18

Vi el coche, un Seat 124 blanco, aparcado encima de la acera, pero no le presté mayor atención. Estaba buscando las llaves en los bolsillos de la trenca cuando oí que me llamaban:

—Martín.

Volví la cabeza: desde la ventanilla delantera, que tenía el cristal a medio bajar, alguien me observaba.

—Eh, Martín —repitió al tiempo que abría la puerta del coche, en cuyo interior distinguí a otro hombre, sentado impasible al volante.

Se apeó despacio, como si le diera pereza o lo hiciera de mala gana o le costara un gran esfuerzo, y me hizo una seña con la mano para que me acercara. Tardó un poco en mirarme, porque tenía los ojos ocupados en examinar con cauteloso interés la entrada de la casa y los balcones y la calle en sus dos direcciones.

—Anda, entra aquí un momento —y me señaló la puerta de atrás.

Él mismo la cerró desde fuera, rodeó el coche y se sentó a mi lado. Su cara empezó a resultarme familiar.

—¿Te acuerdas de mí?

Entonces lo reconocí.

—Te llevé una noche a casa no hace mucho. Con escolta y todo —dijo, sin esforzarse en disimular el tono burlón de sus últimas palabras.

Le miré aparentando sorpresa.

—A lo mejor es porque me viste con uniforme. ¿Tú te acuerdas de él, Camilo?

El conductor alzó los ojos para mirar por el espejo y ladeó el cigarrillo en la boca:

—Cómo no voy a acordarme, sargento.

—Mi sargento, coño, llámame mi sargento, cuántas veces te lo tengo dicho.

—Usted disculpe, mi sargento.

—Menos guasa. Bueno, bueno —continuó el sargento, dirigiéndose a mí—, mira que es casualidad: te llevo a tu casa una noche y vuelvo a buscarte un mediodía…

Se estiró con los dedos de ambas manos el cuello de la camisa y se arregló a continuación el nudo de la corbata.

—Aquello —prosiguió, revolviéndose en el asiento— ya es agua pasada, y agua pasada no mueve molino, o eso decían en mi pueblo. ¿Sabes lo que significa ese refrán?

Hice un leve gesto de asentimiento.

—Cómo no vas a saberlo tú, siendo también de pueblo y además universitario, qué suerte tienen algunos.

Miró el reloj y se llevó otra vez la mano al cuello, como si la camisa o la corbata le molestaran.

—Aprieta, no sea que se vaya a comer —le advirtió al conductor.

—¿Adónde me lleva esta vez? —le pregunté con evidente desánimo.

Carraspeó, miró por la ventanilla y se acomodó de nuevo en el asiento antes de responder:

—A la Jefatura Superior de Policía.

Guardó silencio un trecho, hasta que el coche frenó con brusquedad y los dos reaccionamos al unísono tensando instintivamente los brazos para no darnos de bruces contra el asiento de delante.

—¡A ver qué haces, Fittipaldi! —protestó.

Recompuso la postura y me dirigió una rápida mirada en la que me pareció advertir una ligerísima chispa de excusa.

—En la Vía Layetana, habrás oído hablar. Pero no te preocupes, no es nada importante.

Volvió a carraspear y a aligerarse la presión del cuello de la camisa.

—El comisario jefe, que quiere hacerte unas preguntas.

—¿Sobre qué?

—Ah, nada, eso ya lo verás.

El coche se desvió bruscamente y se oyó el chirrido de los neumáticos contra el bordillo de la acera.

—¿Pero estás loco o qué te pasa? —bramó el sargento.

—Perdone, mi sargento —se disculpó el conductor—. Ha sido por mirar a esa chica, la de la minifalda. ¿Es que no la ha visto? ¡Tendríamos que detenerla!

—¡Que estamos de servicio, Camilo!

—De lo más alto del paso de Despeñaperros abajo me tiraba yo si fuera a caer en sus brazos. Por no decir en otra parte… ¿Pero es que no se ha fijado, mi sargento?

—A ver si te meto un parte.

—¡Qué poco sentido de la belleza tiene usted!

—¡Que estamos de servicio, so leches! Y además —el sargento me señaló con la cabeza—, que llevamos aquí a un filósofo, y los filósofos no hablan de esas cosas, ni reparan en ellas, ¿a que no?

Me hice el desentendido, como si no fuera conmigo, y traté de mirar para otro lado.

—¿Lo ves? —El sargento adelantó la cabeza en dirección a Camilo—. ¡Copia de él!

Le pellizcó en el brazo y aguardó a que lo retirara.

—¡Y a ver si coges algo de cultura de la que a él le sobra! —le dijo—. ¡Que falta te hace!

El coche se detuvo en la parte trasera del edificio de la Jefatura y entramos por una puerta que daba a una calle lateral, estrecha y apenas transitada. Subimos una escalera angosta y mal iluminada y atravesamos un pasillo no muy largo hasta el despacho del comisario. El sargento llamó con los nudillos a la puerta y me puso una mano en el hombro, como si me invitara a entrar primero, pero la retiró de golpe en cuanto la puerta se abrió y un hombre en mangas de camisa y con tirantes, las gafas caídas en la punta de la nariz y el pelo canoso, casi blanco, aplastado contra el cráneo y peinado hacia atrás, apareció en el umbral.

—Disculpe la tardanza, comisario —manifestó obsequioso el sargento—. El chico —y me señaló con el dedo—, que se hizo de esperar.

—Un poco tarde es ya, sí; me estaba preparando para ir a comer. Pero vamos al grano.

Se sentó detrás de la mesa en un sillón de cuero negro, el sargento se quedó de pie a un lado y a mí me indicó una silla.

—Así que es usted estudiante —dijo el comisario en voz baja, sin levantar la vista del papel que consultaba—. De Filosofía y Letras, alumno de primer curso, ¿no es así?, en la Universidad Central…

Asentí con la cabeza, aunque no sabía muy bien si el comisario exigía una respuesta a lo que iba leyendo o no.

—Y está usted matriculado por lo tanto en la asignatura de Introducción a la lingüística, cuya profesora titular es en el presente curso doña Carmen Comas, ¿me equivoco?…

El sargento me miró, animándome a responder.

—No.

—Es de suponer —prosiguió el comisario, alzando la vista y fijándola en mí con detenimiento—, habida cuenta sobre todo de su condición de becario, con lo que esto presupone y conlleva de ejemplaridad en los estudios, dado que es el Estado el que generosamente se los sufraga, o el contribuyente en última instancia si bien se mira, y contribuyentes somos todos, los policías incluidos…, es de suponer, digo, que asiste usted con regularidad a las clases desde el inicio del curso…

Hizo un breve alto, lo justo para llevarse un cigarrillo a los labios, que el sargento se apresuró a encenderle con un mechero que velozmente se sacó del bolsillo de la chaqueta, y para darme tiempo a mí de contestar con un murmullo afirmativo.

—En ese caso, habrá conocido usted a la susodicha profesora doña Carmen Comas, ¿verdad?

—Sí.

—Y por ende se habrá aprovechado de sus explicaciones… —Se interrumpió unos instantes para quitarle el capuchón a la pluma y pasar la hoja de la libreta en que se disponía a tomar nota—. Y ahora, dígame: ¿cuándo dejó de acudir a impartir sus clases la profesora Carmen Comas? Haga memoria si lo necesita antes de responder, pero procure hacerlo con exactitud.

—Creo que vino solo las dos primeras semanas.

—O sea que, según usted —y se detuvo para consultar un calendario que tenía a un lado de la mesa—, la interfecta cumplió con su obligación únicamente las semanas del 6 al 13 y del 13 al 20 del pasado mes de enero…

Anotó algo con letra minuciosa en su libreta, buscó la mirada del sargento y luego la mía, al tiempo que, apretando los labios, movía arriba y abajo la cabeza.

—De manera que el lunes 21 de enero ya no acudió a su clase…

—Los lunes —me apresuré a contestar— no tenemos esa asignatura.

—¿Y el martes 22? ¿Sabe usted si ese día tuvieron clase con ella?

—No, creo que ya no.

—Está bien. ¿Y ha oído usted algo sobre el particular? Quiero decir: ¿alguno de sus compañeros ha comentado algo sobre la ausencia de la profesora?

—No, nada.

—¿Y los demás profesores? ¿Les han dicho algo?

—No, tampoco.

—¿Y quién les ha dado durante todo este tiempo las clases que le correspondían a doña Carmen Comas?

—Nadie, no hemos tenido clase en tres semanas.

—¿Y siguen así, sin profesor? ¡Descuido imperdonable!

—No, desde la semana pasada tenemos una sustituta.

Cerró la libreta, le hizo un gesto al sargento y este me acompañó a la puerta.

—Espérame ahí fuera.

No tardó mucho en salir.

—Puedes irte —me informó—. Por el mismo sitio por donde entramos: todo el pasillo y luego la escalera a la izquierda. Ah, me ha dicho el comisario que te diga que a lo mejor volvemos a requerirte alguna información. ¿Ves como no era nada importante? La beca, acuérdate de la beca.

Había andado ya unos pasos cuando oí de nuevo la voz del sargento:

—Que se me olvidaba: el número de teléfono de la pensión, dámelo. Y otra cosa, muy importante: la entrevista con el comisario no ha tenido lugar. Dicho de otra manera: tú no has estado aquí, nadie te ha preguntado nada. ¿Lo has entendido?