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Memoria se hizo la encontradiza conmigo y, como si hubiera escuchado la conversación que había mantenido con Ildefonso aquella misma tarde, me preguntó sin más preámbulos:

—¿Has encontrado ya el argumento que buscabas?

—No del todo.

—No lo busques solo fuera; para que te crean, tienes que vivirlo tú.

—Esto no me lo habías dicho.

—¿Sabes latín?

—Un poco.

—Pues deberías estudiarlo. El latín es la única asignatura que mide de verdad la inteligencia de los alumnos: por eso el ministro ese del que me hablaste el otro día quiere suprimirlo de los programas de enseñanza en las escuelas, o al menos eso es lo que les he oído comentar a los académicos. Escucha bien esto: Aut agere scribenda, aut legenda scribere. Que quiere decir: O haz cosas dignas de ser escritas, o escribe cosas dignas de ser leídas. No lo olvides…, ¡otra vez la maldita palabra! —y se marchó refunfuñando entre dientes.

Pensando en las palabras y el consejo de memoria, me vino una vez más al recuerdo —iba a decir a la memoria— la idea que durante mucho tiempo había tenido (y seguía teniendo; pero, lamentablemente, como tantas otras, no pasaba nunca de ser un proyecto, una aspiración, un designio) de escribir un libro sobre los personajes que no salen nunca en los libros, una historia protagonizada por las personas sin historia, una novela que contara las vidas de aquellos cuya vida ningún novelista consideraría jamás digna de aparecer en una novela. La mía, por ejemplo, y la de toda mi familia, y la de todos los que había conocido o con los que había tenido algún trato más o menos duradero.

Por cierto que esta era —o así me lo había parecido siempre en los momentos de mayor pesimismo, en los que venía a caer cada vez con más frecuencia— una de las razones por las cuales yo nunca sería escritor famoso: no podría contar ni mi historia, carente de interés, ni la de mis antepasados, pastores y labradores y amas de casa, ni la de mis conocidos, personas normales y corrientes todas.

Tampoco podría tener en el futuro ningún biógrafo, porque se aburriría nada más empezar, en cuanto viera que no encontraba nada importante que reseñar. Y a buen seguro que le extrañaría muchísimo —me pasaba a mí también cada día cuando lo pensaba— que una persona como yo hubiese podido llegar a ser escritor, si en la familia nadie había estudiado, ni había libros en casa, ni había tenido un maestro, por ejemplo, que me orientara o me ayudara, o un amigo que compartiera mi afición.

De lo que deducía que, si quería ser escritor, no me quedaría más remedio que ir forjándome yo solo y sin ayuda de nadie una biografía ad hoc, y no esperar al futuro para hacerlo. Es decir, que, de entrada y como primera medida —después vendrían necesariamente otras más drásticas— tenía que empezar a ser extravagante y solitario, voceador y resentido; tenía que mirar por encima del hombro y sentirme insatisfecho y perseguido; tenía que aparentar desdén altivo y adquirir y practicar gesto de grave suficiencia y elevado retraimiento.