilidad.
—El archivo sobre Da Cunha nos dice que es muy inteligente, sofisticado y también lo suficientemente disciplinado como para tener éxito en un muy alto nivel académico. Pero sospecho que él también es un joven vanidoso, arrogante, privilegiado, que no puede evitar alardear ante la gente, y ante las mujeres en particular, sobre lo brillante que es y lo grande que va a ser en el futuro.
—Te estoy siguiendo —asintió Hector moviendo la cabeza—. Pero vamos a necesitar vigilancia encubierta para Da Cunha y una identidad adecuadamente elaborada para Nastiya, Dave. Si Da Cunha conoce a una mujer que le promete sexo y el dinero, lo primero que va a hacer él es dar gracias a su buena estrella. La segunda será ir a Google e investigarla. Así que asegúrate de que la falsa identidad de Nastiya tenga una confirmación en la red.
—Entendido —le aseguró Imbiss.
—Bien. Entonces al menos que alguien tenga algo que deba decir, esta reunión se cierra hasta nuevo aviso. Cada uno de ustedes sabe lo que tiene que hacer. Denme una hora para hacer que las cosas se muevan en Houston, y vamos a comer. Pago yo.
Yevgenia Vitalyevna Voronova, conocida como «Zhenia» por la multitud de amigos varones que la admiraban y adoraban, e incluso por sus pocas amigas (que eran más cautas en su aprobación), le dio las buenas noches con un beso a Sergéi Burlayev, su compañero de la noche, y bajaron de la Ferrari 458 Italia que el padre de Sergéi le había regalado para reemplazar la que había hecho desaparecer en un accidente seis meses antes. Echó a andar sobre el suelo de cemento del estacionamiento subterráneo privado, tambaleándose y un poco vacilante sobre sus zapatos Chanel de taco alto de diez centímetros y medio. Con la autosatisfacción de quien está apenas un poco alegre, Zhenia se felicitó a sí misma por la habilidad con la que había hecho coincidir casi perfectamente el color de sus zapatos con el color del coche de Sergéi, que en ese momento subía a toda velocidad por la rampa hacia la calle del Centro Internacional de Negocios de Moscú.
Tomó el ascensor expreso y deslizó su llave tarjeta personalizada en la ranura en el segundo intento. Las puertas se abrieron, Zhenia se tambaleó al entrar y se apoyó aliviada contra la pared del ascensor, se acurrucó en su abrigo negro azabache de marta cibelina Barguzin salvaje mientras era elevada por más de setenta pisos en la extraña estructura, aparentemente caótica, de la Torre de Moscú.
Zhenia dejó escapar una risita tonta cuando recordó lo orgulloso que se había sentido su padre cuando consiguió un penthouse justo en la parte superior de lo que fue, por un corto tiempo, el edificio más alto de Europa, y cómo su orgullo se convirtió en furia cuando fue superado rápidamente en altura por la Mercury City Tower, precisamente ahí, en el Centro Internacional de Negocios de Moscú. Su padre se paraba junto a las ventanas de cinco metros de altura que envolvían su sala de estar, viendo cómo crecía la Mercury Tower, furioso ante el hecho de que había sido derrotado en su penthouse por uno de los secuaces favoritos de Vladimir Putin. Para garantizar que no se tomaran en cuenta otras ofertas para la propiedad, sólo se necesitó una palabra de la oficina del presidente.
El ascensor se detuvo con un ruido metálico, las puertas se abrieron y Zhenia salió al vestíbulo de entrada de la familia Voronov. Nunca le había gustado su diseño. La pared directamente enfrente del ascensor estaba cubierta por un espejo desde el suelo hasta el techo, una idea que le parecía admirable, sólo que la importante tarea de examinar su propia imagen se hacía extremadamente difícil gracias a la enorme chimenea de piedra justo en el centro de aquella pared.
De todos modos, aquélla no era una noche para quejarse. Sergéi la había llevado al Siberia, un restaurante y club sobre la calle Bolshaya Nikitskaya, donde cuesta veinticinco mil rublos para reservar una mesa. Muchos de sus amigos habían estado allí y todos ellos habían comido gloriosamente, bebido de manera extravagante, bailado como salvajes y en general riéndose, coqueteando y encantados con la alegría de ser jóvenes, hermosos y ricos. La única decepción fue que no había podido hacer que Sergéi regresara con ella a su departamento. Zhenia había albergado nubosas fantasías de arrastrarlo a su casa y explorar todas las posiciones del Kamasutra y las cincuenta sombras de Grey con él.
Eso siempre era posible cuando el papá estaba de viaje y la mamá estaba demasiado borracha como para tener algún interés en su entorno. Sin embargo, esa noche había tenido que conformarse con un rápido encuentro sexual en el estrecho asiento trasero de la Ferrari, tratando desesperadamente de mantener el ritmo de la volátil libido de Sergéi en lugar de quedar insatisfecha y expectante en la recta final. Había logrado llegar a la cumbre con apenas unos segundos de margen y se sintió tan satisfecha con su logro que decidió servirse una última copa
Zhenia había probado por primera vez la crema irlandesa Baileys durante los años en que había estudiado Historia del Arte en Londres y quedó totalmente seducida. Seguro que había una botella en una de las heladeras detrás del espléndido bar de mármol de la sala. Zhenia dejó caer su abrigo y su bolso al suelo del vestíbulo y se quitó los zapatos de tacón alto, sabiendo que los sirvientes iban recoger todas sus pertenencias para guardarlas prolijamente. Luego se dirigió a la sala vestida sólo con su pequeño vestido rojo de fiesta.
—¿Dónde has estado, zorrita?
Las palabras eran arrastradas y estaban cargadas de malicia. El hombre que las pronunciaba estaba sentado en el bar con un traje de color gris brillante. La camisa, ajustada sobre el montículo de su vientre monumental, estaba tan apretada en el cuello que las capas de grasa caían sobre ella. A pesar de una costosa serie de trasplantes y la aplicación de una amplia gama de geles y aerosoles, en la parte superior de su cabeza había más evidencia de cuero cabelludo calvo y rosado que de delgado pelo gris rojizo.
—Buenas noches, papá.
Zhenia ignoró estudiadamente la pregunta.
—Te pregunté dónde has estado. —Vitaly Voronov era el hombre conocido en toda Rusia como el zar de la pasta de madera, debido a que la fortuna que había hecho se debía a la tala de árboles para convertirlos en papel—. Pero ya sé la respuesta: has estado apareándote como una perra en celo con ese derrochador y haragán de Sergéi Burlayev. No lo niegues. Hueles a prostíbulo en noche de sábado.
—Y usted, querido papá, huele como un viejo borracho patético que acaba de llenarse hasta el hartazgo con la vodka de papa más barata que puedo encontrar —replicó con fuerza Zhenia. Ella había bebido lo suficiente esa noche como para abandonar su habitual cautela—. Usted está sentado en un bar abastecido con todas las marcas de lujo que hay, y sin embargo se bebe esa orina de campesino. ¡Mire, si hasta la tiene en una bolsa de papel como un verdadero mujik! ¿Su mamá no le enseñó a usar un vaso?
—¿Quieres saber por qué bebo esto? —dijo Voronov, levantándose del taburete de cuero color crema y avanzando hacia su hija, sin soltar la botella envuelta en papel marrón—. Lo bebo porque me recuerda los viejos tiempos, es por eso. Cuando yo era pobre y crecía en un departamento que no era ni la mitad… no, ni siquiera una cuarta parte del tamaño de esta habitación. Éramos seis amontonados allí, mi papá tosiendo con los pulmones deshechos después de veinte años en la mina de carbón. Mi madre limpiaba la sangre y Dios sabe qué otras cosas de las sábanas en la lavandería del hospital para luego esperar durante horas en la cola sólo para comprar una hogaza de pan y un par de coles, si tenía suerte.
—Sí, sí, lo entiendo, papá. La vida era dura. Tuvo que trabajar y luchar por todo lo que ha tenido. Bla, bla, bla…
—No me hables de esa manera, ¡maldita perrita malcriada! —gritó él, haciéndola retroceder para apartarse de su saliva que volaba y el hedor de su aliento empapado de alcohol—. Y todavía no has respondido a mi pregunta.
Zhenia se enfrentó a su padre.
—Si realmente quiere saber, estuve en un club con Sergéi y algunos amigos, y luego Sergéi me trajo de vuelta aquí como un caballero. Le di un beso de buenas noches y luego subí hasta aquí.
—¡Estás mintiendo! Has estado revolcándote con él!
—¡No! —protestó ella. Y luego se detuvo, como si hubiera sido alcanzada por una revelación. Se quedó mirando la cara de su padre, mirándola en profundidad, y luego se echó a reír—. ¡Ah, Dios mío! ¡Acabo de darme cuenta! Ahora sé por qué ha estado toda la noche bebiendo, por qué quiere saber sobre mi vida sexual y por qué siempre me está diciendo que soy una puta. Sé lo que quiere de mí, querido papá. Sé exactamente lo que quiere, viejo campesino asqueroso.
Voronov dio un paso adelante, con el rostro contraído por la furia, midiéndola, como lo haría con un hombre con el que estuviera a punto de luchar.
—Muy bien, entonces, zorra —gruñó—, si eres tan inteligente, si es que sabes tanto con tu educación de lujo, adelante, dime…, ¿qué estoy pensando?
Había un demonio en Zhenia, un agresivo espíritu de lucha que le venía directamente de su padre al que odiaba tanto, y en ese momento se apoderó de ella. Le devolvió la mirada a su padre, provocándolo, burlándose de él, igualando su brutal y masculina presencia con el poder femenino de su juventud, su belleza, su cuerpo y su aroma.
—Esto es lo que pienso, querido papá —ronroneó. Zhenia hizo otra pausa, sólo para añadir a la tensión, y luego dijo las palabras que cambiarían su vida y la de muchos otros para siempre—. Creo que está celoso de Sergéi. Quiere ser usted quien se revuelque conmigo.
Su padre la golpeó en la cara con la palma de la mano, poniendo toda su gran fuerza en el golpe. La visión de Zhenia explotó de dolor y la fuerza del impacto le torció la cabeza a un lado, llevándose el cuerpo con ella y estirando los músculos del cuello cuando la envió rodando al suelo. Voronov permaneció junto a ella, que gemía de dolor en el suelo. Le lanzaba salvajes patadas de borracho al vientre, insultándola a los gritos. Ella se acurrucaba en posición fetal, tratando de protegerse.
Ella no tenía idea de cuánto tiempo había pasado cuando, a través de la niebla del grado de semiinconsciencia que había caído sobre ella como una capa oscura, oyó la voz de una mujer en algún lugar lejano que gritaba:
—¡Basta! ¡Deja de patearla, bastardo! ¡Déjala tranquila!
Se dio cuenta vagamente de que era su madre, Marina Voronova. Casi se rio en medio de su dolor al pensar: «Mamá ha venido a ver que es otra persona la que recibe esta vez la paliza».
Voronov dejó de patearla cuando se volvió para mirar a su esposa y gritarle:
—¡Cállate! Cierra la boca, estúpida. ¡Una palabra más y tú también vas a probar mi bota!
—Te odio. Eres un bastardo. ¡Te odio! —le gritaba su madre.
Algunos jirones de su propio instinto de supervivencia le advirtieron a Zhenia que ésa era su oportunidad de escapar. Trastabilló al ponerse de pie y desesperadamente trató de echar a correr.
—¡Vuelve aquí, zorrita! —le gritó su padre—. Vas a sufrir por las cosas que me dijiste. —Pero antes de que pudiera ir tras ella, él gritó alarmado cuando Marina se lanzó sobre él, arañándole la cara con sus largas y cuidadas uñas, sabiendo que no podría superar a su fuerte y corpulento marido, pero tratando desesperadamente de ganar tiempo para que Zhenia pudiera escapar de él.
Zhenia regresó tambaleándose al vestíbulo, donde una criada filipina estaba recogiendo del suelo su abrigo, el bolso y los zapatos.
—¡Dame esas cosas! —gritó Zhenia.
La criada miró a su alrededor con una expresión de sorpresa que se convirtió en conmoción cuando vio la cara de la muchacha. Se quedó allí, sin decir nada, mirando la sangre que brotaba de la nariz de Zhenia.
—¡Dame esas cosas! —insistió Zhenia, alzando la voz por la desesperación y arrebatándole todo a la aterrada criada para luego correr hacia la puerta del ascensor. Golpeó el botón con un lado de su puño derecho, con el que sujetaba los zapatos por las correas para los tobillos.
—¡Vamos, vamos! —imploró Zhenia. Podía oír el sonido del llanto de su madre en la sala de estar y los gritos de su padre.
—¡Te atraparé, Yevgenia! ¡No te vas a escapar de mí!
Sin atreverse a darse vuelta, oyó los pasos de él resonando sobre el suelo de mármol. ¿Dónde estaba ese maldito ascensor?
—Te voy a romper esa boca mentirosa. Te voy a romper las mandíbulas y jamás nadie podrá volver a ponerlas en su lugar. Te voy a moler la cara a golpes para que ningún hombre vuelva a mirarte otra vez…
Entonces se oyó el ruido del ascensor al llegar. La puerta se abrió y Zhenia casi se arrojó en él, apretando el botón de «puertas cerradas» una y otra vez.
Miró a su alrededor y su padre estaba a sólo unos pocos pasos de distancia, cubriendo todo su campo de visión.
Las puertas comenzaron a cerrarse. Voronov se metió a la fuerza entre ellas, empujándolas para abrirlas con sus propias manos.
Zhenia lo golpeó con el taco de su zapato, descargándolo sobre el dorso de su mano derecha. Voronov aulló de dolor. Sacó las manos. Las puertas se cerraron y el ascensor descendió veloz por el hueco, llevando a Zhenia a un lugar seguro.
No tenía las llaves del coche en el pequeño bolso de noche, ni el pasaporte interno que era esencial para casi cualquier transacción oficial en Rusia, ni siquiera su licencia de conducir. Sólo tenía su lápiz labial, algunos pañuelos descartables, un paquete de diez Marlboro Light, un pequeño monedero con su tarjeta American Express negra y cinco mil rublos en efectivo, y por último, pero muy importante, su teléfono móvil.
Zhenia cerró el bolso, se puso el abrigo y volvió a ponerse los zapatos. Sólo cuando se enderezó vio su reflejo en la pared del ascensor. Su ojo izquierdo se veía hinchado, inflamado, al igual el pómulo, que ya estaba empezando a tomar el color de los inicios de un feo moretón. Le salía sangre de una de las fosas nasales. De repente se dio cuenta de que le dolía el cuello y que incluso el más mínimo movimiento de la cabeza enviaba dolores punzantes por sus tensos músculos y ligamentos. Se sentía descompuesta y desorientada y cuando el ascensor llegó a la planta baja y las puertas se abrieron, le tomó a Zhenia varios segundos ordenar sus pensamientos y encontrar la voluntad de caminar y dirigirse a la recepción.
Las siguientes horas pasaron en un borrón semiconsciente mientras llamaba a Sergéi una y otra vez sin obtener una respuesta, dejándole innumerables mensajes en los que le rogaba que fuera a rescatarla y luego quedó desconcertada cuando él finalmente envió un mensaje: «Tu padre llamó al mío. Nunca más podemos hablar entre nosotros. S».
Vagó por las calles, preguntándose por qué su padre no había ido tras ella o enviado a sus hombres de seguridad para atraparla, hasta que lentamente empezó a comprender que él había elegido otra forma más cruel de venganza, mientras uno tras otro de sus queridos amigos le daban la espalda. El zar de la pasta de madera había corrido la voz entre sus compañeros oligarcas, recordando viejos favores o haciendo amenazas, según el caso, pero siempre asegurándose de que recibieran el mismo mensaje: su hija era persona no grata y nadie iba a tener nada que ver con ella hasta que se arrastrara de vuelta a casa y le pidiera perdón.
Le tomó a Zhenia hasta el amanecer encontrar un contacto al que su padre no podía llegar. Andrei lonov había sido un rebelde desde que estuvieron juntos en el jardín de infantes. Se fue de su hogar para siempre cuando tenía dieciocho años, rechazando su educación privilegiada y trabajando, casi siempre no remunerado, como periodista independiente para una serie de revistas y sitios web antigobierno, arreglándoselas de alguna manera para mantenerse fuera de la cárcel a medida que un camino tras otro le era cerrado. Cuando ella lo llamó, él le dio una dirección en Kopotnya, un empobrecido distrito de mala fama y sin ley en un rincón al sudeste de la ciudad, recostado contra la avenida de circunvalación de Moscú, la MKAD.
—¿Está seguro de que es aquí donde quiere salir, señorita? —le preguntó el taxista cuando la dejó bajar (zapatos de Chanel, abrigo de piel y todo eso) frente a un bloque de departamentos de la vieja era comunista, en una calle de adoquines agrietados y retazos de asfalto. Estaba apenas amaneciendo mientras ella caminaba, todavía aturdida y sólo vagamente consciente de su entorno, hacia el patio en el centro del bloque. Vio las altas paredes blancas que estaban sucias, despintadas y llenas de marcas y agujeros. La superficie del patio era apenas de tierra y escombros apisonados; tres árboles escuálidos y sin hojas trataban de crecer entre los coches estacionados, cuyos conductores pudieron encontrar algún espacio de unos pocos metros cuadrados. La ropa lavada flameaba en las barandas de los balcones: ropa barata de tristes colores y sábanas tan sucias que era difícil creer que alguna vez hubiesen sido lavadas. Oyó una voz que llamaba desde uno de los balcones.
—¡Estoy aquí!
Y de alguna manera se las arregló para llegar a una escalera cubierta de basura y que apestaba a vodka y a orina hasta una puerta donde Andrei la estaba esperando para recibirla.
Zhenia durmió poco más de una hora y se despertó con un fuerte dolor de cabeza y una sensación de náuseas más fuerte que nunca.Cuando vio su cara hinchada y sin colores en el espejo se deshizo en lágrimas de tristeza y desesperación. Estaba a punto de darse por vencida, a rendirse y arrastrarse de rodillas hasta su cruel y retorcido padre y su madre irremediablemente disfuncional cuando se acordó de una última posible fuente de ayuda: la medio hermana, diez años mayor que ella, a la que nunca había realmente conocido, y mucho menos querido. Pero habían intercambiado ocasionales mensajes de correo electrónico por los cumpleaños, y la hermana de Zhenia siempre había agregado su número de teléfono en el mensaje, cada vez con un código de área internacional diferente.
Zhenia sabía que ésa era su única oportunidad. Su única esperanza de supervivencia.
Eran las tres de la mañana en Londres y Anastasia Vitalyevna Voronova, conocida como Nastiya entre sus amigos, todavía dormía cuando sonó el teléfono.
—¿Yevgenia? —dijo, una vez que se despertó, utilizando el nombre completo de su medio hermana porque simplemente no la conocía lo suficiente como para usar apodos cariñosos. Además, apenas si reconoció la voz apagada, desesperada en el otro extremo de la línea. Según ella, Yevgenia siempre había sido una princesita mimada y malcriada, hija de la esposa trofeo que su padre había adquirido cuando se convirtió en un hombre muy rico y quiso hacer desaparecer todo rastro de sus años de mediocridad y pobreza, su primera esposa e hija incluidas. Pero al escuchar la historia de Zhenia, Anastasia sintió, por primera vez, que eran verdaderamente hermanas. Porque, a pesar de que rara vez ella misma fue víctima de la brutalidad de su padre, la había presenciado con bastante frecuencia. Fue la imagen de la impotencia de su madre la que primero encendió la decisión de Nastiya de no permitir jamás que algún hombre la golpeara o la intimidara; de allí provenía el hambre, el empuje y la fuerza de voluntad inquebrantable que la habían convertido en la mujer que era en la actualidad. Saber que su propia hermana había sido atacada fue suficiente para despertar sentimientos enterrados hacía tiempo y para volver a abrir heridas emocionales que durante mucho tiempo había creído que ya estaban curadas.
—No te preocupes —le dijo a Zhenia—. Yo me ocupo de todo. En primer lugar, quiero que vayas al departamento de mi madre. Yo le avisaré que vas a verla.
—Pero ¿me dejará entrar? Quiero decir…, él la dejó por mi madre.
—Créeme, cuando sepa lo que te hizo, ella estará más que encantada de ayudarte. Te haremos ver por un médico y te haremos hacer un encefalograma para asegurarnos de que no tienes nada más grave por que preocuparte que un fuerte golpe.
—¿Cómo puedo pagar? Seguro que canceló mi tarjeta Amex.
—Te dije que no te preocupes. Puedo pagar por todo, y si quieres, cuando todo esto termine, me puedes hacer algún regalito…, nada lujoso…, para compensarme.
—Me gusta eso —respondió Yevgenia, casi llorando por el alivio de estar en contacto con alguien que era amable con ella. Entonces se acordó de la oscuridad que todavía andaba por ahí—. Pero…, pero ¿qué vamos a hacer con papá?
—Nada —dijo Nastiya—. Ignóralo por completo. Ignora su existencia. Deja que el bastardo sufra. Pero si se diera alguna vez una situación en la que te amenace de nuevo, házmelo saber. Me aseguraré de que sea lo que fuere que le hagamos a papá, él nunca, nunca lo olvidará.
De alguna manera sabía que su hermana mayor hablaba absolutamente en serio. Cuando Nastiya cortó la comunicación y el teléfono enmudeció, Yevgenia lo observó por un momento y luego susurró:
—Te quiero, Nastiya, como no he querido a nadie antes.
A Shelby Weiss no le hacía ninguna gracia que un pandillero grandote como Johnny Congo lo hiciera parecer un tonto. Por supuesto que se daba cuenta de que, incluso en estos días de excesos injustificables entre los muy ricos, dos millones de dólares era una suma ridícula para destinar a un funeral. De modo que apostaría sus dos millones de dólares contra un centavo que D’Shonn Brown no era realmente tan inmaculado como él siempre aseguraba. También era seguro decir que Congo nunca le había parecido ser un hombre que caminaría dócilmente hacia la Casa de la Muerte sin luchar. Pero nunca, ni por un segundo, se le ocurrió a Weiss que Congo y Brown iban a convertir la ruta nacional 190, nada menos que la maldita autopista Ronald Reagan, en el equivalente de la Franja de Gaza en el este de Texas. Y de verdad no le gustó que Bobby Malinga entrara a su oficina al día siguiente y lo tratara como si él mismo fuera sospechado de ser una especie de pandillero.
Por otra parte, un mensaje había llegado, fuerte y claro a partir de toda esa experiencia: Johnny Congo tenía dinero, montones y montones de dinero. Y aunque, como Weiss en ese momento se daba cuenta, él había hecho mucho de ese dinero en varios proyectos empresariales despreciables en el corazón de África, la fuente original de su riqueza eran los ingresos que su socio y amigo Carl Bannock recibía como un beneficiario del Fideicomiso Familiar Henry Bannock. Weiss dejó que la idea de ese fideicomiso se filtrara por un rato en su mente y su subconsciente trabajara en ello, como hacía cuando planeaba una estrategia para algún juicio, dejando que una secuencia de pensamientos se alineara como vagones detrás de una locomotora hasta que tenía un largo tren echando vapor por las vías, yendo a toda velocidad hacia su destino.
El Fideicomiso Bannock, razonó Weiss, era una mina de oro, no sólo para sus beneficiarios, sino también para sus administradores legales, que podían cobrar altísimos honorarios que eran apenas una mera gota en el torrente de riquezas de Bannock Oil. Weiss mismo nunca había cruzado la línea para robarle de hecho a un cliente, pero se le ocurrió que un hombre menos escrupuloso podría ser capaz de retirar sumas de seis o incluso siete cifras de esa riqueza todos los años sin que nadie llegara a averiguarlo.
En ese momento, el fideicomiso era administrado por el estudio Bunter y Theobald. El viejo Ronnie Bunter no sólo había sido un amigo personal e íntimo de Henry Bannock; también era un buen hombre honesto como pocas veces se había visto en el Colegio de Abogados de Texas, un caballero del sur de la vieja escuela por el que todos los que lo conocían sólo sentían afecto y admiración. Su esposa Betty había sido en su tiempo una perfecta Rosa de Texas y mucho después de haber dejado de ejercer la abogacía, era una figura destacada en la comunidad de hombres y mujeres de leyes, que organizaba eventos de caridad y daba apoyo a los miembros de la profesión que habían caído en tiempos difíciles o que simplemente se habían vuelto demasiado viejos o enfermos para cuidar de sí mismos. Las tres exesposas de Weiss simplemente la adoraban. Pero se sabía que la pobre Betty sufría demencia senil y que su amado esposo, por ser el tipo de hombre que era, había dejado de trabajar a tiempo completo para dedicarse más plenamente a cuidar a la mujer que amaba y que había sacrificado tanto por él.
El resultado de esto fue que el control efectivo de Bunter y Theobald había pasado a Bradley, el hijo de Ronnie y Betty, que era, a los ojos de Shelby Weiss, un auténtico fenómeno de la naturaleza. Era un tipo que lo había tenido todo. No sólo sus padres eran ricos e influyentes, sino que también eran amorosos, atentos y dedicados a sus hijos. El mismo Brad era guapo, sano y fuerte. Sin embargo, a pesar de todas estas ventajas —bendiciones por las cuales el joven Shelby Weiss, que había ascendido por el camino más duro, habría matado— Brad Bunter se las había arreglado para convertirse en un desconsiderado oportunista de primer nivel. El hombre era mentiroso y traicionero, codicioso, ambicioso y convencido de que tenía derecho, inmerecido, a cualquier cosa que deseara. Además, era un notorio derrochador, con un apego apasionado a las mujeres rápidas, a los caballos lentos, a los equipos perdedores y al polvo blanco de Colombia. Sus padres, al ser tan decentes ellos mismos, no podían ni imaginar que su hijo pudiera ser el hombre que era, jamás habían podido ver a través de su brillante barniz de encanto superficial, y Brad siempre había sido lo suficientemente inteligente como para mostrarse agradable con ellos o, por lo menos, lo más agradable que podía llegar a simular. De modo que cuando los pares de Ronnie Bunter habían tratado de hacerle ver la verdad, él los había ignorado sin más.
Pero todo el mundo en el negocio sabía que Brad Bunter era un inútil, un caso perdido, y seguramente no pasaría mucho tiempo, razonó Weiss, antes de que alguien se aprovechara de este hecho. Ese alguien, decidió, bien podría ser él mismo.
Llamó a un detective privado al que a menudo había contratado para verificar las historias de sus clientes y para encontrar información incriminatoria que utilizar contra sus oponentes.
—Quiero que hagas algo sobre Bradley Bunter —dijo Weiss—. Es el socio principal en ejercicio del bufete de abogados de su padre, Bunter y Theobald. Necesito saber con quién se acuesta, qué es lo que está aspirando por la nariz, cuáles son sus deudas y a quién le debe, y lo que paga de intereses. Y he aquí un consejo: usa una pala grande. Créeme, vas a desenterrar un montón de porquerías.
Una semana más tarde, después de haber recibido un informe completo y muy informativo, y con la fuerte sensación de que iba a estar empujando una puerta abierta, Shelby Weiss tomó el teléfono, se comunicó con la oficina de Bradley Bunter y dijo:
—Brad, hace mucho que no hablamos. Sólo quería decirte lo mucho que lamento saber que tu querida madre no se encuentra bien. Por favor envíale mis cordiales saludos. Escucha, no sé si éste es un buen momento o no, pero tengo una propuesta de negocios, y creo que podrías estar interesado en oírla. Deja que te invite a una copa y te diré lo que tengo en mente…
Brad Bunter no podía creer su suerte cuando Shelby Weiss le ofreció un millón y medio en efectivo, ser socio en un estudio nuevo y ampliado, con su apellido en el nombre del bufete y un gran aumento en la retribución anual a cambio de la fusión de Bunter y Theobald con Weiss, Mendoza y Burnett. Los otros socios menores en Bunter y Theobald estallaron en aplausos cuando Bradley les presentó las ofertas igualmente dulces, en relación con sus ingresos habituales, que estaban a disposición de ellos.
—¡Por el hebreo! —brindó Brad, y bebió un doble Jack Daniel’s en el bar en el que él y sus colegas se habían reunido para celebrar su inminente buena fortuna.
—¡Por el hebreo! —Todos ellos celebraron, incluso los que eran, efectivamente, judíos.
Los brindis continuaron.
—¡Por los espaldas mojadas mejicanos!
—¡Por los blancos protestantes y sajones!
En el hogar de la familia Bunter, sin embargo, la noticia de la fusión propuesta fue recibida de manera muy diferente.
—Lo siento, Ronnie —dijo Jo Stanley mientras le retransmitía los detalles de la reunión de socios a su jefe—. El acuerdo va a ser aceptado. Todos estuvieron de acuerdo.
—No puedo creerlo —exclamó Bunter. Repentinamente pareció mayor, encogido y más frágil, como si hubiera recibido un golpe físico—. No es posible. ¿Seguro que fue Brad quien sugirió esto? Mi propio hijo… tirar por la borda nuestra empresa familiar… No es posible.
—No sé qué decir, Ronnie —dijo Jo, acercándosele, deseando poder ofrecerle algún consuelo, pero incapaz de tener alguna esperanza—. Por lo que pude averiguar, todo sucedió muy rápidamente. Shelby Weiss le ofreció a Brad un acuerdo, éste aceptó de inmediato, y bueno, supongo que era tan enriquecedor que nadie podría haber dicho que no.
—Yo podría vetarlo —dijo Bunter, recuperando un destello de energía—. No voy muy seguido a la oficina mucho en estos días, pero sigo siendo el socio principal, yo podría hacer eso.
—¿Qué sentido tendría? —preguntó Jo—. Brad te va a odiar. Los otros van a renunciar. Seguirías teniendo a Bunter y Theobald, pero no habría nada allí. Si deseas preservar tu legado, Ronnie, lo mejor que puedes hacer es exigir una parte en la nueva firma. A ti no te van a decir que no. Y sácale hasta el último centavo que puedas a Shelby Weiss. Si se va a quedar con tu firma, que la pague. Y piensa en Betty…, de esta manera a ella no le va a faltar nada y a ti tampoco.
—Creo que sí —aceptó Bunter con pesar—. Pero ver que todo se vaya así, tres generaciones de trabajo, perdido en un instante. Es difícil de digerir, Jo…
Ella le acarició la mano, sin decir nada, sabiendo por el aspecto de Ronnie que estaba pensando en algo y confiando en que lo compartiría con ella muy pronto.
—¿Dices que Weiss es el hombre detrás de esto?
—Así es. Bradley insistió mucho en el hecho de que él tenía la garantía personal de Weiss para todas las condiciones que ofrecía.
—Nunca me gustó, ya lo sabes. Me refiero a Shelby Weiss. Sí, conozco su historia de poca suerte, la forma en que se abrió camino de la nada y lo admiro por eso. Y sabe de leyes, también, no hay duda de eso, y es capaz de armar un extraordinario espectáculo en los tribunales. Si hubiera nacido cien años antes, habría podido vender aceite de serpiente en las ferias de pueblo y ganarse muy bien la vida de esa manera, puedes apostar que sí.
Jo se rio.
—¡Pasen y vean! ¡Pasen y vean! ¡Sólo un dólar el frasco!
—Exactamente, querida, un dólar el frasco efectivamente. ¿Entonces, qué está vendiendo ahora, eh? ¿Qué es lo que lo tiene tan entusiasmado que está dispuesto a tirar millones de dólares de su firma en un estudio de abogados viejo y anticuado como Bunter y Theobald? ¿Qué tenemos nosotros que él pueda querer?
—¿Por qué tengo la sensación de que ya sabes la respuesta, Ronnie?
Bunter rio.
—¡Ah, Jo, me conoces demasiado bien! Déjame explicar… No tengo que decirte que Weiss fue el abogado de Johnny Congo desde que llegó aquí, a Texas, hasta el desastre espantoso de su fuga. Ahora bien, Betty se cansa muy fácilmente en estos días y necesita descansar, lo que significa que tengo un montón de tiempo en mis manos. Así que ocupé parte de él haciendo un poco de investigación sobre los sucesos de ese día terrible. Todavía tengo algunos viejos amigos por estos lugares, vejestorios igual que yo…
—Esos vejestorios manejan el estado, Ronnie, como lo sabes muy bien.
—No tanto como antes, pero no importa. Lo que quiero decir es que sé de buena fuente que Congo, el socio profesional y compañero personal de Carl Bannock (dondequiera que se encuentre) le dio a Weiss una gran cantidad de dinero, millones de dólares, de hecho, una importante proporción de los cuales terminó en la cuenta bancaria de Weiss, Mendoza y Burnett. Sólo un par de semanas más tarde, aparece el señor Weiss que llama a nuestra puerta, con ese mismo dinero, me atrevo a decir, y presenta una oferta que no tiene sentido financiero, a menos que… —Bunter dejó la frase sin terminar y le dirigió una mirada a Jo que la invitaba a terminarla.
—A menos que sepa cuánto dinero hay en el fideicomiso de la familia de Henry Bannock.
—Y quiere poner sus manos codiciosas en él —concluyó Bunter—. Muy bien —continuó, con su energía ya totalmente restaurada—. Esto es lo que vamos a hacer. Voy a tomar tanto dinero como Weiss, desesperado como esté, atine a darme, y en efectivo. Voy a exigir ser un socio emérito de la empresa fusionada, con todos los derechos para ver las cuentas de la empresa y asistir a las reuniones de socios, o tener un representante que asista a ella en mi nombre. Al igual que antes, tú serás ese representante. Quiero que vigiles a Weiss como un halcón. Mantén un ojo en todo lo que haga y quiero enterarme en el mismo instante en que recibas alguna señal de que él está tratando de interferir con la administración del fideicomiso. Henry Bannock era mi querido amigo y le prometí que iba a asegurarme de que todos sus descendientes pudieran disfrutar de los frutos de su trabajo.
Bunter miró a Jo a los ojos.
—Puede que no pueda preservar mi propio legado. Pero voy a luchar hasta el último aliento de mi cuerpo para preservar el de Henry Bannock.
Entre las muchas cosas que Johnny Congo y Carl Bannock habían aprendido a través de la experiencia estaba ésta: si uno quería comprar influencia política o protección, siempre debería ir a los gobiernos socialistas en primer lugar. No tenía nada que ver con la cuestión de los aciertos y los errores de cualquier ideología política, era más una cuestión de psicología.
—En la vida, una cierta proporción de individuos se da cuenta de que son superiores a la manada común —había teorizado Carl en una tarde caliente, perezosa y alimentada por las drogas en Kazundu.
—Amén por eso, hermano —había estado de acuerdo Congo.
—Ahora bien, un país como Estados Unidos está lleno de oportunidades para alguien que sabe que merece más que aquellos que lo rodean, y que entiende que las masas tontas merecen ser estafadas, jodidas y pisoteadas sólo por caminar en la forma en que lo hacen, como ganado grande, gordo y demasiado estúpido como para saber que lo están llevando al matadero.
—Se lo merecen, sin lugar a dudas.
—Digamos que eres alguien que quiere aprovechar la oportunidad ofrecida por el patético estado de la masa de la humanidad. Si vienes de un hogar agradable, próspero, obtienes un buen título universitario, sabes cómo presentarte correctamente, así, entonces puedes ir a Wall Street y hacer matanza. ¿Sabías que el diez por ciento de los banqueros de Wall Street son psicópatas clínicos?
—Sólo hay que ver la película American Psycho para saber eso, nene —Congo rio—, con Christian Bale destrozando a todas esas ricas niñas blancas. ¡Hurra…! Batman recupera el mal.
Carl sonrió.
—¡Ja ja! ¡Un montón de oportunidades para ser malo y salirse con la suya en Hollywood, también! Pero un hombre como tú viene por una ruta diferente. Tú no tuviste las ventajas que tuvo el tipo de persona que termina siendo banquero. Tú vienes de la calle. De modo que cometes lo que la ley considera un crimen. Pero, seamos realistas, no hay diferencia moral entre alguien que vende drogas y alguien que vende títulos o valores que resultan ser basura sin valor. Ambos están haciendo mal, si a uno le preocupa eso. Sólo que una de esas personas usa traje y ocupa una oficina de lujo, y el otro está en una esquina, vestido con una camiseta sin mangas y pantalones vaqueros sucios.
—Uno es blanco y el otro es negro, hombre, ésa es la maldita diferencia.
—Yo soy blanco. Mira donde terminé.
Congo rio.
—Sólo porque me conociste a mí, bebé. Lo recuerdo como si fuera ayer, el chico nuevo, puro culo joven e inocencia, que fue llevado a mi celda para que aprendiera su lección de modales adecuados para la prisión. Bueno, te enseñé bien. Hice un hombre de ti.
—Me pusiste en el sanatorio de la prisión. Con una hemorragia interna y mi trasero todo hecho pedazos. —Carl le dirigió una sonrisa irónica—. Es difícil creer que ése fue el comienzo de una hermosa amistad.
—Había que empezar por alguna parte. Bueno, sobre estos banqueros y pandilleros, ¿qué es lo que quieres decir?
—Lo que quiero decir —respondió Carl, aspirando el humo de un poco de hierba cultivada localmente para llevarlo muy adentro en los pulmones— es que tienen un millón de maneras de prosperar en Estados Unidos, o en cualquier lugar como éste. Pero en un país comunista, como una república popular o lo que sea, el Estado controla todo. Así que la única forma en que el individuo superior puede joder a la gente es gobernándola, ser un político. Así que ahí es donde termina la gente como nosotros. Y esa es la razón por la que siempre se puede llegar a un acuerdo en un lugar como ése.
—Además, ellos odian a Estados Unidos. Y cuando se enteran de que estamos huyendo del Tío Sam, es como decir «el enemigo de mi enemigo es mi amigo».
—Y si el enemigo de mi enemigo tiene millones de dólares de mi enemigo lo quieren todavía más.
Venezuela fue la prueba de ello. Carl y Congo habían volado allí, pusieron una buena cantidad de billetes en algunos bolsillos muy bien ubicados y el resultado fue un par de pasaportes venezolanos y la garantía de que, si bien desde 1923 estaba vigente un tratado de extradición entre Venezuela y Estados Unidos, no había ninguna posibilidad de que alguna vez fueran entregados a los gringos siempre y cuando el Partido Socialista Unido de Venezuela estuviera en el poder. Y tenían la intención de permanecer en el poder mucho más tiempo.
Y así fue como, después de haber salido de Estados Unidos como gobernante de Kazundu, Congo voló a Caracas como el ciudadano venezolano Juan Tumbo. Allí era donde estaba en ese momento, tendido en un sillón reclinable de cuero con un cigarro cubano Montecristo Nº 2 entre los dientes, una botella magnum de Cristal, en un cubo de hielo en el suelo junto a él y un montón de coca sobre un espejo en la mesa auxiliar. Todo eso y un tubo grande y grueso de lubricante.
Congo había pasado tres semanas en la celda de la muerte de Texas dejada de la mano de Dios. Había estado demasiado cerca de la muerte. Y no fue agradable. Entonces quería vivir a lo grande. Se escuchaba a R. Kelly en el sistema de sonido, cantando algún viejo tema Rhythm & Blues en el que le decía a su mujer de qué manera su cuerpo lo estaba llamando a él. Y mientras Congo se metía en la música, sintiendo el ritmo lento, sexy, había dos cuerpos que lo llamaban a él, también: jóvenes cuerpos perfectos con impecable piel color café con leche y pelo que caía rubio oscuro, del color de la dulce miel. Congo los observaba bailando con la música, reflejando uno los movimientos del otro. Cada uno de sus rasgos faciales estaban dibujados tan perfectamente como si Dios mismo hubiera dicho: «Así es como quiero que se vean los seres humanos». Y lo que los hacía aún más extraordinarios era que eran idénticos. Al llevar su mirada de un cuerpo a otro, Congo no podía detectar la más mínima imperfección. No había el más mínimo defecto facial para marcar uno como diferente del otro, ni un solo pelo en sus cabezas que estuviera cortado a una longitud diferente, o coloreado con un tono contrastante.
En Houston eran más de las nueve de la noche y Tom Nocerino estaba dando los toques finales a su boletín de noticias antes de elevarlo para su aprobación final. La sección sobre el yacimiento petrolífero Magna Grande de Angola ya se veía bien, pensó. Lo había terminado con la cita de Hector Cross, reducida a tres frases cortas, ágiles, bam-bam-bam: «Va a ser duro. Va a ser un trabajo duro. Pero lo vamos a hacer».
No se puede superar una buena y vieja tríada, pensó Nocerino, tomando una taza de café mientras le daba al borrador una última lectura completa.
La única sección que le preocupaba se refería a otro grande y nuevo emprendimiento que Bannock estaba llevando a cabo. Era también un yacimiento mar adentro, pero en las aguas árticas del mar de Beaufort, en la costa norte de Alaska. Lo más lejos que uno podía imaginar, en términos de distancia y medio ambiente, de Angola. El directorio de Bannock había aprobado la compra de una barcaza de perforación, la Noatak, cuya construcción de doble casco estaba diseñada especialmente para resistir las presiones del compacto hielo ártico. La resistencia a la compresión también dictaba que tuviera la forma de un tazón de sopa gigante de acero, de más de setenta metros de ancho. La Noatak era tan móvil en el agua también como un tazón de sopa, ya que no tenía motores propios. El directorio de Bannock Oil había decidido que los propulsores multidireccionales que le habrían proporcionado a la barcaza la potencia para moverse y maniobrar eran demasiado caros como para agregarlos. Eran, en todo caso, una extravagancia innecesaria, ya que Bannock había adquirido un rompehielos remolcador para suministros por doscientos millones de dólares, el Glenallen, que fue construido especialmente para remolcar las enormes plataformas petrolíferas flotantes por las aguas de la vertiente norte de Alaska, anclarlas en su lugar y luego mantenerlas provistas con todo lo que pudieran necesitar las plataformas o los hombres a bordo de ellas, en cualquier condición. Medía más de cien metros de largo, pesaba casi trece mil toneladas y sus cuatro motores Caterpillar producían más de veinte mil caballos de fuerza. ¿Para qué comprar más motores cuando esos monstruos ya estaban disponibles?
Sólo había una cosa que le impedía a Tom Nocerino redactar la historia de una extraña pero maravillosa barcaza de perforación y un remolcador rompehielos de última generación para convertirla en el tipo de historia optimista que el boletín de noticias de los inversores requería. Después de una primavera y un verano de exploración, los buques y el personal de Bannock Oil todavía no habían encontrado nada de petróleo bajo su parcela particular del mar de Beaufort. Los informes de los geólogos eran inequívocos. Había miles de millones de barriles por allí en alguna parte, sólo que todavía no habían encontrado el lugar adecuado para perforar y sacarlos. Y en ese momento, aunque toda la razón de ser de la Noatak era que pudiera seguir trabajando durante el invierno, el Glenallen la estaba remolcando de regreso siguiendo la esquina noroccidental de la costa de Alaska, en ruta hacia el amarradero frente a Seattle, donde iba a pasar los siguientes meses.
Esta ignominiosa retirada se estaba haciendo para evadir los impuestos que el estado de Alaska impone a cualquier operación de perforación de petróleo presente en su territorio o en sus aguas el 1 de enero de cualquier año dado. Tom Nocerino tenía que encontrar una manera de cambiar este texto: «Gastamos cientos de millones de dólares, pero no hemos encontrado petróleo, por lo que ahora nos vamos antes de que nos cobren impuestos» y poder escribir «Alaska…, ¡todo va muy bien!».
No iba a ser fácil, pero había estado viendo a una abogada de impuestos increíblemente sexy durante el último par de semanas y estaba seguro de que aquella sería la noche en la que ella iba a aceptar tener relaciones sexuales con él. De modo que iba a encontrar las palabras adecuadas, conseguir que fueran aprobadas por Bigelow y apretar «Enviar» en el correo electrónico con el boletín antes de abandonar el trabajo, o morir en el intento.
Muy por encima del círculo polar ártico, el Glenallen remolcaba a la Noatak por el mar de Chukchi, la masa de agua que se encuentra entre el mar de Beaufort y el estrecho de Bering, y que separa el punto más occidental de Estados Unidos del punto más oriental de Rusia. Los dos barcos estaban enganchados entre sí mediante un cabo de amarre más grueso que la cintura de un hombre gordo, sostenido por una enorme argolla de acero sólido a bordo del Glenallen. En las aguas tranquilas que habían dominado hasta ese momento, habían mantenido un avance lento pero constante durante el cual el hecho de que la barcaza pesara más del doble que el remolcador que la arrastraba no había sido un problema. Pero entonces la presión barométrica empezó a bajar, el viento aumentó y las olas del océano comenzaron a crecer. La tripulación del Glenallen no necesitaba un pronóstico meteorológico para saber que venía una tormenta: eso era evidente. Lo que ellos no sabían, sin embargo, era lo que iba a suceder cuando estallara. Abandonado a su propia suerte, el Glenallen tenía el tamaño, la fuerza y la potencia como para hacer frente a casi cualquier cosa que el océano pudiera arrojarle. Pero en ese momento estaba en desventaja por la enorme nave, sin gracia e impotente, que lo seguía en su estela. A los hombres en ambas naves sólo les quedaba rezar para que esa desventaja no resultara fatal.
La tormenta llegó rugiente desde el Ártico hecha una furia de viento y hielo, sacudiendo las aguas del mar de Chukchi hasta convertirlas en una vorágine. Las olas se amontaban una sobre otra, subiendo cada vez más hacia el cielo, como si estuvieran tratando de agarrar las nubes cargadas de nieve para arrastrarlas a las profundidades de las que venían. Las de ese momento eran condiciones cuyo salvajismo elemental burlaba los esfuerzos insignificantes de la humanidad para sobrevivir, y mucho menos para dominar las fuerzas de la naturaleza. El aire era muy frío por sí mismo, unos veinte grados centígrados bajo cero. Pero los vientos que llegaban a alcanzar los ciento veinte kilómetros por hora lo hacían sentir como si fueran cincuenta grados bajo cero. Ningún hombre podría mirar a cara descubierta las garras de semejante tormenta y sobrevivir, pues el golpe de aire helado cargado con gotas de agua congelada, duras como perdigones, destrozaría su piel y convertiría en pulpa sus ojos. Sin embargo, en algún lugar allí en la jadeante e inhóspita negrura, dos inverosímiles naves, atadas una a otra como montañistas ciegos en una avalancha, se abrían camino lenta y desesperadamente a través de la tempestad.
Sin el Glenallen, la Noatak estaría completamente a merced del océano debajo de ella y del clima arriba de ella, sin embargo, su tamaño y su impotencia corrían el peligro de destruir la nave de la que dependía su propia supervivencia. A medida que el Glenallen trataba de trepar por cada ola sucesiva y cada vez más alta, el peso muerto de la Noatak tiraba en contra, arrastrando la popa tan abajo que el agua la cubría para luego caer en cascada desde la cubierta. Entonces, mientras el remolcador se precipitaba por entre los muros de agua y espuma, la barcaza cargaba contra él, acercándose amenazadora desde la oscuridad llena de nieve como un tren expreso fuera de control.
El capitán del Glenallen no pudo cortar ese cordón umbilical entre su nave y la Noatak, porque entonces la barcaza sería arrastrada por las olas y seguramente se perdería junto con su tripulación mínima de quince hombres. Pero si se mantenía ese lazo, el Glenallen podría hundirse también, pues la torre de perforación alta y triangular en el punto muerto central de la barcaza actuaba como una combinación de vela y metrónomo. Los paneles metálicos planos que envolvían el tercio inferior de la torre atrapaban el viento, que de ese modo empujaba a la barcaza hacia adelante. Y mientras la Noatak avanzaba acelerando, las fuerzas del viento y el agua hacían que la oscilación de la torre de un lado a otro fuera describiendo un arco cada vez mayor, arrastrando al casco con ella. Mientras tanto, la nieve y la espuma del mar que golpeaban contra la estructura metálica de la torre se congelaban en capa tras capa de hielo cada vez más grueso, que se hacía más y más pesado, exagerando el efecto de cada oscilación del metrónomo, hundiendo las cubiertas de la barcaza bajo el agua revuelta. Con cada grado extra de movimiento, la parte superior de la torre llegaba más cerca de la superficie del agua, acelerando el momento en el que la Noatak ya no podría balancearse y regresar otra vez a la superficie después de que cada muro sucesivo de agua se desmoronara sobre ella. Y si la barcaza se hundía, el Glenallen sería arrastrado con ella a la tumba.
Se dejó que la madre naturaleza cortara el nudo gordiano con una sucesión de altas olas que hizo que la cuerda entre las dos naves se tensara en un súbito y convulsivo tirón para luego ceder mientras el remolcador y la barcaza se acercaban uno al otro, y volver a tensarse con fuerza al separarse de nuevo. La primera vez que esto sucedió, la argolla resistió la increíble fuerza ejercida por la barcaza. Pero con cada sucesivo estiramiento, la fuerza sobre la argolla aumentaba y los agarres que la sujetaban a la cubierta de popa del Glenallen se sacudían y aflojaban, al principio sólo fracciones de milímetro, pero luego más y más hasta que se rompió.
La argolla —ciento veinte toneladas de acero— se abrió paso demoledor a lo largo de la cubierta, dejando un rastro de daños hasta que finalmente voló por la popa del remolcador para sumergirse en las profundidades del mar de Chukchi.
La barcaza fue arrastrada como un corcho en un torrente, levantada por las olas y llevada en la dirección que el viento noroeste los conducía, en línea recta hacia la costa de Alaska. No había absolutamente nada que los quince hombres a bordo de la Noatak pudieran hacer para luchar contra las olas o alejarse de la costa. Lo único que podían hacer era rezar por un milagro que los salvara, sabiendo que si no iban en su ayuda, estaban seguramente condenados.
Cuando la argolla fue arrancada de la cubierta del Glenallen, y con ella los cables que la unían a la barcaza de perforación Noatak, el capitán del remolcador ya había enviado un pedido de auxilio. Éste fue captado por el Munro, un barco de la Guardia Costera de Estados Unidos que estaba de patrulla, a más de doscientos kilómetros al noreste. No había manera de que el Munro pudiera llegar a tiempo hasta la barcaza en peligro para rescatar a los quince miembros de la tripulación que aún se encontraban a bordo de ella. Pero la patrulla tenía un helicóptero Dolphin de búsqueda y rescate que podría hacerlo. Sin hacer caso del peligro de siquiera intentar volar a través de una tormenta de esa magnitud, los cuatro tripulantes del helicóptero corrieron a su aparato y despegaron en la noche salvaje e inmisericorde.
La Noatak estaba a menos de ocho kilómetros de la costa cuando el Dolphin surgió de la oscuridad y la nieve y tomó su posición, sobrevolando como una frágil libélula metálica sobre la barcaza que no dejaba de moverse arriba y abajo, hundiéndose, oscilando. Lo mejor que la tripulación del helicóptero podía tener la esperanza de hacer era bajar a un hombre hasta el helipuerto de la Noatak y rezar para que pudiera agarrar a los miembros de la tripulación de la plataforma uno por uno, a medida que se fueran soltando de los pasamanos a los que se aferraban y se abrieran paso hasta la plataforma del helicóptero fatalmente inestable, en el borde de la cubierta superior de la barcaza, sin protección para el viento, que llegaba huracanado a través de los aparejos de la torre de perforación. En caso de que un tripulante cayera antes de que fuera asegurado al arnés lanzado desde el helicóptero, no había nada, salvo la débil barandilla, que le impidiera hundirse en las aguas con temperaturas bajo cero en las que el frío sin duda lo iba a matar, incluso antes de llegar a morir ahogado.
Uno por uno, ocho hombres subieron del infierno de la barcaza al abrazo celestial del helicóptero. Pero entonces el piloto hizo señales de que el Dolphin no podía aguantar más peso a bordo y el helicóptero desapareció en la noche. Los siete hombres que todavía quedaban a bordo de la Noatak sabían de modo racional, intelectual, lo que estaba ocurriendo. El Dolphin estaba volando hacia el Glenallen, que se había acercado a poco más de un kilómetro, y el proceso se iba a repetir a la inversa mientras los tripulantes de la Noatak eran bajados a la plataforma de aterrizaje del remolcador, agarrados por su tripulación y llevados abajo. Pero una cosa era que les dijeran que el helicóptero iba a volver y otra creer que podía hacerlo cuando todo el tiempo la costa estaba cada vez más cerca. Incluso cuando el Dolphin ya estuvo otra vez en posición sobre la plataforma de descenso, la tensión no cesó ni un momento. La oscilante torre de perforación podría meterse en cualquier momento entre las palas del rotor del helicóptero como un palo metido entre los radios de una rueda de bicicleta, pero con un efecto mucho más mortal. La costa estaba en algún lugar en la noche impenetrable, cada vez más cerca todo el tiempo, sin embargo, la tripulación del Dolphin no podía apresurarse, pues la prisa sólo iba a conducir a errores.
Los últimos siete hombres tuvieron que esperar su turno, haciendo retroceder el miedo que se iba apoderando cada vez con más fuerza de sus mentes y sus cuerpos, resistiendo el impulso de abrirse camino contra los hombres cuyo turno para ser rescatados vendría antes que el propio. Uno por uno, se elevaron hacia el cielo. Ola tras ola, el impacto inevitable de la barcaza contra la orilla se hacía más cercano. Finalmente sólo quedaba el capitán de la Noatak y todavía estaba colgando en el aire cuando la cortina de nieve delante de la cabina del Dolphin se abrió por un momento y la luz mostró una negrura que de alguna manera parecía más sólida de lo que había estado allí antes. Le tomó al piloto un segundo o dos calcular lo que estaba viendo y luego hizo subir al Dolphin, rezando para que tanto el helicóptero como los hombres que colgaban debajo de él esquivaran la pared de roca que de repente había aparecido ante ellos y ya amenazaba con aplastarlos como insectos contra un parabrisas.
Apenas unos segundos después la Noatak se estrelló contra el irregular promontorio. Su casco estaba compuesto por dos gruesas capas de acero, específicamente diseñadas para resistir el aplastante agarre del compacto hielo ártico. Pero incluso ese acero resultó indefenso contra la dura e inquebrantable roca. Con el casco roto, el agua entró y la barcaza de perforación Noatak se hundió debajo de las olas que golpeaban, con sólo la torre de perforación saliendo por encima de la superficie del agua para marcar su muerte.
En Houston, John Bigelow, director ejecutivo y presidente de Bannock Oil, había estado despierto toda la noche, siguiendo la evolución de los infortunios en el norte desde la comodidad de su escritorio en su casa. Poco después de las tres de la mañana recibió la llamada que había estado temiendo desde la oficina de Bannock en Anchorage, Alaska.
—Lo siento, señor Bigelow, pero perdimos la Noatak. Le aseguro, señor, que hicimos todo lo posible, y la Guardia Costera, también, pero fue una tormenta tremenda. Para esta época del año, no hemos visto nada parecido en este siglo.
Bigelow mantuvo su aire de comando imperturbable a lo largo de los siguientes minutos mientras evaluaba la magnitud de las pérdidas, tanto humanas como materiales. Había poco daño ambiental más allá de los restos de la barcaza misma, lo cual, al menos, era algo de lo que alegrarse. Pero cuando la llamada terminó, caminó con paso inseguro a su mueble bar y se sirvió un whisky muy grande. Tomó un trago y luego dejó el vaso a un lado, sin terminar, mientras se dejaba caer en un sillón y se tomaba la cabeza entre las manos para preguntarse en voz alta:
—Dios mío, ¿qué he hecho?
El sol de la mañana temprano se filtraba por entre los listones de las persianas semiabiertas del dormitorio y Congo estaba sentado en la cama, mirando televisión. Una muchacha joven yacía en las sábanas arrugadas junto a él. Se dio vuelta en su sueño de manera que su cabeza quedó al nivel de la entrepierna desnuda de él. Luego, con una mano extendida acarició sus genitales.
—Ahora no. —Él le apartó la mano—. Estoy tratando de concentrarme, ¡por el amor de Dios!
La joven rodó de nuevo hacia donde había empezado y se dejó caer en un sueño profundo una vez más. Johnny Congo había estado despierto toda la noche, demasiado acelerado para poder dormir por toda la cocaína que había aspirado. En ese momento tenía curiosidad por saber si su fuga todavía estaba haciendo algún ruido, así que sintonizó el Smart TV en la CNN, con el volumen bajo porque no quería que la perra de al lado se despertara y comenzara a lloriquear pidiéndole su dinero. Luego abrió una ventana dentro de la pantalla para revisar todas sus cuentas de correo electrónico y las de Carl. Y entonces no fueron sólo las drogas las que lo mantuvieron bien despierto.
Congo comenzó con un boletín de noticias de Bannock Oil que le había sido enviado por correo electrónico a Carl en su carácter de único beneficiario adulto restante del fondo fiduciario de Henry Bannock. Las dos palabras, «Hector Cross», le saltaron a Congo desde la pantalla como si hubieran sido escritas en neón del tamaño del cartel de Hollywood. Allí estaba el bastardo blanco inglés alardeando acerca de cómo iba a mantener las instalaciones de Bannock en Angola sanas y salvas, y Congo se echó a reír en voz alta por la manera en que su peor enemigo se había puesto él mismo en sus manos.
—Ahora sé dónde encontrarte, muchacho blanco —murmuró Congo con alegría, su mente activa tan llena de ideas al azar, a medio formar, sobre la manera de vengarse de Hector Cross que en un principio no prestó mucha atención a la noticia de último momento sobre una barcaza de perforación de petróleo hundida frente a la costa de Alaska. Pero luego le pareció haber oído a alguien pronunciar las palabras «Bannock Oil», por lo que puso la noticia en pantalla completa, subió el volumen lo suficiente como para escuchar con claridad y se centró en la noticia que poco a poco fue tomando forma. Cada nuevo periodista o comentarista añadía una pequeña pieza más de un rompecabezas que aún estaba muy lejos de haber sido completado.
El elemento del hundimiento que más le preocupaba a Congo era su posible efecto sobre las acciones de Bannock. El ataque de Cross al complejo palaciego que él y Carl habían construido para sí mismos en Kazundu había dejado a Carl muerto y sus edificios en ruinas. Cuando Congo fue capturado y encerrado en la cárcel, todos los emprendimientos criminales que había manejado junto con Carl cayeron en pedazos. Esto dejaba al Fideicomiso Bannock como su única fuente de dinero en efectivo, pero ese fideicomiso se financiaba en gran medida con los dividendos obtenidos por las acciones de la compañía que formaban el grueso del valor de su capital. Si Bannock Oil sufría, el fideicomiso iba a sufrir, al igual que Congo.
Congo sintió que se burlaban de él, paranoico, convencido de que el hundimiento de una barcaza en Alaska era de alguna manera, de un modo que no podía entender, parte de un plan para robarle el dinero que era suyo por derecho propio. Todo aquello era por el dinero, así que buscó entre los canales hasta que llegó a una red que era todo sobre el dinero: Bloomberg.
Para entonces ya eran las seis de la mañana. El programa diario Bloomberg Surveillance acababa de comenzar, y estaba abriendo con imágenes de helicóptero de un reflector que se movía sobre aguas tempestuosas. Esto tenía que ser el hundimiento. Congo se sentó más erguido en la cama y se preparó para ver el espectáculo.
Eran las once en Londres y Hector Cross estaba terminando su tercer jarro de café de esa mañana mientras trabajaba en su discurso al directorio de Bannock Oil para obtener los fondos que iba a necesitar a fin de comprar un barco de excedentes militares. Aparte de las breves miradas al programa de TV para niños que había encontrado al intentar hacerle tomar el desayuno por la boca muy poco cooperativa de su niña, Cross había ignorado deliberadamente todos los medios de comunicación y otras maneras de comunicarse. Estaba a punto de incluir una solicitud de varios millones de dólares a Bannock Oil y quería hacerlo bien en el primer intento, por lo que no quería que nada lo distrajera. Entonces su iPhone sonó para avisarle que había un mensaje entrante. Cross lo ignoró, pero un minuto después, programado para ofenderse cuando se lo ignoraba, el teléfono sonó una segunda vez y no pudo evitar fijarse en la pantalla. El remitente era uno de sus contactos, llamado «JB Oficina Privada», lo que significaba Bigelow, o Jessica, su principal asistente personal. El mensaje era tan breve que estaba todo contenido dentro de la alerta. Simplemente decía: «Urgente. Mirar Bloomberg Surveillance AHORA mismo. Entrevista al director ejecutivo sobre Noatak».
Cross frunció el entrecejo disgustado. La palabra «Noatak» le hizo sonar una alarma, pero no pudo recordar por qué. De todas maneras, si era lo suficientemente importante como para que la oficina de Bigelow se pusiera en contacto con él a las cinco de la mañana, hora de Houston, sería mejor averiguar de qué se trataba ese alboroto. Encendió el televisor de la oficina, encontró a Bloomberg en Sky Box y vio a un hombre de mediana edad cuyo escaso pelo gris, anteojos de carey y corbata de moño le daban un aire de profesor universitario y no de un presentador de televisión de la mañana.
—Por lo tanto —estaba diciendo el hombre—, los creadores de mercados están despertando con dos noticias principales que podrían tener un impacto significativo en las primeras operaciones del Dow esta mañana. Volvamos a una de ellas por un momento, la pérdida en Alaska de la barcaza de perforación de petróleo Noatak, de Bannock Oil.
Cross apenas ahogó un grito. Entonces supo por qué el mensaje había sido tan insistente. Se puso en línea, en busca de más información, mientras el presentador continuaba:
—Pero antes de eso, usted puede apostar a que al director ejecutivo de Seguros Slindon Thornton Carpenter no le gustó abrir la bandeja de entrada de esta mañana, ya que contenía uno de los legendarios mensajes provocadores del fundador de Inversiones Séptima Ola, Aram Bendick.
Cross era sólo vagamente consciente de la fotografía de un calvo y agresivo hombre blanco de traje que llenaba la pantalla mientras el presentador seguía hablando:
—Bendick ha ganado miles de millones gracias a sus ataques hiperagresivos y extremadamente personales a los jefes corporativos, realizados en forma de correos electrónicos personales que pone en línea en forma simultánea. Su estrategia consiste en forzar a los consejos de administración a abandonar sus estrategias existentes y ejecutar sus negocios de la manera en que él cree conveniente, y que por lo general implica medidas agresivas de reducción de costos que aumentan los beneficios a corto plazo y los precios de las acciones, pero que, según los críticos, incluyen a muchas de las víctimas de Bendick, vaciando empresas previamente saludables y convirtiéndolas en presa fácil para los competidores.
Luego apareció la imagen de una carta con unas pocas líneas superpuestas en una tipografía mucho más grande. Cross había pasado al sitio de Noticias de la BBC y fue abriéndose camino a través de las varias notas sobre el hundimiento que ya habían sido publicadas. Sólo escuchaba alguna que otra palabra suelta mientras la voz desde la pantalla informaba a los espectadores más atentos que «la carta de Bendick acusa a Carpenter de…, manejar Slindon en beneficio de sí mismo y de sus colegas ejecutivos de mayor rango, más que de los accionistas…, malgastando millones en patrocinios de torneos de golf que les daban a los miembros del consejo la oportunidad de codearse con los mejores golfistas y seguidores del golf, pero no hacían nada para promover la marca Slindon Seguros» y «dándose el gusto de caer en orgías de excesos de comida, excesos de alcohol y excesos de gastos obscenos, sólo apenas disfrazados como retiros de planificación estratégica para los responsables más importantes de la toma de decisiones».
—El señor Carpenter aún no ha respondido a estas acusaciones, pero Aram Bendick se une a nosotros desde su departamento en Nueva York. Buenos días, señor Bendick.
—Buenos días, Tom.
De modo que Cross ya tenía la mitad del nombre del presentador, por lo menos.
—Las ganancias de Seguros Slindon aumentaron un tres por ciento el año pasado, la compañía pagó dividendos récord a los accionistas, y todo eso sucedió en el turno de Thornton Carpenter. Entonces, ¿por qué el ataque contra él ahora, y por qué hacer acusaciones que algunos podrían decir que no tienen nada que ver con su desempeño como director ejecutivo?
La respuesta de Bendick fue tan conflictiva como su apariencia. En un áspero acento neoyorquino se burló:
—Porque tienen mucho que ver con su actuación, que es lenta, ineficaz y carente de visión clara para el futuro de la empresa que se supone debe conducir.
—¿Y esto se debe a que Slindon, como un montón de grandes corporaciones, patrocina un torneo de la Asociación de Golfistas Profesionales? ¿De verdad?
—Así es, en serio. Mire, usted dice que las ganancias de la compañía aumentaron un tres por ciento. Sus tres competidores más cercanos hicieron un promedio de más de cinco. ¿Por qué? Porque sus directores ejecutivos, sus directorios y los demás ejecutivos estaban pensando en el crecimiento de sus mercados y en reducir sus costos, no en comprar pantalones bermudas y aceite bronceador para un viaje de cinco días, con todos los gastos pagados, vacaciones de lujo en Hawái, disfrazadas como una oportunidad de pensar fuera de los malditos análisis bursátiles… Disculpe mi lenguaje, pero este tipo de corrupción, porque eso es lo que es, realmente me ofende.
—¿Así que usted sostiene todos sus comentarios en la carta?
—No la habría escrito si no fuera así.
—¿ Y qué quiere que suceda después?
—Yo quiero, y espero, que mis colegas accionistas en Slindon exijan…, y obtengan…, importantes cambios en la política de la empresa. Y si eso significa cambios en el personal, que así sea.
—¿Y tiene algunas otras corporaciones en su punto de mira en este momento?
—Siempre, Tom…, siempre.
—Y así estuvo Aram Bendick hablando con nosotros de la forma en que normalmente lo hace. Estaremos siguiendo esta historia a medida que se desarrolle y tan pronto como tengamos una respuesta de alguien de Slindon, ustedes la tendrán. Ahora vamos a Alaska, donde una barcaza de perforación de petróleo de Bannock Oil se hundió anoche alrededor de las once, hora local.
En ese momento Tom tenía toda la atención de Cross mientras continuaba:
—Éste es el último de una serie de reveses para Bannock Oil y un número de otras compañías petroleras que intentan abrir yacimientos en los mares de Beaufort y Chukchi, al norte de Alaska. Han sido perseguidas por la dificultad de trabajar en uno de los entornos más hostiles del planeta y por la crítica constante y presión hostil por parte de los defensores del medio ambiente que se oponen a cualquier tipo de explotación adicional de los yacimientos petrolíferos de Alaska. Me acompaña Maggie Kim, conocida analista de petroquímicos de Wall Street y creadora del blog Daily Gas y un boletín de noticias. Maggie, ¿qué efecto crees que va a tener de ahora en adelante este desastre de Bannock Oil?
Maggie Kim era una mujer euroasiática que podía, pensaba Cross, ser sumamente atractiva si alguna vez se quitaba de la cara esa severa expresión de «tómenme en serio» y se arriesgaba a una sonrisa de vez en cuando. Pero una vez que ella empezó a hablar, él se olvidó de su aspecto. Esta mujer sabía claramente de lo que estaba hablando, y no era una buena noticia para Bannock Oil.
—Como usted dice, Tom —comenzó Kim—, la Noatak no es la primera barcaza de perforación que se pierde en las aguas de Alaska. En la víspera de Año Nuevo de 2012, la barcaza Kulluk de Shell encalló y tuvo que ser desechada. Un poco más de un año después, Shell suspendió la totalidad de su programa de perforación en el Ártico de Alaska, que había costado alrededor de cinco mil millones de dólares hasta ese momento, y anunció una pérdida de seiscientos ochenta y siete millones de dólares. Ahora bien, una pérdida como ésa es un duro golpe, incluso para Shell, que regularmente aparece entre las tres corporaciones más grandes del mundo. Sin embargo, un negocio como Bannock Oil, que es mucho más pequeño, es proporcionalmente menos capaz de soportar un shock.
—¿Entonces, en primer lugar, al entrar en el Ártico de Alaska, Bannock trató de abarcar más de lo que podía apretar?
Kim asintió pensativa.
—Ésa es ciertamente una pregunta válida. En los últimos años, primero bajo la dirección de Hazel Bannock, viuda del fundador de la compañía Henry Bannock, y su sucesor como presidente y director ejecutivo John Bigelow, Bannock ha tenido una política agresiva, de alto riesgo y expansionista. Y tengo que admitir que ha funcionado bien hasta ahora. Hazel Bannock apostó todo a lo que los expertos de la industria creían que era un yacimiento petrolífero agotado en el emirato árabe de Abu Zara y descubrió una cámara subterránea sin explotar con unos veinte millones de metros cúbicos de crudo de la más alta calidad. Ahora Bigelow y el directorio de Bannock están jugando a dos puntas, ya que también están abriendo un yacimiento frente Angola, país de África Occidental. La compañía no da a conocer las cifras precisas de su inversión combinada en Alaska y África, pero tiene que ser alrededor de los diez mil millones de dólares.
—Bueno, Bigelow perdió la mitad de su apuesta cuando la barcaza se hundió anoche. ¿Pueden él y Bannock soportarlo si ambas apuestas se caen?
—Vea, no me atrevo a darle un sí o no definitivo en este momento sin saber la cifra exacta. Pero puedo decir con seguridad que John Bigelow tiene que estar rezando para que nada falle en Angola. Y cuando pienso en todos los problemas de seguridad que han afectado a la industria del petróleo en África Occidental…, bombas, corrupción, incluso secuestro de barcos…, tengo que preguntarme si Bannock Oil podría sobrevivir a otro desastre como el de anoche.
—Gracias, Maggie, y para responder a los puntos que usted ha planteado, estoy ahora con el propio John Bigelow. Buenos días, senador. Supongo que primero debo preguntar si toda la tripulación de la Noatak ha sido recuperada y está a salvo.
—Buenos días, Tom —respondió Bigelow, que parecía agotado, ansioso y tenso como lo estaría cualquier otro hombre de sesenta y dos años que hubiera sido arrancado de su cama en la madrugada para decirle que uno de sus barcos acababa de hundirse—. Estoy feliz de poder informar que gracias a la ardua labor y el valor de los excelentes hombres y mujeres de la Guardia Costera de Estados Unidos, los quince miembros de la tripulación fueron sacados de la Noatak antes de que se hundiera y están sanos y salvos. Y puedo también decir lo feliz que estoy de que usted comenzara con esa pregunta, porque nuestra preocupación en este momento, como empresa, es por nuestra gente, no por nuestra cuenta de resultados. En momentos como estos, las vidas humanas importan mucho más que los dólares y los centavos.
—Eso es muy cierto, senador, pero nos guste o no, dólares y centavos serán muy rápidamente el problema. Maggie Kim nos acaba de dar su opinión acerca de que usted ha estado jugando a dos puntas, tratando de desarrollar dos yacimientos simultáneamente…
—Sí, la escuché.
—¿Y ella tiene razón?
Bigelow fingió una sonrisa y soltó una risa hueca, sin alegría, que puso tenso a Cross: si la risa de un hombre era tan poco convincente, ¿qué podía esperarse de sus palabras?
—Bueno, verás, Tom, he disfrutado escuchando a Maggie a lo largo de los años. Ella siempre tiene algo que decir, eso es seguro. Pero ella está en el negocio, al igual que nosotros, y el negocio de ella consiste en decir cosas que capten la atención de la gente. Mi negocio es manejar un exitoso negocio petroquímico rentable y estable, y eso es lo que planeo seguir haciendo.
—Con el debido respeto, senador, usted no respondió a mi pregunta: ¿el ambicioso programa de desarrollo de Bannock no ha ido más allá de lo razonable?
—Mi respuesta a eso es muy simple: no. Con respecto a nuestras operaciones en Alaska, la Noatak estaba totalmente asegurada, podremos encargar un reemplazo y el petróleo todavía estará esperando cuando comiencen las operaciones de nuevo. En cuanto a Angola, como estoy seguro de que ya lo sabes, Tom, yo estuve muchos años en la Comisión de Relaciones Exteriores del Senado, así que sé un poco sobre asuntos internacionales y tengo un gran número de contactos a los que puedo llamar en busca de consejo. Y por todo lo que me han dicho, te puedo asegurar a ti, a Maggie Kim y a los espectadores que la situación en Angola no es ni remotamente parecida a la que predomina en Nigeria, donde el gobierno se enfrenta a una grave amenaza de los militantes islamistas. Esas personas no existen en Angola. El gobierno es seguro, el país está en paz y no hay motivo de alarma.
—Bueno, eso sí que es buscarse problemas, maldito sea —se dijo Hector Cross a sí mismo.
—¿Entonces usted está seguro de que sus apuestas sobre Alaska y Angola van a resultar bien?
—No son apuestas, Tom, eso es lo que estoy diciendo —respondió Bigelow—. Son inversiones sensatas y pragmáticas hechas sobre la base de reservas conocidas de petróleo y gas. Y, sí, esas inversiones proporcionarán a Bannock Oil y sus accionistas importantes ganancias sobre su capital durante muchos años por venir.
La entrevista terminó y Cross apagó el televisor. Se preguntó si siquiera valía la pena escribir la solicitud de financiación. John Bigelow había hecho todo lo posible para mostrar una defensa fuerte. Pero Cross lo conocía lo suficientemente bien como para poder reconocer cuándo el senador estaba diciendo lo que realmente creía, o simplemente decía lo que se esperaba que dijera.
Mientras tanto, en Caracas, Johnny Congo se sentía como si estuviera viendo un sorteo de la lotería y todos los números en su boleto fueran saliendo uno por uno: la noticia de que Cross estaría trabajando en el proyecto de Bannock en Angola; luego el fondo de cobertura para los jefes corporativos; después el hundimiento de la barcaza de perforación de Bannock Oil. En alguna parte de todo esto, había una manera de derrotar a Cross de una vez por todas. No podía entenderlo del todo todavía, pero estaba ahí, no había duda sobre eso. Lo que necesitaba en ese momento era algo que lo distrajera y lo relajara, para que su subconsciente pudiera trabajar en el problema y llegar a una respuesta, y ese algo estaba tumbado a su lado.
Estiró su brazo derecho y le dio a la niña dormida junto a él dos bruscos sacudones. Ella se despertó, se incorporó sobre un codo y lo miró con los ojos desenfocados, aturdida mientras él tiraba de la sábana hasta las rodillas.
—Pon tu boca aquí, jovencita. Es hora de volver al trabajo.
—Bien, señores, la estimulante noticia que me gustaría compartir con ustedes es que Mateus da Cunha va a realizar una recepción en el departamento de sus abuelos franceses en París para poner en marcha una fundación que está creando, oficialmente para crear conciencia acerca de Cabinda y promover la causa de la independencia de ese país. Extraoficialmente, creo que es una fachada de su plan para hacerse con el control de Cabinda por la fuerza. —Nastiya O’Quinn se estaba dirigiendo a la reunión del alto mando de Cross Bow Security que le había pedido a Hector Cross que convocara. Estaba sentada en el escritorio de Hector y el resto del equipo estaba distribuido por toda la habitación delante de ella, ubicados con diversas actitudes relajadas sobre los sillones. Nastiya llevaba una falda muy ajustada que se había subido hasta encima de las rodillas para dejar al descubierto sus pantorrillas. Por muchas veces que hubieran sido expuestos a esta exhibición, aquellas pantorrillas no dejaban de exigirles su total atención. Pero esta vez, todos a la vez, levantaron sus miradas hacia su cara.
—Así que abróchense los cinturones de seguridad, damas y caballeros, estamos a punto de despegar —intervino Hector—. Como recordarán de nuestras conversaciones anteriores, las reservas de petróleo en la provincia de Cabinda podrían valer doscientos o trescientos mil millones de dólares. —Hubo un murmullo general de interés y emoción y su público se inclinó hacia delante en sus asientos.
Nastiya asintió.
—Algunas estimaciones aseguran que la cantidad es todavía mayor, especialmente si el petróleo alguna vez vuelve a los cien dólares por barril. He sido invitada a la recepción de Da Cunha no como Nastiya O’Quinn, sino como Maria Denisova, una consultora de inversiones, cuyos clientes son oligarcas rusos y otros individuos ultramillonarios de la antigua Unión Soviética. Aunque la familia Duchêne es conocida por su tradición de opiniones liberales, incluso radicales, es una de las familias más antiguas y ricas de Francia. De modo que ésta será una ocasión muy elegante que atraerá a la flor y nata de la sociedad parisina, así como a muchos invitados de toda Europa e incluso de Estados Unidos. Por otro lado, también será un evento para recaudar fondos. Ahora los dejo con Dave Imbiss quien les dará más detalles. Por favor, David.
Ella le dirigió su famosa sonrisa desde el otro lado de la habitación.
—Yo armé la leyenda de la señorita Denisova —les dijo Dave Imbiss—. Creé la página web de su compañía, junto con una serie de artículos de periódicos, páginas de medios sociales y fotografías de Nastiya con hombres a los que Da Cunha sin duda va a reconocer. También estamos trabajando en la creación de una oficina en Moscú, con una dirección de correo electrónico y un teléfono que será atendido por los viejos contactos de Nastiya.
»Tengo la intención de ir a Moscú en los próximos días para poner todo en su lugar. También voy a contratar a un asistente personal, que actuará como recepcionista por si alguien llama a la oficina o la visita.
—Me preocupa la seguridad —intervino Hector—. ¿Se puede confiar en que estos contactos tuyos y alguna recepcionista tipo Barbie suenen convincentes si Da Cunha se pone en contacto, y además mantengan la boca cerrada en todo otro momento?
—Conocí a estos amigos míos cuando estábamos siendo entrenados en las artes del espionaje, así que sí, si puedes confiar en mí, se puede confiar en ellos también. En cuanto a la recepcionista, no sé lo que quieres decir con eso de «Barbie», pero tengo a alguien en mente y, sí, estoy segura de que se puede confiar en ella, también —dijo Nastiya con firmeza.
—Muy bien. Otra cosa, ¿puedes conseguir una invitación a la fiesta?
—Ya tengo una. Llamé a la oficina de Da Cunha, como Maria Denisova. Le expliqué quién era yo, qué hacía y cuánto dinero tenían mis clientes para gastar en inversiones interesantes que ofrecieran rendimientos superiores al promedio. Me pusieron directamente en la lista.
—¿Vas a necesitar que Dave esté contigo en Moscú o en París?
—Puedo hacer que te rastreen todo el tiempo, así que si algo sale mal te puedo sacar de inmediato —le aseguró Imbiss.
—No, está todo bien, Dave. Moscú no es un problema y tienes trabajo igualmente importante que hacer aquí, ayudando a Hector a poner en marcha el trabajo de Caracas. En cuanto a París, puedo cuidarme sola allí también. Sólo consígueme la cámara de video más pequeña que se pueda encontrar, muéstrame cómo configurarla y voy a estar bien.
—No estarás haciendo una película de sexo, ¿no? —dijo O’Quinn, tratando sin éxito que sonara como una broma.
—No te preocupes, querido —respondió Nastiya, hablando por primera vez como una amante esposa y no como una dura profesional—. Tú sabes cómo es esto. Voy a tener que chantajear a Da Cunha. La mejor forma de hacerlo es tener material perjudicial que él nunca querría ver publicado. ¿Sería inconveniente para él que lo vieran teniendo relaciones sexuales con una mujer blanca? No. Pero si esa mujer le hubiera deslizado Rohypnol en su bebida para dejarlo noqueado y luego produjera imágenes que parecieran mostrarlo atado mientras ella lo azota, entonces yo creo que él le diría casi cualquier cosa para impedir que el mundo lo viera humillado de esa manera.
—Ah, la vieja rutina de los azotes —dijo O’Quinn, moviendo la cabeza en un gesto de comprensión—. Siempre funciona. Los hombres terminan diciendo cualquier cosa. Por ejemplo, yo dije: «¿Quieres casarte conmigo?» cuando me lo hiciste a mí.
Cuando llegó a Moscú, Nastiya fue directamente desde el aeropuerto hasta el edificio de oficinas Sadoyava Plaza, un lugar de mucho prestigio a sólo un par de cientos de metros de la calle Tverskaya, donde muchos de los nombres de los diseñadores más famosos del mundo tenían sus principales tiendas en Rusia. Alquiló una suite con servicio en el cuarto piso del edificio, donde se encuentran todos los espacios para oficinas que se alquilan por poco tiempo, e hizo arreglos para que fuera provista con el equipo, elementos decorativos y muebles que resultaran apropiados para una empresa que atiende a clientes multimillonarios.
Con ese elemento de su falsa identidad asegurado, se dirigió al departamento de su madre, donde se alojaba Yevgenia. Las tres mujeres se abrazaron y besaron, rieron y lloraron. Le encantó descubrir que la hinchazón en la cara de su hermana había desaparecido y todos los restos de hematomas podían ser disimulados con el maquillaje. Las dos pasaron el resto de ese primer día juntas hablando, comenzando por la tarea de rellenar los huecos producidos por todos los años que habían pasado separadas, y llegaron al punto en que podían llamarse una a la otra Nastiya y Zhenia sin sentirse de ninguna manera incómodas. Zhenia no lo sabía, pero estaba siendo probada, o más precisamente, era una prueba para el papel de la asistente personal de Maria Denisova.
—¡Oh! ¡Mi primer trabajo de verdad! —se entusiasmó Zhenia la mañana siguiente cuando Nastiya le dijo que tenía un papel reservado para ella en la operación Da Cunha.
—Bueno, es tu primer trabajo falso de verdad —señaló Nastiya—. Pero se trata de una simulación muy importante. Necesito estar segura de que si alguien viene en busca de mi negocio, va a encontrar uno que sea lo suficientemente creíble como para hacer que confíen en mí. Voy a tener un par de mis colegas de otros tiempos…
—¿Te refieres a los espías? Papá dijo una vez que te habías convertido en una espía.
—Eso no importa. Lo único que tienes que saber es que son buenos hombres, completamente fiables y suficientemente duros como para mantenerte a salvo. Todo lo que tienes que hacer es aprenderte bien toda la leyenda de Maria Denisova: quién es, qué hace, quiénes son sus clientes…, todo.
—Yo puedo hacerlo —dijo Zhenia—, pero ¿qué me voy a poner? Quiero decir, ¿acaso una asistente personal dando vueltas por ahí no debe usar vestimentas de negocios? No tengo nada de eso.
—Entonces vamos a comprarte lo que haga falta.
—¡Qué bueno! Pero también hay otra cosa que me preocupa. Tú dijiste que tengo que saber todo acerca de los clientes de Maria Denisova.
—Correcto. Y si alguien quiere hablar con ellos, tú debes ponerlos en contacto.
—Pero ¿quiénes son? Si este negocio tuyo en realidad no existe, ¿cómo puede tener clientes?
—Porque nuestro querido padre me los va a dar.
—¿Estás segura? —preguntó Zhenia dubitativa—. No creo que él quiera darte nada.
—Y yo no creo que vaya a tener otra opción en este asunto. Dame su número. Llegó el momento en que lo salude después de todos estos años.
Voronov estaba intrigado ante la perspectiva de encontrarse con su hija después de tanto tiempo de alejamiento, y también interesado cuando ella le dijo que sabía dónde podía encontrar a su hermana menor, que todavía seguía perdida. Él la citó en su dacha, en las afueras de Moscú, donde vivía cuando las exigencias de sus negocios no lo retenían en la ciudad.
Nastiya no tenía la intención de darle a su padre excusa alguna para degradarla a ella con el mismo tipo de insultos que le había lanzado a Zhenia, y ciertamente no quería tampoco alentar el más mínimo estímulo para que desarrollara algún sentimiento incestuoso hacia ella, como había ocurrido con Zhenia. Así que se recogió el pelo en un rodete muy informal y se puso un traje sastre ceñido al cuerpo de un corte impecable diseño de Jil Sander que jugaba con la idea de la chaqueta cruzada de hombre sin verse hombruna en lo más mínimo. Y lo acompañó con un par de zapatos marrones de taco bajo que no sólo eran chic, sino que también ocultaban ingeniosamente punteras de acero. Como traje de lucha, éste le daba facilidad de movimientos y un toque de oculta peligrosidad. Y al recoger su pelo y despejar el rostro y el cuello, simplemente revelaba la perfección de su estructura ósea, mientras que el traje sastre tenía un corte tan ingenioso que todo el tiempo hacía alusión a la figura que aparentemente estaba escondiendo.
A la puerta del hotel la esperaba una limusina negra Maybach con un chofer negro. Éste, ella lo vio de inmediato, trataba de esconder un arma en una pistolera de hombro debajo de la chaqueta del uniforme. El hecho de que ella lo hubiera descubierto con tanta facilidad le daba seguridad. Eso sugería que el hombre estaba lejos de ser de primer nivel y, si fuera necesario, ella podría ocuparse de él con relativa facilidad. Nastiya sonrió dulcemente mientras él le abría la puerta, y decidió hacer el papel de la linda mujercita. Uno de los grandes placeres de su vida era ver la cara de sorpresa en el rostro de hombres rudos y estúpidos cuando se daban cuenta, demasiado tarde, de que ella no era en absoluto lo que parecía.
Salieron de la ciudad y fueron hacia el bosque donde, en décadas pasadas, los peces gordos del Partido habían construido sus dachas o casas de campo. En la actualidad, todos esos edificios relativamente modestos habían sido derribados para ser reemplazados por mansiones grotescamente enormes, templos del mal gusto para hombres con fortunas inmerecidas, escondidos detrás de un sinfín de kilómetros de altos muros, vigilados por cámaras de seguridad como si los hombres y las mujeres detrás de ellos fueran prisioneros del Estado en lugar de sus propietarios. Finalmente, la Maybach salió de la carretera y se dirigió hacia unos portones de hierro forjado custodiados por una garita. La limusina se detuvo junto a ésta, el chofer le dio algo al guardia y los portones se abrieron. El camino arbolado que los recibió estaba lleno de curvas y contracurvas en medio de un paisaje abierto, salpicado de árboles, con caprichosas construcciones clásicas y hasta un lago con un puente de piedra en un extremo. Nada de ello parecía ruso. Entonces apareció la casa de campo de Vitaly Voronov, y Nastiya se encontró de pronto llevándose la mano a la boca para ahogar sus risitas. El edificio ante ella podía ser reconocido al instante por cientos de millones de personas en todo el mundo, porque era una reproducción aparentemente perfecta del castillo Highclere, la majestuosa casa solariega en Berkshire, Inglaterra, más conocida como el escenario de la serie de televisión Downton Abbey.
—Mi Dios —susurró Nastiya para sí misma— este borracho loco y pervertido se cree que es el conde de Grantham.
El coche recorrió el último tramo haciendo crujir la grava y se detuvo en la entrada principal. El chofer abrió la puerta del acompañante y Nastiya subió por la escalera del frente hasta las puertas de madera maciza tachonada que se abrieron como por arte de magia cuando ella estuvo cerca. Se armó de valor para el momento en que ella y su padre se miraran a los ojos el uno al otro por primera vez en más de quince años. Pero cuando entró en la gran sala, la primera persona que vio fue a su madrastra Marina.
Marina era excepcionalmente hermosa y Nastiya vio de inmediato de dónde Yevgenia había heredado su aspecto. Pero estaba vestida de manera tan impecable, tan arreglada y tan pintada que parecía más un objeto precioso que una persona viva. Sin embargo, había una mirada en sus ojos que Nastiya reconoció de inmediato, ya que la había visto en su madre, hacía muchos años. Era una mirada de desesperación, la mirada quebrada de una mujer a la que le han quitado la alegría de vivir a los golpes, cuya alma ha sido aplastada por la violencia y el abuso. De inmediato, cualquier hostilidad o sospecha que Nastiya pudiera haber sentido hacia la seductora que le había robado a su padre desapareció y fue sustituida por una feroz determinación de defender a una mujer indefensa.
Marina no la saludó. En lugar de ello, dio un paso hacia adelante, tomó las manos de Nastiya entre las suyas y, con una voz que era poco más que un susurro angustiado, le preguntó:
—¿Cómo está ella?
—Ella está bien y a salvo —le aseguró Nastiya, inclinándose para besar a Marina en la mejilla. Se detuvo cuando sus cabezas estuvieron una junto a la otra y murmuró—: Y usted también lo estará. Lo prometo.
Luego dieron un paso atrás y Marina levantó la voz a un tono normal, el de una mujer saludando a otra, y dijo:
—Te ves tan chic, querida. Tienes que decirme dónde encontraste ese traje divino. ¿No es preciosa, querido?
Vitaly Voronov gruñó sin comprometerse cuando entró en el vestíbulo. Llevaba una chaqueta de tweed de cazador y un par de pantalones de golf que eran claramente obra de un sastre de Savile Row, pero ni siquiera la habilidad de los artesanos que los habían cortado y cosido podía disimular la vulgaridad del dibujo a cuadros de color mostaza que Voronov había elegido o el hecho de que el hombre dentro de ellos era un rústico e inculto patán.
—No me habías dicho que Anastasia era tan hermosa —agregó Marina—. Debes estar muy orgulloso.
Voronov ignoró por completo a su esposa y miró a su hija mayor con una indiferencia rayana en el desprecio. Nastiya se sintió mortificada por lo mucho que la niña en ella se sentía herida por la total ausencia de amor en su voz. Se dijo que nunca debió haber sido tan estúpida como para esperar siquiera una pizca de afecto paternal de un cerdo como él.
—Vete —le ordenó Voronov a su esposa, despidiéndola con un gesto de la mano.
Una razón más para odiarlo, pensó Nastiya, al ver desaparecer obedientemente a su madrastra en las profundidades de la gran casa.
—Sígueme —dijo Voronov, conduciendo a Nastiya a una de las salas de recepción que daban al vestíbulo. Por mucho que los arquitectos habían sido fieles al exterior de Highclere, no habían prestado la menor atención a su decoración interior. La grandeza hogareña de retratos familiares, muebles antiguos y grandes estanterías para libros llenas de volúmenes encuadernados en cuero había sido reemplazada por una profusión vulgar de mármol negro, brillantes espejos, cromo reluciente, chucherías doradas y muebles de cuero blanco que parecían más apropiados para el burdel de un jeque en el centro de Riad o para el piso de soltero de un barón de la cocaína colombiana que para una casa de campo familiar.
Voronov se sentó en un gran sillón, indicó que Nastiya debía sentarse en uno similar frente a él y tomó un teléfono de una mesa auxiliar.
—¿Quieres una copa? —preguntó.
—No gracias.
—Tú te lo pierdes. Tráeme una botella de vodka. No, no esa porquería. El bueno. —Voronov colgó el teléfono y miró a su hija mayor.— ¿Entonces qué es lo que quieres? Porque si quieres dinero, puedes ir yéndote. No vas a conseguir nada de mí.
—No, padre, no quiero dinero.
—Bueno. ¿Entonces, qué es?
Un camarero con chaqueta blanca —que cubría también un arma, observó Nastiya— puso una bandeja sobre la mesa al lado de Voronov. Nastiya vio un vaso de cristal pesado y un cubo de hielo de plata del que salía el cuello de una botella de vodka. El camarero tomó la botella, la envolvió en una servilleta de color blanco brillante y sirvió en el vaso hasta el tope antes de volver a poner la botella en el cubo. Luego desapareció sin decir una palabra.
Nastiya observó la pequeña escena y dejó que su padre tomara un buen trago largo antes de hablar.
—Hay unas cuantas cosas que quiero de usted, padre, y que no le van a costar un solo rublo. Pero antes de explicar con precisión de qué se trata, quiero hacerle una pregunta: ¿desea usted morir?
Voronov dejó la copa y la miró como si estuviera hablando tonterías.
—¿Qué clase de pregunta estúpida es ésa? Por supuesto que no quiero morir.
—Bueno, porque se va a morir, y yo seré la que lo mate, a menos que haga exactamente lo que yo diga.
Voronov se echó a reír.
—¿Tú? ¿Matarme? No me hagas…
Pero no llegó a terminar la frase. De alguna manera —ya que Voronov no podría haber explicado cómo lo había hecho— Nastiya cubrió la distancia que había entre ellos antes de que él pudiera moverse. Ella lo le inmovilizó con un aplastante agarre de su mano en la garganta.
—Supongo que su personal de seguridad está viendo en el circuito cerrado de televisión —dijo ella.
Voronov hizo un ruido como un graznido y agitó débilmente las manos.
—Usted estará de acuerdo en que yo podría haberlo matado y haber salido de la casa antes de que ellos llegaran a usted. Recuerde, papá querido, que fui entrenada por la Spetsnaz. —Le soltó la garganta y se deslizó con gracia de nuevo a su sillón—. Cuando lleguen sus bufones inútiles, dígales que no hay nada de qué preocuparse. Sólo una discusión entre un padre y su hija. Si usted dice otra cosa, no voy a ser tan amable la próxima vez y, créame, los guardias no podrán salvarlo, ni salvarse ellos mismos. Así que…, ahí los oigo venir…
Cuando los guardias irrumpieron en la habitación, Nastiya estaba sentada con las piernas cruzadas recatadamente y lo primero que escucharon fue la hermosa risa de ella que decía:
—¡Oh papá, es usted tan divertido!
El jefe de la guardia se detuvo en la puerta.
—¿Está todo bien, señor?
Voronov abrió la boca para hablar, descubrió que apenas podía emitir un graznido áspero, doloroso y les hizo un gesto para despedirlos con una sonrisa desesperada.
—Debería haber prestado más atención a mi vida, padre —dijo Nastiya mientras la puerta se cerraba detrás del último guardia—. Entonces habría sabido sobre el trabajo que he estado haciendo y las habilidades que fui adquiriendo en el camino. Pero ya que ahora se ha enterado por experiencia de lo que soy capaz de hacer, le diré lo que va a hacer por mí.
Se levantó de su asiento, caminó hacia Voronov y estaba encantada de verlo encogerse para alejarse de ella mientras se acercaba.
—Aquí tiene —dijo—, permítame ser una buena hija y le sirvo otra copa. Se sentirá mejor con esto adentro.
Mientras su padre bebía, jadeando en un primer momento cuando el alcohol bajó por la garganta magullada, Nastiya hacía una lista de sus exigencias.
—En primer lugar, usted va a darme todo lo que Yevgenia necesita para seguir adelante con su vida, incluyendo sus pasaportes, el interno y el internacional, su licencia de conducir, las llaves de su coche… Supongo que está donde lo dejó en el garaje debajo de la Torre de Moscú…, Su computadora portátil y la tableta y tres maletas grandes llenas con sus pertenencias. Tengo una lista de lo que necesita. Entréguesela a su personal y pasaremos a recoger todo de la Torre esta tarde, cuando pasemos a buscar su coche.
—Olvídalo —dijo Voronov con voz áspera—. No le voy a dar a esa perrita desagradecida ni la mierda de perro pegada a la suela de mi zapato.
Nastiya le dirigió una sonrisa indulgente, como si estuviera hablando con una persona con una trágica discapacidad mental.
—No, usted le va a dar todo. ¿Necesita otra demostración, sólo para recordarle lo que soy capaz de hacer?
Voronov la miró. Tal vez él estaba tratando de descubrir si sus amenazas eran reales. O tal vez se estaba preguntando cómo la niña que había dejado atrás hacía más de veinte años se había convertido de alguna manera en una asesina bien entrenada. Nastiya realmente no se preocupaba por ninguna de esas cosas. Ella le devolvió la mirada hasta que él se quebró y dijo:
—¿Qué más quieres?
—Usted va a llamar a dos de las personas más ricas y más poderosas que conozca. No me importa dónde viven: Moscú, San Petersburgo, Londres, Nueva York, París…, no importa. Sólo tienen que ser ricos, de confianza y dispuestos a hacerle a usted un favor personal. Les va a decir que usted tiene una nueva amante. Su nombre es Maria Denisova. Ella trabajaba en un banco, pero ahora se quiere establecer por su cuenta como asesora de finanzas, buscando oportunidades de inversión únicas que ofrecen enormes tasas potenciales de rentabilidad: desde empresas que están demasiado subvaloradas, hasta nuevos artistas que están a punto de dar el gran golpe. Usted la está ayudando en esa loca ambición porque cuanto más feliz esté ella, más desea ella hacerlo feliz a usted, y todos sabemos cómo ella puede hacer eso.
»Ahora bien, esta amante suya ha encontrado a un hombre con potencial de inversión. Su nombre es Da Cunha. Ella tiene que poder decirles que está trabajando para otros individuos multimillonarios. Lo único que sus amigos tienen que hacer es estar dispuestos a recibir el llamado de Da Cunha y asegurarle que Maria Denisova es de confianza, que se puede confiar en ella. Si él trata de venderles algo, deberán decirle que ellos prefieren que todo pase por la señorita Denisova.
—¿Quién es este Da Cunha? —quiso saber Voronov.
—Un portugués, con un padre africano que tiene grandes planes de desarrollo en África Occidental.
Voronov de repente se animó.
—¿De verdad? ¿Debo invertir con él?
Nastiya respondió a su pregunta con otra pregunta.
—¿Si usted recibe un correo electrónico de Nigeria pidiéndole dinero, usted le envía los billetes?
Voronov asintió.
—Muy bien. Lo entiendo. Entonces ¿cuál es tu interés en este Da Cunha?
—Profesional. No puedo decir nada más que eso. Si lo hiciera, sólo me daría otra razón para matarlo a usted.
Voronov se rio.
—¡Eso es gracioso!
—No…, no lo es. Y para ser claros, Da Cunha recibirá su nombre también, así que si él se pone en contacto, usted debe responder en la forma en que he indicado. Así que ahora, por favor, tiene que hacer dos llamados. Comience a marcar.
Voronov tuvo que hacer cinco intentos para encontrar a los dos hombres que Nastiya necesitaba. Él ya había usado mucha de esa buena voluntad para hacer que Yevgenia fuera excluida de la sociedad de Moscú. Pero, al final persuadió a un magnate de la prensa con sede en Londres y a un magnate de la petroquímica retirado que pasaba su tiempo con calma en una villa palaciega en Chipre para actuar como referencias de su amante ficticia.
—Si alguna vez ella se cansa de ti, Vitaly —dijo el magnate del petróleo—, dile que me llame. Ella podrá olvidar su pequeño negocio financiero. Sólo tendrá que pasar todo el día al sol y toda la noche haciendo el amor conmigo. ¡Entonces ella sabrá lo que es un hombre de verdad!
Voronov lanzó una risa forzada y puso fin a la conversación.
—Listo. —Miró a Nastiya—. ¿Hemos terminado ya? Me gustaría seguir con mi vida. Sin ti en ella.
Nastiya no le respondió de inmediato. Miró fijo y profundamente a los ojos de su padre y vio en ellos la confirmación de lo que ella había sabido todo el tiempo. Vitaly Voronov, a pesar de su jactancia y la postura machista, era un cobarde pusilánime. Ella, su madre y su medio hermana ya no tenían nada más que temer de él, nunca.
—Sí, hemos terminado —respondió finalmente a la pregunta de él—. Pero hay una cosa más que usted debe saber. Si alguna vez me entero de que usted ha puesto un dedo encima de Yevgenia, de Marina o de cualquier otra mujer con la mala suerte de haber entrado en su vida, voy a perseguirlo y matarlo. No importa dónde esté usted en el mundo, no importa cuántos hombres haya contratado para protegerlo, voy a poner fin a su miserable existencia. Y ahora, ¿podría decirle a su chofer que venga con el Maybach? Necesito que me lleve de regreso a Moscú.
Mientras Dave Imbiss y Nastiya O’Quinn se habían estado ocupando de la preparación de la operación contra Da Cunha, Hector Cross había estado pensando en los demás asuntos de su agenda. No le tomó mucho tiempo saber que, si bien el hundimiento de la Noatak había creado un problema, bien podría entonces haber resuelto otro inmediatamente. Después de todo, en ese momento había un perfecto remolcador de alta mar sin nada más que hacer en el Ártico. ¿Por qué no llevarlo a Cabinda en el Atlántico para funcionar como su cuartel general flotante en el yacimiento Magna Grande, en el mar?
Así pues, una mañana, poco después del regreso de Nastiya a Londres, Hector Cross convocó al equipo y les dijo:
—Anoche recibí un informe de nuestro investigador en Caracas. Su nombre es Valencia, dicho sea de paso. Guillermo Valencia. Él y su gente han estado llevando a cabo la vigilancia de la Villa Kazundu, o como me gusta llamarla a mí, «Château Congo», durante las últimas dos semanas, y ha hecho un trabajo excelente. Así que esto es lo que sabemos…
Cross pulsó una tecla en su computadora y apareció la imagen de una gran casa y sus terrenos adyacentes, vistos desde arriba.
—La villa es parte de una finca privada, construida sobre una colina con vista a Caracas. La casa está construida sobre la colina y en parte excavada en ella, desde el garaje enorme, que en realidad está excavado en la roca en el subsuelo, hasta las habitaciones de la planta superior. Está en la fila de casas más alta, y por lo tanto más elegante, con sólo un tramo de matorrales corto y empinado por encima de ella, antes de llegar a la cresta que corre por la parte superior de la colina. Esta vista fue tomada desde ese terreno y se puede ver que se trata de un punto de observación muy práctico, que deberíamos usar.
Cross pulsó la tecla otra vez, y apareció la imagen granulada, tomada con zoom, de un enorme afroamericano, vestido con pantalones cortos de natación y una bata de toalla abierta, sentado a horcajadas en un sillón reclinable junto a la piscina, con un iPad en el almohadón entre sus dos muslos y un teléfono pegado a la oreja.
—No tengo que decirles quién es —dijo Cross—. La razón por la que Valencia pensó que era importante enviarme esta foto fue que Congo pasa mucho tiempo en el teléfono o en su iPad. En otras palabras, está en contacto con gente en el mundo exterior, y está hablando con ellos por alguna razón.
—Creo que tú eres la razón, Heck —aventuró Dave Imbiss.
—Ésa es una posibilidad, sí.
Luego aparecieron en pantalla tres fotografías de hombres de idénticos trajes negros editadas juntas en una sola imagen.
—Congo comparte la propiedad con tres grupos de personas —continuó Cross—. Los primeros son sus guardias de seguridad. Trabajan en turnos de tres a la vez: uno en los portones de entrada y dos patrullando los jardines. Estos hombres trabajan para una empresa de seguridad, por lo que no tienen ninguna lealtad personal hacia Congo. Están acostumbrados a que Congo esté ausente, por lo que se han vuelto muy laxos en sus procedimientos y Valencia dice que no parece que hayan mejorado mucho desde que Congo regresó. Por último, no están esperando problemas. Muchos de los residentes en estas propiedades están conectados con el gobierno de Venezuela, por lo que si algo les sucediera a ellos o a sus bienes, sería tomado muy en serio. Probablemente llamarían al Sebin —el Servicio Bolivariano de Inteligencia Nacional— la policía política que ha estado haciendo el trabajo sucio para todos los gobiernos de Venezuela, sean de derecha dura o de extrema izquierda, desde 1969. Y ningún delincuente de poca monta en su sano juicio querría meterse con ellos.
»Un último punto importante acerca de los guardias: están armados, pero sólo con pistolas, en lugar de algún tipo de armas totalmente automáticas. Resulta que las leyes de control de armas son sorprendentemente estrictas en Venezuela. Todas las armas de fuego, aparte de las armas de caza con licencia, están prohibidas para los ciudadanos privados. De modo que los guardaespaldas usan pistolas, y las llevan bien escondidas mientras la policía local hace la vista gorda. Veamos ahora el segundo grupo de personas en la casa: el personal doméstico.
Cross pulsó la tecla varias veces en rápida sucesión y fueron apareciendo una serie de imágenes de hombres y mujeres en diferentes uniformes.
—Hay alrededor de una docena en total: el ama de llaves, el chofer, además de varias criadas, cocineros, jardineros y el mecánico de automóviles, algunos de ellos residentes en la propiedad, otros sólo trabajan a tiempo parcial. Nuestro único interés en ellos será asegurarnos de que no se metan en nuestro camino.
—Entonces, ¿cómo vamos a hacerlo? —preguntó Paddy O’Quinn.
—Con sumo cuidado —le respondió Hector—. Esto no es como lanzarse a la carga en África, haciendo aterrizar un maldito avión de gran tamaño lleno de camiones y artefactos explosivos en el medio de la nada y disparando a cualquier cosa que se mueva. Vamos a estar operando en una casa custodiada en un barrio de lujo, en la capital de una nación occidental relativamente rica, sofisticada. Por lo tanto, sólo para empezar, no podemos hacer ingresar ningún tipo de armas en el país. De hecho vamos a estar completamente desarmados cuando rompamos el perímetro… Esto me recuerda algo que olvidé decir antes: hay un sistema de alarma, uno bueno: cámaras, sensores de movimiento, almohadillas de presión, botones de pánico y todo lo que hay que tener. La información de las cámaras televisión de circuito cerrado va a la casa del guardia. Todas las alarmas se conectan a los servicios de emergencia locales. Y una última cosa: todas las puertas de la casa tienen cerraduras con teclados de bloqueo, cada una con un código diferente, y nadie aparte de Congo conoce todos los diferentes códigos.
—Discúlpeme por repetirme —intervino O’Quinn—, pero una vez más: ¿cómo vamos a hacerlo?
Cross sonrió.
—Fácil. Así que acérquense, niños, y yo les voy a decir cómo…
Hector necesitaba tres hombres para el trabajo de Caracas, de modo que hizo un rápido viaje a Abu Zara, donde se encontraba la principal base operativa de Cross Bow: ida y vuelta en menos de veinticuatro horas. Habló con media docena de sus mejores hombres para decirles que estaba buscando voluntarios para una misión fuera de las normas, dejando muy en claro que se trataba de un trabajo de alto riesgo que podría terminar con cualquiera de ellos, o con todos, en la cárcel o bajo tierra. Más de una vez le preguntaron:
—¿Vas tras Congo?
No respondió a las preguntas, que era todo lo que los hombres necesitaban saber. Todos dijeron que estaban dispuestos, así que Cross lo echó a suerte y resultaron elegidos Tommy Jones, Ric Nolan y Carl Schrager, veteranos del Regimiento de Paracaidistas, de las fuerzas especiales británicas SAS y de los Rangers del Ejército de Estados Unidos, respectivamente. Se reservaron asientos en vuelos separados que los llevarían por tres rutas diferentes a Caracas. Se alojaron en diferentes hoteles, tal como iban a hacer Paddy O’Quinn y Hector.
Antes de regresar a Londres, Cross les dio un informe completo y muy preciso sobre lo que tenía en mente. En ese momento Valencia ya había logrado conseguir los planos originales del arquitecto del Château Congo. Los hombres recibieron copias en PDF y se les dijo que las memorizaran antes de salir de Abu Zara, ya que ninguno iba a llevar nada que pudiera relacionarlos con la propiedad. La noche de la operación ninguno iba a llevar identificación alguna.
—Si cualquiera resulta muerto en combate, tendrá que ser enterrado en una tumba sin nombre —explicó Cross sin rodeos—. Pero yo lo sabré, y me voy a asegurar de que sus seres queridos sean bien atendidos.
La última instrucción que les dio fue para asegurarse de que todos vistieran de negro, de pies a cabeza, para la acción.
—Es señalar lo más que obvio, pero no se lo pongan todo en el vuelo, ni lo pongan todo en la misma valija. No quiero que entren a Migraciones en Caracas con el aspecto de un maldito equipo SWAT. Usen una camiseta negra, empaquen los pantalones negros. Dije pantalones, Schrager.
—Pantalones y todo lo demás —bromeó Jones.
—Los pasamontañas irán en el equipaje de mano. Enróllenlos para que parezcan medias. Bien, ¿alguna pregunta?
Cross respondió algunas consultas sobre los aspectos prácticos del viaje a Caracas y cómo hacer contacto cuando llegaran allí. Hizo una lista de algunos artículos de equipamiento civil que debían ser llevados para su uso en la noche.
—Muy bien, caballeros —concluyó—. La próxima vez que los vea será en Caracas, la noche de la misión. Buena suerte…, y adelante.
El departamento de Duchêne estaba en el primero y el segundo pisos de una mansión en la Avenida de Breteuil, muy cerca tanto de la Torre Eiffel como de Les Invalides. Era un perfecto ejemplo de la elegancia y la sofisticación parisina. El edificio daba a una explanada amplia y arbolada que brindaba un delicioso espacio verde —césped inmaculado y caminos pensados para lentos y románticos paseos— y que corría junto a la avenida. Nastiya estaba en el borde de la explanada, a la sombra de los árboles, y observó durante unos minutos cómo el flujo de limusinas depositaba a los invitados de esa noche. Los hombres estaban en su mayoría vestidos con anónimos trajes y corbatas, aunque algunos destacaban sus inclinaciones intelectuales en el pelo un poco más largo, impecablemente peinado hacia atrás, con la frente despejada y cayendo sobre sus orejas, las camisas desabrochadas atrevidamente hasta la mitad del pecho y las bufandas de terciopelo drapeadas informalmente para proteger de los rigores invernales a esas cajas torácicas de mediana edad. Las mujeres, por supuesto, venían de dietas tan fanáticas y estaban tan cuidadas, peinadas y vestidas de alta costura como exigía París, la más dedicada a la moda de todas las ciudades.
Nastiya prestaba especial atención a las mujeres. Buscaba señales de la competencia: hembras solas, predadoras que podrían tener sus propias razones para querer seducir a un rico y hermoso líder africano exiliado. Después de haber hecho su evaluación, emergió de entre los árboles, caminó desde el otro lado de la calle y atravesó un arco de entrada iluminado por antorchas que conducía a un patio interior al que se abría la entrada principal del edificio. Una fila de invitados que esperaban ser admitidos se prolongaba hacia abajo por los amplios escalones de piedra que conducían a la puerta doble con ambas hojas abiertas. Estos estaban flanqueados por un par de guardias de seguridad vestidos de negro, con auriculares y, observó Nastiya, armas enfundadas debajo de sus chaquetas. Cada tanto, a algún invitado se le pedía, muy cortésmente, que fuera a un costado para ser cacheado. Justo en el lado de adentro de la puerta, dos agentes femeninas más estaban revisando todos los bolsos de las mujeres. Por último, otro par de mujeres más jóvenes y más bonitas ataviadas con vestidos de cóctel iguales controlaban los nombres y las identificaciones de los invitados para compararlos con los de una lista. Las muy visibles precauciones y medidas de seguridad no hacían más que aumentar el prestigio del evento. Ellas sugerían la presencia de algo realmente peligroso: una idea de libertad con la que el gobierno podría ser amenazado y contra la cual podía actuar. Y eso, ella lo sabía, sólo serviría para halagar a los invitados y hacer que se sintieran aún más audaces por asistir.
Nastiya avanzó y pasó por todos los controles hasta el vestíbulo con suelo de mármol blanco sobre el que se extendían alfombras persas de exquisitos diseños. La magnífica escalera que se elevaba desde un atrio hasta el primer piso era también de mármol, con una barandilla de hierro cuyo diseño era realzado con toques dorados. Los retratos familiares, iluminados por candelabros eléctricos, cubrían las paredes del atrio, como si se quisiera recordar a todo el que quisiera entrar en el departamento de Duchêne que ésa era una familia que podía rastrear a sus antepasados a través de los siglos y seguramente iba a perdurar por muchos siglos más por venir. Los camareros permanecían inmóviles al final de la escalera, cargando bandejas de plata con copas que burbujeaban y brillaban como una invitación. Nastiya tomó una y entró al salón principal. Todos los muebles, salvo unos sillones antiguos, habían sido retirados a fin de permitir el máximo espacio para que los invitados se mezclaran, charlaran, se admiraran a sí mismos en los paneles con espejos de cuerpo entero sobre las paredes con paneles de madera, o salieran por los tres pares de ventanas francesas a la terraza rodeada de balaustradas de piedra y calentada por calentadores de patio.
En el otro extremo de la sala se había colocado una pequeña tarima con un micrófono delante de la gran chimenea de mármol, que quedó flanqueada por un par de altavoces sobre pedestales. Nastiya acababa de completar su recorrido de toda la sala y la terraza cuando vio a un hombre, que ella sabía que tenía casi ochenta años, que subía a la tarima. Era Jérome Duchêne, el patriarca de la familia. «Ahora sé de dónde Da Cunha sacó su aspecto», Nastiya pensó para sí, pues Duchêne fácilmente habría podido pasar por un hombre apuesto de unos sesenta años. Todavía estaba bendecido con una cabeza llena de cabello plateado y era suficientemente delgado como para vestir un smoking de terciopelo azul oscuro con solapas de satén, camisa de seda blanca abierta y un estrecho pantalón negro. El hombre se acercó a la tarima, dio un golpecito al micrófono para comprobar si estaba encendido y, hablando en francés, dijo:
—Damas y caballeros, con gran placer y orgullo de padre les presento a mi nieto, Mateus da Cunha.
Hubo una discreta oleada de aplausos, seguidos de algo que parecía un suspiro colectivo cuando las mujeres de la sala vieron a su anfitrión. En parte se debió a la forma fluida, atlética en que caminó hacia la tarima. El traje y la camisa eran negros, pero su piel era de un perfecto color café con leche y sus facciones parecían combinar la fuerza de los rasgos africanos y el refinamiento de los países nórdicos para crear una mezcla perfecta: una visión de cómo iba a verse la humanidad después de la era del crisol de razas. Era alto y obviamente estaba en un perfecto estado físico que se advertía por debajo de su ropa perfectamente cortada. Pero había algo más que se hizo evidente en el momento en que miró a su alrededor y recién se subrayó cuando empezó a hablar. Era esa cualidad que puede ser llamada carisma, estrellato, liderazgo, incluso encanto, y que se resume en la capacidad de hacer de uno mismo, sin el más mínimo esfuerzo obvio, el centro de atención de todos, y al mismo tiempo persuadir a cada individuo, hombre o mujer, de que le está hablando directamente a él o ella, de que él está tan fascinado con ellos como ellos por él y de que el bienestar de ellos le importa más que el suyo propio. Da Cunha la tenía, y él lo sabía, y pronto todos los que estaban en la sala también lo sabrían.
Da Cunha extendió las manos, con las palmas hacia arriba, como si quisiera llegar a cada uno en la sala.
—Mis amigos…, mis queridos amigos…, primero, debo empezar pidiendo perdón. Aquí, en la capital de Francia, la ciudad de mi nacimiento, les estoy hablando en inglés. Es, lo sé, una traición imperdonable… —Mostró una sonrisa de disculpa casi tímida que provocó una oleada de risas—. Pero esta noche hay aquí personas de muchas nacionalidades y es un hecho muy probable, quizá lamentablemente, que el inglés sea el idioma que comparten.
«También», pensó Nastiya, «es el idioma en el que tu acento francés te hace más encantadoramente seductor.»
—Entonces —continuó Da Cunha—, gracias a todos por venir esta noche. Sólo por estar aquí ustedes están expresando su creencia en el sueño de un próspero país, pacífico e independiente, en Cabinda. Y es perfecto que estemos compartiendo este sueño en la ciudad donde nació el más grande de todos los gritos de batalla de los pueblos que anhelan ser libres: Liberté, égalité, fraternité! Esa libertad, esa igualdad y esa fraternidad son las que deseo para mi pueblo. Pero esas bendiciones no se pueden asegurar sin el apoyo del mundo exterior, un apoyo que es moral, político y…, sí, no puedo negarlo…, también financiero. De modo que, esta noche estoy anunciando la creación de la Fundación Cabinda, una organización sin fines de lucro que hará campaña por la causa de una Cabinda libre. La fundación llevará a cabo eventos para recaudar fondos y crear conciencia de la situación política en Cabinda, pero también, y más importante aún, para informar a la gente acerca de la hermosa tierra de mis antepasados.
»Ahora bien, yo sé lo que están pensando… —Da Cunha hizo una pausa, recorrió la sala con la mirada y de nuevo dejó que un atisbo de sonrisa jugueteara entre sus labios—. ¿Dónde diablos está Cabinda?
Esta vez la risa fue más fuerte, fue un estallido de alivio que él hubiera reconocido lo que todos, salvo los expertos en África, estaban pensando, y que los hubiera perdonado por ello.
—Yo se lo diré. Se encuentra en la costa oeste de África, a sólo cinco grados al sur del ecuador, rodeada de muchos países más grandes y más poderosos. Uno de estos países es Angola, que reivindica a Cabinda como su provincia a pesar de que en realidad no existe una frontera común alguna entre Cabinda y Angola. Esta realidad geográfica está apoyada por los precedentes históricos. Cabinda ha sido reconocida como una entidad distinta, separada de Angola, desde el Tratado de Simulambuco de 1885, que fue acordado entre el rey Luis primero de Portugal y los príncipes y gobernadores de Cabinda. El tratado también decía, y lo cito: «Portugal está obligado a mantener la integridad de los territorios que están bajo su protección».
»Por lo tanto, no estamos pidiendo algo nuevo. Estamos exigiendo al gobierno imperialista de Angola, y a toda la comunidad mundial, que reconozcan a una Cabinda que ha existido durante más de un siglo. Pues bien, es posible que ustedes se pregunten, ¿qué clase de lugar es este país del que, hasta esta noche, nunca había oído hablar? ¿Por qué debería importarme? ¿Qué razón puede haber para invertir dinero en este proyecto de Cabinda?
»Bueno, el mío es un país pequeño, pero produce setecientos mil barriles de petróleo por día, lo que genera ingresos suficientes para proporcionar una renta de cien mil dólares al año por cada hombre, mujer y niño del país. Piensen en las casas, las escuelas y los hospitales que podrían construirse para esa gente. Piensen en el agua limpia que podrían beber y en las carreteras, el aeropuerto, la red de telecomunicaciones que se podrían construir para su beneficio y el de los visitantes e inversores extranjeros.
Una vez más, Da Cunha hizo una pausa para observar la sala, pero esta vez no fue para producir un efecto cómico.
—Y consideren esto: un estado-nación que tiene una población de alrededor de cuatrocientos mil habitantes y un ingreso de cuarenta mil millones de dólares no necesita recaudar impuestos sobre la renta, impuestos sobre las ventas o impuestos a la propiedad de sus ciudadanos, o de cualquier otra persona. Y a cualquier persona a la que le guste tumbarse en una playa soleada le digo que es también un país con un clima tropical, con cien kilómetros de costa virgen y ningún desfase horario para cualquier persona que vuele desde Europa, pues la hora de Cabinda sólo atrasa una hora respecto de la de Europa Central.
»Mis amigos, estoy hablando de un Dubai con precipitaciones y exuberantes bosques verdes, o de un Montecarlo con petróleo. Se trata de Cabinda, y espero, y creo, que el futuro y prosperidad de ese país será el futuro y prosperidad de ustedes. Y ahora, damas y caballeros, por favor, levanten sus copas y brindemos…, ¡por una Cabinda libre!
—¡Por una Cabinda libre! —respondió el coro de voces mientras un cálido aplauso estallaba en toda la sala.
Da Cunha disfrutó del éxito de su discurso por un momento y luego dijo:
—Tenemos la suerte de tener un número de respetados miembros de la prensa aquí esta noche. Me va a encantar responder un par de preguntas. Pero sólo unas pocas. Ésta es una ocasión social, después de todo. Así que si alguien quiere preguntarme algo, ésta es su oportunidad.
Este fue el momento de Nastiya. Si podía en ese momento atraer la atención de Da Cunha y despertar su interés, podría evitar todo el proceso de llegar a conocerlo personalmente. Pero para conseguirlo tenía que ser la última persona a la que él le hablara, y por lo tanto la más fresca en su mente. Así que ella no hizo nada mientras una mujer de aspecto serio, ubicada directamente delante del estrado, levantó la mano y dijo:
—Pascale Montmorency, de Le Monde. Mi pregunta para usted, monsieur Da Cunha, es la siguiente: durante muchos años FLEC-FAC, la organización a la que usted representa, tal como hizo su padre antes, apoyó el uso de la violencia como un medio para obtener la libertad de Cabinda. ¿Qué opina personalmente sobre la cuestión de la acción violenta?
Da Cunha había hecho un par de gestos reflexivos, agradecidos mientras se hacía la pregunta. Y su respuesta fue:
—Me atengo a mi creencia personal en la búsqueda del cambio por medios pacíficos y políticos, por lo que no abogo por la violencia. Pero entiendo que cuando las condiciones de vida son intolerables, entonces, algunas personas se sienten impulsadas a luchar por su libertad. Así ha sido durante siglos. Fue el caso del pueblo de Francia cuando se levantó contra la Casa de Borbón en 1789 y cuando resistió a la ocupación nazi de su país durante la Segunda Guerra Mundial. Así que no voy a condenar a aquellos dentro de mi país que desean luchar ahora, pero les aconsejo que sus acciones sean proporcionadas y nunca deben ser dirigidas a gente inocente. Eso no puedo tolerarlo.
Un hombre sin afeitar con un raído traje de pana y corbata suelta se presentó como Peter Guilden del Daily Telegraph de Londres y luego dijo:
—¿No es eso otra forma de decir que usted no quiere ensuciarse las manos, pero no le importa si otra persona lo hace por usted? Sin duda, no se puede aspirar a persuadir al gobierno de Angola que regale la provincia más valiosa de todo su país, simplemente por la fuerza de los argumentos.
Nastiya se dio cuenta de que la pregunta irritó a Da Cunha, pero el destello de ira en sus ojos fue reemplazado rápidamente por el humor al responder suavemente:
—¿Cómo es que un país tan educado como Gran Bretaña puede producir una institución tan grosera como la prensa británica?
Guilden insistió, haciendo caso omiso de las risas a su alrededor.
—No somos groseros, señor Da Cunha, simplemente somos independientes. Como amante de la libertad, sin duda usted respeta eso.
—Hasta cierto punto —respondió Da Cunha con un encogimiento de hombros y un gesto muy francés en los labios, lo que provocó más sonrisas de la audiencia—. Pero para responder a su pregunta original, no creo que la acción violenta sea un requisito esencial para un cambio de régimen, o para la independencia nacional. Creo que llega un momento en que la injusticia de la situación se vuelve intolerable para todo el mundo y el cambio es entonces la única posibilidad. La violencia no terminó con el apartheid en Sudáfrica. El Muro de Berlín cayó sin que se disparara un solo tiro. Y ni Sudáfrica ni Alemania Oriental tenían petróleo, el cual, como todos sabemos, tiene una manera de hacer que Occidente preste atención… La última pregunta, por favor…
Este fue el momento de Nastiya. Puso su más deslumbrante sonrisa en el rostro, levantó la mano, rogó que Da Cunha la viera y se sintió aliviada al descubrir que también ella todavía podía atraer la atención cuando quería.
—La dama de allí, la del vestido verde —dijo Da Cunha, mirando a Nastiya directamente a los ojos.
—Maria Denisova —se presentó, devolviéndole la mirada—. Perdóneme, señor Da Cunha. No soy un miembro de la prensa, pero tengo una pregunta para hacerle.
Él le dirigió una sonrisa encantadora, mostrando unos dientes blancos deslumbrantes, perfectos y Nastiya pudo sentir realmente las miradas femeninas cargadas de envidia que se clavaban en su espalda cuando Da Cunha dijo:
—Estoy orgulloso de mi sangre de Cabinda pero también soy medio francés y es absolutamente imposible para mí rechazar el pedido de una mujer hermosa. Por favor, madame, haga su pregunta.
—En realidad, soy mademoiselle —ronroneó Nastiya, flirteando sin la menor vergüenza y provocando todavía más rabia silenciosa.
—Todavía más imposible para mí decir que no, entonces.
—Muy bien. Mi pregunta es la siguiente: usted es el líder del movimiento político por la libertad de Cabinda y el creador de la Fundación Cabinda. ¿Podemos suponer, entonces, que va a ser el primer líder de la Cabinda libre? Después de todo, usted se va a meter en tantos problemas en nombre de Cabinda, que eso sólo sería natural.
Efectivamente, Nastiya había acusado en la forma más dulce posible a Da Cunha de querer dar un golpe de Estado, y pudo sentir la tensión repentina en la sala y, por segunda vez, el gesto de ira reprimida fue seguido rápidamente por un humor aparentemente alegre.
—¡Qué pregunta! —exclamó Da Cunha—. ¿Está segura de que no es realmente una periodista inglesa? —Dejó que las risas se acallaran antes de continuar—. Le voy a responder de esta manera: no soy un príncipe en el exilio, en espera de ser aclamado por su pueblo. Soy un hombre que sueña con llevar la libertad y la democracia a la patria de la que durante mucho tiempo ha sido excluido. Por esa misma razón debo aceptar la voluntad del pueblo de Cabinda. Si llegaran algún día a elegirme para conducirlos, ése sería el mayor honor que jamás podría recibir. Si no lo hacen, entonces el hecho de saber que les ayudé a obtener el derecho a elegir será suficiente recompensa. Benjamin Franklin nunca fue presidente de Estados Unidos, pero su lugar en la historia es tan seguro como el de los que sí lo fueron. Sería un honor ser el Benjamin Franklin de Cabinda.
Era una marca de su arrogancia que Da Cunha pudiera compararse con uno de los padres fundadores de Estados Unidos, y una prueba también de su carisma el hecho de que su audiencia respondiera con un caluroso aplauso. Da Cunha inclinó la cabeza en señal de agradecimiento. Luego bajó de la tarima y caminó directamente hacia Nastiya.
—¿Está segura de que no es una periodista? —preguntó él con otra sonrisa deslumbrante, calculada para hacer que cualquier estómago femenino sintiera algún revoloteo.
—Sin la menor duda —respondió Nastiya, recordándose que ella era igualmente experta en manipular al macho de la especie—. Pero admito que tenía un motivo para hacer mi pregunta.
—¿Aparte de atraer mi atención?
—Tal vez. —Nastiya se encogió de hombros e hizo un mohín muy propio de ella.
—Entonces ¿cuál fue el motivo?
—Fue una cuestión práctica, empresarial. —Las palabras y su tono sencillo, sin complicaciones no fueron lo que Da Cunha había estado esperando—. Como informé a su oficina, actúo como representante y asesora de una serie de personas muy ricas. Mi trabajo consiste en buscar oportunidades interesantes de inversión, como la obra de un artista joven que está a punto de convertirse en una estrella, o una propiedad que no está oficialmente en venta pero cuyo propietario está dispuesto a escuchar ofertas…, o un país que todavía no existe, pero que podría significar mucho dinero para cualquier persona lo suficientemente audaz como para apoyarlo desde el principio.
—¿Y usted quiere saber si soy una inversión segura?
—Exactamente. Mis clientes necesitan saber que usted va a estar en una posición que le permita cumplir sus promesas una vez que Cabinda sea libre. Ellos no quieren que otra persona llegue y diga: «Lo siento, no hay trato».
—¿Alguien que no les deba nada, quiere decir?
—Esa es una manera de decirlo. Por lo tanto, mi pregunta sigue siendo: ¿qué garantía puede dar usted de que va a lograr la independencia de Cabinda, o que va a dirigir al nuevo país una vez que obtenga su libertad?
—Mmm… —Da Cunha hizo una pausa, y Nastiya pudo ver que por una vez no estaba actuando ni tratando de crear un efecto particular. Estaba evaluando realmente hasta qué grado debía él tomarla a ella, y a sus potenciales partidarios, en serio—. Ciertamente ésas son preguntas importantes —dijo finalmente—, y merecen respuestas serias. Debo atender a mis otros invitados ahora y mañana tengo el día ocupado con varias reuniones con potenciales simpatizantes. Lo mismo pasado mañana. Así que tal vez sea posible que me acompañe a cenar, dentro de dos días, y yo haré todo lo posible para darle las respuestas correctas.
—Esa me parece una idea muy agradable. —Nastiya sonrió, sólo para hacerle saber que ella no era sólo una mujer de negocios, y Da Cunha respondió del mismo modo.
—Entonces hasta la cena de ese día —dijo él.
Así como la capital de México es Ciudad de México, también la capital de Cabinda —de hecho, su única ciudad importante— también se llama Cabinda. Se levanta sobre un promontorio que se adentra en el Atlántico como un pulgar raquítico. Jack Fontineau estaba en Cabinda desde hacía menos de un mes y ya estaba tan harto del lugar que hacía todo lo que podía para no salir de su sofocante oficina —donde un único ventilador antiguo, demasiado viejo y decrépito para girar a cualquier velocidad, era lo único que movía el aire, y ni pensar en enfriarlo— para dirigirse al espacio plano sucio y polvoriento salpicado de contenedores oxidados y viejos cascos de barco que servía como área de embarque, hacia el único muelle cuya longitud permitía que barcos de cualquier tamaño pudieran atracar, y zarpar derecho hacia el mar infestado de tiburones.
Eran las diez de la noche, lo que quería decir las cuatro de la tarde allá en el hogar, en Houma, Louisiana, donde su oficina en Larose Oil Services, su Chevy Silverado y la casa que compartía con su esposa Megan y sus tres niños no sólo estaba fresca por el aire acondicionado, sino, maldita sea, estaba cerca del congelamiento. Jack podría estar allá en ese momento si no hubiera sido lo suficientemente tonto como para aceptar lo que su jefe Bobby K. Broussard le juró que era no sólo una promoción, sino también una gran oportunidad.
—Vete al África, es la nueva frontera —había dicho el bastardo mentiroso—. Queremos que armes nuestra oficina en Angola.
Jack conocía a algunos muchachos que habían trabajado cerca de Luanda, y le dijeron que estaba bien. Que había hoteles bastante buenos, clubes de playa, bares donde se podía conseguir cualquier tipo de bebida alcohólica importada que uno quisiera. Por supuesto, los precios eran una locura, pero ¿qué importaba cuando uno tenía una cuenta de gastos? Pero Jack no fue enviado a Luanda. No, B. K. se había enterado de que la mayor parte del petróleo de Angola estaba en el norte, frente a las costas de Cabinda. Así que si Larose Oil Services podía entrar en Cabinda antes que las otras compañías que brindaban servicios para plataformas en el mar, tendrían un mercado cautivo. Fue recién cuando Jack llegó a Cabinda que descubrió que había una razón por la que todo el mundo estaba todavía en Luanda. El lugar era un basurero. La mayoría de las casas eran apenas poco más que chozas, y un edificio de tres pisos con ventanas de metal oxidado y pintura sucia que se despegaba de las paredes laterales semiderruidas era la idea local de un «complejo de oficinas de lujo».
En cuanto a administrar una operación seria para atender las actividades offshore, lo mejor era olvidarlo. El gobierno tenía planes para un puerto nuevo y lujoso y una terminal petrolera en la costa a unos cuantos kilómetros de la ciudad. Habían preparado un sitio web con mapas que mostraban dónde estarían los muelles de aguas profundas, las dársenas de reparación del equipo de perforación y los almacenes. Pero todavía tenían que empezar a mover aunque más no fuera una sola pala en el suelo, o empezar a poner el cemento en algún ladrillo encima de otro. En esos lugares un hombre podía morir de viejo esperando que las cosas se hicieran. Olvídense del «mañana» hispano, eso era demasiado pronto para el típico hombre de Cabinda. Pero Jack no podía hacerle entender eso a la gente allá en las oficinas centrales, como tampoco podía hacerles entender que él estaba seis horas adelantado respecto de la hora de Luisiana, que era la razón por la que había acabado por comenzar su jornada de trabajo alrededor de la hora del almuerzo para permanecer en el trabajo hasta las once de la noche, o incluso la media noche, sólo para poder estar en el extremo de la línea cuando alguien trataba de llamarlo. Además era un poco menos caluroso trabajar por la noche, lo cual era una ayuda.
Así que en ese momento se preparaba para otra llamada de la oficina central en la que iba a tratar de explicar por qué no estaba ni remotamente cerca de ponerse en contacto con sus nuevos objetivos de negocio para el trimestre y rogaba que hubieran enviado ya a algún otro incauto para tomar su lugar, incluso si eso significaba ser despedido. Eso era mejor que salir de paseo fuera del final del embarcadero.