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—¿Qué miras tanto por la ventana?

—Nada, nada —y me tranquilizó ver que Faustina, la dueña de la pensión, afanada en poner la mesa, no mostraba ningún interés por lo que yo pudiera contestarle.

—¿Ya llamaste a tu madre? —preguntó, sin levantar la vista ni interrumpir su trajín.

—No.

—Pues llamó anoche otra vez. ¿Dónde estabas?

—Por ahí. Esta tarde la llamo.

Me acordé entonces del día en que llegué a Barcelona, y de mi madre asomada a la misma ventana que tenía yo ahora delante mirando con asombro y recelo la calle: no he pegado ojo en toda la noche, con todo abierto y ni una brizna de aire, y qué ruido de coches sin parar a todas horas y ya desde la madrugada, se quejaba. No se quedaba tranquila si no veía dónde iba a vivir y no se fiaba de que yo solo sin ayuda de nadie fuera capaz de sacar las cosas y dejarlas todas dispuestas y ordenadas, y se había empeñado por eso en acompañarme. Fuimos en el coche de línea hasta Soria, con el baúl y dos maletas, y allí cogimos un autocar. El viaje duró casi ocho horas, y hacía mucho calor porque era a primeros de septiembre. Ella no paraba de enjugarse la frente con el pañuelo, y de quejarse de los zapatos, y de mirar el reloj. No había hecho nunca un viaje tan largo —solo una vez había estado en Zaragoza, para conocer la basílica del Pilar, y en un par de ocasiones en Soria capital— y llegó exhausta. Fue ella también la que más insistió para que yo viniera a estudiar a Barcelona: allí tienes posada segura y estarás bien atendido, decía. En marzo, cuando rellené el impreso de solicitud de la beca, ya me había convencido para que pusiera Barcelona, y antes de que acabara en junio el COU ya había hablado por teléfono con los dueños de la pensión, que son del pueblo y parientes lejanos, y apalabrado el precio y convenido todos los pormenores. Llegamos a la Estación del Norte casi al oscurecer y dormimos los dos en la pensión. Ella venía con la intención de quedarse en Barcelona el resto de la semana, pero a la mañana siguiente, en cuanto dejó toda mi ropa en su sitio y arreglada la habitación a su gusto, fuimos a cambiar el billete. El único día que pasó entero en Barcelona lo dedicamos, acompañados de Faustina, que se avino a servirnos de guía, a visitar la Sagrada Familia (que mi madre contempló extasiada), las Ramblas (la aturdió el gentío, pero se quedó admirada de la variedad de tipos y razas, esta fue la expresión que ella empleó: no había visto nunca de cerca una persona de raza negra, confesó, ni amarilla, ni cobriza) y el puerto. Virgen santísima, el mar, exclamó al tiempo que se llevaba las manos a la frente y se hacía la señal de la cruz, como si fuese a rezar: era la primera vez que lo veía, y también yo, que desde aquella tarde me aficioné a verlo, sobre todo desde lo alto de la montaña de Montjuic y desde el Tibidabo. ¿Te ha gustado?, le preguntaba Faustina luego en la pensión, y ella decía que sí, que mucho, pero en la estación, después de despedirse y subir al autocar, se apeó un momento, volvió a abrazarme y me dijo llorando que no estaba segura de haber hecho una buena elección, y que a ver si por su culpa me iba a pasar algo malo en una ciudad tan grandísima y con tanto ruido y llena de gente y de coches por todas partes. En realidad, creo que mi madre se marchó asustada de Barcelona.

—¿Pero por qué corres del todo la cortina, si no hace sol? —se soliviantó momentáneamente Faustina.

En ese mismo momento llamaron a la puerta. Antes de que abrieran, me fui a mi habitación.

Era el cartero, que traía un certificado.

Comí yo solo.

—¡Mira que comer leyendo un libro, a quién se le ocurre! —rezongó Faustina—. ¿Por qué no pones la televisión? Pronto darán el parte ya. —El parte lo seguía llamando también mi padre.

La televisión presidía el comedor desde una repisa de madera colocada en un ángulo de la pared, y a una altura tal, que obligaba a mantener la barbilla alzada hacia el techo para mirarla. De la repisa, adornada con un tejido de ganchillo, colgaba una planta de hojas oscuras, y encima del televisor había un plato de cerámica de colorines.

Era normal que a la hora de comer faltara siempre alguno de los pensionistas, en particular los dos viajantes de comercio y el dependiente aprendiz de farmacia —se enfadó mucho el día que le dije que los de su oficio, según el diccionario, se llamaban mancebos—, pero solo en otra ocasión había sido yo el único comensal. Por lo visto, según me informó Faustina cuando me sirvió el primer plato, que era indefectiblemente una sopa de fideos, el camarero había tenido turno de noche y no se había levantado todavía, el cobrador de autobús tenía el día libre y andaba de recados, y de Amador, estudiante como yo, no sabía nada ni le había dejado ningún aviso de que no fuera a venir.

—¿Me puedes ayudar?

Era Julia, la hija de Faustina. Iba a cumplir catorce años y estudiaba octavo de EGB. Se sentó enfrente de mí y me señaló el libro de Lengua.

—Julia, que no has recogido la mesa —le advirtió su madre desde la cocina.

—Es que tengo deberes.

—Siempre la misma disculpa.

Julia hizo un gesto de displicencia y fastidio.

—¿Lo has entendido? —le pregunté cuando acabé de trazar la intrincada red de rayas y flechas que exigía, según las directrices del maestro, el análisis sintáctico de una frase.

—No.

—¿Entonces?

—Da igual.

—¿Cómo que da igual?

—Ni yo ni ninguno de mis compañeros lo entendemos. A una amiga mía se los hace su padre, que es profesor, y los demás los copiamos de ella.

—¿Y si os lo pregunta el maestro?

—Nunca pregunta, solo mira el cuaderno.

Julia se me quedó mirando y en su rostro asomó el mohín travieso que anticipaba una petición.

—También tengo que hacer un resumen para mañana.

—¿Un resumen de qué?

—Del primer capítulo del libro que tenemos que leer este segundo trimestre.

—¿Qué libro?

—No sé, ahora no me acuerdo —y se puso a rebuscar en la carpeta—. Mira, aquí lo tengo apuntado, Cartas marruecas, de José Cadalso. Seguro que lo has leído.

—¿Ese libro os hacen leer? —exclamé sin poder contener el asombro.

—¿Qué le pasa, es que no tenemos edad? ¿De qué trata, de amor y esas cosas? Ah, mira, y para el tercer trimestre tenemos una obra de teatro, La vida es sueño.

—¿De Calderón de la Barca?

—Sí, de ese. ¿Por qué pones esa cara? Del que leímos en el primer trimestre no dijiste nada y no entendió nadie ni pío, La familia de Pascual Duarte, qué tostón de libro, a quién le va a gustar, como si esas historias tan raras pudieran ocurrir, y tan brutas, un hombre que mata de un tiro a su perra, y un cerdo arrancándole las dos orejas de un mordisco a un niño en la cuna…

—¡Julia, que vas a llegar tarde al colegio! —alertó la madre desde el pasillo.

—¡Qué pesada, ya voy!

Recogió el cuaderno, cerró la carpeta y se puso de pie. Con una mano se estiró la falda como queriendo taparse hasta las rodillas y, sosteniendo por un momento la carpeta contra el pecho, acercó la otra a los labios para amortiguar el tono:

—¿Me lo harás, el resumen?

Y bajando aún más la voz:

—Pero no les digas nada a mis padres, ¿eh?