El paso del bachillerato a la universidad siempre da al estudiante ciertas ilusiones, le hace creerse más hombre, que su vida ha de cambiar, recordaba haber leído en El árbol de la ciencia, una novela de Pío Baroja que me había prestado el profesor de Filosofía de COU. Algo parecido pensaba yo también cuando llegué a primeros de septiembre a Barcelona, pero había transcurrido ya un mes de clase y las ilusiones se resistían a mezclarse con la vida, que era la misma vida gris y rutinaria del instituto en Soria, solo que sin las ilusiones y esperanzas de cambiar que aquella tenía.
Y eso que era este un curso anómalo que había comenzado en enero y no en septiembre. Lo supe al poco de llegar. El nuevo ministro de Educación, nombrado como tal en el mes de junio, había decretado, en contra de lo que era tradición inmemorial, que el curso universitario se iniciaría a partir de aquel año en enero, con el fin, se dijo, de hacerlo coincidir con el año natural. Se implantaba así lo que enseguida se llamó el calendario juliano, en alusión al nombre del ministro, Julio Rodríguez. Los dos, el calendario y el ministro, tuvieron una vida efímera, pues el segundo fue cesado el 3 de enero, cuatro días antes de que empezara el primero.
Las vacaciones se prolongaron de esta manera cuatro meses más para los que llegábamos por primera vez a la facultad.
A mis padres no les dije nada —me hubieran obligado a volver al pueblo— y decidí quedarme en Barcelona. Y fue Tranquilino, el marido de Faustina, el que me aconsejó que buscara un trabajo.
—Vete a preguntar en Correos —me sugirió—, allí he oído que suelen necesitar gente. ¡No vas a estar cuatro meses aquí cruzado de brazos!
Fui una mañana a la central de Correos, en la Vía Layetana, abajo del todo ya, muy cerca del puerto. Para acceder al edificio, muy grande, había que subir una ancha escalinata de piedra y, desde la puerta de entrada, se veía el mar. Me acordé entonces de mi madre.
Ascendí por una escalera guiado únicamente por el tacto untuoso del pasamanos, recorrí pasillos en penumbra de techos altísimos hasta dar con la dependencia que me habían indicado.
—Vengo para lo de cartero —le dije al que parecía encargado de custodiar la sección.
Me hizo un vago gesto con la barbilla, se levantó con infinita desgana de la silla y desapareció. Volvió al cabo de unos minutos y me hizo pasar a un minúsculo despacho adjunto.
—Espere aquí —y me dejó allí solo hasta que, media hora después, apareció un hombre ataviado con corbata de rayas chillonas y guardapolvo gris.
—Rellene esta ficha —me indicó.
Se la tendí y le echó un vistazo.
—Ahora le voy a hacer un examen —y abrió un cajón y sacó unos papeles.
El examen consistió en un dictado no muy largo y dos operaciones aritméticas, una multiplicación de decimales y una división por tres cifras.
Cuando terminé, el examinador cotejó parsimoniosamente el examen con la hoja en que debía de tener los resultados:
—Las operaciones, bien, y en el dictado solo un fallo: exuberante, que te has olvidado de la h intercalada —me comunicó con expresión de afectada gravedad.
Me sorprendió lo de la h intercalada, pero no me dio tiempo a pensar en ello.
—Mañana empiezas, de cartero encargado de reparto —y me tendió la mano. Se levantó y yo hice lo mismo, pero me dijo que aguardara un momento.
Volvió con un impreso.
—Firma aquí y vete a la estafeta de la calle Guipúzcoa, tu destino. Te presentas y allí te dirán —se despidió.
En el pasillo leí la copia del impreso: once mil pesetas doscientas cincuenta y cinco de sueldo mensual, decía. A punto estuve de dar un brinco de contento. ¡Más de once mil pesetas! Dejando aparte la beca, era el primer dinero que iba a ganar, y la cantidad me pareció —fue la primera palabra que se me vino a la mente— exuberante. Bajé deprisa la escalera y corrí a la calle Guipúzcoa. Por el camino no dejaba de pensar en lo que haría con las once mil pesetas (algo menos en septiembre, estábamos a día once, calculé con un poco de desconsuelo, que enseguida se disipó) cuando las cobrara. La beca era otra cosa, no podía compararse, solo tenía que sacar buenas notas para que me la concedieran, y hasta el curso pasado se la ingresaban directamente a mi padre, o al colegio menor en el que residía durante el curso, no estaba muy seguro; las becas para universidad funcionaban de otra manera, me habían dicho, era el estudiante el que recibía el dinero, y por eso tendría que abrir una cuenta en el banco cuando me avisaran, mi madre ya se lo había advertido a Tranquilino, pero a lo mejor hasta enero no me llegaba. Me sentía además muy orgulloso porque no me vería en la necesidad de pedir dinero a casa como hacía en Soria, a partir de ahora no iba a depender ya de los padres, y podría yo solo administrarlo, gastarlo a mi gusto en lo que quisiera; once mil doscientas cincuenta y cinco pesetas al mes daban para mucho, tendría para mis gastos y para la pensión y aún me sobraría, si pagaba ahora la pensión tendría además luego el dinero de la beca, aunque, por si acaso no era seguro que me lo dieran a mí, lo mejor de momento era que se hicieran cargo mis padres como habían convenido y ya se lo pasaría yo después. Y en qué iba a gastar tanto dinero: en libros lo primero, iría a una librería buena y compraría todos los que me gustaran, nada de conformarse con mirarlos y hojearlos y leer las solapas o las contraportadas y envidiar a los que veían uno que les llamaba la atención y lo compraban, eso se había acabado, si un día en el periódico leía la reseña de alguno interesante o si lo veía al pasar por delante del escaparte, entraría decidido en la librería y sin pensarlo más me lo pondría debajo del brazo como me gustaba llevarlos, tenía ya una buena lista apuntada en una libreta para ir comprando; y lo segundo en ropa, que no tenía mucha y casi toda algo anticuada, la que me compraba mi madre a los tenderos que se acercaban con una DKW hasta Sahelices del Cerro o cuando iba a Ágreda por algún recado, pero cómo iba a saber ella que no salía del pueblo lo que se llevaba en una ciudad como Barcelona, y sobre todo los jóvenes, un par de pantalones lo primero, unos tejanos y otro de vestir que fuera de campana, y un par de niquis, y otro par de camisas, una de cuadros por lo menos, y un jersey de cuello redondo, y unos zapatos, mejor con plataforma. Y si aun así me sobraba algo, que era casi seguro, a lo mejor podía pensar en hacer algún día algún viaje: no había salido de Soria como quien dice, ni siquiera había estado en Zaragoza como mi madre, ni en Madrid como mi padre, que había hecho allí el servicio militar como no se cansaba de recordar a todas horas, y ni se me había pasado por la imaginación ir al extranjero, Francia, por ejemplo, ¡París!, desde Barcelona no estaba tan lejos, podía ir en tren, o a dedo incluso como había oído decir que viajaban los jóvenes por Europa, en autostop lo llamaban los hippies; o, ya puestos, a Inglaterra, ¡Londres!, y así subiría por vez primera a un avión, por qué no, o en barco, que era más barato y tampoco quedaba muy lejos, a Italia, ¡Roma, Florencia, Venecia! También, si alguna vez me apetecía, podría permitirme el capricho de ir a comer a un restaurante, que no lo había hecho nunca, y no me forzaría a mí mismo a cerrar los ojos o mirar para otra parte cuando pasara delante de una pastelería como estaba acostumbrado a hacer desde los tiempos del internado con los frailes… Y el pensamiento se me alborotó con los recuerdos de aquellos años: semanas enteras sin salir del colegio, y las escapadas furtivas de los que se atrevían a saltar la verja, y los cigarrillos de Celtas fumados a escondidas, y los pepitos de aquella pastelería de la última esquina volviendo para el colegio después del paseo de los jueves por la tarde… Claro que para ello había que llevar dinero en el bolsillo, lo cual no era mi caso: si alguna vez los probé, los pepitos, fue porque un amigo al que no le faltaba nunca una moneda de cinco duros me invitó. ¡Once mil doscientas cincuenta y cinco pesetas: era libre!
La estafeta de la calle Guipúzcoa ocupaba las dos primeras plantas de un edificio de por lo menos veinte pisos y era luminosa y acristalada. Fui asignado como cartero auxiliar al barrio número 28, en el Besós, lindante con el barrio de La Mina, me instruyeron someramente en los cometidos y obligaciones del reparto y me emplazaron para el día siguiente a las seis de la mañana.