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Un pastor de palabras me trajo el recado: memoria quería verme.

—He visto a la chica por la que siempre me preguntas —me dijo cuando la encontré—. Por ahí anda, no muy lejos.

—¿Has hablado con ella?

—Sí —respondió memoria sin molestarse en ocultar el desdén que le producía la inquietud que sin duda debió de leer en mi pregunta—. Últimamente viene mucho —y tampoco ahora se preocupó de disimular el retintín de sus palabras.

Vi que me observaba con curiosidad y una media sonrisa de burlona condescendencia.

—Más que tú, diría yo —añadió—. No será que… Bueno, a mí qué más me da. Esta vez viene a buscar palabras con las cinco vocales. Una disculpa, si me diera por pensar mal y meterme donde no debo. Te acompaño, vamos a buscarla.

Lilaria llevaba el pelo más corto, y suelto, sin el pañuelo amarillo con que lo sujetaba en la nuca, y vestía la misma falda plisada de cuadros marrones, o muy parecida, que ya le había visto una vez.

—Hola —me saludó con aquellos ojos grandes que se posaban sin prisa en las cosas y aquella mirada que parecía emerger de alguna profundidad misteriosa.

—Hola —le contesté, y me hubiera atrevido tal vez a darle un beso si no hubiera estado seguro de que memoria me observaba con la misma curiosidad una pizca burlona de antes.

Los dos estábamos un poco azorados, y los dos nos dábamos cuenta de ello, y se daba cuenta también memoria.

—Os dejo, que las visitantes me reclaman —dijo.

Lilaria imploró su atención con una sonrisa a la vez que extendía los brazos en un bonito gesto de súplica.

—Ayer discutíamos en clase cuál era la palabra más larga del diccionario, y no nos pusimos de acuerdo…

—Y el profesor, ¿cuál dijo que era? —inquirió memoria, impaciente.

—No lo sabía tampoco —contestó Lilaria.

—¡Ignorante! —repuso memoria con aparente irritación—. Electroencefalografista es la palabra más larga —y se alejó con un gruñido—; ¡aunque los académicos se resisten todavía a hacerle un sitio en el diccionario!

—¡Es verdad —reconoció Lilaria—: tiene tres letras más que otorrinolaringología, la que proponía el profesor!

Memoria me ha dicho que habías venido a buscar palabras con las cinco vocales…

—No, eso fue el otro día.

La respuesta de Lilaria me sumió en el desconcierto y la perplejidad: ¿era posible que memoria se hubiera equivocado, o, más difícil aún, que lo hubiera olvidado? ¿Memoria atrapada, confundida, traicionada por el olvido?

—Hoy tengo que buscar palabras compuestas —explicó Lilaria—. Pero ¿te pasa algo? —se interrumpió, mirándome sin parpadear.

—No, nada… Yo sé muchas, un día me dio por apuntarlas y me salieron cerca de cien.

—¿Cerca de cien? ¿Y que no sean de uso común? —Esbozó una mueca de incredulidad.

—Eso no sé: desahucio, adulterio, bisabuelo, curiosear, meditabundo…

—Meditabundo, sí, como tú ahora, pero yo hablaba de palabras compuestas… ¿Ves como no me escuchabas? ¿En qué estabas pensando? —En el tono de su voz se atisbaba el reproche, y en sus ojos y en la expresión de su rostro asomó la sombra de la contrariedad—. Las de cinco vocales ya las presenté… Claro que no encontré tantas, ni los demás tampoco: unas veinte entre toda la clase…

—Palabras compuestas… —balbucí.

—Sí, y que no sean de uso común —recalcó—. ¿Se te ocurre alguna?

—Ahora mismo no, pero déjame pensar…

Lilaria propuso entonces dar un paseo y ella misma eligió de inmediato el término del itinerario:

—Vamos a la letra p, al pueblo de la pe, ¿se puede decir así? Allí hay muchas, todas las que empiezan por para—, o porta—, o pasa—: parabrisas, portalámparas, pasamontañas… Y bastantes más, pero no me sirven porque son todas de uso común y esas el profesor ha dicho que no las va a puntuar.

Llegamos enseguida.

¡Chist! ¡Que no nos oiga memoria! —le susurré.

Y no nos oyó, pero sí las pobladoras de la p, porque no habíamos acabado de poner los pies en sus predios y ya teníamos allí delante un puñado de palabras que venían a darnos los parabienes y, de paso, a presentarnos sus peticiones y protestas. Tratamos de persuadirlas de que no éramos nosotros a quienes debían dirigirse, pero fue en vano.

Paisaje se quejó de que estaba harta de ofrecer siempre el mismo panorama de pinos, prados y paseos con plátanos.

Paradoja nos propuso su plan de preservar a las personas del pasado y prolongar perpetuamente el presente, sin pensar en el porvenir:

—Si no —aseguró—, el pasado seguirá siendo, como ahora, el único porvenir del presente.

Pereza mostró su enojo por ser casi vecina de prisa:

—Somos incompatibles y con ella al lado no puede una vivir tranquila —se quejó.

Y prisa, que acertó a pasar por allí en aquel preciso momento, se encorajinó:

—¡Procrastinar las cosas, eso es, pereza, lo único que sabes hacer! —le replicó, sin siquiera detenerse—. ¡Y ya sabes lo que dice el refrán…!

—¿Pro… qué? —se extrañó Lilaria.

—Procrastinar, nunca había oído esa palabra.

—¿Y el refrán?

—No lo sé, tendrá relación con ella, con lo que significa, supongo.

Lilaria apuntó algo en su cuaderno.

—¿Qué tengo yo que ver con el olmo? ¡No quiero verme más en esa frasecita! —exigió pera.

—¡Ya solo existimos en los libros! —suspiraban plañideras paladín y palafrenero.

Polémica proclamaba sus pensamientos:

—En el presente, pueblerino y prosaico, toda poesía ha sido postergada, y pisoteados todos los principios; prevalece lo práctico; prepondera lo pachanguero; proliferan las patrañas.

—¡Tengo una —murmuré al oído de Lilaria—, la más bonita de todas: correveidile! ¡No se te olvide apuntarla!

Prócer y prohombre se dolían de haber sido privados de prerrogativas y privilegios.

—Pongan ustedes algo de orden —reclamó psico—. Ya sé que soy solo un elemento compositivo, ni siquiera un prefijo, pero tengo derecho a saber dónde puedo aposentarme. Los pedantes me ponen la p, los profanos me la quitan. ¿Me voy a la s o me quedo aquí?

No muy lejos, sentadas plácidamente a la sombra de un pino, había un grupo de las palabras extranjeras que con motivo de la Semana de Integración Lingüística (recordé que memoria ya me había advertido que podía llegar a prolongarse y durar incluso un año entero) habían venido a visitar el diccionario: parking, penalti, puzzle, pullover, pivot, partenaire, pizza, picnic…

Pasamos de largo, casi de puntillas, para que no advirtieran nuestra presencia.

Un pesimista tiraba piedras a su propio tejado.

Voló una paloma con un ramo de perejil en el pico que estaba posada en el hombro de un payaso.

En la puerta de paraíso había una pancarta que decía: «Primavera perpetua, prados de flor perenne, piar de pájaros. Parterres de pitiminí. Posibilidad de pensar sin padecer. Paseos perezosos».

—¡Mira, un príncipe!

—¡No, un príncipo!

—¡Y una prínzapa!

Pasatiempo se entretenía a la puerta de su casa componiendo un palíndromo.

—No me sirve, es muy usual —musitó Lilaria.

—¿Y picapleitos, que camina hacia aquí tan presurosa? —le sugerí.

—Sí, esa sí, ahora mismo la apunto.

—Y peliagudo, que no debe de andar tampoco muy lejos.

—¡Y tiene las cinco vocales!

Reinaba la paz, hasta que de pronto irrumpieron precipitadamente unos pasos. ¿De quién podían ser sino de memoria?

—Acabo de recibir dos llamadas —declaró, presa del mayor desasosiego—. La primera, de las Brigadas Puristas, que dicen haber visto paseando por la p a una pandilla de extranjeras y amenazan con arrojarlas a todas por un precipicio si no abandonan el suelo patrio en un plazo de dos horas, ni una más ni una menos. ¿Las habéis visto? La segunda —añadió, aún más impaciente— del mismísimo don Dámaso Alonso, el presidente de la Real Academia. Que dónde están las filólogas, que unos académicos las reclaman y nadie da razón de ellas, que a ver si puedo indagar su paradero. ¿Sabéis algo vosotros?

Memoria se fue como vino, echando chispas, y nosotros, con pies de plomo.

—En la t, donde estuvimos la otra vez —recordé entonces—, está tentempié…

—Muy buena.

—Y tejemaneje…

—La apunto también, muchas gracias. —Lilaria parecía exultante.

Sin darnos cuenta, en un santiamén (Lilaria la apuntó enseguida en su cuaderno: viene del latín, ¿no?, susurró) habíamos llegado a la s. Se oía el silencio.

Una silueta sigilosa cruzó súbitamente el sendero que seguíamos.

Una sabana sin una sola sombra, asaeteada por el sol.

Sopor de siesta. Sed. Un sapo, una salamandra, sanguijuelas.

Un sauce, un saúco. El sonsonete de una siringa, los sones de un saxofón. Un saltimbanqui.

—¿Me servirá esta? —preguntó Lilaria.

—Supongo que sí.

El sirimiri. La selva. El silbido de una serpiente.

—Una mordedura, y sanseacabó —balbuceó en un suspiro.

—Ya tienes otra, y muy familiar: sanseacabó.

Sin sosiego y como sonámbulas, sandwich, self-service, stop, show, striptease, spot, souvenir, spray, stand, shock, stock y algunas más.

El profesor de Lengua del instituto nos había dicho en cierta ocasión una muy curiosa que, pese a tener casi la certeza de que se encontraba en la s, no conseguía, sin embargo, recordar. Sí estaba seguro, en cambio, de que su nombre correspondía a una cinta que antaño llevaban las mujeres como adorno, dejándola pendiente a la espalda. Se lo expliqué a Lilaria, y se echó a reír.

—¡Siguemepollo! —exclamé súbitamente, lleno de júbilo—. ¡Esa es la palabra!

Lilaria sacó del bolsillo el pañuelo amarillo con que otras veces se recogía el pelo en la nuca y lo colgó por detrás introduciendo la punta bajo el cuello de la blusa.

—¡Siguemepollo, siguemepollo! —gritaba mientras corría, el pañuelo amarillo ondeando al viento sobre su espalda y haciéndome señas con la mano para que la siguiera.

Y como en un sueño sentí de nuevo que una sombra sigilosa me nublaba los ojos y que una suave brisa de primavera soplaba en el sendero por el que se iba alejando Lilaria.