Observé el animal durante un rato largo, en silencio. Como parte de una rutina aprendida con mi papá en las primeras sesiones que tuvimos, trataba de hacerme una imagen del hábitat de donde lo habían expulsado a la fuerza. Venía del noroeste de Bahía, una región que suponía extraordinaria en su diversidad, con selvas tupidas y agua dulce por todas partes. Sabía que, como muchos guacamayos, era un excelente volador, con un pico gris muy poderoso y, según algunas estimaciones anatómicas que hicimos con Rubén y otros expertos, calculamos que era un macho de entre doce y quince años. Por fortuna, tenía casi todas las plumas intactas, una talla de ochenta y la combinación de los azules claros y los azules fuertes, con visos casi violetas, más las marcas amarillas en la cabeza y alrededor de los ojos que le imprimían la presencia de un ave sagrada.
Jorge me había ayudado en la limpieza, en el lavado de las plumas y había conseguido moldear el cuerpo casi a la perfección. Acomodado sobre una base de fomi, me había levantado desde la madrugada para continuar con varios de los retoques y el ajuste del tono perfecto en la paleta para trabajar en los círculos de los ojos. Aún no estaba completamente seguro de si la pose final sería con las alas del todo desplegadas o no. Durante la noche anterior había manipulado el cuerpo de una postura a otra.
Estaba muy contento y satisfecho con el peso que habíamos logrado darle después de las suturas finales y, como hacía mucho tiempo, me emocionaba sentir que la estructura estaba viva, óptima para la postura que quisiera darle. Hasta ahora me guiaba la convicción secreta de que si descubría el movimiento del cuerpo vivo, su postura en el aire, la que tendría en libertad, cumpliría, una vez más con la regla de oro de Legod, la correcta ecuación que vinculaba el valor de la anatomía con el movimiento. Cuando finalmente terminé los bocetos en papel decidí que lo montaría en una peana de madera, con las alas apenas desplegadas, como resultado de un estremecimiento pasajero; un gesto involuntario que le daría el ademán indiscutible de un cuerpo vivo. Mientras me duchaba para salir, entendí que una idea siempre me había acompañado, silenciosa, en este último par de días concentrado en el guacamayo: que el dueño de Saturno no pondría ningún reparo en pagar el precio que yo decidiera adjudicarle.
Después de salir del supermercado caminé otro rato para aprovechar el calor del mediodía. ¿Dónde había leído que caminar era una práctica propicia para alimentar la lucidez? Podría tratarse de una frase escrita en el cuaderno. Robada de algún libro. Seguía con la imagen final, perfecta, del guacamayo en la cabeza. En los días finales, cuando estábamos por ahí relajados, una noche después de ver una película, le comenté a Inés que me habría gustado tener la suficiente capacidad de imaginación para narrar las cosas que me sucedían, o mejor, las que imaginaba; saber sobre el manejo y la combinación de las palabras para dejar un registro donde después pudiera reconocerme; donde quedaran inventariados también nuestros distintos ritmos de vida en una ciudad como esta y en un país como este, en el que, simultánea a nuestra pretensión de revelar algún tipo de belleza, no dejaba de asustarnos la insensatez generalizada como intoxicación irradiada durante generaciones. En esa ocasión Inés permaneció en silencio. Nunca supe si fueron frases que simplemente le pasaron como ecos de un viento, semejantes a las que rodearían a las aves inmóviles en el taller.
Era sábado y decidí almorzar en Los burritos japoneses, el restaurante vegetariano que quedaba en el parque cerca a la casa. La dueña, una mujer joven, madre de un niño de unos cinco años que a veces andaba por ahí de un lado a otro del patio, se divertía con las esporádicas anécdotas que le traía yo sobre el mundo de la taxidermia. Si recordaba bien, en la última oportunidad, unas semanas antes, habíamos hablado de Hirst, de la exposición que había montado con animales en una solución de formaldehído. Ninguno de los dos sabía muy bien qué opinar sobre estas obras, si tenían que ver o no con un juego perverso.
El recuerdo me llevó a pensar en la accidental sincronía que se había establecido entre el cuerpo de Saturno y el mío. Al fin y al cabo, se trataba de una inmersión doble, aunque en direcciones opuestas. Según los resultados que arrojara el TAC, la neumóloga entraría en mi pecho para iniciar un tipo de persecución por capas, como en la auscultación de una de las imágenes inventadas por Stubbs y que, según la suerte que me acompañara, afectaría mi manera de funcionar de ahí en adelante. Yo, mientras tanto, empezaría a abrir el caballo para vaciarlo de todo lo que lo mantuvo vivo.
Cuando la mujer me trajo el café y la cuenta, preguntó cómo me iba con los pájaros. Inventé que tenía un cliente nuevo, interesado en una serie de guacamayos. Pensé que si me quedaba otro rato y esperaba a que no hubiera nadie más en el restaurante, podría relatarle el paso a paso en la reconstrucción de las aves, pero no desde una simple secuencia técnica del oficio, sino desde la reinvención de un cuerpo en apariencia ausente; la metamorfosis ilusoria bajo una reorganización morfológica traída de la muerte, con la delicada inmersión de las plumas en una solución química casi mágica, el lento secado, la disposición final del cuerpo montado sobre una peana o bajo un domo de vidrio reluciente.
Me levanté convencido de que ella me escucharía sin hacer comentarios, pues todo ese posible relato era un ruido de fondo inofensivo, una distracción sentimental. De regreso a la casa, cuando entré de nuevo al taller para continuar con el montaje, recordé que, en alguna de esas conversaciones espontáneas, mientras cargaba al hijo que se había quedado dormido en su regazo, me confesó el deseo de buscar vida en otro país. En realidad, habló de varios países, casi todos ubicados por la parte norte de Europa central, en esa especie de franja del frío persistente al borde del mar Báltico. Países como Dinamarca, Suecia, Finlandia, donde, además, los habitantes, habían alcanzado una medida ideal para la felicidad, el orden y la seguridad, así nunca ninguno viera cruzar por el cielo un real guacamayo jacinto.
La cita para el TAC de tórax había quedado programada para el lunes siguiente en la mañana. Con cierta impasibilidad entendí que todos los cuidados, todas las peticiones, las interpretaciones y, claro, los sobresaltos que originara la lectura de los resultados y las imágenes los tendría que hacer en solitario, sin acompañante. Como tantos otros pacientes, nuevos y viejos.