Clareaba ya el día cuando me encontré —las horas se me habían escurrido sin darme cuenta como el agua entre los dedos— con un anciano sentado al lado de una lumbre:
—Vengo algunas noches a pasar un rato con las palabras —me dijo—. Palabras viejas como yo. Nos reunimos ahí —y señaló una especie de cabaña rústica hecha con ramas secas que había a su espalda—. Son las palabras de las que ya nadie se acuerda, las palabras apartadas de la vida corriente, arrinconadas porque ya no sirven, porque no son útiles…
Se levantó, abrió la puerta de la cabaña y me las fue nombrando:
—Otrora, asaz, talega, maguer, doquier, corsario, yelmo, holgar, onza, presto, rúa, mesnada, acémila, majada, adarga, donaire…
Algunas, al oír su nombre, se removieron curiosas; otras, en cambio, permanecieron impasibles, como si no se sintieran aludidas.
—Todas —añadió el anciano— esperan resignadas la hora oscura del olvido, igual que yo.
No supe qué decirle, ni siquiera encontré una palabra con que consolarle.