Siempre, desde que allá en la primera adolescencia probé el veneno saludable de los libros, quise ser escritor. Pero iban pasando los años y no se me ocurría nada que contar. Todas las noches las entretenía componiendo los primeros hilos de alguna trama, y me dormía contento porque pensaba que al fin había encontrado lo que buscaba, una historia original e interesante, que gustaría a los lectores y despertaría la envidia de mis futuros compañeros de profesión.
Pero se conoce que en esas horas de la noche los duendes del sueño nos trastocan un poco la mente, porque cuando despertaba a la mañana siguiente, me parecían todas sosas y aburridas, o disparatadas y sin sentido. Y las pocas, muy pocas, que sobrevivían a la criba del amanecer se marchitaban renglón a renglón en cuanto trataba de hacerlas reverdecer en el páramo inmisericorde de la hoja en blanco.
De manera que, al revés que Penélope, yo deshacía en un instante todas las mañanas lo que con tanto ánimo y tesón urdía por las noches.
Tampoco en la vida real (anodina como todas si se compara con las que se viven en los libros) me sucedía nada digno de ser contado y que pudiera interesar a los demás. Y si miraba a mi alrededor me pasaba lo mismo, que no encontraba ningún hecho relevante, ni ningún personaje que atrajera particularmente mi atención, ni ningún escenario que me cautivara para situar en él la historia que andaba buscando.
Y así hasta que, días atrás, recién estrenado el año, tomé la firme determinación de poner fin a esa situación de estériles tentativas y, sin saber cómo, por alguno de los invisibles caminos que recorren el mapa blanco de los sueños, llegué ante las puertas del diccionario.