Salí temprano de la casa con la decisión de caminar hasta el centro médico. Estaba más cerca de lo que supuse y llegué con bastante tiempo de anticipación. Llevaba el libro que me había dejado Raquel de regalo, el breve diario de un viajero involuntario que, sin ninguna razón específica ni filosófica ni social, decidía pasar un año en una región de los Apeninos. Me había emocionado la manera en que lo había descrito Raquel, como un registro sencillo de lo que le dictaba la naturaleza a un hombre solitario que, sin ninguna otra pretensión que la escritura, buscaría describir de la manera más poética posible los vaivenes o las incertidumbres que le trajeran los días; la belleza simple que le mostraran las nubes y los árboles. Pensé que una que otra página de ese librito me ayudaría a entender esta especie de metamorfosis generalizada en la que me internaba, en la que además no comprendía el orden impuesto por unas leyes corporales nuevas y sin una compañía cercana.
Al ingresar a la sala de espera —en realidad un espacio abierto, amplio, con dos bancos largos enfrentados— no encontré a nadie, a ningún otro paciente. De vez en cuando pasaban trabajadores y enfermeras por los dos corredores paralelos. Para darme ánimos, inventé que el hecho de ser todavía el único sentado en el espacio de las dos bancas se trataba de una buena señal; como si la física que pronosticaba posibles males detuviera un poco su aceleración. Unos minutos más tarde escuché mi nombre, y la enfermera que me atendió recibió la copia de mis últimos exámenes y me entregó un volante y un formulario. En el primero, había una breve descripción del procedimiento, y en el segundo, un consentimiento que debía firmar. Intenté leerlo con atención, pero solo me detuve en la definición del material de contraste que me inyectarían por vía intravenosa y que podría ocasionar un calor súbito.
Se lo entregué de vuelta y me preguntó si venía con alguien. Ante mi respuesta negativa, sonrió y me informó que en un momento me llamaría al encargado del procedimiento. Cuando volví a la banca, me encontré con una mujer de mediana edad, sentada en la silla de enfrente, revisando la pantalla del celular. Los dos cruzamos un mismo gesto de saludo. Intenté concentrarme en las primeras páginas del libro que llevaba, pero tenía que repasar una y otra vez cada línea para entender lo que leía. En un momento miré de reojo a la mujer, sentada en diagonal, la pierna cruzada, y me sorprendió encontrar en este espacio a alguien que irradiaba una salud y una belleza tan evidentes que contradecían cualquier presencia frágil o perniciosa que también la acosara internamente. Vi que revisaba con atención unas hojas de lo que serían resultados de algún examen. No parecía alarmada.
Había dormido muy poco, pero estaba tranquilo, pues, en realidad, y a pesar de la extrañeza de la atmósfera que me rodeaba, aún no había hecho una verdadera interpretación como tampoco una investigación más profunda de la marca que habían identificado en el lóbulo. La única información con la que quería quedarme por ahora era la de los rayos X y las observaciones de la neumóloga. No deseaba buscar especulaciones adicionales y anticipadas sobre las posibles enfermedades y los tratamientos que se avecinaban.
Escuché mi nombre y, después de dejar parte de la ropa en un pequeño vestier, pasé a la sala y me acomodé bajo la máquina que tomaría las imágenes. En efecto, cuando el líquido empezó a entrar por la vena sentí un calor desconocido en el cuerpo. Una sensación que no pude vincular con ninguna otra anterior. Se me ocurrió que sería algo parecido al calor involuntario que experimentaría en el rostro una persona extremadamente tímida. Cuando, durante la siguiente media hora, la máquina empezó a tomar las imágenes internas, la única idea que tuve fue la analogía con mi acercamiento al cuerpo de Saturno. Los dos cuerpos en una conjunción magnética, al fin y al cabo. En algún momento el encargado me preguntó si estaba cómodo. En ese instante me estremeció la probabilidad de que tanto la neumóloga como yo coincidiéramos también en el encuentro con un problema anatómico que ninguno de los dos pudiera resolver.
Regresé a la banca a esperar el informe con el CD para llevarle a la neumóloga, y encontré que a la mujer la acompañaba otra, mayor. Por el parecido en la forma del rostro era evidente que se trataba de la mamá. Estaban tomadas de las manos y revisaban con atención lo que estaba impreso en las hojas. Comentaron algo en voz baja y, de repente, la mayor besó a la otra varias veces en la mejilla y en la mano que tenía agarrada y sonrieron al mismo tiempo. Se abrazaron y después de guardar los papeles en un sobre se pusieron de pie y se alejaron rápido por uno de los corredores, agarradas de gancho.
Fue una escena conmovedora, claro, que seguí siempre de reojo, pero no necesariamente por las felices noticias que evidenciaron sus gestos sino por el tiempo nuevo que se les avecinaba, por la verificación de poder seguir siendo, las dos, las mismas mujeres de siempre, sin tener que esperar ni someterse a una transformación que las enfrentara a la supervivencia. Pensé en la conversación que tuve con Mónica la noche anterior. Mi mamá no había vuelto a mencionar sus encuentros con Alejandro. No estaría mal que esas alucinaciones la dejaran contenta, que no le hicieran más daño que escuchar su voz una vez más, cada vez que lo traía en su cabeza del otro lado.
Por mi parte, cuando recibí el sobre y el CD, decidí esperar un rato más en la banca. Sin estar del todo consciente, quise jugar a la expectativa de la espera, al espejismo de que alguien vendría a buscarme. Me reí con la fantasía y, como parte de la íntima puesta en escena, le envié a Raquel las imágenes que esa mañana le había tomado al montaje del guacamayo. Antes de levantarme para salir, decidí abrir el sobre y leí un par de veces el mismo párrafo donde se describían los hallazgos del examen. Comprendía el significado técnico de los términos, pero en ese momento me pareció que leía también la síntesis de la metamorfosis que ahora le daba a mi cuerpo un derivado adicional, que alteraba mi existencia terrestre: Dosis de radiación 550. Se observa una lesión cavitada de pared gruesa localizada en el segmento anterior del lóbulo superior derecho que está midiendo 50 x 51 x 39 mm y que se asocia a bronquiectasias cilíndricas hacia la periferia… Lesión cavernomatosa apical derecha que amerita descartar…
Cuando salí, en algún momento me desvié del corredor central para buscar el baño y desemboqué en una sección que no supe identificar. Intenté regresar al punto inicial, pero cada vez que giraba entraba a un ala desconocida, con nombres e indicaciones que no guardaban relación con la sección de escáneres. Durante parte de mi juventud, sufrí de una especie de fobia por no saber moverme en el espacio, que me llevaba a la convicción de que no iba a encontrar la salida una vez perdía los referentes visuales. Fue como si atravesara la época de encarar los laberintos, como un rito de paso. Lo más particular de todo era que no me gustaba preguntar ni pedir indicaciones. Consideraba que era mi responsabilidad resolverlo sin ayuda.
Me encontré en una situación semejante a la que me sucedió cuando acompañé a mi papá a la última intervención quirúrgica que le realizaron como consecuencia de un infarto de miocardio. Ni Mónica ni Alejandro se encontraban en el país, así que pasé a su lado los tres días de monitoreo en la sala de cuidados coronarios y, después de la angioplastia, en una pequeña habitación compartida con otro paciente para la recuperación final.
La última noche, antes de quedarse dormido, me había contado una anécdota terrible presenciada por mi abuelo cuando era joven, en alguna costa de pescadores en Perú. A veces, para que los pájaros, pelícanos y gaviotas no les quitaran parte de la pesca recogida en las redes les cortaban los picos. Era una historia que no había podido olvidar, comentó. Cuando se durmió, revisé el monitor y bajé al restaurante para comer algo y, sobre todo, para estirar la espalda y las piernas, después de noches con el cuerpo medio doblado en una silla plástica. Noches durante las que pensé, en la duermevela, cuál sería la distancia a la que la muerte se había aproximado al corazón de mi papá. El cansancio también me desorientó y terminé caminando por el ala infantil. Como no me había fijado si estaba en el ala este o la oeste, vagué otro rato hasta dar finalmente con la habitación.
Al mover la silla para acercarla a la luz que iluminaba parte de la habitación compartida, para leer un rato antes de que llegara el otro paciente, descubrí en la mesa, y entre las pertenencias del otro acompañante nocturno, un ejemplar exacto, en la misma edición, del libro que había estado leyendo en esos días. Se trataba de un título que Inés había encontrado en una venta de segunda y era un volumen inusual, fuera de cualquier ruta comercial de librerías. Contaba otra historia de unas búsquedas personales por los límites del Himalaya.
El primer impulso fue enviarle un mensaje a Inés, sorprendido por la coincidencia, pero enseguida lo único que quise verificar era si la sincronía sería, además, perfecta; saber si ese otro lector desconocido, con quien aún no me había cruzado, que vigilaba a su vez los ritmos de otro corazón en la otra pantalla del monitor, se encontraba también en las páginas y los mismos párrafos donde el autor describía el instante en el que el Buda, bajo la sombra del arbusto, entiende, por fin, la ruta mental para dejar de sufrir y liberar el cuerpo.
Sin embargo, y más allá de una situación apenas anecdótica, en esta nueva oportunidad, casi diez años después, volví a experimentar que había instantes en los que el movimiento de las cosas, con mis vagabundeos involuntarios, trastocaba la estructura de la realidad más inmediata, como lo que acababa de descubrir en la sala de escáneres frente a las dos mujeres o en mis ajetreos esa misma mañana con el cuerpo del guacamayo.