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Llamé a Marina. Ella no sabía nada, ni de la ausencia de la profesora, ni de mis conversaciones con el sargento, ni de mis visitas a la Jefatura Superior de Policía, y tampoco pensaba decírselo, pero quería oír su voz, escuchar la cascada de su risa, y verla. Necesitaba verla, sentirla cerca, abrazarla. Adéu, Martín, hem passat junts una tarda molt bonica, me había dicho al despedirnos la última vez, no lejos de su casa, en la boca del metro de la estación de Fontana, y el eco de aquellas palabras, las primeras que alguien me decía al oído en catalán, y con aquel acento, y para mí solo, no se había apagado aún del todo y resonaba en mi cabeza como la lluvia que va y vuelve contra los cristales en las noches de viento.

Una voz lejana y seria, áspera, me dijo en tono cortante que estaba de exámenes y había ido a estudiar a la biblioteca.

A qué biblioteca, estuve a punto de preguntarle. Si lo hubiera hecho —y cuánto me arrepentí enseguida de no haberme atrevido—, habría ido a buscarla entonces, y nos habríamos perdido por alguna calle solitaria.

Marqué otra vez el número, pero antes de que sonara colgué el teléfono.

Llamé a continuación a Ildefonso. El teléfono estuvo sonando un rato, hasta que se cansó, sin que nadie lo cogiera. Nunca había estado en el piso de Ildefonso, ni él me había dado ningún detalle de cómo era, pero tuve la impresión de que el lugar en que sonaba el teléfono era un pasillo largo y oscuro, y por un momento vi, al final de ese pasillo, la débil cortina de luz que entraba por la puerta abierta de una habitación que daba a la calle.

Tampoco Gustavo estaba en casa. Había salido hacía un rato y no volvería hasta la hora de cenar, dijo su tía, y al terminar preguntó de parte de quién y a mí me dio pereza contestar.

Así que no tenía a nadie con quien hablar, a nadie a quien contarle que la profesora Carmen Comas había vuelto y que ya se había resuelto todo, que ya podía estar tranquilo, que ya no tenía por qué tener miedo, ni de la beca, ni de nada: el sargento se olvidaría de mí, nunca más volvería a verle, el asunto estaba cerrado, lo único que tenía que hacer a partir de ahora era ponerme a estudiar, dentro de un mes empezarían los exámenes finales y tenía que sacar buenas notas, un promedio de notable si quería asegurarme de que me iban a renovar la beca.

Y sin embargo, a pesar de que no tenía motivos, y cuanto más lo pensaba más me convencía de no tenerlos, yo estaba inquieto, desasosegado, esa era la palabra, mejor dicho, el adjetivo.

Y solo. Como casi siempre, estaba solo. Y la soledad de aquella tarde era un peso, un peso que yo notaba en el cuello como cuando cargaba sobre los hombros los sacos de paja que llevábamos en el pueblo algunas veces desde las eras al pajar.

Me encerré en la habitación. No tenía ganas de estudiar y busqué en el armario algún libro con que entretenerme y pasar las horas. Abrí un par de ellos pero los ojos resbalaban por las páginas como el agua de la lluvia sobre las hojas de los árboles, sin apenas detenerse en ellas.

Se me ocurrió que podía salir a dar una vuelta, refugiarme en el ruido de la calle, perderme en el rumor de la vida y de la gente.

No me apetecía, pero lo hice.

En la calle me sentí más solo.

Estaba empezando a oscurecer y por primera vez desde que vivía en Barcelona vi en el horizonte un cielo pintado con los mismos colores cárdenos y violetas con que se adornaba el de Soria en algunos atardeceres.

Me acordaba poco de mi tierra, pensé, y también que era extraño que pensara en ello, y precisamente aquella tarde.

Entré en un bar de la calle de San Andrés. En la televisión, colgada en una esquina de la pared, daban una corrida de toros. Todas las mesas estaban ocupadas y las miradas de los parroquianos, levantadas al cielo porque el televisor tocaba el techo.

Me senté a la barra en un taburete y pedí una copa de anís Marie Brizard con hielo. El camarero me miró con una pizca de sorpresa. Como tardaba en servírmela, me levanté a buscar el periódico, que lo tenían arrumbado encima de unas cajas de cerveza en un rincón: seguramente a aquellas horas ya a nadie le interesaban las noticias del día anterior, y más teniendo en cuenta que en aquel que pronto iba a terminar habían ocurrido ya otras de más reciente actualidad; además de que el periódico siempre iba con unas cuantas horas de retraso con respecto a la radio y la televisión.

En la portada había una foto de Willy Brandt, que había dimitido de su cargo de canciller alemán, y otra de una calle de Lisboa, donde los bancos habían vuelto a abrir sus puertas después del golpe de estado, la revolución de los claveles como la llamaba ya todo el mundo, a lo mejor hasta el sargento, aunque en los periódicos y la televisión siguieran insistiendo en nombrarlo así, golpe de estado.

Uno de los parroquianos pidió con urgencia desde una mesa un sol y sombra. El camarero corrió con dos botellas, una de Anís del Mono y otra de Espléndido Garvey, a servirle. Qué buen nombre para una copa, pensé.

Terminé de hojear el periódico y vi que en mi copa quedaban solo dos trozos redondos de hielo. Pedí otra, de ponche Caballero esta vez, y el camarero repitió la misma mirada, con unas gotas más de extrañeza.

Da siempre cobijo el alcohol, lo mismo que la sombra: ¿qué poeta había escrito eso o algo parecido? No fui capaz de recordarlo. O a lo mejor es que lo acababa yo de inventar.

El locutor que retransmitía la corrida de toros parecía enardecido y hablaba cada vez más alto, y algunos de los que estaban sentados en las mesas se levantaron con un gran estrépito de sillas y aplaudieron, emocionados.

Pedí la cuenta y el camarero me devolvió el cambio sin reparar en mi presencia. Estudié durante unos segundos la mejor manera de bajarme de aquel taburete tan alto en que había estado sentado y al fin me apeé sin sobresalto.

Se había hecho de noche y las luces de la calle me pareció que temblaban, como si las farolas parpadearan o un viento muy fuerte las azotara. Pero no, no hacía viento, me cercioré enseguida. Tampoco llovía.

Me costó un poco orientarme, decidir qué rumbo debía seguir para llegar a la pensión.

La noche está estrellada y tiritan, azules…, no me acordaba de cómo seguía…, y tiritan, azules, los astros a lo lejos. Recité los versos en voz alta, hasta que me convencí de que eran así y recordé el nombre del poeta que los había escrito.

En la pensión, a medio pasillo, me encontré con Faustina.

Hablamos algo.

—¿Y esos ojines? —me dijo ella a la mañana siguiente que me había preguntado.

—El cierzo de Sahelices, que me ha dado un poco esta tarde —me dijo mi madre un par de horas más tarde, al mediodía, que yo le había contestado a Faustina.