Acepté la invitación de Laura a pasar el siguiente sábado en Babinda, con ella e Isabel. Quería hacerme una celebración de cumpleaños. Estaría su mamá también. Una mujer ya mayor y de una dulzura y una amabilidad difíciles de encontrar. Sabía, por Alejandro, que entre los dos se había establecido una relación como la que podían alimentar dos almas gemelas, que les permitía compartir un placer equivalente por las cosas de todos los días. Laura, por otro lado, había heredado esa misma bondad, y en muchas ocasiones pensé, cuando nos reuníamos, que mostraba una empatía con el mundo alrededor un poco más acentuada que la que mostraba Inés. Más de una vez envidié la manera como pasaba minutos acariciándole la nuca a Alejandro, como si quisiera alejarlo de sensaciones o pensamientos enredados o turbulentos.
Pensaba también que un día en Babinda suavizaría el efecto que me había dejado la broncoscopia en los últimos días. No había sido el procedimiento en sí, que, según me dijo la neumóloga, después de felicitarme, enfrenté con una calma inusual comparada con la de casi todos sus otros pacientes, en especial hombres, quienes, a los pocos segundos de empezada la prueba, saltaban literalmente de la camilla y salían corriendo de la sala, presas del pánico.
Quizás, le dije, cuando pude hablar y había pasado el efecto de la sedación, el tiempo y los ejercicios de relajación y respiración aprendidos alguna vez en yoga me habían ayudado a controlar la tos y la creciente impresión de ansiedad. Igual, sabía que nunca había experimentado una sensación semejante, con la frecuencia cardiaca por momentos en un límite que desconocía, y lo único que se me venía a la cabeza, a medida que avanzaba la exploración por la tráquea, era que en efecto me acercaba a una verdadera antesala de la idea de la muerte, un tormento controlado por los monitores, la sedación y las enfermeras, pero en efecto un preámbulo al terror de ahogarme, como creía que se ahogaría alguien en altamar que ya no encontrara la manera de no seguir tragando agua.
Juliana después me había acompañado hasta la casa y me había preparado un caldo para tomar más tarde. Le dije que por lo menos le debía una invitación a almorzar.
Sin embargo, y aunque sabía que era imposible físicamente, un error fisiológico, había sentido que el broncoscopio me había rozado el corazón en algún momento. Yo contaba con un pequeño monitor en el que podía ver por donde avanzaba la neumóloga, y era evidente que entre esas paredes llenas de líquidos y cavidades nada semejante podría suceder. Era parte de una nueva superstición, por supuesto, como la voz de Raquel, y aunque no tenía ninguna relación, por lo menos consciente, con haber atravesado una prueba ultraterrenal, supe, desde el instante en que Juliana salió de la casa y me recosté en la cama, que no entendía hacía dónde me llevaban estas nuevas ramificaciones de mi vida cotidiana y que, de un momento a otro, necesitaba la llegada de alguna señal.
Como sabía que podía existir alguna relación inconsciente, calculé la hora en New Jersey y le marqué a Mónica. Quería saber si los episodios de mi mamá con Alejandro se habían repetido o no. Mónica me contestó que no, pero no estaba del todo segura. Además, ya no se sentía tranquila de dejarla sola con las niñas. De la manera más indirecta posible, les había preguntado a ellas si la abuela les había hablado de cosas raras, de la familia o los tíos, pero parecía que con ellas se comportaba con total normalidad.
Lo había conversado con su esposo y finalmente creyeron que se trataba de un síntoma propio de los duelos, alucinaciones que traían a veces el dolor y el desconcierto. Aunque faltaban algunos meses para el cambio de clima, quedamos en que miraríamos si yo viajaba a recogerla o si ella decidía venir con las niñas a pasar el fin de año en Bogotá. No quise comentarle nada respecto a la caverna en el lóbulo del pulmón hasta no recibir los resultados de la biopsia que había tomado la neumóloga. Solo agregué, antes de despedirme, que en un rato salía hacia Babinda, donde Laura, para aprovechar el día de sol y comerme una torta de cumpleaños que me habían preparado.
En el recorrido de ida hacia la finca, recordé a los dos hermanos mayores de Laura; el hermano era ingeniero y se había vuelto muy amigo de Alejandro, y era el encargado de la tierra y de algunos cultivos de hortalizas; incluso entre los dos habían construido el pequeño invernadero. La hermana vivía fuera del país, en Argentina, hasta donde sabía. Era una mujer un poco seca, sin mucho sentido del humor. Sabía que Alejandro no se llevaba muy bien con ella, pero no era un tema del que habláramos mucho. El papá había muerto también hacía ya unos años.
Para mí siempre fue un misterio el amor que Alejandro manifestaba por Laura, también arquitecta, y a veces sospechaba que provenía de un reconocimiento de su talento e inteligencia mucho más refinado del que yo podría revelar por Inés. No era un asunto de medidas ni de zalamerías predecibles; se trataba más bien de una facultad y una sabiduría que se alimentaba de la propia Laura. Como alguien que penetra en una mina. Alejandro tenía la lucidez de identificarlas y, de esa manera, responderle a Laura. Quizás ahí radicara la razón de esas caricias constantes, siempre dadas como un obsequio íntimo. Por otro lado, Inés y Laura también se habían vuelto muy buenas amigas, y no era raro que pasáramos algunos fines de semana en Babinda.
Cuando empecé a descender las últimas colinas que desembocaban en el valle, volví a escuchar con la misma nitidez de la noche anterior el golpe de las teclas de la máquina de escribir propiedad de mi abuelo y que guardaba en el cuarto de estudio. Una secuencia que duró varios segundos, como si una mano invisible hubiera redactado un par de frases, alguna sentencia breve como las del cuaderno, que yo a veces leía como aforismos fantasmales, traídos por el viento. No era la primera vez, pero ya no me asustaba. Lo único raro fue que segundos después Rubén me informó por el celular que ya habían dormido a Saturno y que iban a empezar la disección. Sentí cierto alivio y me alegré de ver que la tierra por donde avanzaba era y seguía siendo tan espectacular, aún protegida, por simple suerte urbanística, de la epidemia de los condominios y la desmedida arquitectura que sacaba de quicio a Laura y Alejandro.