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Memoria estaba ocupada atendiendo a las palabras que habían venido para asistir a las jornadas de la Integración Lingüística, pero encontré la puerta abierta y entré.

La vi cuando apenas llevaba una hora callejeando por el diccionario, y leí en su mirada la misma extrañeza que ella debió de leer en la mía.

¿Quién era, y qué hacía allí? ¿Por qué memoria no me había advertido de su presencia? Claro que, razoné, si yo había encontrado abierta la puerta y nadie me había impedido entrar, por qué cualquiera que se acercara no iba a poder hacer lo mismo.

Llevaba el pelo atado en la nuca con un pañuelo amarillo y estrujaba en una mano un gorro de lana del mismo color. Del brazo que le quedaba libre colgaba, cuidadosamente doblada, una especie de gabardina clara y, sobre ella, una bufanda roja. Vestía una blusa ajustada de flores y un pantalón vaquero ligeramente acampanado.

De buena gana la hubiera seguido, pero me conformé con dibujar a toda prisa en mi memoria (¿se molestaría memoria, pensé, si se enteraba de que, mentalmente, había empleado esta palabra, la que a ella le da nombre?) la expresión risueña de su rostro y la invitación a la sonrisa de sus labios y la promesa de alegría adivinada en cada uno de los poros de su fisonomía.

Y grabé también su andar suelto y grácil, la imperceptible melodía de sus hombros y su cintura, la coquetería sutil de todos sus gestos mientras la miraba alejarse con paso pizpireto envuelta en la neblina blanca de una bahía.