Trompe-l’oeil 5
Me desperté a las tres de la mañana. Aún en medio de la pesadilla, en un intenso esfuerzo por moverme y con un balbuceo atragantado, quería preguntar quién estaba en la almohada, casi encima de mi nuca. Sabía que necesitaba hacer la pregunta para liberarme de un peligro. No eran tan frecuentes, pero más de una vez asusté a Inés con esas frases entrecortadas traídas de las regiones del sueño. Quizás, y como parte adicional a la incongruencia de la trama, cuando recuperé la conciencia y pude moverme, confirmé que me encontraba en mi habitación, con la luz encendida como la acababa de ver en el sueño. La última escena de la alucinación se mantuvo y de inmediato vinculé la criatura invisible que se había trepado a mi cama con el primer animal doméstico disecado que había visto, en mi último año en el colegio. Apagué la luz y me reacomodé.
Había sido además el primer ejemplar de lo que más adelante conocería como una de las perversiones de la taxidermia, cuando los animales mal montados y trabajados sin ninguna técnica clínica, anatómica ni veterinaria se transformaban en las imágenes aterradoras que la gran mayoría le adjudicaba a la profesión, un oficio espeluznante de disecciones practicadas por sádicos solitarios. Llevaba muchísimo tiempo sin tener una reminiscencia, ni voluntaria ni involuntaria, de la anécdota, aunque había sido sin duda el hecho inicial, y parte de una prolongada secuencia de experiencias, que había marcado mi futura relación con los animales y, en particular, con mi decisión de trabajar en el taller y después heredarlo. Y ahora que volvía a repasar la historia, imaginé que podía interpretar la pesadilla en relación con mi próximo encuentro con Saturno y su dueño.
Todo empezó con una petición absurda por parte del profesor de Biología quien, para el trabajo final, ordenó que lleváramos un animal disecado. No recordaba que ofreciera ninguna indicación o directriz básica y nunca dejé de pensar que se había tratado de una broma a manera de retaliación contra un grupo de alumnos que jamás se habían tomado en serio su clase. En la oscuridad de la habitación vi con nitidez el cuerpo del gato gris con el que apareció Amador, el compañero con el que haríamos la taxidermia y mi mejor amigo en esos días. Saturado de formol y con dos canicas como ojos, conseguimos acomodarlo sobre una tabla ayudados por un par de ganchos metálicos de ropa. Todavía hasta esa noche estuve seguro de que mi papá nunca se enteró del desastre biológico armado en un salón del colegio, al que se sumaron, recordé, palomas y ranas enganchadas y clavadas en pedazos de madera, en un muestrario de una insensatez que sin duda ilustraba una viciada pedagogía sobre la relación brutal con los animales domésticos o con los que atrapaban en la calle.
Sin embargo, el vínculo más profundo con la pesadilla que acababa de tener no se limitaba a esa tarea absurda que practicamos con el gato, al final de una tarde, en mitad de un potrero cercano a la casa, que sin yo saberlo vaticinaba mi oficio futuro, sino con algunos de los días en esos años de mi amistad con Amador. Hasta que nos graduamos del colegio pasé todas las vacaciones de mitad de año en la finca de los papás de Amador. Recordé la casa inmensa, las caballerizas vacías, un lago donde había cisnes y patos y, sobre todo, un número de gatos que caminaban por entre las piernas de mi amigo.
Un rincón que siempre me pareció bendecido por la luz del sol. En las últimas vacaciones que pasé allá, antes de que la familia se trasladara a la costa, Amador ejecutó frente a mí el primero de sus actos de dominio sobre los gatos. Sucedió en el lago y lo repitió un par de veces. Aún estaba convencido, con todo el tiempo transcurrido desde esas últimas vacaciones, de que no había una crueldad calculada en esa especie de ritual que me enseñó Amador. De un momento a otro levantó uno de los gatos, se lo acomodó en el cuello y empezó a caminar de un lado a otro, por entre los caminos de un pequeño bosque en la parte trasera de la casa. Ya no sabría si hablábamos o si yo simplemente lo seguía en silencio. El caso fue que, cuando regresábamos a la orilla del agua, Amador tomó el gato por debajo de las patas delanteras y lo lanzó al centro del lago.
Vi, sorprendido, que el animal, después del vuelo en el aire y de sumergirse un par de segundos, regresaba a la orilla, se sacudía y volvía donde Amador, que de inmediato lo levantaba y le frotaba con fuerza el cuerpo. Después cogió otro y reprodujo los mismos pasos; después otro. Ninguno de los gatos opuso resistencia.
Me pregunté si Amador continuaría con ese aspecto de muchacho desvalido, que parecía moverse por el mundo sin preocuparse por los demás. Si seguía practicando ese otro truco que hacía algunas tardes en su cuarto y al que asistían también sus dos hermanas, siempre con la risa nerviosa mientras observaban cómo se desplazaba el gato sobre las cuerdas que Amador tensaba entre las paredes, sin nunca perder el equilibrio, al borde de quedar inmóvil. Yo sospechaba que el animal avanzaba como en un sueño, en un letargo que le transmitía Amador minutos antes, acariciándolo con un ademán firme de la mano sobre el lomo. Ellas dos y yo fuimos sus únicos espectadores.
Por lo general, después de esos actos que aun con el paso del tiempo consideraba mágicos, traídos por Amador de quién sabe qué clase de trances o ensoñaciones, encendíamos la casetera y escuchábamos concentrados, sin hablar y durante horas, una especie de banda sonora que armonizaba a la perfección la hipnosis que acabábamos de experimentar, potenciándola más allá de las imágenes de los gatos, y en la que podían combinarse John Coltrane, Ten Years After o Ray Barretto; armonías y ritmos que no me habían abandonado e incluso solían acompañarme de vez en cuando en el taller, en algún momento especial frente al montaje de un nuevo pájaro.
¿Cuál habría sido el porvenir de alguien con ese talento para trastocar el orden y la credulidad de quien lo observaba con gestos invisibles? ¿Se dedicaría a otro oficio tan caprichoso como el mío? ¿Sería mago? Nunca supe nada más de Amador desde que se fue de Bogotá.
De entrar al taller, no creía que lo sorprendieran mis incursiones con las aves, otra manipulación también fantástica, como las suyas en el pasado, fraguadas por primera vez en un potrero. Nada raro que Amador fuera el auténtico espectador que yo buscaba.