—¡Hoy estamos todos, qué raro! —exclamó Tranquilino a la hora de servir la cena en la sala que hacía de comedor.
Los dos viajantes de comercio, que ocupaban la mesa del rincón, se sobresaltaron ligeramente y volvieron la cabeza en un vago gesto de asentimiento. Apenas hablaban entre ellos, y si lo hacían era siempre en voz baja, como si solo tuvieran secretos que contarse, y con los demás se limitaban a intercambiar los saludos que son de rigor en la convivencia, y en la mayoría de los casos sin molestarse en fingir la desgana o atenuar la indiferencia que tal obligación les producía. De su voluntad de aislamiento, de su nulo interés por entablar algún trato o relación era prueba evidente la disposición de la mesa, arrimada expresamente por ellos contra la pared de tal manera que anulaba el uso de las dos sillas que imponían el contacto visual con la concurrencia. Por Faustina sabía que uno de ellos era representante de una casa de paños y el otro, de un par de firmas de lencería fina.
La cena, como era de costumbre, transcurría en silencio, con la atención puesta en las noticias del telediario.
—Oye, tú que tanto lees —levantó la voz Desiderio, señalándome con la barbilla desde su mesa: ocupaba desde hacía unas semanas la habitación del dependiente de farmacia, y se había presentado el primer día como encargado de una tienda de ultramarinos—, explícanos quién ese ruso del que están hablando.
Tranquilino me miró, como si él también me estuviera haciendo la misma pregunta y me invitara a contestarla.
—Alexander Solzhenitsyn, un escritor.
—¿Y qué ha hecho para que le expulsaran de la Unión Soviética? —continuó preguntando Desiderio—. Porque algo habrá hecho, digo yo, es un suponer, para que no le quieran en su patria. —Desiderio hacía solo unos meses que había vuelto del servicio militar, que había cumplido íntegro en Melilla, y tan hondo debían de haberle inculcado el concepto que recurría a la palabra patria siempre que se le presentaba la ocasión.
Paciano, el cobrador de autobús, se me anticipó:
—¿Y qué va a hacer? ¡Criticar al comunismo! ¡Por eso lo han expulsado!
El tono enérgico de Paciano desvió hacia la televisión las miradas hasta entonces ajenas y ensimismadas de los dos viajantes.
—¿Solo por eso? —Desiderio no parecía muy convencido.
—¿Pues qué te piensas tú que hacen en los países comunistas? —se encrespó Paciano—. ¡Allí no se andan con chiquitas ni contemplaciones! ¡Eso sí, luego dicen que luchan por la libertad, y los papanatas de aquí de Occidente van y se lo creen! Anda, cuéntaselo tú, universitario, que a mí parece que no me cree.
Expuse brevemente lo poco que sabía sobre Solzhenitsyn, que durante muchos años había estado desterrado y perseguido, que había escrito un libro que se titulaba Archipiélago Gulag sobre los campos de concentración en Siberia que muy pronto iba a ser publicado en España, que hacía cuatro años, en 1970, le habían dado el premio Nobel de Literatura…
—¡Eso los comunistas, Stalin, Jrushchov, Brezhnev…! —me interrumpió Paciano—. ¡Para que luego hablen de Franco!
—Solzhenitsyn es el típico disidente —intervino Amador, que estudiaba segundo de Económicas y se sentaba siempre de espaldas a la televisión, la herramienta del sistema capitalista, según él aseguraba, para tener alienada a la población—, y como tal fue tratado. Ahora bien, que se utilice su caso como un arma arrojadiza contra el sistema socialista soviético…
Paciano tampoco le dejó terminar:
—¿Qué sabrás tú lo que es el sistema socialista soviético? ¡Lo que te enseñan en la facultad y lo que lees en los libros, todo mentiras! ¡Anda, vete y pregúntales a los que vivieron la guerra, de tu familia por ejemplo, si a mí no me crees: seguro que más de uno te podrá informar! ¡Ignorante!
—¡Te pareces a mi padre! ¿Por qué no nos dejas escuchar las noticias? —le espetó de pronto Félix, el camarero; era su compañero de mesa y raras veces emitía una opinión.
Paciano, que se escudaba siempre en los años y la experiencia —andaba ya calculando los que le quedaban para la jubilación—, le miró consternado como si no diera crédito a lo que acababa de oír y, sorprendentemente, acató su consejo.
Tranquilino había intentado en vano apaciguar con gestos de calma la conversación, y, desalentado por su fracaso, acudió presuroso a la cocina en cuanto oyó que Faustina reclamaba allí a gritos su presencia.
También la de Julia, pero esta respondió también a gritos que estaba haciendo los deberes y no podía.
Sonó el teléfono, y fui yo entonces el requerido.
Era mi madre.
El teléfono estaba colgado en la pared del pasillo entre la cocina y la sala de comedor, un punto en el que confluían todos los ruidos de la casa. Mi madre se quejaba de que no me oía y yo apenas pude hacer otra cosa que limitarme a contestar con monosílabos a sus preguntas, que las repetía siempre en todas y cada una de sus llamadas: la comida, la ropa, los estudios, la beca, si la había cobrado ya… Faustina no paraba de trajinar, Tranquilino pasaba una y otra vez por delante apurado en servir el segundo plato, el locutor de la televisión se afanaba en desgranar las noticias con voz campanuda. Cuando colgué, Julia abrió la puerta de su habitación, que estaba casi enfrente, asomó la cabeza y me hizo señas con la mano para que me acercara.
—¿Era tu novia? —me dijo en voz baja, y cerró despacio la puerta sin dejar de sonreírme con burlona picardía.
La chispa de la conversación había prendido de nuevo en el comedor, y Paciano arremetía ahora contra el presidente del Gobierno:
—¡El espíritu del doce de febrero! —clamaba—. ¡Valiente tontería! ¿No se dará cuenta Arias Navarro de que les está abriendo la puerta a los partidos políticos con esa dichosa ley que prepara? ¡La partitocracia! ¡La ruina del país otra vez! ¿Es que ya no se acuerda nadie de lo que pasó en el treinta y seis? ¡Ignorantes! ¡Traidores!
Todos nos dimos cuenta de que iba camino de soliviantarse, y optamos en consecuencia por el silencio.
El hombre del tiempo anunció fuertes nevadas en la cordillera Cantábrica, particularmente en León, y me acordé entonces de Gustavo, que había ido a ver a su novia, estudiante de Veterinaria. No podía esperar a las vacaciones de Semana Santa, me había confesado, y si no fuera por lo que costaba el tren y lo largo del viaje, dieciséis horas si no había ningún retraso, iría cada mes.
¡Dieciséis horas en un tren!, pensaba yo luego al acostarme. ¡Dieciséis horas sentado tranquilamente en un vagón, leyendo sin parar, o asomado a la ventanilla viendo pasar el paisaje! ¡Y que una chica que fuera mi novia me estuviera esperando al llegar a la estación!
¡Una chica de ojos grandes y mirada misteriosa con el pelo de color castaño claro recogido en la nuca con un pañuelo amarillo!
Y envidié a Gustavo, que estaría a aquellas horas en León viendo nevar detrás de alguna ventana o pasearía con su novia cogida de la cintura por las calles vestidas de blanco y al doblar una esquina o detenerse en un semáforo podrían volver la vista atrás y contemplar a la luz amarilla de las farolas cómo sus huellas recién impresas en la nieve empezaban a ser borradas por los copos que con terca determinación bajaban del cielo oscuro en minuciosas cataratas.
¿Por qué no nevaba también en Barcelona?
¿Viajaría yo algún día en tren a alguna ciudad lejana?
¿Por qué no caería aquella noche en Barcelona una nevada como la que el hombre del tiempo había anunciado que iba a caer en León? Una nevada que cubriera de blanco toda la ciudad y que impidiera la circulación y obligara a la gente a quedarse en casa toda la mañana, una nevada como la del año 62 que Paciano había recordado alguna vez en el comedor, con los autobuses todos en las cocheras sin poder salir y los vecinos quitando con palas la nieve de las calles y grupos de jóvenes esquiando por el paseo de Gracia y la Diagonal, una nevada siquiera como las de Soria, cuando los profesores no podían llegar a clase o lo hacían con mucho retraso y la nieve nos regalaba una mañana de fiesta o unas horas de lectura y era como si empezáramos el día estrenando un traje nuevo.