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—He visto a la chica del pañuelo amarillo por la que me preguntabas el otro día —me dijo memoria.

—¿Y hablaste con ella? ¿Te dijo algo?

—Nada. Estaba muy ocupada escribiendo en una libreta y no quise molestarla —respondió—. Viene mucho últimamente por aquí —agregó, y no se me pasó por alto la chispa traviesa, maliciosa de sus palabras.

Procuré fingir que me hacía el desentendido.

—Otra cosa —prosiguió memoria. El tono de su voz era más serio—: ¿tienes ya por fin el argumento?

—No —contesté de inmediato—, tengo historias sueltas, dispersas y fragmentarias, pero no una historia completa y bien trabada, lo que se dice un argumento —y fue como si las palabras hubieran salido mecánica e instintivamente de mi boca.

—Entonces tienes que ir a hablar con la estructura —me aconsejó—. Cuanto antes.

Recordé que aún no había hecho un pequeño trabajo para la clase de Geografía —la profesora me lo había encargado en represalia por no haber asistido a la salida programada: un paseo por unas colinas para observar una cuenca fluvial— y me despedí de ella.

—¿Tan pronto te vas? —se sorprendió—. Espera, espera un poco que quiero contarte algo. Verás. Se trata de un sueño. Lo tuve anoche y no se me ha desvanecido todavía. Un sueño dentro de un sueño. Me explico: soñé que tenía un sueño. Lo entiendes, ¿no? Y ese sueño que soñé anoche transcurría en una época que aún no ha llegado y que, por lo tanto, yo no puedo recordar. O sea, en eso que llaman el futuro y que no existe, por la sencilla razón de que no puede formar parte de mí porque no ha pasado. Pues bien, en ese sueño soñado se me apareció un recuerdo menudo en forma de niño que me contó lo siguiente, te lo repito con sus mismas palabras sin omitir ni una sola, no en vano lo que ellas cuentan y el sueño que conformaron es ya parte de mi ser: «Fue, escúchame bien, memoria, hace muchos años, cuando aún se hacían diccionarios y cada país tenía sus propias palabras, diferentes de las palabras de los demás países, y los niños las aprendíamos en la escuela. Estas palabras se recogían todas en los diccionarios, que eran unos libros muy importantes y bastante gordos, con mucha letra y casi ningún dibujo, que teníamos que consultar de vez en cuando, y para según qué cosas continuamente. Todavía, en aquella época, la gente le daba importancia a las palabras, y se hacían libros, libros que después se leían en las escuelas y en las casas y en los trenes. Todo lo que había que saber, todo lo que nos exigían los profesores a los niños en las escuelas estaba en los libros. También las historias para distraerse, que se llamaban cuentos o novelas, estaban en los libros. Y muchas otras cosas más, como los consejos (que se llamaban recetas) para hacer bien las comidas, las explicaciones para plantar y cuidar los árboles del jardín o las instrucciones —¡fíjate, memoria, de qué tiempo te estaré hablando!— para manejar un programa de ordenador. En aquella época, mucha gente, a veces, se pasaba horas enteras con un libro en la mano, leyendo. Unos leían por obligación, porque tenían que aprender cosas que necesitaban saber para hacer bien su trabajo. Otros leían para pasar el rato, bien porque no tenían nada que hacer —¡aún había entonces quien se pasaba todo el día de brazos cruzados, sin trabajar!—, bien porque se aburrían como ostras. Repara bien en esto: se leían libros para no aburrirse, lo que quiere decir que lo que sucedía en los libros debía de ser más divertido e interesante que lo que ocurría en la calle, o en la ciudad, o en la vida. Los había que se encerraban horas y horas en salas silenciosas con las paredes abarrotadas de libros y unas mesas pobremente iluminadas donde podían apoyar los codos para leer y tomar notas. Pero también había otros que, menos vergonzosos, no tenían reparo en ponerse a leer en cualquier sitio y a cualquier hora: sentados en un banco de un parque, tumbados en la hierba a la sombra de los árboles o en la arena de la playa, repantigados en la butaca del salón de su casa, de pie mientras aguardaban con tranquilidad en las paradas de los vehículos en que se desplazaban de un lugar a otro… Incluso había, en los tiempos de los que te estoy hablando, unas tiendas especiales donde no se vendían más que libros. Se llamaban librerías, y, a pesar de que no eran de las más concurridas, siempre había en ellas algún curioso que mataba el tiempo hojeando y manoseando libros, aunque luego no los comprara». Eso fue lo que el recuerdo menudo del sueño en forma de niño me contó: ¿qué te ha parecido? Se lo conté hace un rato a dos filólogas y una me soltó un discurso sobre el miedo de las clases dominantes a perder la hegemonía de la superestructura cultural como paso previo a un proceso revolucionario de cambio y transformación social que implicaría la abolición de privilegios y el libre acceso de las capas más desfavorecidas a los bienes culturales. No entendí nada, pero parecía muy convencida. Si te gusta, el sueño, me refiero, puedes aprovecharlo para tu libro.