50

Al fin, después de un tiempo que se me hizo muy largo, apareció Lilaria.

—He estado de vacaciones, como tú, supongo, las de semana santa —se disculpó—. Tienes cara de cansado —añadió, y me acarició fugazmente la mejilla con la palma de la mano—. ¿Qué has hecho estos días?

—Poca cosa: leer, dar paseos por Barcelona, acabar un trabajo…

—Yo he estado en el pueblo de mi abuela, en la montaña. Lo pasé muy bien, pero me acordaba mucho de ti.

Se lo agradecí lo mejor que pude, con una sonrisa, y ella entonces me abrazó anudándome los brazos como si se fuera a colgar de mi cuello.

—¿No me has echado de menos? —dijo, ayudándome a posar mis manos en su cintura.

Debió de pasar mucho tiempo hasta que oímos el rumor de voces.

—¿Dónde estamos? —preguntó Lilaria.

A lo lejos se divisaba una especie de foro, alumbrado por unos focos. Más lejos aún destellaba la luz de un faro.

—Creo que en la f —aventuré.

—En la f de fábula —dijo Lilaria—. A mí me gustan mucho las fábulas. En la escuela nos obligaban a aprender algunas de memoria… La de la cigarra y la hormiga, por ejemplo, o la del burro flautista, o la de la lechera, ¿te acuerdas?

—Sí, las fábulas de Fedro, de La Fontaine, de Iriarte y Samaniego…

—Os he oído —dijo memoria, irrumpiendo de repente como un fogonazo—. Ahora, en cambio, como los pedagogos, esos farsantes, me tienen fobia, pues dicen, los muy memos, que estoy pasada de moda, ningún niño aprende de memoria ninguna fábula. Ni ninguna otra cosa. Así me tienen a mí de abandonada, que tengo que recurrir a este trabajo de guardiana de las palabras para sobrevivir y no fenecer. Y todo por esos chupatintas de pedagogos, que aseguran que de nada sirve que los niños me ejerciten.

Detrás de ella, cabizbajas y en fila como si compartieran sus lamentos, apareció un grupo de las visitantes extranjeras.

—Aquí tienen también su asiento —prosiguió memoria, más calmada— las ficciones y fabulaciones de que se nutren los escritores —y no se me escapó el retintín con que, mirándome de soslayo, pronunció la última palabra.

Esperó con gesto adusto a que su séquito la rodeara y guardara silencio para proseguir:

—Aunque a mí las ficciones ni fu ni fa, porque son cosas que conciernen a la fantasía, o a la imaginación. Lo que es de mi incumbencia son sobre todo los hechos. Lo sucedido, como esto que ahora os voy a contar, un hecho tan real que cualquier parecido con la ficción es, como suele decirse, pura coincidencia. Y lo cuento aquí porque una de las protagonistas es aquella que alumbra en el fondo, la farola. Escuchad: A una niña, a la que mandaban siempre a por agua a la fuente desde la n, que está siete letras más abajo, se le hizo tarde y no se atrevía a volver a su casa. La farola, entonces, la acompañó para alumbrarle el camino, pero al llegar a la h se hundió en un hoyo muy hondo y se fundió. La niña, al verse sola y a oscuras, tuvo miedo. Y más cuando oyó los pasos sigilosos de una hiena que la había seguido por el olor de sus huellas. Ya iba esta hiena feroz a devorarla cuando la noche, alarmada por la tardanza de la niña, subió de repente desde la n. Pero no era una noche cualquiera, era la noche más negra que se había visto nunca. Tanto, que la hiena, aunque las olía, perdió las huellas de la niña porque no veía absolutamente nada. Y así pudo la noche llevarse a la niña en su manto negrísimo, tan negro que hasta las luces y las lámparas y las linternas dejaron de brillar cuando pasó por encima de la l.

—¡Vaya, no está mal! —exclamó film—. Pero yo las conozco mucho mejores. Y más largas, con más argumento… Por cierto, tan aficionadas como son aquí a esas cosas, seguro que yo tengo casa segura en algún rincón, ¿no?

Memoria impuso silencio y las instó a buscar acomodo por los alrededores del foro.

—Me quedo aquí con estas —nos comunicó en voz baja—. Si queréis…

—No —se me anticipó Lilaria—, daremos una vuelta por ahí. La noche nos protegerá, igual que a la niña —rió.

Un filósofo flaco fumaba con ferocidad bien arrebujado en una bufanda.

—La realidad no existe —farfulló al pasar nosotros a su lado—, todo es ficción.

—La ficción y la fantasía facilitan la fe —corroboró un fraile que se cruzó en nuestro camino.

Le propuse a Lilaria ir a ver al fénix, el ave inmortal que resurge de sus cenizas.

—Sí —le expliqué—, es inmortal porque, después de vivir varios siglos, cuando quiere morir arde en una hoguera encendida por ella misma, para nacer otra vez luego de sus propias cenizas.

—¿Has visto el cartel de la farmacia? —comentó, sorprendida, Lilaria—: ¡Fuma feliz!

Un faisán forcejeaba por posarse en un fresno ante la atenta mirada de una colonia de flamencos. A lo lejos se oyó el fragor del ferrocarril. Sonó también, fina, una flauta, y luego, grave, un fagot.

—¿No habrá fantasmas por aquí? —me susurró Lilaria al oído.

Nada recuerdo de lo que pasó luego hasta que llegamos a las puertas de la n, que estaban cerradas. Llamamos y no contestó nadie.

Volvimos a llamar y al fin oímos descorrer el cerrojo. Sin abrir del todo, y con la mano presta para darnos con ella —con la puerta— en las narices, alguien preguntó:

—¿Quién llama a estas horas?

Le expliqué quiénes éramos y le rogué que nos dejara pasar.

—No —respondió.

—¿Y quién eres tú para no dejarnos entrar?

—Yo soy no —afirmó.

Invoqué entonces el nombre de memoria y a continuación el de don Dámaso Alonso, y la puerta se abrió.

Era de noche, una noche negra y cerrada (¿acaso la misma noche negra que había ido a buscar a la niña a la que acompañaba la farola?), y no se veía nada ni a nadie.

Como estábamos algo cansados, le pregunté a no si había por allí algún sitio donde pudiéramos dormir un poco, pero, naturalmente, su respuesta fue que no.

Quiso entonces la suerte que pasara por allí un novelista noctámbulo, el cual, compadecido de nosotros, tuvo la gentileza de llevarnos hasta una nave (industrial).

—Aquí nadie os molestará — dijo—. No es nada del otro mundo, pero sirve para descansar un rato.

Me desperté al cabo de no sé cuánto tiempo, y seguía siendo de noche.

Recorrí la nave a tientas mientras Lilaria continuaba dormida abrazada a mi jersey y en un rincón divisé la silueta del novelista noctámbulo, que también seguía allí, mirando por una ventana.

—¿No duerme usted? —le pregunté.

—Cuando se vaya la noche —me respondió.

—¿Y se pasa usted las noches en blanco?

—Últimamente sí: estoy metido en el nudo de mi nueva novela y no sé cómo salir.

Desperté a Lilaria cuando al fin la noche empezaba a irse. Pero el cielo amaneció nublado, con nubes negras amenazando lluvia y la niebla enroscada al suelo.

—Va a nevar —vaticinó el novelista.

—¡Oh, qué bien! —exclamó Lilaria—. ¡Ver nevar! ¡Como en el pueblo de mi abuela en Navidad! ¡Y en estas vacaciones pasadas, que también nevó un día!

—¿Quiénes son esas? —pregunté, haciéndole notar al novelista la presencia de varias intrusas.

—Nómadas que todas las mañanas van y vienen en busca de noticias y novedades — explicó.

—Nihil novum sub sole —tronó una voz agria.

—Esa que chilla —aclaró el novelista— es una de las forasteras que han venido a celebrar, dicen, no sé qué de la integración lingüística. Se llama napalm, y por lo visto es eso lo que a ella le gustaría: que no hubiera nada nuevo bajo el sol.

Lilaria se admiró del cuadro que empezaba a poder contemplarse nítidamente desde la ventana: un naranjo, prados cubiertos de narcisos, nenúfares brotando entre la niebla del agua de las acequias…

—No sé si saben que fue aquí donde se inventó la navegación —informó el novelista, sumido en sus ensoñaciones—. ¿Y quieren que les explique cómo? De la manera más natural: un niño abrió una nuez, echó al agua las dos mitades de la cáscara y vio que flotaban. Así nació el arte de la navegación.

Conforme hablábamos, las nubes se volvían cada vez más negras, y la niebla era cada vez más espesa.

Y de pronto empezó a nevar.

¡La nieve, el silencio blanco de la naturaleza!

Todas las visitantes, que momentos antes habían entrado a cobijarse en la nave, se arremolinaron junto a las ventanas para ver cómo, lenta y suavemente, la nieve se posaba sobre el mundo.

—¡Hermoso cuadro! —exclamaba naif.

—¿La ven? —señaló el novelista—. Ahí va la nostalgia, esa anciana encorvada y ensimismada. Se pasa los días paseando el camino por donde llegó, el camino que hay al norte de la niebla.

Seguía nevando, y el cielo era cada vez más negro.

—Va a volver la noche —advirtió el novelista noctámbulo.

—¿Con la niña? —preguntó Lilaria, que no pestañeaba viendo nevar.

—Claro, por eso vuelve —le respondí—: la niña no se quiere dormir y la noche baja por las montañas nevadas con ella en brazos cantándole una nana.

Tuve que explicarle a nurse, que me había oído, de qué niña estaba hablando.

—Yo me quedaré aquí para cuidarla —aseguró.

El novelista noctámbulo la observó, compasivo, con esa mirada penetrante que tienen todos los novelistas:

—Ya tenemos a la niñera y a la nodriza —comentó—. Me temo que no le van a permitir que les quite el puesto.

Nurse no dijo nada.

No tardó, en efecto, en volver la noche (¡misterios de la naturaleza!).

Y, acunadas acaso por la música de la nana que la noche le cantaba a la niña allá entre la niebla y la nieve, no tardaron las visitantes en quedarse dormidas.

Lilaria y yo nos despedimos del novelista y, guiados por las huellas que en la nieve iba dejando la nostalgia, pasamos toda la noche, hasta que volvió a amanecer, buscando algún camino que llevara al norte de la niebla.