—Si es que me tienen mareada. Ni un momento sin molestarme. Mismamente ahora que miraba cómo crecen mis madreselvas y mis macetas de magnolias y mimosas y margaritas antes de marcharme a la montaña para ver qué pasa por el mundo me manda un académico el mensaje este de que hay una manada de intrusas en el diccionario. Monsergas. Con lo tranquila que estaba ahora aquí, en mi letra, la m de las mil maravillas, la m de la música (¿alguien se imagina un mundo sin música?), la m de la miel en los labios, la m del mar… También, ay, la m de la miseria, la m de los mangantes y mequetrefes, la m, por qué no decirlo, de tanta mierda y tanta memez como hay por el mundo, la m de la muerte, ahí agazapada siempre entre muermo y muesca… Pero mejor no pienso, que me estoy poniendo melancólica. Mecachis lo que ven mis ojos, que lo ven todo desde este mirador: míralos ahí, un matrimonio de maduritos, y allá mueve el músculo monseñor por la muralla de su palacio, maquinando alguna nueva metáfora para mostrar los misterios de la fe a sus monjitas en la misa mayor del martes en el monasterio, y ese macarra durmiendo ahí la mona, y la pobre moral, tan alicaída desde que nadie se molesta en mirarla, y ese mendigo llorando a moco tendido, y un militar temblando de miedo montado en un misil. Y el mirlo, cómo canta, y esas moscas que se pasan los cortos días que la naturaleza les concede consumiéndose en un perpetuo monólogo… Pero ay, madre mía, que estas macetas se me están poniendo mustias, mustias y marchitas como la misma melancolía, que dicen que es el mal de moda…
De nuevo era yo quien la sorprendía hablando en voz alta, pero también esta vez memoria fingió que no era así y encontró al instante la manera de escabullirse:
—¿Sabes que las Brigadas Puristas han detectado un grupo subversivo que se llama el FLO? Sí, FLO, las siglas de Fuera La Ortografía, una banda de iconoclastas que se dedican a hacer el indio alterando el orden ortográfico y gramatical establecido desde tiempos inmemoriales. Seguro que los académicos ni se han enterado, es primavera y están todos en Babia, o en las Batuecas, o en la inopia. Tendré que llamar a don Dámaso a ver qué hacemos con lo del FLO, si lo dejamos en manos de los Comandos Castizos o qué…
Y fue mencionar memoria a los académicos y a don Dámaso y sonar un ruido parecido al de un teléfono.
—Era don Dámaso, el presidente de la Academia —me informó—. Que si sé algo de las FLO.
Memoria estaba intrigada e indignada al mismo tiempo.
—¡El día que las pille in fraganti!
Y luego, después de quedarse un buen rato pensativa:
—He oído decir que la i es el único lugar donde los inteligentes no han sido acorralados por los imbéciles, el último reducto donde la inteligencia es un don que se valora y la imbecilidad un demérito que se disimula. O, como dijo un poeta, una isla en que vuela la imaginación y se arrastra la ignominia. ¿Qué te parece si nos asomamos a ver qué pasa por allí?
Un ave parecida a la cigüeña, de pico largo y curvado y patas con cuatro dedos, vino a posarse delante de nosotros después de haber sobrevolado unos instantes por encima de nuestras cabezas. Era ibis.
—¿Alguna intrusa por este reino de la ilusión? —preguntó memoria.
—Un par de extranjeras que buscan sitio —contestó—, impasse e intermezzo aseguran que son sus nombres.
—¿Y están tranquilas?
—Resignadas —precisó—. Donde he oído decir que no lo están tanto es en la p.
—¿En la p?
—Al parecer —informó ibis—, pasó por allí hace poco la que se hace llamar guardapalabras del diccionario y andan algunas soliviantadas por las promesas que les hizo y no cumplió.
—¿Qué promesas?
—Que paisaje tendría ríos y montañas, que pobre dejaría de serlo, que pereza se iría a vivir con siesta, que pedagogo no volvería a salir de casa (promesa esta última hecha a petición del profesorado), que presente duraría tanto como pasado… Bueno, que tengo prisa, me voy al invierno…
Y sin más, ibis extendió las alas, levantó el vuelo y fue alejándose hasta convertirse en un punto negro allá en el horizonte.
—¿Que yo hice esas promesas? —se quedó refunfuñando memoria—. ¡Pues no me acuerdo!
¡Pero voy a interrogar al inspector!
El inspector, vestido con un impermeable gris, sostenía en una mano un incunable arrellanado en su mecedora mientras con la otra acariciaba indolente la cresta espinosa de una iguana que dormitaba a sus pies. Memoria le habló del FLO y de las visitantes extranjeras.
—No es de mi incumbencia —contestó indiferente, y pasó una hoja del incunable. (Y sospecho que en voz baja nos cubrió de improperios).
La iguana se removió en el suelo y extendió hacia mí los dedos puntiagudos y viscosos de una de sus largas patas. El inspector retiró la mano con la que acariciaba la cresta espinosa de su lomo. La iguana, más que mirarme, me escrutaba. Como si quisiera conocer los intríngulis de mi pensamiento. Y arqueaba el lomo, y movía los párpados sin cesar con sus ojos apuntando fijos a los míos, y le temblaba la papada bajo el cuello, y con la cola parecía querer barrer el suelo…
Corrí, y no me detuve hasta que, jadeante, llegué al estrechísimo istmo que separa a la i de la j.
Lo atravesé, y estuve luego tumbado de bruces entre unos juncos, hasta que oí un rugido. Luego supe que era un jaguar que merodeaba por los confines de la jungla.
Me lo dijo un juglar vestido con un jubón que acompasaba la recitación de sus romances al canto de un jilguero que transportaba al hombro encerrado en una jaula y se ofreció a llevarme a jauja, adonde él se dirigía, jinete en una jirafa con las alforjas repletas de jarabes milagrosos hechos de las flores del jacinto, jabones que quitaban las arrugas y devolvían la juventud, jaleas reales de esencia de jazmín de los jardines colgantes de Babilonia, jarrones de jaspe perfumados de jengibre, pieles de jineta para los pies delicados y sombreros de jipijapa que apagaban los calores y las llamas de las malas miradas. (La flor del jacinto: a pesar del miedo y la inquietud, me vino a la mente, y tuve tiempo de recordarla, la explicación que nos había dado no hacía mucho el profesor de griego, hablando de mitología en una de sus clases: Apolo golpeó de forma accidental con un disco al joven Jacinto en la cabeza y lo mató, y de la sangre derramada en la tierra brotó la flor que lleva su nombre).
Le vi marchar, y un tiempo después me topé con un hombre que caminaba encorvado en la misma dirección que yo y que era jardinero.
Por el camino, el jardinero me adiestró en el arte de descifrar los jeroglíficos de que está hecho el mundo sin que los hombres en su ignorancia lo hayan hasta ahora percibido. La manera como discurren las aguas de un río, el perfil de las montañas, los dibujos de las nubes, la forma como se amontona el polvo en los caminos, el color de una rosa, la inclinación de una hierba, el vuelo de un pájaro o el deambular de un insecto: nada es azaroso o fortuito, todo son signos de multitud de jeroglíficos que nadie sabe descifrar, la naturaleza entera no es sino un inmenso y misterioso jeroglífico.
—Yo he intentado descifrar —me confesó el jardinero— los de los jardines que he cuidado, y también los de los caminos que he recorrido. Y la naturaleza, que se sabe superior al hombre mientras este no descubra su secreto, ha castigado mi osadía con esta joroba que llevo a mis espaldas.
Entonces oí un estrépito, y enseguida se alzó una polvareda que se deslizaba por el camino como una gigantesca serpiente. Instintivamente pensé en la iguana, y en el inspector, pero no en el que leía un incunable sino en el que se le parecía aunque no sabía bien si lo era o no, en el sargento que una noche me había llevado en un jeep desde la plaza Orfila hasta la pensión…