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Un domingo por la mañana subí a ver a Gustavo. El autobús de la línea 203 demoraba la salida, como si aguardara a algún viajero señalado o el conductor tuviera órdenes de no arrancar hasta que los pasajeros de pie lo abarrotaran y no hubiera ni sitio para respirar como sucedía en los días laborables en las horas punta, y me dispuse a leer la revista Triunfo para entretener el rato. Mientras esperaba había leído el artículo de «La Capilla Sixtina» que firmaba Sixto Cámara y de allí había pasado a la página de «Celtiberia Show» de Luis Carandell. Pero la señora que iba detrás se removía continuamente en el asiento y apretaba contra el mío la caja de madera que llevaba sobre sus rodillas. Me había fijado en ella porque, pese a ser la última en llegar a la parada (se había formado una buena cola, y yo la encabezaba, no en vano llevaba allí casi media hora), había sido la primera en subir al autobús cuando el cobrador abrió las puertas. Era ya mayor, vestía toda de negro y en las solapas del abrigo, holgado y largo hasta los tobillos, lucía sendos prendedores de color dorado que representaban una rama de palmera.

—Joven —me dijo, picoteándome con los dedos en el hombro—, ¿este autobús va a Singuerlín?

—Sí, sí —y volví la cabeza para tranquilizarla.

—¿Estás seguro?

Antes de llegar al puente sobre el río Besós empezaba ya la caravana de coches, y algunos pasajeros se impacientaban.

—¡Domingueros! —se quejó alguien—. ¿No tendrán más que hacer que coger todos el coche a la misma hora?

Oí que la señora hablaba con la que iba de pie a su lado:

—¿Sabe usted si tardaremos en llegar? A Singuerlín me refiero… Porque va a Singuerlín este autobús, ¿verdad?

Se bajaron las dos en la misma parada que yo, y a la señora de la caja le había dado tiempo de explicar que había venido del pueblo a pasar el invierno con su hijo y que a ella lo que más le gustaba de Barcelona era El Corte Inglés, que no había semana que no fuera a hacerle una visita, y algunas dos, que allí se le pasaba el tiempo sin darse cuenta y que nada se le podía comparar, ni la Sagrada Familia siquiera.

—Yo ahora voy a comer a casa de mi hermana —se despidió—, pero es la segunda vez que vengo y no sé si acertaré, en el Pasaje Caralt vive.

Grupos de hombres con un vaso de vino en la mano y fumando despaciosos en la acera fijaban la ubicación exacta de los bares, apenas una barra pobremente iluminada y un pasillo estrecho con algún taburete sumido en la penumbra. Por la calle, hechas ya las labores o buscando el modo de postergarlas, paseaban con pereza dominical mujeres en bata, que se detenían a veces para intercambiar cumplidos y recabar confidencias de las que escrutaban el mundo asomadas a los balcones y ventanas.

Lo mismo que el primer día, volvieron a llamarme la atención los bloques de viviendas clavados como ladrillos o cajas de cerillas en la ladera de una empinada colina —el barrio de Las Oliveras, me dijo luego Gustavo que le llamaban—, y también algunos edificios de Singuerlín, construidos en los lugares más impensados. Apiñados en la misma calle o desperdigados por la pendiente en inverosímil asimetría, ninguno era igual a otro, y todos tenían la misma apariencia frágil de lo improvisado y funcional. Entre ellos subsistían como restos de un pasado más lento y apacible algunas casas de una sola planta con un modesto jardín —un naranjo y un limonero, la parra enredada en un reducido cenador, los surcos breves de un huerto— delante de la puerta, recluidas en el silencio temeroso del que se siente extraño y desplazado en su propio territorio.

Enfrente mismo del edificio en que vivía Gustavo, en la avenida de Cataluña, había una de esas casas, y de ella salió una pareja de ancianos que me miraron con un punto de recelo al darse cuenta de que yo los observaba a ellos con atención mientras se afanaban en componer unas plantas antes de cerrar cuidadosamente la cancilla.

Gustavo me estaba esperando para ir a misa.

—No te asustes, no es por la misa por lo que quiero que me acompañes —me tranquilizó cuando notó mi extrañeza.

—Pero si hace lo menos dos años que no entro en una iglesia —le recalqué—. Desde que salí de los frailes.

—Bueno, tampoco yo desde que marché del seminario, pero esto es distinto —insistió.

La iglesia como tal, en el sentido de un edificio coronado por una torre con campanas, no existía en el barrio de Singuerlín. Los feligreses de la parroquia, que ni siquiera tenía nombre, ni se acogía a la advocación de ningún santo, celebraban las ceremonias del culto en los bajos de un edificio de pisos de la calle América, adonde acudían convocados no por el toque de las campanas sino por el horario escrito a máquina en una hoja y fijado con papel celo en la puerta de entrada. La austeridad presidía el espacio que hacía las veces de templo: una docena de filas de bancos, el suelo del mismo mosaico que el del piso de los tíos de Gustavo y de la pensión, las paredes pintadas de blanco y desnudas de cualquier imagen o símbolo religioso, un escueto crucifijo detrás del altar, erigido en una apenas perceptible tarima de madera, un par de candelabros, un largo tubo fluorescente colgado del techo…

El sacerdote, revestido con el alba y la estola pero sin la casulla ni el manípulo, rehusó desde el principio el tono solemne de la liturgia, y en las palabras y en los gestos se esforzaba por ponerse a la altura de los fieles. Uno de estos leyó a trompicones la epístola, y otro desgranó con entusiasmo contagioso unas preces que terminaron con una especial mención a los más necesitados de la parroquia.

Hacía de monaguillo un hombre cachazudo y corpulento que seguía con gesto grave desde un extremo del altar todos los movimientos del oficiante, presto para intervenir en cuanto se le necesitase.

El sermón fue breve y con escasas alusiones a la lectura del evangelio correspondiente, las imprescindibles para aplicarla a las vicisitudes y problemas de la existencia cotidiana del auditorio.

Dos jóvenes adornaron los momentos esenciales de la misa entonando canciones de cansina melodía al ritmo porfiado y ardoroso de sus guitarras.

Al terminar, Gustavo me condujo a la sacristía, una estancia mínima en la que apenas había espacio para desenvolverse, y me presentó al cura, que me saludó con educada afabilidad. Se interesó por mis estudios, me invitó a frecuentar la parroquia y me entregó unas hojas que extrajo con algún sigilo de un cajón.

—No las redactamos nosotros —me aclaró—, pero sí las distribuimos.

Las hojas estaban impresas en ciclostil, con los márgenes manchados de tinta y las letras y hasta alguna línea entera emborronadas. Mientras las doblaba para guardarlas en el bolsillo de la trenca leí por encima los titulares: Vuelta de Perón al poder en Argentina, Huelgas y movimiento obrero en la cuenca del Besós, La represión de la clase trabajadora…

—Muy interesante el artículo sobre Perón, léelo —me recomendó el cura, despojado ya de la vestimenta litúrgica.

Más que en Perón, del que apenas sabía nada, ni de lo que representaba para el mundo o para los redactores de aquellas hojas su vuelta al poder en Argentina, pensé instantáneamente en el sargento de la policía, y en el comisario de la jefatura de la Vía Layetana, y en la profesora Carmen Comas…

—Si queréis venir —interrumpió mis pensamientos la voz recia del cura: ataviado con un pantalón de pana y una gruesa chaqueta de lana con cremallera parecía él mismo la imagen arquetípica de la clase trabajadora—, a las doce, aquí mismo en el centro parroquial, hay una charla que organiza un grupo de jóvenes.

Gustavo me miró y el cura aprovechó la indecisión para arrancarnos un difuso asentimiento.

La charla fue impartida por un hombre de edad imposible de determinar, adusto y reconcentrado, vestido impecablemente de negro, con barba rala entreverada de canas y enormes gafas de concha negra, que fue presentado como un hondo intelectual comprometido con la causa obrera y la emancipación del pueblo. Versó, según él mismo se encargó de precisar al enunciar el título con una voz rota que parecía salirle de un peñascal allá en lo más hondo de las entrañas, sobre los medios de comunicación como instrumento de alienación de las masas, y a ella asistieron no más de una docena de jóvenes del barrio. Al final se abrió un coloquio en el que, llevados del convencimiento o el temor de que ninguna de las cuestiones que se pudieran plantear estaría a la altura del que iba a responder, ninguno de los asistentes se atrevió a intervenir, y el charlista fue despedido con aplausos, puños en alto y vítores al pueblo y a la libertad.

Gustavo me llevó, atravesando por un sendero el descampado de Las Viñas, erizado de pedruscos y hendido por torrenteras y taludes, hasta la plaza del ayuntamiento, en el centro de Santa Coloma, y allí estuvimos sentados en un banco hasta la hora de comer observando el trajín de la gente que desembocaba de las calles adyacentes, familias bulliciosas vestidas de domingo, algún grupo de jóvenes vocingleros, hombres solos de semblante pensativo con el palillo mondadientes en la boca, unas chicas en minifalda tiritando de frío y aprendiendo a caminar sobre unos delgadísimos tacones…

La tía de Gustavo insistió en que me quedara a comer con ellos, y así pude conocer la colección de discos de Alberto —veintidós elepés y otros tantos discos sencillos, o singles, como él los llamaba, unos cincuenta en total—, que me enseñó orgulloso uno por uno, y tuve ocasión de escuchar de labios del cabeza de familia la única frase que enhebró en las casi dos horas que pasé a su lado, dirigida por lo demás a mí como invitado, y se me presentó la oportunidad de admirar el modo delicado y gentil con que el ama de casa extendía hacia arriba el dedo meñique al tomar en sus manos la tacita de café y lo mantenía así en la misma posición airosa y distinguida, doblándolo un poco como si fuera un signo de interrogación o el cuello de un cisne, mientras se la llevaba a los labios y a pequeños y pausados sorbos iba aspirando con no disimulada fruición su contenido.

En la sobremesa, Alberto consintió en tocar con la guitarra, tarareando la letra en inglés, dos canciones de Simon & Garfunkel que se sabía de memoria. La madre, que le miraba complacida con arrobo, celebraba con palmadas en las rodillas y una sonrisa embelesada los cabeceos y ademanes con que su hijo marcaba el ritmo de la música.

Por la tarde a primera hora volvimos al centro parroquial, del que Gustavo parecía ya asiduo. Primero oímos música en el tocadiscos, de Joan Baez sobre todo, y escuchamos con reverencia a dos que acompañaron a la guitarra canciones de Paco Ibáñez y Víctor Jara, tarareadas en voz baja con unción por los que sabían la letra; luego alguien trajo unas botellas de Kas y Trinaranjus y finalmente, cuando el aburrimiento empezaba a hacer mella, se plantearon opciones para pasar el resto de la tarde. Los chicos preferían organizar un baile allí mismo con el tocadiscos, pero ellas se mostraron reacias y alzaron los brazos con efusiva unanimidad ante la propuesta de dar un paseo y después al cine. Aunque abucheada sonoramente por la concurrencia masculina, fue la que triunfó.

A la salida, convencí a Gustavo para que nos escabulléramos sin ser notados. Lo hicimos en una esquina, pero no sin que la estratagema pasara desapercibida a los ojos de una pareja de rezagados que tramaban lo mismo que nosotros. Reconocidos y animados por la común disidencia, nos invitaron a bajar con ellos a Barcelona, al Cafetín Musiquero.

—Es un sitio ideal —aseguró ella, dos ojos grandes detrás de unas gafas redondas metálicas, el pelo rizado y unas manos que no paraban de gesticular, bajita y muy delgada— para pasar la tarde escuchando música sudamericana, Atahualpa Yupanqui, Quilapayún, Violeta Parra, Los Indios Tabajaras…

—Eso sí —la interrumpió él, melena lacia, nariz aguileña, gafas doradas diminutas, de hombros caídos y desgarbado, la mano sujeta a una pipa apagada en la comisura de los labios—, está un poco lejos, en la calle Santaló, tardaremos más de una hora en llegar. Pero vale la pena, ya lo veréis.