Íbamos ya hacia el sur, en dirección a la salida de Bogotá, cuando Gustavo recibió una llamada. Saludó, dio los buenos días y, después de un sí señor, redujo de inmediato la velocidad, hizo un giro a la derecha en la esquina siguiente, se detuvo y apagó la camioneta. Bajó y desapareció hacia la parte de atrás, como si no quisiera que yo lo observara ni escuchara la conversación. A los pocos minutos de salir de la casa le había preguntado sobre la hacienda, después de comentarle que estaba en una región que desconocía casi por completo. Gustavo me comentó que había nacido en un corregimiento cercano a la casa y desde muy joven trabajaba con don Augusto, el dueño de Saturno, y con sus dos hijos. También su mamá y dos hermanos menores estaban contratados como trabajadores en el tema de la palma africana y el hato. Cuando empezaba a contarme de los años en los que la guerra los había desplazado, con varios familiares muertos y desaparecidos, sonó el teléfono.
Mientras esperaba, busqué en el celular la ubicación del lugar que había mencionado Gustavo, Los yarumos, pero no encontré nada. Cerré los ojos y recosté la cabeza en el vidrio de la ventana. Finalmente no había dormido más de tres horas, abriendo los ojos entre sobresaltos. Recordé el breve cruce que tuve con Inés unos días atrás en la calle, por los lados del supermercado. Vivíamos por el mismo barrio. Iba acompañada por la persona con la que convivía hacía ya más de dos años. Se veía más linda que antes, con seguridad de nuevo feliz. Me alegré de que pudiera moverse en paz y confianza, alejada de la marea desordenada sobre la que gravitó nuestra última temporada. Yo también, de una manera distinta, encontraba algún tipo de sosiego, aunque había periodos en los que echaba muchísimo de menos los doce años juntos y durante horas quedaba instalado en una zona sentimental enrarecida, por la que me movía con desánimo, seguido en silencio por Sombra. Algunas noches, cuando caminaba de regreso a la casa y veía las luces de su apartamento encendidas, me cruzaba por dentro cierto entusiasmo un poco tonto. Me preguntaba si ahora, en su valoración final, se decantaban solo los días nocivos, si echaría de menos el placer y la fácil destreza con la que encajábamos los cuerpos y, claro, las escenas de los dioramas y los gabinetes.
Para no elaborar más, decidí marcarle a Jorge.
—Cuénteme Ricardito.
—Nada. ¿Cómo va? ¿Le han servido las fotografías del caballo?
—Sí.
—Este fin de semana traigo más.
—Listo.
—Sobre todo de la cabeza.
—Claro, muy bien.
—Me dijo Rubén que había conseguido unos estudiantes que nos pueden ayudar.
—Buenísimo.
—Parece que hay un par que también saben esculpir en madera y resina.
—Todo va a salir bien.
—Cuando llegue, le marco de nuevo y le voy contando.
—¿Ya salieron de Bogotá?
—No. Ahora estamos estacionados. No sé. El conductor está conversando por el celular.
—Quédese tranquilo con lo del caballo. Yo sí creo que podemos hacerlo.
—Sí. Tal vez.
—Si toma bien las medidas no habrá problema.
—Sí, claro.
—El molde será lo de menos.
—A veces pienso que sería buena idea proponerle que importe uno. Ya sabe, como los que hemos visto, esos de la fábrica en Colorado.
—Sí. Pero mejor veamos aquí primero.
—También miro aquí, cuando llegue a la finca, cómo sería lo de los tiempos. El traslado y todo lo demás. Supongo que habrá que volver y empezar a trabajar muy pronto.
Jorge no dijo nada más y pareció esperar a que me despidiera. Nuestras conversaciones siempre habían sido cortas, sobre todo desde la muerte de mi papá.
—¿Cómo ve lo de los pájaros? —decidí preguntarle.
—Ya le dije. Valdría mucho la pena que les siga trabajando.
—Sí. Es verdad.
—Están quedando muy bien.
—Cuando regrese a Bogotá lo miramos con más calma.
—Sí.
—Y lo de los dioramas.
—Están muy bonitos.
A Jorge lo habían emocionado mucho las propuestas de Inés. Recordé que, en esos mismos días, me insistía en que tenía que ahorrar para regresar a Nueva York y pasar varios días en el Museo de Historia Natural. Quedarme más tiempo en Hoboken, donde mi hermana.
Hubo otro silencio y vi por el rabillo del ojo que Gustavo se acercaba.
—Bueno. Hablamos más tarde. Le mando un mensaje cuando llegue.
—Cuídese por allá Ricardito, no se preocupe, ya sabe que puedo quedarme esta noche en la casa. Voy a estar en el taller y aprovecho para revisar herramientas y limpiar todo de nuevo.
—Gracias Jorge.
Pude agregar que si este trabajo no funcionaba tendría que cerrar el taller. No habría marcha atrás. De alguna forma, los dos éramos los custodios de una memoria que estaba a punto de desaparecer, en una lenta caída libre. Pero eran frases sentimentales frente a las que, con seguridad, Jorge no desearía comentar nada. Lo único cierto era que lo había llamado para proponerle una transgresión; un engaño con el que no estaba de acuerdo, así no lo verbalizara. Con su experiencia, vería en la promesa de Saturno un éxito de una fragilidad más que evidente. En sus respuestas simples y tranquilas, con ese diminutivo que le aplicaba a mi nombre, como si nos separaran muchos años a pesar de tener casi la misma edad, identificaba la evidencia de mi ingenuidad, bajo un sesgo que lo emparentaba con el profesor Legod.