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Desiderio me estaba esperando en el comedor. Extrañamente, la televisión permanecía apagada y él tenía un libro en la mano.

—Mira, estaba empezando a leerlo —dijo, mostrándomelo: Cartas marruecas—; me lo ha dejado Julia, pero me parece muy aburrido, y no lo entiendo.

—Es que es un libro escrito hace mucho tiempo —traté de confortarle—, en el siglo dieciocho, y no es tan fácil de leer.

—Ya lo veo, ya —se lamentó—, pero me gustó el título, por eso se lo pedí. ¡Como hice la mili en Melilla y traté con marroquíes!

Desiderio hojeó el libro, movió la cabeza con gesto de desánimo y bruscamente lo cerró. Lo tuvo así cerrado un momento entre las manos, como sopesándolo, leyó en voz alta, despacio y silabeando, el título y el nombre del autor y luego lo dejó en el extremo más apartado de la mesa, fuera del alcance de su atención y de sus ojos, que se volvieron hacia mí.

—Quería hablar contigo —dijo, removiéndose en la silla.

Se abrió una puerta, y en el pasillo irrumpió como una repentina tempestad el estruendo de una música de ritmo vivo, trepidante.

—¡Julia, baja esa música! ¡Y cierra la puerta! —se oyó vocear a Faustina.

Resonó un portazo y la música quedó flotando en un murmullo apagado.

Desiderio se retorcía las manos con aire pensativo, anudando y desanudando los dedos sin parar. Miraba, con la cabeza ligeramente agachada, hacia algún punto indeterminado de la mesa y aparentaba hacer esfuerzos denodados por no morderse una parte del labio inferior.

—Más que hablar —dijo, alzando la vista— lo que quería era preguntarte algo… —Bajó de nuevo los ojos y se rascó en la sien, como si le diera vergüenza o se afanara en buscar la manera de dar curso a su pensamiento.

—Pues hazlo —traté de animarle.

—Que me dijeras… —se aclaró la voz con un leve carraspeo antes de continuar—, tú que lees tanto y tienes estudios, qué puedo hacer para instruirme…

—¿Para instruirte? —La pregunta se me escapó de la lengua sin que pudiera evitarlo, y al instante ya estaba arrepentido de haberla formulado.

—Sí, claro, así se dice, ¿no? —me miró extrañado Desiderio—. Para saber las cosas que tú sabes, y poder entender los libros… —y atrajo hacia sí las Cartas marruecas con un rápido movimiento de la mano, y volvió a hojearlo de soslayo, entrecerrados los ojos en una mueca, mezcla de curiosidad y de desdén.

No encontraba, así de improviso, la forma de responderle; ni siquiera era capaz de hilvanar algunas palabras con que salir del paso, tan desprevenido me había pillado, y tan desconcertado me había dejado la pregunta, y muy particularmente el verbo que había empleado: instruirme

—No es que quiera, a ver si me entiendes —prosiguió Desiderio, ajeno a mi estado de confusión—, saber tanto como tú, eso ya sé que es imposible, me llevas muchos años de adelanto, aunque seas más joven…

Apareció en ese preciso instante Amador, con un batín de cuadros en tonos azules encima del pijama, solicitando permiso para enchufar la televisión:

—Es que dan un reportaje muy interesante —aseguró— sobre la crisis del petróleo, el precio de la gasolina y todo eso…

Era la primera vez que entraba en la habitación de Desiderio, y me sorprendió lo ordenada y limpia que la tenía. Él se sentó en la cama y dispuso para mí la silla, sin que de nada valieran mis protestas. En su mesa, al revés que en la mía, reinaba la disciplina: una agenda colocada encima de un pequeño estuche, una figura de adorno, la cabeza de un animal exótico parecía, y dos fotografías, cada una en su propio marco de madera, del mismo tamaño y color.

—Esa es mi novia —me informó con indisimulado orgullo—; vive en el pueblo, pero le estoy buscando una colocación para que se venga a Barcelona. Y este —añadió, señalando la otra fotografía— soy yo, de uniforme, en la mili, que la hice sirviendo en el Regimiento de Artillería 32 de Melilla. Ahí en un álbum tengo más: haciendo la instrucción, en unas maniobras, el día de la jura de bandera… Luego, si quieres, te las enseño todas. —Se levantó de repente y abrió la puerta del armario—. ¿Quieres tomar algo? —dijo, obsequioso—.Tengo también algunas botellas.

—No, no, otro día si acaso.

Desiderio volvió a sentarse sobre el borde de la cama, no sin antes alisar con cuidado la colcha.

—Lo que te decía —retomó de nuevo el hilo—, que quiero cultivarme, aunque sea solo un poco… Para ser alguien en la vida el día de mañana se necesitan estudios, y yo, desgraciadamente, no los tengo. Ni los tendré, porque no tengo tiempo, ni estoy preparado… ¡Si hubiera ido más a la escuela! Pero así eran entonces las cosas, por lo menos en mi pueblo, en la provincia de Teruel está. Había que trabajar en el campo, las tierras, que luego no daban nada, y guardar las ovejas y las cabras, que lo mismo. Y mi padre, que necesitaba ayuda, me sacaba de la escuela en cuanto llegaba el buen tiempo, en entrando marzo algunos años —se echó hacia atrás, apoyando los codos en la blandura del colchón—, y ya no volvía hasta que venía el frío o empezaba a nevar, por noviembre arriba casi siempre. Arar las tierras y sembrarlas, uncir la pareja de vacas, segar y trillar la paja, eso es lo que yo aprendí, y andar con las cabras y las ovejas todo el día por cerros y matorrales… Así hasta los veinte años que me llamaron a filas. Casi puede decirse que antes de ir a Melilla no había salido del pueblo. Por eso —Desiderio no encontraba una postura cómoda, y volvió a enderezarse sobre el borde de la cama, la cabeza erguida y las manos descansando en las rodillas— le estoy agradecido al servicio militar, porque me dio la oportunidad de conocer mundo y abrir un poco los ojos. Por el destino que tuve más que nada. Le caí bien al brigada del almacén de intendencia no sé por qué y allí me metió, ordenando y llevando y trayendo provisiones y botas y uniformes estuve unos cuantos meses. Que es casi lo mismo que hago ahora en la tienda, yo creo que sin la experiencia del cuartel no me hubieran dado el puesto. Conque mira si no tengo motivos para estar contento de haber servido a la patria, ¿no te parece?

Asentí, pero no atiné a expresar con palabras la comprensión que acaso Desiderio me estaba demandando.

—Solo sé las cuatro reglas y leer y escribir —continuó, moviendo la cabeza arriba y abajo en tono de lamentación—, pero no me conformo —y levantó la vista con determinación hacia el techo— con pasarme la vida en la tienda de ultramarinos, aunque sea como encargado, no sé si me explico.

Vi que se me quedaba mirando, y que esperaba alguna respuesta por mi parte.

—Lo entiendo, haces muy bien —fue lo único que se me ocurrió, y acompañé la frase con un gesto de aquiescencia.

—Entonces, ¿me podrás ayudar? No te pido nada que te vaya a quitar tiempo, solo que me orientes algo, en las lecturas, por ejemplo…

—No sé, podríamos buscar algún libro…

—Y el graduado escolar, ¿tú crees que si estudiara me lo podría sacar? —Ante la ilusión y el entusiasmo que dejaban traslucir las palabras de Desiderio no pude más que conmoverme.

—Eso tendríamos que mirarlo bien, lo que piden para el examen me refiero. —No le mentía: sabía que había un examen de graduado escolar al que podía presentarse cualquier persona (y ese examen, si se aprobaba, equivalía al título que se otorgaba a los alumnos que terminaban con éxito los estudios de Educación General Básica a los catorce años), pero desconocía el grado de exigencia, y, sobre todo, ignoraba el nivel de conocimientos de Desiderio.

—Pero mientras tanto podría ir leyendo algún libro…

—Sí, tienes razón. Espera un momento.

Fui a mi habitación, repasé los que guardaba en el armario y volví con el que me pareció más adecuado.

—Mira —le dije, mostrándole El camino, de Delibes—, podrías empezar con este. Y para estudiar, a lo mejor los de Julia te pueden servir.

Desiderio, de pie en medio de la habitación, no paraba de darme las gracias.