La rutina se fue encargando de alisar los días, que empezaban a alargarse poco a poco con la promesa de la primavera. La rutina que me esperaba en la puerta de casa todas las mañanas y me acompañaba en el largo trayecto diario desde la calle de San Andrés hasta los barracones de Pedralbes, donde las horas, por estar cuadriculadas, se hacían más difíciles de borrar. La rutina, ese paraguas que protege contra la intemperie, ese hábito inveterado y áspero que nos salva de vivir sin techo y a cielo descubierto, dos frases que había apuntado no hacía mucho en la libreta.
Una voz que tardé en reconocer la rompió una mañana cuando, al terminar las clases, me dirigía, solo como siempre, hacia el metro.
—¡Pero qué haces tú aquí, mírale —y lo mismo que yo, se volvieron todos los que llevaban la misma ruta, tan alto era el reclamo—, dónde vas!
Y sin más se llegó hasta mí y allí mismo me abrazó sin parar de darme palmadas en la espalda.
—¡Pero so cabrón, cómo no me habías dicho nada, hay que joderse!
Yo miraba a los que nos miraban y trataba en vano de soltarme de los brazos de Ildefonso, que había sido compañero mío en sexto de bachillerato en el instituto. Solo habíamos coincidido ese curso, pero, por alguna extraña razón que nunca acabé de entender —su carácter extrovertido en nada se parecía al mío—, fue suficiente para congeniar al poco de conocernos. Al empezar el curso siguiente, el de COU, nadie daba razón de él, había desaparecido de Soria poco después de terminar los exámenes de la reválida sin dejar rastro, y ahora le tenía allí delante otra vez.
—¡Anda, Martinín, mecagüen la puta de oros, cuéntame!
Llevaba el pelo más corto y unas gafas metálicas que avivaban el color claro de sus ojos, tenía la misma expresión franca y risueña, estaba un poco más delgado y se diría que había crecido algún centímetro.
Compartimos mesa en el comedor universitario y luego me invitó a tomar un café en el bar.
En verano, al acabar sexto, me explicó, se había venido a trabajar de camarero a Barcelona y en septiembre, en lugar de volver a Soria, se había matriculado en el nocturno en un instituto de Hospitalet de Llobregat, el COPEM. Para pagarse los estudios y el piso que compartía con tres universitarios en el barrio de Santa Eulalia del mismo Hospitalet, había continuado de camarero durante todo el curso en un bar, y por las noches asistía a las clases. Pero se había cansado y, al terminar en junio, se había ido a Israel a trabajar en un kibutz, con la idea de volver en septiembre y matricularse en alguna carrera universitaria. Por pereza, y porque no sabía bien qué carrera elegir —y seguía sin saberlo—, y porque el trabajo en el kibutz había resultado una experiencia extraordinaria, no lo había hecho. Ni siquiera se había enterado del nuevo calendario académico que posponía el comienzo del curso hasta el nuevo año. Llevaba en Barcelona dos meses, desde primeros de enero, trabajaba de momento como agente del Círculo de Lectores vendiendo libros por las casas y de vez en cuando se dejaba caer por alguna facultad, para otear el panorama en caso de que algún día se decidiera.
—Me he pateado unas cuantas —concluyó—, y todas me han parecido lo mismo, un coñazo. Hasta las chavalas hacen cara de aburridas, fíjate en esas —y acompañó el gesto del dedo con una especie de silbido que sobresaltó a las dos que repasaban con fervoroso recogimiento sus apuntes un par de mesas más allá.
Se levantó a continuación, y con inusitada desenvoltura se abrió paso entre los que se aglomeraban en la barra y volvió con otros dos cafés en la mano.
—Ahora habla tú, perillán —me requirió.
Lo hice al principio un poco a regañadientes, porque nunca me ha gustado mucho explicarle nada a nadie —de los asuntos personales, quiero decir—, pero acabé contándoselo todo, los cuatro meses en Correos, la noche del jeep en la plaza de Orfila, y la visita posterior del sargento, y la entrevista con el comisario en la Jefatura Superior Policía de la Vía Layetana, y hasta la conversación con aquel desconocido Joaquín en el comedor universitario que habíamos acabado de dejar.
Ildefonso me escuchó con atención y una mueca prolongada de asombro y desconcierto por la que en algún momento asomó el brillo de una sonrisa no supe bien si cómplice o burlona.
—Casi no me lo puedo creer —dijo—. Llegas, ves y triunfas, como César en la Galia: ¿te acuerdas de don José, el de latín, la voz que le salía cuando leía los capítulos de la Eneida que luego nos mandaba traducir?
Debió de leerme la preocupación en la cara y extendió el brazo para palmearme en el hombro:
—Joder, Martinín, quién lo iba a pensar, con lo callado y tranquilo que tú eres.
Le dije lo de la beca, pero no le dio demasiada importancia:
—El sargento lo hace para acojonarte, pero no te va a pasar nada.
—El año que viene tendré que pedir la prórroga para no ir a la mili —le comenté.
—¿Y qué?
—Pues que te piden el certificado de buena conducta para concedértela.
—Para eso falta mucho —me tranquilizó—, y tú no has hecho nada. Andan buscando a una profesora desaparecida, el sargento que te detuvo aquella noche se acordó de ti y te han preguntado a ver si sabías algo, eso es todo.
—Sí, pero ¿cómo se enteraron ellos de que yo era alumno de esa profesora? Me dio la impresión de que ya lo sabían antes de que yo se lo confirmara en el despacho del comisario.
—Normal, habrían hecho sus averiguaciones, consultarían las listas de alumnos en la universidad…
Volví a contarle lo de Joaquín, y le expuse mis sospechas.
—Esto ya me suena un poco más raro —concedió—. Aunque pudo ser todo una simple casualidad.
Nos quedamos callados los dos, y pensativos, durante unos instantes, los que Ildefonso necesitó —y que a mí se me hicieron extrañamente largos— para recobrar la sonrisa y el buen humor.
—Oye, ¿tú no querías ser escritor? —me preguntó, y el tono de su voz volvió a la altura que en él era habitual.
En vez de contestar, miré a las dos chicas, por si habían levantado la vista de los apuntes y nos observaban.
—Sí —contesté en un susurro cuando me convencí de que no habían oído la pregunta de Ildefonso.
—Pues ya tienes el argumento para una novela.
Me encogí de hombros.
—¿Qué novela?
—¡Cuál va a ser! La que podrías escribir con lo que estás viviendo. Joder, Martín, alguna musa te protege y te lo ha puesto a huevo. Y tú el protagonista, qué más quieres. Una vez me dijiste, lo recuerdo perfectamente, para que veas si te escuchaba, que solo eras capaz de escribir sobre lo que habías vivido…
—Y lo sigo pensando.
—Pues ya está: Barcelona, un joven despistado que acaba de llegar y trabaja de cartero, ese mismo joven que es detenido una noche por la policía por no llevar el carné, una profesora que desaparece… No me digas, Martinín cabroncete, que no es un buen planteamiento, ¿no se llama así? Ahora solo te faltan el nudo y el desenlace. O sea que manos a la obra. El nudo, por lo que a mí me parece, no tardará en aparecer, y el desenlace ya llegará a su tiempo. Si no la escribes tú, dímelo y lo hago yo, que algo he aprendido todos estos meses desde que marché de Soria. Hostia, Martín, pensándolo bien, me la tienes que dedicar, la novela, por las ideas que te he dado.
Ildefonso me convenció para que le acompañara hasta la Diagonal, donde cogía él el autobús.
Por el camino le hablé de la pensión, y de Gustavo, y de las clases.
—¿Y de chavalas qué? —me interrumpió—. Aunque no hace falta que me respondas, se te nota en la cara que nanay.
Se detuvo de repente, me agarró del brazo y prosiguió mirándome a los ojos:
—Ahora que me acuerdo, el sábado me han invitado a una fiesta, de carnaval o algo así: ¿por qué no vienes? Mejor dicho, tienes que venir, necesitas airearte un poco, te lo digo yo, Martinín. Y conocer chavalas, coño, que te vas a apolillar si no. Chavalas liberadas, ya lo verás.
No me soltó el brazo hasta que le prometí que iría.
—No le digas nada a nadie —le pedí. Me habían vuelto a la memoria las palabras del sargento al despedirnos y estaba empezando a arrepentirme de haberle contado a Ildefonso lo que él me había advertido que callara.
—¿Nada de qué?
—De lo que te he dicho. Sobre todo, de la visita a la jefatura y la entrevista con el comisario.
—Seré una tumba —dijo, zumbón, pasándose los dedos índice y pulgar sobre los labios como si fuera a sellarlos.