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—Anoche tuve ocasión de departir brevemente con un colega o cofrade tuyo, llámalo como quieras —me espetó con aire de solemnidad memoria—. Un escritor en ciernes como tú, no pongas esa cara. ¿O es que acaso no sabes que el mundo está lleno de aspirantes a escritores?

Desde luego que percibí el velado tono de altiva desconsideración o impertinencia de sus palabras, pero preferí no darle importancia.

—Por lo que me explicó, le pasa lo mismo que a ti, otro escritor sin una historia que contar; que está sin argumento, vaya.

También ahora me hice el desentendido.

—Ni siquiera tenía el planteamiento. O sea, que peor que tú. Porque eso por lo menos sí que lo habías encontrado ya… ¿Cuál me dijiste que era?

—Bueno —contesté a regañadientes—, un escritor que anda en busca de argumentos y va a buscarlos al diccionario… Eso era lo que tenía pensado.

—¡Ajá, así era, no creas que lo había…! —exclamó triunfante—. No es nada del otro mundo, y carece de interés, pero en fin…

—Aunque creo que estoy cambiando de opinión… También voy a contar algo de mi vida, las cosas que me pasan…

Ahora fue memoria la que aparentó indiferencia, como si no me hubiera escuchado.

—¿Y el nudo? —preguntó.

—La verdad… El único nudo que tengo es que cuando el escritor, a poco de entrar en el diccionario…

—¿Se enamora? ¡Ya estamos! ¡Tópico y trillado!

—No sé si esa es la palabra, pero…

—¡Lo mismo le pasa al otro, al colega tuyo con el que hablé anoche! ¡Con una diferencia: que él está enamorado de dos!

—¿A la vez?

—Sí. Pero es normal, ocurre en casi todos los argumentos que copian la vida. Lo extraño del caso es que, según me confesó, le es imposible querer a una sin querer a la vez a la otra, y no es feliz con una sola sino con las dos a la vez, y no puede pensar en una de ellas por separado sino en las dos al mismo tiempo, y las ama a las dos lo mismo y con el mismo sentimiento y fervor. Es algo muy raro, ¿no te parece?

—Sí, sí.

—Aunque podría ser, le dije, que ese enamoramiento no fuese real como él creía, es decir, que no hubiese ocurrido de verdad, sino que fuera en sí mismo el argumento de la historia que andaba buscando. ¿Estás seguro de que estás enamorado?, le pregunté. ¿Estás seguro de que esas dos criaturas existen? ¿No será todo fruto de la imaginación, una historia de ficción, un argumento novelesco? Y no me supo contestar. Y tú… —prosiguió tras una breve pausa—, ¿tienes ya el nudo?

Moví la cabeza, no tanto por la duda como por la sorpresa, porque me lo había acabado de preguntar hacía muy poco: ¿es que no se acordaba?

—En fin, ya veo que estás confuso. Si quieres un consejo, escarba en el pasado, que siempre es terreno fértil, o escudriña en el presente a ver si encuentras en él algo, que lo dudo. Y despreocúpate del otro…

—¿De qué otro?

—De quién va a ser, hijo mío, alma de cántaro —la voz y el tono con que memoria formulaba sus advertencias se habían impregnado repentinamente de una afable mansedumbre—, sino de ese abismo sin fondo, de ese desierto sin sol y sin arena, de ese mundo sin días y sin noches…, de ese tiempo que está por venir y cuyo territorio yo no he pisado ni pisaré jamás.

Guardó silencio, un silencio prolongado y pensativo, respetuoso, que me recordó al que trataban de inculcarnos los frailes como paso previo a la hora de meditación diaria en la capilla.

—¿Sabes —lo rompió memoria; parecía cansada y su voz transmitía la sosegada convicción que desprenden los pensamientos largamente meditados— que no hay ninguna palabra en el diccionario para designar al padre o a la madre que han perdido un hijo? Y es bien extraño, porque antes, con las guerras y las pestes, era algo frecuente. Lo hablé en alguna ocasión con memory, y con memoire, y no sé si con alguien más, y me dijeron lo mismo, que tampoco en sus diccionarios la había, la equivalente a huérfano. A lo mejor se debe, pienso yo, a que un padre o una madre pueden volver a tener un hijo o una hija y al revés no, nadie puede volver a tener un padre o una madre… En fin, un pensamiento mío nada más, ya ves en qué ocupo a veces mis ratos vacíos.