Llegué con cerca de media hora de adelanto y, mientras esperaba, delante de la entrada al edificio de El Corte Inglés, en la plaza de Cataluña, se me arremolinaban una y otra vez en la cabeza los mismos pensamientos: si habría hecho bien en llamarla, si no habría sido un poco forzada la cita, si tendría que haber esperado más tiempo, hasta después de las vacaciones de Semana Santa por ejemplo, si no me habría equivocado al ponerme la ropa de los días de fiesta, si no hubiera sido mejor dejar la trenca en casa aunque no la llevara puesta sino doblada en el brazo (y observaba a los transeúntes, sobre todo a los de mi edad, y casi nadie llevaba ya prendas de abrigo, estábamos en primavera según el calendario y, a pesar del viento que soplaba y de que no tardaría mucho en oscurecer, el termómetro gigante que colgaba de la fachada de la óptica Cottet, un poco más abajo, en la Puerta del Ángel, marcaba catorce grados), si la camisa blanca y el jersey gris oscuro de cuello redondo que había comprado con las propinas obtenidas de llevar las tarjetas de felicitación de Navidad por los pisos cuando aún era cartero, pegarían bien con el pantalón de tergal gris más claro, si no debería haber venido con el de pana que llevaba siempre a la facultad, a lo mejor ella se daba cuenta de que me había vestido de domingo, y eso no me gustaba…; y la carpeta, por qué la había dejado en casa, con ella estaría más natural y tendría al menos una mano ocupada y no las dos revoloteando sin saber dónde ponerlas, en el bolsillo no quedaba bien, y caídas o cruzadas tampoco…; y cómo la saludaría, si dándole la mano o un beso en la mejilla o diciéndole hola simplemente, y de qué íbamos a hablar, y si no se me notaría que estaba nervioso, era la primera vez que quedaba con una chica en Barcelona…
Quería verla llegar, para componer el gesto y estar más tranquilo y preparado, pero no sabía por dónde iba a hacerlo, y unas veces miraba hacia la derecha y escrutaba los rostros de la gente que bajaba del paseo de Gracia y se detenía en el semáforo, y otras oteaba los que en oleadas sucesivas salían de la boca del metro situada enfrente o subían por la izquierda provenientes de la calle Fontanella y la Puerta del Ángel.
—¡Martín! —oí a mi espalda.
Me volví sin poder contener un ligero estremecimiento y allí estaba ella, sonriente y con los ojos abiertos de par en par aguardando expectantes a encontrarse con los míos antes de bajar los párpados.
—Hola, Marina —y noté enseguida con mortificante desagrado la fatal llamarada que me encendía el rostro.
Marina se me acercó con los brazos abiertos y me dio un beso. Y mientras ella reía con risa cantarina, yo buscaba la manera de entretener su atención y desviar el rumbo de sus ojos hasta que el traicionero color de la vergüenza se fuera apagando.
—¡Qué bien, volvemos a vernos! —exclamó, y se quedó mirándome como si esperara de mí alguna reacción equivalente a la suya, pero no encontré nada con que corresponder a su entusiasmo, solo una sonrisa tímida, ocupado como estaba en verificar los síntomas de que el deshonroso estigma había desaparecido por completo—. ¿Vienes de la facultad? —y noté que disimuladamente le echaba una ojeada rápida a la ropa que yo llevaba puesta.
—No, de casa. ¿Y tú?
—De ver a una amiga. Hemos estado preparando juntas un examen. ¿Dónde quieres ir?
—Donde tú digas, me da igual.
Instintivamente y de forma involuntaria, nos unimos al río de gente que bajaba en dirección a la Puerta del Ángel.
—Bueno, cuéntame —dijo Marina, colgándose repentinamente del brazo en que yo llevaba la trenca. Su gesto me cogió tan de sorpresa que un temblor sacudió todo mi brazo dejándolo por unos momentos como agarrotado, rígido e inmóvil, y temí que ella lo notara.
—No sé, mejor cuéntame tú… —Nos habíamos detenido en el semáforo, y me apresuré a cambiar la trenca al otro brazo.
—Pero si ya no hace frío —observó Marina.
—La costumbre, ya sabes…
Sin darnos cuenta estábamos ya en la plaza de la Catedral. Un grupo de turistas se alineaba con precipitado alboroto en la escalinata de acceso para hacerse una fotografía antes de que la escasa luz última de la tarde lo impidiese. En torno a la puerta principal merodeaban algunos curiosos y los mendigos que espiaban la entrada y salida de las devotas.
—Allí, al lado de la Filmoteca —dijo Marina, señalando a la izquierda, pasada la Vía Layetana—, conozco un bar. ¿Tomamos algo?
Todas las mesas —media docena, porque el bar, aunque acogedor, y muy limpio y bien arreglado, era de reducidas dimensiones— estaban ocupadas, y nos sentamos en unos taburetes altos pegados a la barra.
Puse la trenca sobre las rodillas sujetándola con una mano y los dedos de Marina vinieron a posarse también en ella, en la trenca, y a juguetear primero con los botones y las presillas y al cabo de un rato, cuando ya el camarero nos había servido el bitter kas y la copa de Cointreau, también con los míos, que se quedaron al principio quietos y algo asustados y tensos.
—¿Qué tal te va? ¿Estudias mucho? ¿Ya te has acostumbrado a Barcelona? —preguntó Marina. Su voz, suave y ronca, adquiría conforme iba hablando una amortiguada cadencia como de verso, igual que si estuviera recitando.
—Bien, en general —y mientras le iba contestando con algún pormenor añadido observé con sorpresa que mis dedos, en lugar de escurrirse por entre los pliegues de la trenca, se entretejían sin recato ni temor, confiados y en amistosa familiaridad, con los suyos.
Observaba a Marina sin que ella se apercibiera, e inconscientemente la iba comparando con la imagen que se me había quedado guardada la tarde de la fiesta en el piso de la calle Balmes. Dos de los rasgos que recordaba, la nariz levísimamente respingona y los ojos un poco rasgados, quedaban atenuados por las gafas de concha veteada con los colores del caramelo y del café con leche. No las llevaba aquel día, y yo ya había dictaminado antes, nada más verla, que no solo le quedaban muy bien —la cara entera, particularmente la frente, parecía haber ganado en armonía, y resaltaba con mejor perfilada nitidez el óvalo de la barbilla—, sino que la hacían más guapa y le otorgaban un especial encanto difícil de explicar. O no tan difícil, porque a mí me gustaban las chicas con gafas, todas en general, e incluso había elaborado mentalmente una clasificación que las englobaba en tres grupos o categorías: las que sin ellas, sin las gafas, todo dejaba entrever que eran aún más guapas; las que daba lo mismo que las llevaran puestas o quitadas porque resultaba evidente que de las dos maneras eran igualmente guapas; y las que, al desprenderse de ellas, cabía la posibilidad de suponer que no lo eran tanto, pero daba lo mismo porque seguían siendo asimismo guapas. Marina, sin ninguna duda, pertenecía al segundo grupo. Y cuanto más la miraba, y llegó un momento en que ya no lo hacía a hurtadillas, más convencido estaba. Como lo estaba también de algo que muchas veces había pensado, aunque no lo hubiera experimentado en la práctica (pero ya se sabe que lo imaginado resulta ser siempre, tarde o temprano, real y verdadero, y yo profesaba a pies juntillas esta creencia), que nada podía haber más bonito, ni más delicado, ni más tierno que quitarle a una chica las gafas para poder besarla mejor.
Tampoco me había parecido cuando bailé con ella aquella tarde y estuvimos luego asomados al balcón de la calle Balmes mirando la noche y escuchando el ruido de las estrellas (esto último se me había ocurrido luego en la pensión y lo había escrito en el cuaderno, lamentando que no me hubiera venido antes a la cabeza para poder decírselo a Marina cuando estábamos apoyados en la barandilla y ella se había acurrucado ligeramente contra mí, la cabeza apoyada en mi hombro y su pelo rozándome la mejilla, y yo muriéndome de ganas de pasarle un brazo por el hombro y bajarlo después a la cintura y ceñírsela y abrazarla, pero sin atreverme) que su pelo ondulado fuera tan rubio, más bien lo recordaba como castaño claro, y no había reparado en las pecas, un puñado, y apenas perceptible, desperdigadas por las dos vertientes de su nariz, ni había acertado a precisar el color de sus ojos, que era el de la miel, y me habían pasado desapercibidos los dos hoyuelos que se le formaban, uno en cada mejilla, cuando reía con aquella risa suya alegre y cantarina.
Salimos del bar, y era ya de noche, y en la calle soplaba un airecillo frío que me animó a ponerme la trenca.
Marina fingió que tiritaba de frío, se apretujó un momento contra mi brazo y a continuación introdujo las dos manos en el mismo bolsillo de la trenca, frotándoselas como si quisiera calentarlas.
—Mira, la Filmoteca —dijo, señalando con el mentón—: ¿vas alguna vez?
—No, no la conocía.
—Pues dan muy buenas películas, en versión original con subtítulos la mayoría. Y no solo americanas o francesas, también de los países del Este, checoslovacas y así. La próxima te llamo y vamos juntos. —Retiró una mano del bolsillo y dejó la otra dentro entrelazada con la mía. Su voz algo ronca, profunda y cálida me traía a la imaginación el murmullo contenido de una fuente subterránea.
Subimos por la Vía Layetana y Marina propuso caminar llevando el paso. Así pasamos por delante de la Jefatura Superior de Policía, y, aunque íbamos por la acera contraria, un estremecimiento me recorrió la espalda igual que si me hubieran dado un latigazo. Miré de soslayo la puerta de la entrada principal, vigilada en la penumbra del vestíbulo por dos sombras, y traté de adivinar alguna figura borrosa oculta tras el cristal de las ventanas de los pisos superiores.
—Oye, ¿qué es de tu amigo? —interrumpió Marina mis pensamientos—. El amigo de Renata, la que organizó la fiesta, y de Carlota… ¿Cómo se llamaba?
—Ildefonso.
—Ese, ¿le ves mucho?
—No —y al responder caí en la cuenta de que Ildefonso, en contra de su promesa, no me había llamado todavía.
—¿Y a qué se dedica? —inquirió Marina, y en el tono con que lo hizo creí percibir un amago de vaga suspicacia—. Ildefonso, quiero decir.
—Bueno, ahora mismo —titubeé— la verdad es que no lo sé muy bien. No llegó a tiempo de matricularse y creo que me dijo que vendía libros por los pisos, del Círculo de Lectores me parece. ¿Por qué me lo preguntas?
—No, por nada —contestó Marina con prontitud—. Es que me pareció que no pegabais mucho…
—Estudiamos juntos dos años en el instituto, en Soria —le aclaré.
—Ya, pero así y todo…
—¿Qué quieres decir? —Tenía la sospecha de que Marina no se atrevía a revelarme lo que estaba pensando.
—No sé —movió la cabeza—, tú tan tímido y callado, y él… —hizo una pausa, como si súbitamente se hubiera arrepentido de lo que iba a decir—, y él tan decidido, tan seguro de sí mismo… ¿Cuántos años tiene?
—Los mismos que yo, creo.
—Pues aparenta más. ¿Y de qué conocía a Renata y a Carlota?
Negué con la cabeza.
—No tiene importancia, es igual —exclamó Marina, sacudiéndose el pelo hacia atrás con un movimiento del cuello. Apoyó un instante la cabeza en mi hombro y jugó a clavarme las uñas en la mano dentro del bolsillo de la trenca.
Pasó un hombre montado en bicicleta haciendo resonar el timbre, que nos sobresaltó. El hombre volvió luego la cabeza y nos miró, al tiempo que hacía un gesto que no supimos si era de advertencia o de simple broma sin ánimo ofensivo.
—Mira, la calle en que nací —reclamó Marina mi atención—, y en la que viví hasta los ocho años. ¿La conoces? Baja de San Pedro se llama.
Era una calle estrecha y pobremente alumbrada, con tiendas, bares y comercios a ambos lados, todos de muy reducidas dimensiones, que, conscientes de su modestia, parecían vivir retraídos hacia los límites oscuros de la última pared del fondo sin osar apenas asomarse a la acera, ni siquiera para solicitar la momentánea curiosidad de los transeúntes con el reclamo del escaparate. La angostura de las aceras obligaba a caminar por el centro adoquinado de la calzada, y a ceder continuamente el paso o pegarse contra la pared cuando un coche circulaba por ella.
—Esta era mi casa —dijo Marina de pronto—. En el segundo piso, el balcón de la derecha, ahí vivíamos.
Era, como todos los de la calle, un edificio antiguo, de mediana altura, con dos pisos en cada rellano, cada uno con su pequeño balcón: barandilla de hierro, unas macetas, el tendedero de la ropa… La puerta, de madera y aspecto recio, llenaba por completo el vano sin dejar un solo resquicio que permitiera atisbar el vestíbulo o portal de acceso a la escalera, y lucía en el centro un llamativo picaporte de hierro.
—Ahora han puesto un timbre —señaló Marina, visiblemente pensativa—, pero antes llamábamos con el picaporte y la puerta se abría desde arriba, desde el hueco de la escalera, no desde los pisos, tirando de una soga que estaba atada por dentro al resbalón de la cerradura… Aún me acuerdo de cómo sonaba. —Hizo ademán de golpear el picaporte, pero se contuvo—. Anda, vamos, que no quiero ponerme triste —dijo, y el tono de su voz la traicionó.
En una plaza recoleta donde terminaba la calle nos sentamos en un banco. Marina me enseñó la fuente que se alzaba en el centro mismo, enfrente de la iglesia que presidía la plaza, una fuente muy bonita y original, de estilo modernista con reminiscencias góticas, según ella me instruyó, con cuatro grifos orientados a los cuatro puntos cardinales y, sobre ellos, iluminando el conjunto, dos elegantísimas farolas.
—Aquí venía yo a jugar muchas tardes —rememoró Marina—, y en esta iglesia hice la primera comunión. La iglesia de San Pedro, que da nombre también a la plaza. O de Sant Pere, como decíamos siempre, en catalán. ¿Tú has aprendido ya algo, de catalán?
—Poco todavía, palabras y frases sueltas. Pero me gusta oírlo, y quiero aprenderlo.
—Yo puedo enseñarte —aseguró.
Nos quedamos luego en silencio. Se oía el trajín doméstico de algunas casas vecinas y el fragor lejano del tránsito de vehículos que llegaba de la parte del Arco de Triunfo.
—Se ha hecho tarde —me susurró Marina al oído, y dejó por un momento su cara apoyada en mi hombro como una ofrenda—, tenemos que irnos.
Volvimos por la calle de Trafalgar hasta la plaza de Cataluña, y allí, delante de la boca del metro, casi en el mismo sitio en que antes nos habíamos encontrado, nos despedimos.
—Adiós —me dijo Marina, y me anudó los brazos al cuello, oprimiéndolo igual que si fuera un yugo suave. Hizo como si se alzara de talones, aunque no lo necesitaba porque era casi tan alta como yo, y me besó. Y como noté, asombrado, que su beso se quedaba detenido en mi mejilla —si acaso resbalaba un poco hasta el cuello, rozándome el lóbulo de la oreja—, me atreví a besarla yo también en la cara, pero el mío duró muy poco, menos de lo que dura un relámpago, porque al instante los labios, ellos solos, sin darme tiempo a pensar ni a apercibirme de lo que se disponían a hacer, se deslizaron también, bruscamente como un alud, hasta juntarse con los suyos, y allí se quedaron hasta que en algún reloj del aire sonaron unas campanadas y volvieron a encenderse las luces del cielo y de las calles.