Introducción

 

Grandes patinazos de los recensores de libros

 

 

Estoy muy agradecido a The New York Review of Books por permitirme publicar esta colección de reseñas que escribí entre los años 2006 y 2014, una secuela de El científico rebelde, que abarcaba del año 1996 hasta 2006. Las reseñas de cada libro guardan aquí un estricto orden cronológico. He incluido en primer lugar un texto, «Nuestro futuro biotecnológico», que es un ensayo, no una recensión. Es un extracto de una conferencia que pronuncié en 2005 en la Universidad de Boston con el título «Reflexiones heréticas sobre la ciencia y la sociedad». Y al final he incluido el ensayo titulado «Patinazos en la ciencia», que es mi favorito.

Daniel Kahneman sugirió el título de esta introducción. Fue su amable respuesta a «Patinazos en la ciencia», una reseña en la que escribí mal su nombre de pila al citar uno de sus comentarios y atribuirlo a David Kahneman. No sé cómo, el «David» pasó inadvertido en tres correcciones de pruebas. El libro de Kahneman Pensar rápido, pensar despacio, reseñado en el capítulo 16, explica cómo se producen patinazos como este. Todos tenemos dos formas de pensar: la rápida para las operaciones rutinarias, y la lenta para las situaciones que requieren un juicio cuidadoso. Los autores somos malos correctores de pruebas porque tendemos a usar el cerebro rápido, impacientes por terminar el trabajo cuanto antes. El cerebro rápido no cuida la exactitud. Los mejores correctores son los profesionales pagados por horas, no por páginas.

«David» es un pequeño patinazo. Los grandes patinazos de este libro no son accidentales, sino intencionados. Son opiniones que yo opongo a las imperantes. Como están respaldadas por pruebas que puedo recabar, creo que son verdaderas. Y como van contra la opinión de la mayoría, admito de grado que puedan estar equivocadas. The New York Review of Books me da la oportunidad de defender puntos de vista que son políticamente incorrectos y provocadores. Trato de usar este privilegio con moderación, y estoy agradecido a los lectores que me escriben cartas corrigiendo mis errores.

Ejemplos de grandes patinazos en esta colección son personajes dudosos, como Immanuel Velikovski y Arthur Eddington (capítulo 13), o William James y Sigmund Freud (capítulo 16), a los que dispenso un trato solidario. Cada uno de ellos construyó un universo de su propia imaginación fuera de los límites de la ciencia convencional, y cada uno de ellos fue rechazado por los defensores de las creencias ortodoxas. Los presento como héroes porque me gusta romper las barreras que separan a la ciencia de otras fuentes de sabiduría humana. Los patinazos brillantes rompen barreras y abren el camino hacia una concepción más amplia de la naturaleza.

Otro tipo de patinazo que valoro tiene que ver con la política más que con la ciencia. Simpatizo con Wernher von Braun (capítulo 3) y lo reivindico como un héroe, a pesar de haber pertenecido a las SS y de su complicidad en la utilización de víctimas de los campos de concentración para construir sus cohetes. Me opongo a la idea, popular entre mis amigos progresistas, de que los crímenes de guerra deben ser juzgados a perpetuidad y nunca olvidados. La historia nos enseña que, después de haberse librado hasta el final una guerra, la paz y la reconciliación son más importantes que la justicia. La perpetuación del odio y el resentimiento es una enfermedad crónica de las sociedades humanas, y la amnistía su única cura.

Mi oposición a la idea dominante en relación con el cambio climático y el calentamiento global es a la vez un extravío político y un extravío científico. No pretendo entender del clima. Solo sostengo que los expertos que asesoran a los gobiernos sobre el clima tampoco lo entienden. Hay aquí una conexión directa entre mi concepción de la ciencia del clima y el ensayo «Patinazos en la ciencia». Uno de los patinazos descritos en esta reseña es el cálculo que de la edad de la Tierra hizo William Thomson (lord Kelvin) en 1862. Kelvin hizo un cuidadoso cálculo, basado en su conocimiento de la física y la termodinámica, que arrojó el resultado de que la edad de la Tierra tenía que ser de aproximadamente cien millones de años. Ahora sabemos que el resultado era erróneo en un factor de cincuenta, y ello porque dejó fuera del cálculo algunos enrevesados procesos que no podía calcular, como las erupciones volcánicas y los flujos de lava.

En mi opinión, los cálculos actuales en relación con el calentamiento global son similares al cálculo de la edad de la Tierra por Kelvin. Los expertos realizan cálculos cuidadosos y exactos empleando modelos computarizados del clima. Estos son como la idea que Kelvin tenía de la Tierra: realizan un cálculo exacto de determinados procesos y descuidan otros. Los modelos computarizados hacen un cálculo exacto de la dinámica de fluidos en la atmósfera y en los océanos, pero hacen caso omiso de algunos procesos enrevesados que no pueden calcular, como la variable que constituyen las partículas de alta energía procedentes del Sol y el comportamiento real de las nubes en la atmósfera. Darwin estaba seguro de que el cálculo de Kelvin era erróneo porque la evolución de la vida requiere mucho más de cien millones de años. Yo estoy bastante seguro de que los modernos cálculos del calentamiento global son erróneos porque no dan una buena razón de los cambios climáticos que se produjeron en el pasado. No estoy afirmando que lo sean en un factor de cincuenta, pero no me sorprendería que las predicciones del futuro calentamiento resultasen ser erróneas en un factor de cinco.

Cuando la ciencia se encontraba en una fase creativa, como ocurría en los siglos XIX y XX, hubo varias teorías muy arraigadas, algunas de las cuales más tarde resultaron correctas, mientras que otras resultaron equivocadas. Destacados científicos argumentaban apasionadamente en defensa de sus concepciones divergentes. Las disputas entre partidarios de diferentes ideas eran esenciales en el proceso de comprensión. Finalmente habló la naturaleza a través de las observaciones, las cuales decidieron quién tenía razón y quién estaba equivocado. Esta es la manera en que la ciencia sana avanza. Pero no es el camino que la ciencia del clima está tomando en estos momentos. Se ha politizado y ha declarado oficialmente correcta una sola teoría, y quienes creen en otras son silenciados. Esta es la razón de que yo cuestione la teoría oficial. Solo la aceptaré después de que otras se hayan debatido públicamente y hayan sido rigurosamente contrastadas. Los debates y las pruebas requieren mucho tiempo, y ahí no cabe el apresuramiento.

La reseña del libro de John Gribbin The Fellowship (capítulo 4) describe cómo hace 350 años la Royal Society de Londres dotó de unos sólidos cimientos la integridad de la ciencia al adoptar como lema «Nullius in verba», una frase latina que las personas cultas de la época podían reconocer como una versión abreviada de un conocido verso del poeta Horacio: «No me vi obligado a jurar por las palabras de ningún maestro». En lenguaje más moderno: «Nadie nos dirá cómo debemos pensar». Cuando los científicos del clima rehúyen el debate por razones políticas, están traicionando sus principios y olvidando su historia.

Concluyo esta introducción con una reseña del librito cuyo título he tomado aquí prestado. El libro es Sueños de la Tierra y del Cielo, publicado en 1895 por el brillante extraviado Konstantin Tsiolkovski. Esta obra se mueve entre la ciencia y la ciencia ficción, y explica al gran público las posibilidades de los viajes espaciales y la colonización del espacio. El autor fue ignorado durante la mayor parte de su vida, durante la cual trabajó como maestro de escuela en la ciudad de provincias rusa de Kaluga, al margen de la jerarquía académica y social de las grandes ciudades. Vivió lo suficiente para convertirse en sus últimos años en un héroe soviético, venerado como el profeta que predijo la exploración soviética del espacio.

Cuando, hace poco, fui a presenciar un lanzamiento espacial en Baikonur, centro histórico del programa espacial soviético, vi por todas partes efigies de la Santa Trinidad rusa del espacio: Konstantin Tsiolkovski, el profeta que mostró el camino; Serguéi Korolev, el diseñador jefe de los cohetes, y Yuri Gagarin, el primer ser humano que viajó al espacio. La cultura espacial rusa hunde sus raíces en la creencia de Tsiolkovski de que vamos camino de las estrellas, que son nuestro destino. Nos puede llevar cientos o millones de años alcanzarlas, pero ese es nuestro camino. Tsiolkovski no fue el único profeta de los viajes espaciales. El francés Jules Verne le precedió, y el alemán Hermann Oberth pronto lo siguió. Pero fue Tsiolkovski quien tuvo la visión más grandiosa y la comprensión más profunda.

El libro de Tsiolkovski nos dice que, para que nuestra casa sea el universo, debemos resolver dos problemas, uno de ingeniería y otro de biología. El primero es el más fácil. Tsiolkovski trabajó en la teoría matemática de los cohetes y demostró que estos serían una forma práctica de viajar por el espacio. También exploró las velas solares como una forma alternativa de viajar, más lenta pero mucho menos costosa. El problema difícil es el biológico, el de permitir a los seres humanos o a otras formas de vida habitar en el universo fuera de los planetas. El problema es diseñar criaturas vivas que dispongan en un pequeño volumen de todos los recursos ecológicos de un planeta. En la parte de ciencia ficción de su libro describe su encuentro con criaturas alienígenas. Las llama «los nativos», y se encuentra con ellas paseando sobre un asteroide.

El tema principal de la conversación que entablan es si son mejores para vivir los asteroides pequeños o los planetas. Para los nativos, es obvio que los asteroides son mejores. Para ellos, una atmósfera es un enorme impedimento que imposibilita moverse sin un continuo gasto de energía para vencer el roce con el aire. La alta gravedad de un planeta es también un gran estorbo, que obliga a sus habitantes a consumir la energía restante en vencer fuerzas de fricción cuando se mueven sobre el suelo. Para evitar quedar atrapados por las fuerzas de fricción, aprendieron hace mucho tiempo a vivir fuera de los planetas. Para ellos, los asteroides pequeños son los lugares más seguros y más indicados para visitar en este rincón del universo. En todo el universo, son los asteroides pequeños, y no los planetas, los lugares más adecuados para que la vida evolucione.

Como en el espacio no hay sonidos, los nativos se comunican mediante un lenguaje de signos. Tsiolkovski era sordo, por lo que se imaginaba que no tardaría en dominar su lenguaje de signos para poder comunicarse con ellos mejor de lo que podía hacerlo con los humanos en el planeta Tierra. Le interesaban sobre todo la anatomía y la fisiología de los nativos. Observa que el nativo es a la vez un animal y una planta que se mueve con el cerebro y los músculos de un animal, y que obtiene su sustento de unas grandes alas verdes que sustituyen a los pulmones y el estómago. Las alas funcionan como las hojas de un árbol, utilizando la energía de la luz del Sol o de las estrellas para producir todas las reacciones químicas que proporcionan combustible al cerebro y los músculos. Las alas tienen una piel sin poros, a diferencia de las hojas terrestres. Su piel es transparente e impermeable, y no permite el menor escape de aire y de agua al espacio. Para poder mantenerse con vida en el espacio, todo lo que está dentro de la piel del nativo ha de ser reutilizado y reciclado.

Tsiolkovski calcula la superficie del ala necesaria para sostener una ecología cerrada dentro de un nativo con un cerebro y unos músculos de tamaño humano a diversas distancias del Sol. Solo una pequeña fracción de la energía solar incidente se convierte en energía química, y el resto se utiliza en forma de calor para mantener caliente al nativo. Y encuentra que la superficie necesaria del ala, de unos pocos metros cuadrados para un nativo que viva en el cinturón de asteroides, es razonable. Si las alas se volvieran más delgadas y más anchas para que su superficie fuera mucho mayor, se podrían utilizar como velas solares. La evolución da a la vida flexibilidad para adaptarse a diferentes nichos ecológicos en el espacio, como lo hizo en el planeta Tierra. Dentro de unos millones de años, la vida podría dar el salto del planeta al espacio igual que lo dio del mar a la tierra. Tsiolkovski veía la Tierra como una mota de polvo en un vasto universo, y consideraba deseable, y finalmente inevitable, nuestra huida de la prisión que para él era esta mota de polvo. Veía la libertad del espacio como nuestro destino. Su visión sigue viva en Rusia y en otros lugares.

La diferencia entre la cultura espacial de Estados Unidos y la de Rusia tiene su origen en la diferencia entre los dos pioneros, Robert Goddard y Konstantin Tsiolkovski. Goddard, el pionero estadounidense, era ingeniero, y la cultura espacial de su país es una cultura de ingeniería. A Tsiolkovski le interesaba más la biología que la ingeniería, y la cultura espacial rusa es una cultura de biología. La diferencia entre la ingeniería y la biología crea una diferencia en las escalas de tiempo de las dos culturas. Los estadounidenses tienden a pensar en programas espaciales con una escala de años o décadas. Los rusos, siguiendo a Tsiolkovski, tienden a pensar en una escala de siglos o milenios.

Tomé prestado para esta colección de reseñas el título de Tsiolkovski porque los sueños esperanzados aparecen con mayor frecuencia en las reseñas que en los libros. La pasión y la fantasía que impregnan los textos de Tsiolkovski raramente las encontramos en libros recientes. De los aquí reseñados, solo uno, La edad de los prodigios, de Richard Holmes (capítulo 9), recupera el espíritu felizmente soñador que el mundo moderno parece haber perdido. Tsiolkovski nos recuerda los sueños de largo alcance, de los que nuestra cultura contemporánea está huérfana. Martin Luther King, solo brevemente mencionado en el capítulo 19, era un profeta moderno que se atrevió a soñar. Nadie sueña ahora como él lo hizo.