LLOVÍA EN HARLEM. Yo estaba de pie en la esquina de la avenida Ámsterdam y la calle 162, mi abrigo ya humedecido, mi viejo paraguas apenas soportando las súbitas oleadas de viento. Eran casi las cuatro de la tarde y ya empezaba a caer la noche. No conocía Harlem. No sabía hacia dónde caminar. No sabía en qué dirección estaba la avenida Edgecombe, en Washington Heights. Sólo me quedé viendo calle arriba, como si pudiese reconocer algo entre la lluvia y el viento y el crepúsculo prematuro de diciembre. Me encogí bajo el paraguas. Con dificultad logré encender un cigarro flácido y rociado.

Adonde Marjorie, supongo.

Me asustó a mi lado, estoica. Parecía no importarle la lluvia. O parecía no saber que estaba lloviendo.

Vas adonde Marjorie, supongo, mientras sacaba de su bolsón unos finos guantes de lana negra. Pero no sabes cómo llegar, mientras sacaba de su bolsón una larga bufanda de la misma lana negra. Se te ve desde lejos.

Su inglés me sonó levemente acentuado. Quizá caribeño. Quizá africano. La piel de su rostro era de un negro profundo y perfecto y aún terso. Brillaba en la penumbra el blanco de sus ojos. Sólo la ligera canosidad en el cabello —un afro cortado a ras— delataba su edad.

¿Es tan obvio?, le pregunté y ella cerró los botones de su gabardina negra y cruzó los brazos y me dijo que por el día, que por la hora, que por la estación de metro en la esquina de Ámsterdam y la calle 162, que por la expresión en mi rostro, que porque siempre encontraba a alguno allí parado. Sacó de su bolsón un sombrero cloche de fieltro negro, tipo campana, tipo años veinte. ¿Encuentras a alguno con expresión de estar perdido en pleno Harlem?, le pregunté. ¿O encuentras a alguno con expresión de estar buscando desesperadamente cómo llegar adonde Marjorie? Y sonreí con una mezcla de vergüenza y consuelo. Algo así, dijo. Vamos, dijo. Es por acá, criatura (child, en inglés), empezando ya a caminar. Yo me apuré y le di un último jalón a mi cigarro y, al machacarlo en el suelo, descubrí con zozobra o deleite, bajo los gruesos pliegos de su gabardina negra, y salpicando sin cuidado entre los charcos, sus botas de vaquero color sangre.

*

¿Tu primera vez, entonces?

Me sorprendió que ella caminara tan despacio y tan fluido. Como con la cadencia de una modelo sobre una pasarela: elegante, exótica, que se sabe observada. Como si no tuviera ninguna prisa por llegar y salirse de la lluvia. Su gabardina estaba empapada. Gotas caían desde el borde de su sombrero cloche varias veces le extendí mi paraguas —endeble y frágil en la brisa— pero no se enteró o no le importó o no quería acercarse tanto a un desconocido. Yo seguía hechizado por sus botas color sangre, quizá debido a ese color sangre, quizá debido a que nunca he tenido botas de vaquero. Demasiado timorato.

Sí, mi primera vez, le dije. Un amigo me mandó una postal, le dije, con una foto de Marjorie en un largo vestido turquesa o quizá verde menta, le dije, y manos de ébano, le dije, y con la dirección del apartamento en la avenida Edgecombe, le dije, pero sin contarme él mucho más. Pensé en sacar la postal y mostrársela, como evidencia. ¿No sabes quién es Marjorie, entonces? Le dije que más o menos, que un poco. Paramos en la esquina de Ámsterdam y la calle 161. Mira, ellos van para allá, me dijo señalando a una pareja con un mapa doblado en las manos. Y ellos también, señalando a otro grupo de peatones. Y él también, señalando a un señor mayor, de saco y corbata y cargando un gran estuche negro. ¿Cómo sabes? Ella sonrió o quizá sonrió en la oscuridad. Ya muchos domingos, criatura.

El semáforo cambió a rojo y empezamos a cruzar la calle.

Marjorie Eliot, se llama, dijo. Lleva años abriendo las puertas de su apartamento cada domingo, todos los domingos, sin descanso ni vacaciones, desde un domingo en 1992, cuando murió su hijo. Guardó silencio. Una racha brava de viento nos golpeó de frente. Cada domingo un concierto de jazz, continuó. Parlor jazz. A las cuatro de la tarde. En la sala de su propio apartamento. Con diferentes músicos. Van y vienen músicos. Músicos novatos y músicos famosos y músicos amigos. Y siempre gratis. Siempre son bienvenidos en su hogar los que quieran visitarla y escuchar un par de horas de jazz, que ya son muchos. Hizo una pausa, respiró hondo, y después, con tono afable y acaso prohibido, susurró: Todo para ennoblecer la memoria de su hijo, a través de la música.

Doblamos a la izquierda. Me preguntó cómo me llamaba y pues mucho gusto, Eduardo, dijo. Mi nombre es Shasta. Hay nombres que vibran, se me ocurrió entonces o quizá se me ocurre ahora. Hay nombres que uno anhela gritar. Me preguntó de dónde era y yo le dije que de Guatemala, que estaba en Nueva York sólo unos días, sólo de paso. Pensé en decirle que estaba allí, de paso, para recibir una plata Guggenheim —que Dios los bendiga, escribió Vonnegut o el narrador de Vonnegut—, con la cual luego, si lograba vencer mis miedos y demonios, viajaría a Polonia, a Lodz, al pueblo de mi abuelo. Pero no dije más. Y ella tampoco preguntó más. Acostumbrada, supongo, como cualquier neoyorquino, a que todos están allí de paso, a que todos están allí en su propio y absurdo peregrinaje, a que el mundo entero no es más que un pinche puñado de sal.

Cruzamos la avenida St. Nicholas. Hacia allá, dijo mostrándome algo con la mirada, queda St. Nick’s Pub, el legendario club de jazz de Harlem. Ah, el antiguo Poospatuk, le dije y ella, de soslayo, casi cómplice, me lanzó una media sonrisa. Algo sabía yo de la historia de St. Nick’s Pub. Sabía que cuando abrió por primera vez, en los años treinta, se llamaba The Poospatuk Club, por una tribu nativa de Nueva York. Luego, en los cuarenta, fue nombrado Luckey’s Rendezvous, por su nuevo dueño, Charles Luckeyth Roberts, o Luckey Roberts, el gran pianista de stride cuyo alcance en las teclas era tan amplio y tan rápido, decían, porque se había cortado quirúrgicamente la piel entre los dedos. Luego, en los cincuenta, añadiendo un repertorio de ópera, los nuevos dueños lo llamaron The Pink Angel porque era un sitio popular, decían, entre hombres homosexuales. Y finalmente, desde los sesenta, St. Nick’s Pub.

Llegamos a la avenida Edgecombe. Del otro lado había una pequeña franja de árboles. Del otro lado de los árboles había una carretera. Del otro lado de la carretera, lejos, quizá se oía el manso fluir del río Harlem. Doblamos a la derecha. Me quedé callado, esperando a que ella me hablara más, ansioso ya por llegar y a la vez deseando no llegar nunca. Casi de inmediato se detuvo ante el portón negro de un edificio enorme y clásico, y volvió su mirada hacia mí. Una mirada llena de algo. Quizá gentileza. Quizá hastío. Quizá leyenda. Me pareció que la piel de su rostro, acaso por la humedad o por la luz de un arcaico farol, ardía en la noche. Dijo: Marjorie Eliot dice que empezó a ofrecer conciertos de jazz en su apartamento, tras la muerte de su hijo, como una manera de sobrevivir los domingos.

*

El edificio número 555 de la avenida Edgecombe tiene varios nombres. Algunos lo llaman Paul Robeson Residence. Otros, Roger Morris Building. Otros, The Triple Nickel. Aun otros, Count Basie Place. Construido en 1916, durante sus primeros veinticinco años fue una residencia segregada: sólo para blancos. Pero alrededor de 1939, cuando las características raciales de Harlem cambiaron, también cambiaron las reglas y limitaciones del edificio número 555, y se convirtió entonces en la residencia de miembros distinguidos y famosos de la comunidad afroamericana de Harlem. Como el músico Count Basie. Como el compositor y pianista Duke Ellington. Como el saxofonista Coleman Hawkins. Como el escritor Langston Hughes. Como el juez (y primer afroamericano en la Corte Suprema) Thurgood Marshall. Como el beisbolista (y primer afroamericano en las grandes ligas) Jackie Robinson. Como el boxeador (y primer afroamericano en el circuito profesional de golf) Joe Louis. Como la cantante Lena Horne. Como la escritora Zora Neale Hurston. Como el actor y activista político Paul Robeson. Como la pianista Marjorie Eliot.

Pasa, pasa, criatura.

Ella había sacado un manojo de llaves, había abierto el pesado portón de hierro negro.

Guardé mi paraguas y entré rápido, mientras ella sostenía el portón para un grupo de turistas, los orientaba hacia el ascensor, les decía que subieran al tercer piso. Yo me quedé viendo el lobby: grande, ostentoso, revestido por entero de mármol verde y mármol gris y mármol beige, con frisos tallados en yeso y adornados meticulosamente con oropel. Había bajorrelieves de oropel en las paredes, en mal estado, de niños rollizos jugando, y de niños rollizos tocando flautas, y de niños rollizos cabalgando sobre cabras. Había un inmenso vitral en el techo, también en mal estado. Cuando yo era muy niña, me dijo viendo a la vez hacia arriba y sacudiendo el agua de su gabardina, decidieron pintarlo de negro y taparlo con tablones de madera. Se quitó los guantes. Se quitó el sombrero cloche. Pasó una mano por su breve afro salpimentado, mientras también sacaba la punta rosada de su lengua y la deslizaba por su labio superior, luego por su labio inferior, acaso lamiendo gotitas de lluvia. Para proteger el vitral, dijo. De un supuesto ataque atómico.

Caminamos hacia el ascensor. Y esperándolo, yo me la imaginé de niña, creciendo allí mismo, jugando y corriendo en el lobby y en los pasillos y en medio de todos los niños oropelados y de todos los inquilinos famosos del edificio y siempre vestida con sus botas color sangre.

¿Hace mucho que conoces a Marjorie? Sí, hace mucho, dijo. Era muy amiga de mis padres. Pensé en preguntarle quiénes eran sus padres, preguntarle si ellos aún vivían allí. Pero lo consideré inoportuno. Los domingos la ayudo con lo que puedo, dijo. A veces pongo las sillas. A veces instalo las luces azules. A veces, en el intermedio, sirvo los vasos de jugo de naranja y las galletas de granola para las visitas. A veces, dijo, asisto a algunas almas perdidas para que encuentren el camino. Sonrió con donaire. Es mi manera, aunque mínima e inútil, dijo, de honrar la memoria de un hijo muerto. Guardó silencio, y a mí se me ocurrió que había dicho estas últimas palabras con otra voz. Quizá con la voz temblorosa o más ronca o un poco quebrada. Quizá con la voz obstruida y falsa de un ventrílocuo. Y supe, entonces, pero lo supe con certeza, lo supe con absoluta convicción, que ella también había perdido un hijo.

Se abrieron las puertas del ascensor y entramos y ella presionó el botón y subimos despacio, en silencio. Ambos viendo hacia delante. Ambos viendo hacia arriba. Ambos viendo hacia sus botas color sangre. Ambos quizá sintiendo o imaginando sentir, en ese espacio que no es espacio, en esa pequeña antesala, la fuerza devastadora y heroica de una madre por su hijo muerto.

De pronto sonó un timbre. Se abrieron las puertas. Aquí te bajas tú, dijo, yo sigo hasta el último piso. Me sorprendí un poco. Había asumido que ella también iría adonde Marjorie, que me acompañaría adonde Marjorie, y así se lo dije. Ella sacudió la cabeza. Hoy no, dijo. Hoy, dijo, sobrevivo sola.

Salí al pasillo. Escuché aún lejos, como en sordina, como ahogada, la melodía dulce y disonante de un piano. Me volví hacia el ascensor, hacia ella. Le agradecí. Aquí a la derecha, dijo, apartamento 3F, dijo, y apúrate, criatura, que ya vas tarde. El piano dejó de sonar, y silencio, y un suave aplauso. Ella me sonrió únicamente con la mirada. Extendí la mano, con algo de prisa y soberbia, acaso deseando postergar un poco lo inevitable. Ella tardó en comprender pero también extendió la suya. Y nos quedamos así un par de segundos, quizá ni eso, cada cual en su lado de la puerta.