Me acerqué al diccionario en cuanto me quedé solo, pero memoria me retuvo allí mismo en el umbral, a la vez solícita y apremiante.
—Están mejor ellas solas, que no nos vean.
Y me invitó a tomar asiento en un poyo.
—Aunque no sirva —me dijo— como argumento para tu historia, déjame que recuerde en voz alta aquella época, allá en el fondo de los siglos, cuando, con lentitud de bueyes arando, y circunspectas y medrosas, no con el aturdimiento y la ligereza de las que pudiste contemplar ayer, fueron llegando las primeras forasteras, esas que hoy ya casi nadie distingue de las nativas y primitivas pobladoras del diccionario (que entonces ni existía). Al principio, salvo una docena de sobrevivientes, hablaban todas en latín (la lengua de la inteligencia, por eso la destierran de las escuelas); luego bajaron algunas, belicosas y ásperas de trato, de las tierras húmedas del norte de Europa, y con el pausado paso de los siglos —que entonces el tiempo andaba mucho más despacio—, toda una multitud venida de la Arabia se quedó aquí para siempre (la escurridiza aceite, la hacendosa alacena, la dulce azúcar…). Por los caminos medievales de Santiago empezaron a entrar otras de la Galia, no mucho antes de que, a ritmo de soneto y a los acordes de piano, lo hicieran las italianas. A bordo de carabelas y galeones arribaron más tarde del otro lado del océano, mareadas y hambrientas, tomate, patata, chocolate y otras que por aquí nunca se habían visto. Un par de siglos después, a los señores académicos —que entonces mismo se habían constituido como tales— les dio por ir a buscarlas a París, y de allí trajeron galletas, hoteles, chóferes, pajes, joyas, mensajes… Luego les tocó el turno a las inglesas, que llegaron en avalancha. Se colaban (y se siguen colando: he oído decir a don Dámaso Alonso que un grupo de académicos se ha confabulado para apadrinar la entrada triunfal de whisky, y que a fin de no desatar las iras de los más tradicionales la presentarán maquillada como güisqui para ver si así se le puede encontrar alguna apariencia castiza) por todas partes y a todas horas, y los señores académicos, que lo sabían, venían después a buscarlas para llevarlas a su mesa de trabajo y estudiarlas. Y después de bien estudiadas y examinadas, dictaminaban si servían o no. Las que ellos decían que servían, las volvían al diccionario; las que decían que no, las ponían en una lista aparte y prohibían a la gente que las utilizara al hablar y al escribir. Claro que no todo el mundo les hacía caso, y casi todos, a pesar de la prohibición y de saber que eran palabras extranjeras que no estaban en el diccionario, seguían empleándolas, al hablar y al escribir. Fue lo que pasó, por ejemplo, con balompié: ¿te imaginas a un niño diciéndole a otro, vienes al patio a jugar un partido de balompié? Y ahora, para acabar esta parrafada que acaso te pueda servir como una de esas páginas de relleno que todos los escritores meten en sus historias, o para abultarlas un poco más o para que el protagonista se tome un descanso y el estudiante encuentre un motivo con el que rellenar el apartado de aspectos negativos de la obra, permíteme una confesión: a mí, personalmente, que vengan palabras extranjeras, ni fu ni fa. Pero sí lo siento por algunas, compañeras de toda la vida y muy antiguas, que se quedan las pobres olvidadas porque la gente prefiere las nuevas y ya nadie se acuerda de ellas y enseguida caen en desuso, con el riesgo que eso supone de no aparecer en la próxima edición del diccionario: el final más triste y doloroso que todas nosotras tratamos de evitar por cualquier medio. Verás algunas de estas cuando pasees por el diccionario, son fáciles de reconocer por el cartelito que los académicos les han colgado en la puerta al lado de su nombre: desus., o arc., o ant., terribles abreviaturas que anticipan el desastre inminente, fatídicas etiquetas que proclaman como un sambenito imborrable el trágico destino, lo mismo que si a un enfermo o a un anciano le cosieran los médicos o quien fuera en la espalda un letrero que dijera inservible, o viejo, o raro, o desahuciado o alguna otra cosa parecida. ¿Qué te parecería?
Se quedó pensativa un momento como nos quedamos nosotros cuando tratamos de rescatar algo del pozo del olvido —ya había aprendido que esta última palabra, olvido, no podía mencionarse estando memoria presente—.
—Me estaba acordando —continuó al cabo con voz y expresión teñidas de tristeza— de las que ya no han salido en la última edición, la decimonovena, del año 1970 como sin duda sabes, cuatro años va a hacer muy pronto, y de las que se quedaron por el camino en la edición anterior, la decimoctava, de 1956, y de las que dejaron de ver la luz en la de 1947, o sea, la decimoséptima, y así cada vez que a los académicos les han ido entrando las prisas por limpiarnos y fijarnos y darnos esplendor desde la primera vez que se les ocurrió la idea de ponernos a todas en fila por orden alfabético, que fue hace más de dos siglos. Por si te interesa saberlo, el título completo de la primera edición fue este: Diccionario de la lengua castellana compuesto por la Real Academia Española, reducido a un tomo para su más fácil uso. La reducción de que habla el título hace referencia a un diccionario anterior, el llamado Diccionario de autoridades, publicado en seis tomos entre los años 1726 y 1739. Se llamó así, como te habrán explicado tus profesores, por acompañar a cada palabra la cita de un autor importante —la mayoría pertenecientes a ese que llamáis en las escuelas Siglo de Oro— con el objeto de ejemplificar y corroborar la definición dada. En el prólogo de ese Diccionario de autoridades se hace también mención expresa del que había sido el primero y único diccionario hasta entonces. Te estoy hablando, seguro que lo has adivinado, del Tesoro de la lengua castellana o española, escrito por Sebastián de Covarrubias y publicado en el año 1611.
Se oyó de repente un rumor de voces, y memoria guardó silencio.
—Son ellas —dijo, escuchando con atención—. ¡Es que no se las puede dejar solas! ¡La Semana de la Integración Lingüística, valiente mamarrachada, y que me perdone mi vecina por emplearla en este tono!
—A propósito —aproveché entonces para intervenir, me pareció que memoria estaba dispuesta a dejarme hablar— de lo que antes decías sobre el latín y las escuelas, ¿sabes que ha habido un ministro que soltó no hace mucho en las Cortes, cuando se discutían los planes de educación, esta frase: «menos latín y más deporte»? Las Cortes, o sea, la cámara legislativa española, a esas me refiero.
—Todo lo que pasa fuera del diccionario me es ajeno.