38

Gustavo estaba preocupado y, acaso por ello, inusualmente locuaz.

Se quejaba del viaje a León, cuyas secuelas aún arrastraba. Cuatro horas habían estado parados, pasada la medianoche, en la estación de Miranda de Ebro, a oscuras y tiritando de frío porque el tren se había quedado sin luz y sin calefacción. La estación estaba desierta y nadie les explicó lo que pasaba, si era una avería o cuánto tiempo tendrían que estar esperando, ni tampoco nadie vino a interesarse por los viajeros, y eso que había niños y personas mayores, nada, ni una palabra. Cuatro horas deambulando a tientas por los pasillos y asomándose a las ventanillas tratando de adivinar en la negrura de la noche alguna señal, algún indicio de lo que estaba pasando. Como si fueran pasajeros fantasmas de un tren fantasma en una estación fantasma. Y sin poder apearse, por la oscuridad y por el miedo a que la locomotora arrancase de repente y se quedaran en tierra.

—Estas cosas ya solo pasan en España —repetía Gustavo, enardecido—. ¡Veinte horas en un tren para llegar de León a Barcelona, desde las ocho de la tarde del domingo hasta casi las cuatro del día siguiente! ¡Inaudito!

Pero quien realmente le tenía alicaído y pesaroso era su novia. Habían discutido, me contó.

—Que necesita pensar, que por qué no lo dejamos una temporada, como si hiciéramos una pausa, una prueba a ver en qué resulta, eso me dijo, imagínate. ¡Una prueba, valiente majadería! A las mujeres, macho, no hay quien las entienda. Me pego la paliza de ir a verla casi cada mes, le escribo una carta de dos folios todas las semanas, la llamo por teléfono siempre que puedo, estoy pensando en ella todo el día y mira con lo que te sale, que una prueba, que necesita pensar. ¿Pensar qué?, le dije, y me salió por peteneras: que quiere estar segura de lo nuestro, que llevamos demasiado tiempo y nos vendría bien un alto en el camino… ¡Un alto en el camino, qué cursilada, Dios mío! Y nada, no hubo manera de hacerla entrar en razón.

Aproveché la tregua de Gustavo para llamar su atención sobre los relieves en la cornisa de piedra labrada que coronaba el edificio que teníamos a nuestra derecha, pero apenas levantó un momento la mirada, abstraído como estaba en sus melancolías. Habíamos ido a echar una ojeada a la librería Cinc d’Oros de la Diagonal, de la que todo el mundo hablaba como la mejor surtida de la ciudad, y bajábamos andando tranquilamente por la Rambla de Cataluña. De todas las calles de Barcelona que conocía, esta me había parecido, desde la primera vez que paseé por ella, la más bonita y amena. También, para mi gusto, la más acogedora y hospitalaria; y aunque no fuera tan señorial como su vecina, el paseo de Gracia, sí aventajaba a esta en armonía arquitectónica y en calor vital, humano. Pasear por su tramo central, ancho y sombreado, con bancos de madera para sentarse, era siempre una invitación al sosiego. No me cansaba nunca de mirar y contemplar sus edificios, todos con un mismo aire de familia y sin que ninguno, siendo en verdad tan distintos, desentonara del conjunto. Era como si la civilización y la vida buena y apacible hubieran venido a reposar en ella desde hacía mucho tiempo y hubieran encontrado aquí su territorio y acomodo definitivos. Por arriba, pasada la Diagonal, hacia la montaña del Tibidabo, habitaba para mí lo desconocido, y por abajo, hacia el mar, en llegando a la plaza de Cataluña y la calle Pelayo, empezaba el bullicio, el amontonamiento, las aglomeraciones y el tropel. Y en medio, como un remanso de quietud, la Rambla de Cataluña, noble y popular a la vez, moderna sin dejar de ser antigua, que parecía transmitir una difusa sensación de añeja y asentada prosperidad.

—Lo que le pasa, yo creo —prosiguió Gustavo desgranando su retahíla de pesadumbres—, es que le ha deslumbrado la facultad, y eso que en León solo hay una, la de Veterinaria, la que ella eligió. La facultad y la vida más libre, las dos cosas, que no es lo mismo estudiar interna en un colegio de monjas como las de la Asunción, donde llevaba siete años, los seis de bachillerato y el de COU, que alojarse en un colegio mayor, también de monjas, pero con libertad para entrar y salir. Como si hubiera descubierto el mundo de repente, vaya.

—Pero eso no significa que vayáis a dejarlo, hombre —traté de consolarle—. ¿Cuánto tiempo llevabais?

—Huy, mucho —suspiró Gustavo—. En eso tiene ella razón. Desde que íbamos a la escuela. Éramos dos mocosos y ya andábamos siempre juntos. Coincidió además que luego marchamos los dos también el mismo año a estudiar a León, ella al colegio de monjas que te dije y yo al seminario. Si te haces cura no podrás casarte con ella, pensaba yo, un crío de doce años, qué inocente. Pero yo fui a los curas por lo que fui, no porque tuviera vocación como decían ellos, los de la sotana, sino porque el seminario era más barato que otros colegios, de frailes por ejemplo, y el único que podía pagar mi padre si no me daban la beca: por eso casi todos los que allí conocí venían de los pueblos, hijos de labradores como yo la mayor parte. Y ella a las monjas lo mismo, porque era la única manera de salir del pueblo y estudiar.

Gustavo caminaba cabizbajo y ensimismado, ajeno por completo al animado ir y venir de los transeúntes, a los que yo, por el contrario, observaba con interés: la fisonomía y la expresión de los rostros, el atuendo, los gestos y hasta la forma de caminar, ningún detalle escapaba a mi atento reconocimiento y en todo procuraba fijarme.

—Seis años encerrado en el seminario, allí apartados en lo alto de un cerro a cuatro kilómetros de León, entre la huerta del obispo y un pinar. Levantándonos a las siete cada día, muertos de frío en aquellos pabellones helados de la mañana a la noche. Y hala, lo primero a hacer meditación en la capilla una hora seguida, y luego la misa, y luego el agua turbia del desayuno, y luego la hora de estudio y luego las clases. Y venga a desfilar en fila india por los pasillos de un sitio a otro todo el día, de la capilla al comedor, del comedor a los dormitorios, de los dormitorios a las aulas, de las aulas al patio de recreo, del patio de recreo a la sala de estudio. Como ovejas, como ovejas al matadero. Como borregos sin salir del redil. Solo los jueves y los domingos por la tarde nos soltaban, de paseo por el arcén de la carretera de Asturias arriba, a respirar la gasolina requemada de los camiones, y también en fila, siempre en fila. O por los campos yermos de los alrededores, o a misa a la catedral los días de fiesta más señalados, y ya nos veías de dos en dos por las aceras de las calles de León sin desviar la vista, que hasta eso nos tenían prohibido, sobre todo si nos cruzábamos con alguna chica, que entonces había que bajar los ojos, y sin poder entrar en ninguna tienda o establecimiento, eso sí que estaba prohibidísimo. Bueno, para qué voy a seguir contándote si tú también estuviste interno, aunque no en un seminario, los frailes dicen que no eran tan brutos. Y todos esos años escribiéndole cartas, pocas y con el nombre de una prima suya en el remite para que las monjas no sospecharan, y ella a mí lo mismo pero al revés, porque el rector del seminario decían que las abría si en el remite veía un nombre de chica, y pidiéndole permiso al dicho rector para bajar de visita a León con cualquier excusa: una tía monja que pasaba por la estación, mi padre que estaba en el hospital, el plazo que se acababa para hacerme el carné de identidad… Y ella igual, por eso nos poníamos de acuerdo de antemano, pero no siempre nos lo daban, el permiso, y podían pasar dos meses o más sin vernos. Más de una vez, sobre todo el último año, me escapé, saltando la valla del pinar, hasta que me pillaron. Aunque ya me daba igual, fue en marzo, por los idus de marzo según decían los latinos, ahora hará dos años, cuando teníamos que pedir la beca y poner el nombre del centro en el que íbamos a estudiar el curso siguiente, yo ya tenía decidido dejar el seminario y puse el del instituto, y como yo unos cuantos más, y entonces los curas al verlo no nos dejaron volver después de las vacaciones de Semana Santa, ¿qué te parece?

Sin desatender del todo los desahogos de Gustavo, no dejaba yo de aplicarme en el admirado escrutinio de fachadas, puertas, balcones, galerías, cornisas y viandantes.

—Oye, ¿te gustan los pepitos? —Pareció despertar Gustavo de pronto, señalando el escaparte de una pastelería. La pregunta me cogió de sorpresa—. Sí, hombre, son unos bollos alargados rellenos por dentro de crema o de chocolate…

—Sí —acerté a responder, cuando ya Gustavo me tiraba del brazo en dirección a la pastelería, y me nubló de golpe la memoria un tiempo ya lejano en que, de vuelta para el colegio después del paseo de los jueves por la tarde, pasábamos por delante de aquella pastelería de la última esquina y yo sabía sin necesidad de rebuscar en el bolsillo que no llevaba dinero y tendría que quedarme allí fuera, esperando…

—¿Qué me decías antes de las cornisas o no sé qué? —se interesó Gustavo, afanado en liberar al pepito del papel en que venía envuelto.

—Que te fijases en ellas. Mira esa, por ejemplo, la que corona ese edificio —y nos detuvimos a contemplarla, y a paladear el primer bocado del pepito, que estaba exquisito, buenísimo.

—Sí, son bonitas —concedió Gustavo.

—¿Y qué te parece la puerta de entrada? —Señalé con el dedo, reclamando su atención, que la había vuelto a poner en exclusiva en el pepito—. De hierro forjado, magnífica, con esas formas y dibujos…

—¿Desde cuándo te fijas tú tanto en esas cosas? —me interrumpió—. ¿También estudias arte?

—Me fijo porque me gustan, nada más —le rebatí, y me apresuré al mismo tiempo a recoger las migas que habían quedado en el papel. Observé que Gustavo hacía lo mismo, ávido y reconcentrado.

—Casas de ricos, de burgueses —apuntó con displicencia.

—Y eso qué más da. El caso es que son guapas y están hechas con gusto y arte. Que no siempre van juntos, el buen gusto y el dinero —remaché. El gesto de Gustavo, propio de quien se siente repentinamente desarmado, me animó a seguir adelante con mi alegato, extrañamente firme para ser improvisado. La frase última que acababa de pronunciar la tomé momentáneamente por intrusa, como si no hubiera salido de mis labios—. Podían habérselo gastado, el dinero, quiero decir, en otras cosas, pero tuvieron el buen gusto de hacerlo en decorar las fachadas de sus casas.

—Para fardar —me atajó.

—¿Para fardar? Anda, no digas tonterías —repuse, más decepcionado que irritado—. Parece mentira que seas tan simple. Y tan ciego. Anda, mira las galerías: todas acristaladas, todas parecidas pero ninguna igual. Esa es pentagonal, aquella cuadrada tirando a rectangular, la de más allá redondeada… Unas tienen las columnas de piedra, otras de madera, o combinan las dos… Y ahora observa los balcones y no pierdas detalle: de hierro también, todos, y todos diferentes… No hay ni uno igual, fíjate bien, ningún dibujo se repite: la diversidad que es armonía.

—Me anonadas con esas frases, chico —reaccionó Gustavo con retintín—. Pero no dejan de ser casas en las que vivieron y viven familias acomodadas, gente burguesa, en esta calle y en todo este barrio, testimonio todo él de un pasado burgués. ¿O no?

—No te lo discuto —acepté—, pero eso no puede ser un impedimento para reconocer lo que antes te decía, el buen gusto artístico.

Gustavo no parecía estar dispuesto a dar su brazo a torcer.

—¿Y de dónde sacaron estas familias el dinero? —dijo, con el evidente propósito de ahondar más en la controversia—. Lo sabes, ¿verdad?

Me hice el desentendido, o más bien, lo fingí, y esta aparente indiferencia mía solo sirvió para atizar más el fuego.

—Te lo diré, a ver si se te refresca la memoria —Gustavo se detuvo un momento y me agarró por el codo—: de la explotación obrera, ¿o es que no has estudiado Historia? De lo que ganaban a costa de los obreros que trabajaban para ellos en sus fábricas, seguramente a cambio de salarios de miseria… Así cualquiera se hace unas casas como estas, así es muy fácil tener buen gusto artístico. —Hizo una pausa y me soltó el brazo—. También podíamos mirarlo todo, las galerías y los balcones y las puertas y los edificios enteros, como una exhibición de lujo, o como una demostración de poder, o, si me apuras, como una ostentación de elegancia, de distinción, llámalo como quieras. Compitiendo unas familias con otras a ver cuál era más refinada y con mejor gusto, mirando de reojo la del vecino para distinguirse de él.

—¿Pero qué tiene que ver ahora eso? —me había propuesto ajustarme al tono enardecido de Gustavo, pero me parecían tan desatinados y fuera de lugar sus argumentos que, a medida que trataba de hilvanar los míos, me fui dejando llevar por la desgana, y en mi razonamiento acabó pesando más el desánimo que la convicción—. ¿Por qué tenéis que sacar siempre a colación esas ideas? ¿Es que no se puede hablar de algo sin sacar a relucirlas? ¡Ni que mirarais todos por las mismas anteojeras!

—¿Qué ideas? —se sulfuró Gustavo.

—Qué ideas van a ser —y acompañé mis palabras con un gesto de desdén, sacudiendo el aire con el brazo como si fuera a espantar una mosca que no paraba de incordiar—, la lucha de clases o lo que sea…

—¿Es que acaso dudas —la mirada de Gustavo echaba chispas— que la lucha de clases es el motor de la Historia? ¡Anteojeras como tú dices las de los que no queréis reconocerlo! ¡Pero joder, macho, en qué mundo vives! —Tuve que sujetarle, porque el semáforo se había puesto en rojo y se disponía a cruzar la calle—. Te lo voy a explicar con un ejemplo bien sencillo, para que lo entiendas. Tú has estado en el barrio de Singuerlín, y has paseado conmigo por Santa Coloma, y has repartido cartas en el barrio del Besós, y conoces un poco la Barcelona antigua, esas calles estrechas y húmedas con los balcones de un lado y otro casi pegados… Bueno, pues compara esos barrios y esas calles con lo que ves aquí en la Rambla o en el paseo de Gracia. ¿Quién vive allí? Obreros, familias obreras que dependen de un sueldo. ¿Y dónde viven? En pisos que parecen colmenas. ¿Lucen galerías y cornisas y balcones artísticos los edificios de Santa Coloma o del Besós? ¿Es que no tienen buen gusto los que viven en ellos?

—Bah, déjalo, Gustavo —dije, adoptando aire de rendición. Estaba convencido de que no hablábamos de lo mismo, y no tenía ganas de discutir.

—Lo dejo, pero dime que tengo razón.

Le vi tan obstinado que asentí ceremoniosamente con la cabeza. Gustavo lo entendió como un gesto de claudicación.

—Además de literatura, tendrías que leer también de vez en cuando algún libro de Historia —me aconsejó, palmeándome el hombro—. O de filosofía, sobre el materialismo histórico y cosas así.

—Me aburren soberanamente ese tipo de libros. No pienso malgastar ni un minuto de mi tiempo en ellos —le espeté, sin reparar en la jactancia.

—Bueno, allá tú si te empeñas en seguir en la ignorancia —replicó, repentina y extrañamente comedido.

Habíamos llegado al cruce de la Rambla de Cataluña con la Gran Vía, o la avenida de José Antonio Primo de Rivera según figuraba en la placa de la pared, y, atraídos por el bullicio de la gente que hacía cola a la puerta, nos acercamos hasta la entrada del cine Coliseum.

—El buen gusto artístico… —prosiguió al cabo, pero no terminó la frase, como si no se hubiera atrevido a asestar la puntilla, y las palabras se quedaron prendidas en el aire con todo su retintín.

El silencio que siguió, espeso, tenso, espinoso, lo rompió Gustavo cuando nos disponíamos a cruzar el semáforo.

—Anda, vamos a sentarnos un rato, en aquel bar, te invito —dijo, señalando con la mano al otro lado—. Estoy cansado, ¿tú no?

Escogimos una mesa al lado del ventanal: a los dos nos gustaba mirar la calle y ver pasar a los transeúntes, afanado cada cual en su menudo trajín.

Gustavo me preguntó qué iba a tomar y le dije que un bitter kas.

—Anda, no me jodas —saltó—, ya te salió otra vez el gusto señorito y burguesín. Te invito yo y toca bebida obrera: un coñac. Y Soberano, que es el que bebe mi tío, que además es cosa de hombres, como dice el anuncio.

—Lo que tú digas —transigí.

—Volviendo a lo de antes… —Gustavo dejó colgada la frase un momento para llevarse la copa a los labios y beber el primer sorbo—, ni tú ni yo viviremos nunca en un piso de esos…

—¿Otra vez? —le interrumpí con prontitud y alarma.

—¿Sabes lo que dice mi padre? —añadió, los ojos bajos mirando la copa con aire pensativo—. Que se ha pasado la vida trabajando para ser pobre, eso dice. —Hizo girar la copa como si fuera una peonza, enderezó la espalda contra la silla y me miró con una sonrisa triste—. ¡Anda, vamos a brindar! Y no pongas esa cara.

No debimos de calcular bien las distancias y las copas chocaron con estrépito.

Examiné rápidamente los ojos de los parroquianos, pero ninguno se había vuelto hacia nosotros.

Gustavo apuró de un trago el coñac y me instó a hacer lo mismo. En cuanto vio mi copa vacía, pidió por señas al camarero que nos las volviera a llenar.

—Una prueba, una prueba… —repitió, sumido en sus pensamientos, los ojos bajos otra vez y los brazos abandonados sobre la mesa—. Dejarlo una temporada a ver qué pasa…, un alto en el camino nada más, así mismo me lo dijo. ¿Tú entiendes algo?

Ahora fui yo el que levantó la copa para brindar.

¡Alea jacta est! —proclamó Gustavo.

Pero en su voz había más resignación que arrojo, y el tono desfallecido con que había invocado la famosa frase de Julio César traslucía renuncia y no determinación.

—¿Por qué habremos recurrido los dos al latín? —le comenté al cabo de un prolongado silencio, pero no conseguí que abandonara su mutismo. Le propuse a continuación tomar otra copa, que ahora me tocaba a mí invitar.

—Por el futuro profesor —aceptó.

—Por el futuro periodista —le correspondí.

—Y catedrático de instituto —añadió. Solo a él le había dicho que ese era mi sueño.

—Y redactor jefe de La Vanguardia o ABC.

—Mejor, reportero internacional —me corrigió.

En la siguiente, que fue la última, brindamos por el latín, la asignatura en la que, curiosamente, los dos habíamos obtenido en el bachillerato las mejores notas, y la segunda lengua de nuestra adolescencia, en frase de Gustavo, que nos había otorgado el privilegio, recalcó con énfasis, de compartir las horas con Virgilio y con Horacio y con Ovidio y con Catulo…

Y en latín nos fuimos consolando luego uno al otro, camino del metro:

Audaces fortuna iuvat, Martín.

Amor omnia vincit, Gustavo.

Y los dos al unísono, repitiéndola como consigna al ver la hora que era:

Tempus fugit.