—Volviendo al principio… —memoria se aclaró la voz, aquella noche estaba especialmente locuaz—: cuando los hombres recogepalabras, o sea los señores académicos, me ofrecieron el puesto de guardapalabras del diccionario, yo acepté encantada. Incluso escribí a mis hermanas, las que tengo más cerca, a memoire, que vive en el diccionario de Francia, y a memory, en el de Inglaterra, y a memoria, que, aunque se llama como yo, es italiana, para comunicarles la noticia. Por cierto que la francesa, memoire, es algo envidiosa, no le gusta que me vayan bien las cosas, y está mosca desde que sabe que a mí me conocen más de trescientos millones de seres humanos en todo el mundo, tantos o más que a ella. Por eso fue a la primera que escribí, para chincharla un poco… Mi misión, según me explicaron los señores académicos ordenapalabras, era muy sencilla: vigilar el diccionario, es decir, cuidar de que no entrara ni saliera ninguna palabra sin su permiso, y procurar que nadie, a no ser con fines pacíficos o de consulta, nos molestara (ni siquiera los poetas, que, en cuanto les dejas un poco, se ponen a estrujarnos como locos buscándonos significados raros que ni nosotras conocemos). Eso durante el día, porque de noche las palabras, como casi todos los seres vivientes en la tierra —excepto algunos animales, como el búho y el murciélago, o algunos árboles, como el tejo, que conversa con los muertos, o el sauce, que secretea con las brujas, o el roble, que corteja al relámpago, o el abedul, que ahuyenta con el rumor de sus hojas y el destello acerado de su corteza a los espíritus—, duermen y descansan…
No tuve más remedio que interrumpirla, y lo hice con tanta brusquedad que debí de asustarla un poco, porque me agarró del brazo:
—Memoria, ¿sabes quién es esa?
—No.
—¿Estás segura?
Con un gesto me invitó a seguirla.
No tardamos en darle alcance. Ella fingió por unos momentos que no nos veía, pero rectificó enseguida y le faltó tiempo para corregir sus pasos y componer en todo el rostro una expresión de atenta sorpresa.
—Estoy algo desorientada —se disculpó.
Como la primera vez que la vi, llevaba el pelo atado en la nuca con un pañuelo amarillo, pero ahora vestía una falda plisada, de cuadros de color marrón oscuro y, encima de la camisa blanca, una chaqueta de punto granate con botones. En la mano tenía un cuaderno y dos bolígrafos Bic, uno azul y otro rojo.
—Me llamo Lilaria, y soy estudiante de COU. El profesor de Lengua nos ha mandado unos ejercicios y ando buscando sinónimos y antónimos.
Memoria pareció darse por satisfecha y se desentendió de ella con la misma prontitud con que antes se había rendido a la curiosidad.
Yo recogí la mirada de sus ojos claros y grabé la sonrisa abierta de sus labios, por si luego en algún momento las necesitaba.
Lilaria, qué nombre tan bonito, soñé que le decía.