—Así que de primero.
—Sí.
—¿Y eres de aquí, de Barcelona?
—No, de Soria.
—Hombre, la tierra de Antonio Machado y todo eso, ¿no?
Se había sentado a mi lado a la mesa y parecía decidido a no callar en toda la comida. Ya en la entrada al comedor, en la fila para recoger las bandejas, lo tuve detrás de mí y, por los ademanes y el modo de mirar, le noté que se esforzaba en aparentar expansivo y cordial. Al principio lo agradecí, que los demás viesen que también yo tenía con quién hablar, que si habitualmente deambulaba solo por los pasillos era porque así lo quería y no por el descrédito de la rareza, que el aislamiento era una elección y no una imposición: tenía miedo de leer en los ojos de mis compañeros el retintín de la suspicacia, había que arrancar antes de que fuera tarde cualquier posible semilla de algún futuro sambenito.
Todas las mesas estaban atiborradas de estudiantes y el ruido dificultaba la conversación.
—No te había visto por el comedor.
—Solo me quedo el día que tengo clase por la tarde.
—Ah, pues yo vengo casi todos los días: la comida no es muy allá, pero en ningún sitio es tan barata. Oye, ¿y de qué tienes clase ahora?
—De Latín, y luego de Griego.
—No está mal. Un hueso las dos, si no me equivoco.
—No, el hueso es la Introducción a la lingüística.
—¡Ajá! ¿Y quién es el profesor?
—Carmen Comas.
—Ah, ya sé quién es. Por cierto, me han dicho que hace dos semanas que no viene.
—Es verdad.
—Vaya suerte, ¿no? ¿Y qué le pasa? ¿Está enferma?
—No lo sabemos, nadie nos ha dicho nada.
—Y las clases que os dio, ¿qué tal?
—Bueno, no es una asignatura fácil que digamos: el estructuralismo, Chomsky y la gramática generativa, un laberinto… —Iba a continuar, pero logré dominarme a tiempo, no conviene explayarse con un desconocido.
—Pero ella he oído decir que es buena profesora.
—Sí, eso me pareció, pero han sido muy pocas clases para opinar.
—He oído también que los trabajos que manda son muy originales.
Me guardé la manzana del postre en el bolsillo de la trenca y miré el reloj.
—¿Tanta prisa tienes?
—Es que no he hecho la traducción de latín —argüí.
Él se levantó también.
—Me llamo Joaquín —me dijo tras depositar la bandeja en el lugar correspondiente, y me tendió la mano.
—Martín.
—Los dos en in, como Zabulón —rió—. Perdona, es solo un chiste.
Me dirigí al barracón en que debía impartirse la clase de latín, pero sin dejar de vigilar los pasos de Joaquín, y fue así como pude darme cuenta de que también él hacía esfuerzos por disimular que espiaba los míos. Solo cuando el conserje me abrió con cara de asombro la puerta —faltaba aún media hora para las clases, y únicamente en el suelo o en algún escalón podría hallar acomodo— enfiló el camino de la derecha hacia la avenida Diagonal y le perdí de vista.
No tardaron en acometerme desconfianzas y conjeturas: sobre la conversación que habíamos mantenido, sobre los motivos que pudieran haberle guiado al acercarse a mí, sobre aquel comportamiento suyo en apariencia tan llano y amistoso y afable… Y aquel interés por la clase de lingüística, ¿no era excesivo? Y la torpeza mía al no preguntarle nada a él, ni qué estudiaba, ni qué curso hacía… Gustavo me había hablado de los sociales, un cuerpo especial de la policía, la Brigada Político-Social lo llamaba él, que se hacían pasar por estudiantes o lo que hiciese falta para escuchar y controlar y enterarse de lo que les interesaba saber, en la universidad o en un barrio o en una empresa… Alardeaba él de reconocerlos a la legua, por la manera de vestir incluso, aseguraba, por la forma de comportarse, por la pinta en general. ¿Sería Joaquín uno de aquellos sociales? ¿No iba en verdad demasiado bien vestido para ser un estudiante universitario, con aquellos pantalones de tergal con la raya bien marcada, y aquel jersey blanco de cuello alto, y aquella trenca azul marino que parecía recién estrenada? ¿No iría tan afeitado y con el pelo largo pero muy cuidado y las gafas doradas para aparentar menos años de los que tenía? Aunque, razonaba yo en un intento de tranquilizarme, si alguien quiere pasar inadvertido, lo normal es que no haga nada para llamar la atención, sería estúpido por su parte sobresalir o singularizarse o distinguirse. Claro que también eso, la ostentación de la máscara o la no simulación del disfraz, tan notoriamente ilógico e incongruente con respecto al fin perseguido, podía a la postre resultar la mejor manera de camuflarse.