A Marina la llamé por teléfono y me dijo que tenía mucho que estudiar, pero que podíamos vernos el sábado por la tarde.
Nos encontramos, como la primera vez, en la puerta de El Corte Inglés de la plaza de Cataluña.
Estaba muy guapa, con el pelo recogido en una coleta y una blusa clara por encima de los pantalones vaqueros, pero no me atreví a decírselo. El pelo lo tenía más rubio y quizá no tan ondulado, y sus ojos seguían siendo del color de la miel, y el pequeño hato de pecas —¡gotas, también de miel, pero más claras, doradas al sol— desperdigado por las laderas de su nariz parecía haberse reducido. Me fijé en sus orejas, pequeñas y muy pegadas a la cabeza, no salidas como las mías —y eso que, durante una larga temporada, dos trimestres por lo menos del último curso que había estado en los frailes, me las pegaba todas las noches con esparadrapo a la piel de debajo del pelo, y así dormía, con cuidado de que el esparadrapo no se soltase—, y en los pendientes, dorados y con forma ovalada.
—¿Dónde quieres ir? —me preguntó.
—No sé, donde tú digas.
—Tengo que pasar por la casa de una amiga, a recoger unos apuntes y preparar un trabajo. ¿Qué te parece si damos una vuelta por aquel barrio? —propuso.
Lloviznaba cuando salimos del tren de Sarriá en la plaza Molina, y, lo mismo que otros pasajeros, optamos por arrimarnos a la pared del pequeño edificio modernista que corona la estación.
—Me gusta pasear cuando llueve —dijo de súbito, y cogida de mi brazo me arrastró sin que yo opusiera ninguna resistencia hasta el centro de la plaza—. Y ahora escoge —me susurró al oído, al tiempo que me tapaba los ojos con las manos—: norte, sur, este u oeste.
—Oeste.
—Mejor empezamos por el sur —y antes de retirar las manos me hizo girar la cabeza en la dirección elegida.
Yo estaba perplejo, y ella se reía, y con aquella risa suya, alegre y cantarina, volvieron a salir los dos hoyuelos que se le formaban, uno en cada mejilla.
—En abril, aguas mil —dijo, fijándose en la blusa y palpándose la cabeza.
—Abril es el mes más cruel —se me escapó a mí.
—¿Qué has dicho?
—Nada, es un verso de Eliot, un poeta inglés.
—Me gusta. Precisamente ahora te voy a enseñar la casa de un poeta, un poeta catalán, Joan Maragall, ¿lo conoces?
—He oído hablar de él, sí, pero no he leído nada suyo. Bueno, sí, una poesía que venía en el libro de Literatura de sexto, traducida al castellano…
—¿La vaca cega, La vaca ciega?
—Sí, esa.
Cruzamos el semáforo y, en la calle Alfonso XII, dando vista al extremo sur de la plaza Molina, Marina me enseñó la fachada de la casa, antigua pero muy bonita, en que había vivido el poeta los últimos años, hasta su muerte en 1911. Y me recitó, en catalán, La vaca cega, y a continuación los primeros versos de la Oda a Espanya.
—Las aprendí de mi abuelo, que sabía muchísimas, en catalán y en castellano, y nos las recitaba por las noches en casa. Aún sé bastantes de memoria, y creo que no las olvidaré nunca.
Asomó un poco la cabeza el sol, y las gotas de la lluvia menuda que no paraba de caer brillaban como hilos finísimos de color amarillo.
Enfilamos por la Vía Augusta y torcimos enseguida a la derecha por una calle, como todas las de aquel barrio, silenciosa y en ligera pendiente, hasta llegar a la de Copérnico, por la que descendimos un breve trecho.
—Mira —se detuvo Marina delante de un edificio al que se accedía por unas escaleras de piedra—, en este instituto, el Montserrat, estudié yo los tres últimos cursos de bachillerato, desde cuarto, además del COU. Y aquí hice las dos reválidas, la de cuarto y la de sexto. Era un instituto femenino, los chicos iban al Menéndez Pelayo, que está ahí al otro lado, en la Vía Augusta, acabamos de pasar por delante. Desde que marché no había vuelto, supongo que por eso te he traído esta tarde… Después de haber aguantado desde niña a las monjas, fueron unos años felices.
Me refirió algunas anécdotas y otras tantas fechorías, recordó nombres de compañeras y profesores, contenta de revivir por unos instantes el pasado.
Yo aproveché para decirle que cuando acabara la carrera quería ser profesor, profesor de instituto.
—¿De Literatura?
—No lo sé, de Lengua a lo mejor, o de Historia.
—Haces toda la pinta —dijo, echándome una rápida ojeada de arriba abajo como si acabara de conocerme—. Y me acuerdo ahora del profesor de Literatura, un señor ya algo mayor, tranquilo y bondadoso. Nos leía muchas cosas en clase, le encantaba leer, y a nosotras escucharle, porque le daba una entonación especial y te hacía como vivir lo que contaba, no sé. Sobre todo las poesías; las leíamos nosotras y eran sosas; las leía él y cambiaban por completo, sabía ponerles emoción y sentimiento, nunca más he oído leer a nadie como aquel profesor, Miguel se llamaba. Bueno, pues como era tan bondadoso y buena persona, el día que nos explicó el argumento y nos leyó un fragmento de la Metamorfosis de Kafka, a una amiga mía, Montse Novell, que era muy buena estudiante y su preferida, no se le ocurrió otra cosa que hacerle una broma. Me voy a quedar en casa unos días, nos dijo a las dos que éramos más amigas, y mañana llamaré yo misma al instituto como si fuera mi madre para comunicarle, al director o a quien se ponga al teléfono, que su hija, o sea yo, ha desaparecido. El padre de Montse trabajaba entonces en Estados Unidos, o en México, y su madre iba a pasar con él algunas temporadas y dejaba a Montse con los abuelos, que eran unos benditos. Y vosotras, nos encargó Montse, le decís al profesor de Literatura, así como si fuera un secreto que solo él puede conocer, que no es que haya desaparecido, sino que me he metamorfoseado, que lo mismo que Gregorio Samsa apareció una mañana convertido en un monstruoso insecto, yo me he transformado en un pájaro, o mejor, en un árbol. Así mismo se lo dijimos, y aún le veo allí al profesor, escuchándonos con toda la atención del mundo, igual que si le estuviéramos comentando algo explicado en clase, con los ojos fijos en los nuestros y aquel gesto suyo de arrugar la frente y el entrecejo cuando le picaba la curiosidad… Esta Montse, qué cosas tiene, eso fue lo único que dijo, y se levantó, y justo entonces vinieron el bedel y el director y hablaron algo en voz baja, y el profesor se volvió hacia nosotras, sonriendo. Y luego nos enteramos de que el director había avisado a la policía y todo, sí, pero que antes de que los polis llegaran a su despacho había llamado también por teléfono a casa de Montse, y en lugar de ponerse ella y seguir con el engaño, por un descuido suyo, me parece que porque estaba en el baño, se había puesto la abuela… Así contado en un resumen a lo mejor no tiene gracia, pero entonces… —Volvió a mirarme, y a reír—. Serás un buen profesor —apostilló.
Continuaba lloviznando, y le señalé a Marina la blusa, mojada por los hombros.
Seguimos por la calle Copérnico abajo y en la de Balmes giramos a la derecha y cruzamos luego por el semáforo a la otra acera.
—¿Aquí? —pregunté extrañado al ver el rótulo—. Crystal-City —leí en voz alta—: ¿un bar?
—Entra y verás. —Me cogió del brazo Marina—. Yo nunca he estado, pero he oído hablar muchas veces a mi hermano de este sitio, y tenía curiosidad. Dice que se reúnen aquí escritores, poetas y gente así por el estilo.
No era, en efecto, un bar o cafetería cualquiera, pues, a la derecha según se entraba, enfrente de la barra, había unos cuantos estantes repletos de libros, e incluso un expositor con las novedades editoriales, y, arrimados a la pared, unos cómodos sofás que invitaban a la lectura.
—Venden libros también —me cuchicheó al oído Marina—, es una librería, lo pone en el letrero de la entrada.
Nos sentamos, tomamos una coca-cola y hojeamos mientras tanto algunos libros.
—¡Cómo te gustan, los libros! —dijo Marina—. Hasta en la manera de pasar las hojas se te nota, y en el cuidado con que los coges, y en la manera como los miras y lees la portada.
—¿Ah, sí?
—Sí; mi abuelo los cogía y hojeaba igual que tú, y además lo decía: a los libros hay que tratarlos con reverencia y devoción: ¿qué te parece?
—Muy bien. ¿Y a qué se dedicaba tu abuelo?
—Huy, el pobre tuvo más de un oficio, y en ninguno al parecer le fue bien. Antes de la guerra era carpintero pero luego…
Marina miró el reloj y dio un respingo:
—¡Si van a ser las siete!
Por la calle de Sanjuanistas, que empezaba allí mismo al salir, llegamos a la de Zaragoza.
—Bueno, aquí, un poco más abajo, es donde vive mi amiga. Pero mira, ¿ves ese edificio? Es un convento, el convento de las Sanjuanistas, y en esta casa de ahí hubo una checa, que supongo que sabes lo que es, en los años de la guerra, que se comunicaba por un túnel con el convento. Pues justo en esa checa, fíjate qué casualidad, tuvieron preso a mi abuelo… Siempre que paso por aquí me acuerdo de él.
Me cogió de la mano y caminamos en silencio.
—Lo he pensado mejor y voy a recoger solo los apuntes —dijo—, el trabajo ya lo haremos; espérame aquí.
Volvió enseguida.
—Donde yo vivo, en el barrio de Gracia, no está lejos de aquí, ¿me acompañas?
Había dejado de llover, y el último sol parecía complacerse en alumbrar las torres de nubes que llenaban el cielo.
—Mis padres se han ido al cine y no hay nadie en casa. ¿Quieres subir?
Me pilló tan desprevenido que no supe qué contestar.
—¿Y si vuelven? —atiné a decir.
—Tardarán, la película empezaba a las ocho.
—¿Estás segura?
—Completamente; anda, sube, y te enseño mi colección de discos, y los libros de mi hermano.