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Apenas presté atención aquella mañana en las clases. Ni siquiera en la de Filosofía de Isabel Usán, una profesora guapa y sencilla, con mirada triste y ojos negros de esos que invitan a bajar por ellos y perderse en algún sitio oscuro. No peroraba en clase, leía con naturalidad y a veces hasta con un poco de emoción fragmentos de las obras que figuraban en el programa de la asignatura, pedía nuestra opinión, la de los alumnos, aunque lo normal fuera que todos guardáramos entonces un incómodo silencio, que ella clausuraba con una tímida sonrisa de comprensión. Tampoco en la de Historia Universal, que el profesor impartió con su acostumbrada parsimonia, mímica y verbal, sin desasirse un instante de la pipa: la medían sus dedos, la sostenían las páginas del libro abierto encima de la mesa, la paseaban sus labios, la mordían sus dientes, la acariciaba su frente cuando la desplazaba por ella urgido por la necesidad de corregir el deslizamiento de las gafas… Las mismas gafas de concha ancha con que aparecía en la contraportada del libro que yo había corrido a comprar el primer día de clase: que un profesor tuviera libros publicados era suficiente para ponerle en un altar y admirarle y seguir con interés lo que explicara, aunque fuera con aquella voz cansina y aquellos gestos de hombre frágil, tan frágil que parecía que fuera a descomponerse al descender de la tarima. Y mucho menos en la de Geografía, que dictaba con voz engolada y semblante agrio una profesora seca, autoritaria, distante y engreída, empeñada en salir al campo. Lo anunciaba al término de cada clase, y, desde la primera vez que lo oí, di por sentado que el día en que el anuncio o promesa (así se desprendía del tono de sus palabras) se concretara, estaría enfermo o tendría algún pretexto lo suficientemente grave como para excusar y justificar la ausencia en caso de que esta incidiese negativamente en la nota: qué me va a enseñar esta a mí del campo, discurría yo, y me acordaba del cuento de Julio Cortázar y no dudaba en incluirla a ella entre los que piensan que el campo es ese lugar en el que los pollos andan crudos.

A cuarta hora tocaba Introducción a la lingüística, pero no vino la profesora. Llevaba ya dos semanas sin asistir, y nadie nos había comunicado los motivos. En las clases que habíamos tenido con ella, muy pocas, apenas media docena, se había limitado a comentar con aire ausente la bibliografía recomendada que figuraba en el folleto de la asignatura y a desvelarnos (no tanto en el sentido de revelar algo desconocido como en el de hacer perder el sueño) los rudimentos de la gramática generativa. Había tenido además la ocurrencia, que a muchos les pareció extravagancia, de encargarnos, el primer día, una redacción con este título: Así es mi vida. Yo me esmeré todo lo que pude por ver si con ella atenuaba los más que previsibles fracasos a tenor de los contenidos del programa, que solo con echarles una ojeada me resultaron verdaderamente aterradores. Tuve tiempo de llenar un par de folios por las dos caras, lo que causó asombro y desconsuelo entre mis vecinos de pupitre, que a duras penas llegaron a las treinta líneas exigidas como límite mínimo de extensión. La sorpresa saltó también al día siguiente cuando fue nombrándonos a todos sirviéndose de la redacción, que miraba y repasaba igual que si la volviera a leer al tiempo que levantaba la vista y nos escrutaba como si quisiera quedarse con la cara y asociarla así para todo el curso a aquel nombre y aquel escrito.

Era febrero, y martes, desapacibles los dos, y por las ventanas se pintaba un cielo encapotado.

Salí al pasillo y me acobardó el bullicio. No sabía con quién hablar, o mejor dicho, no tenía con quién hablar; los había que recibían palmadas en la espalda, y exclamaciones de sorpresa, y saludos con la mano o la barbilla adelantada o alzadas las cejas. Se reconocían, se llamaban, se despedían.

No te preocupes, es normal, llevas solo cuatro semanas de clase, me consolaba mi misma compasión.

Recurrí a la carpeta en la que guardaba los apuntes para fingir indiferencia y llegar desapercibido hasta la puerta. Sabía bien que nadie iba a reparar en mí, pero era la única manera de salvar el orgullo, cuesta mucho resignarse a ser un perfecto desconocido.

Franqueé la puerta y consulté el reloj y ladeé la cabeza a un lado y a otro con el gesto grave del que está esperando a alguien que no llega. Permanecí así hasta que aminoró el trasiego.

Miré entonces por última vez con estudiado desasosiego el reloj y arranqué a buen paso: ya casi todos se habían marchado, pero nunca se sabe por dónde van y vuelven las miradas, el bar estaba allí enfrente y desde las mesas arrimadas a los amplios ventanales, las más concurridas, acechaban siempre ojos que juzgaban; un paso apresurado es signo seguro de tener una ocupación que aguarda, y atender esa ocupación exime del ejercicio de la camaradería y disculpa el retraimiento y disfraza la timidez y confiere acaso algún misterio o singularidad…

No lo abandoné, el buen paso, hasta que dejé atrás los barracones (grises, de cemento, aplanados y llenos de rejas, albergaban los dos cursos de comunes de Filosofía y Letras) y llegué al sendero que comunicaba con la estación de metro de San Ramón. Era un sendero de tierra, estrecho, casi angosto en algunos tramos, que tenía la particularidad y el aliciente de bordear los campos de entrenamiento del equipo de fútbol del Barcelona. Pegados a la valla metálica que los delimitaba había siempre un buen número de aficionados, y esa mañana me detuve un rato, como tantas otras, atraído por la curiosidad de observar de cerca a los jugadores. Allí estaban todos, titulares y reservas (Sadurní, Migueli, Marcial, Rexach, Cruyff…), ensayando extrañas contorsiones con hombros y cintura, moviendo los brazos como molinos, dando brincos de contento y simulando pelearse por el balón. Y Rinus Michels, el entrenador, con cara hosca de boxeador y un silbato en la boca, aparentando que los vigilaba desde una esquina del campo. Algunos de los espectadores, los que parecían más asiduos, llamaban por sus nombres a los jugadores y les daban gritos de ánimo cuando se acercaban a la valla —los había incluso que se atrevían a increparlos—, pero el interpelado jamás se daba por aludido, ni siquiera levantaba la vista: recogía el balón, exhibía un momento sus destrezas y enseguida, inmune al agasajo lo mismo que al improperio, se diluía en el grupo, ajeno por completo a todo lo que sucediera a su alrededor.

En el quiosco de la entrada al metro compré el periódico: Los príncipes de España, en Barcelona, rezaba el titular del Tele/eXpres, que abrí, como hacía siempre, por las páginas dedicadas a la crítica de libros, cine, teatro y espectáculos en general. Por ellas andaba aún cuando el tren se detuvo en la estación de Sagrera, la duodécima, según sabía muy bien desde el primer día que las había contado, y ojeando las otras subí las escaleras en las que se comprimía la muchedumbre de viajeros que, como yo, efectuaba el transbordo de la línea V a la línea I.

En el largo pasillo que comunicaba las dos líneas, y en uno de los escasos momentos en que el flujo de viajeros no obligaba a desfilar al ritmo cansino de un ejército derrotado, me sobrevino el presentimiento. Alguien me estaba siguiendo, y al instante percibí la llamarada de unos ojos fijos en mi nuca; esa clase de miradas no pasan nunca desapercibidas, basta con mirar fijamente y de forma prolongada a otra persona para que esta lo advierta de inmediato, aunque esté de espaldas, las mujeres lo saben muy bien. No me atreví a volver la cabeza, temeroso de encontrármelos, ni fui capaz tampoco de apresurar el paso, y mucho menos de retardarlo. Ni siquiera se me ocurrió abrir de nuevo el periódico y entretener en él la atención el tiempo que fuera necesario: para hacer algún acopio de valor, para que el otro se viera obligado a detenerse a su vez, o a adelantarme si no quería ser desenmascarado y que el acechado le reconociese como acechador.

Bajé las escaleras y esperé de pie en el andén, y al llegar el tren, antes de que las puertas se abrieran y la gente se amontonara fuera para tratar de impedir que salieran los de dentro, me dio tiempo a torcer un momento con disimulo la vista. Lo justo para atrapar el último aleteo de una mirada que aún se afanaba en huir a toda prisa de la mía.

Yo había visto antes esa mirada, si es que no la había incluso sostenido. También de los rasgos de la cara de su dueño tan fugazmente entrevistos creía guardar algún borroso recuerdo, que no acerté a precisar.

Lo intenté con ahínco en las tres estaciones que todavía me quedaban: reviví primero la escena de la noche en la plaza de Orfila y en el jeep, y esta, inexplicablemente, me llevó a la valla del campo de entrenamiento del Barcelona, pero allí volvía la neblina y se iba apagando aquel ligero resplandor que, sin embargo, se resistía a desaparecer.

En el trayecto del metro hasta la pensión me detuve una vez a ojear un escaparate y mirar de refilón, pero no vi nada ni a nadie que me resultara sospechoso.