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Al terminar la clase, la profesora Carmen Comas me llamó a su mesa.

—Efectivamente, tenía usted razón —me dijo—. En su ficha personal, la que tengo aquí en mi libreta —pasó algunas hojas: en la muñeca llevaba tres o cuatro pulseras de plata que tintineaban al rozar contra la mesa—, apunté en su día, cuando leí su composición, algunas cosas, las que más me llamaron la atención. Aquí están. Hablaba usted de su vida en Soria, ¿nació allí?

—Sí.

—Y decía también que desde niño trabajó en el campo ayudando a sus padres. —Levantó la vista un momento en busca de mi asentimiento.

—Sí.

—Ah, y anoté esta frase, que me gustó especialmente: «A mí nunca nadie me dio nada». ¿Se refería a usted?

—Bueno, es lo que me decía mi padre algunas veces.

—Muy bien escrito, tengo anotado también aquí, su texto, me refiero. Sí, ahora que recuerdo, me sorprendió por eso, por lo bien escrito. ¿Y era muy extenso?

—Dos folios, por las dos caras.

—Ya me lo parecía.

—¿No hablé con usted entonces?

—No.

—Se me pasaría, o no me daría tiempo, porque mire lo que dice aquí. —Con un dedo me señaló el lugar exacto de la hoja por donde tenía abierta su libreta—: «Hablar con él». O sea, que yo quería hablar con usted.

Cerró la libreta, se quitó las gafas y las guardó en la funda.

—Lo que no me explico —dijo, mientras ponía las cosas en su sitio dentro del bolso— es dónde puede estar su composición. He mirado por todas partes y no la encuentro.

Entró entonces mismo en el aula la profesora de Geografía, Carmen Comas murmuró unas palabras de disculpa y las dos se hicieron una especie de reverencia.

Pasé toda la clase, como quien dice, en Babia —la asignatura seguía sin gustarme y la profesora seguía empeñada en ser ella misma, o, mejor dicho, sus monólogos, la viva estampa de la aridez, la aridez del suelo de la que tanto le gustaba hablar—, y al salir me apresuré para no tener que dar explicaciones a nadie, porque había visto a algunos de mis compañeros observando con interés y cuchicheando entre ellos mientras duró la conversación con la profesora de Lingüística y estaba seguro de que me iban a venir a preguntar.

En el metro, camino de la pensión, me dediqué aquella mañana, como hacía casi siempre que, por una u otra razón, no podía concentrarme en la lectura, a observar y escuchar las conversaciones de la gente.

—Jo, macho —le decía uno a otro: eran adolescentes, pero no tenían pinta de estudiantes, y se bamboleaban en las curvas porque iban de pie en medio del vagón sin aparentar el más mínimo interés por agarrarse de las barras—, a mí me tienen que estudiar, te lo digo yo. Hacerme una investigación o una cosa de esas. Porque no creo que haya nadie así como yo, que coma tanto y que no engorde. Y lo peor es que siempre tengo hambre.

De la conversación entre las tres mujeres que viajaban sentadas a mi derecha no perdí detalle:

—Pues a mí, la verdad, me da mucha pena esa chica —dijo la que iba en medio.

—¿Qué chica? —preguntó la que estaba a mi lado.

—¿Pero es que no te has enterado?

—No.

—¿De veras que no te lo han contado?

—Yo no tengo tiempo de andar por ahí de cotilleo.

—Toma, ni yo tampoco.

—¿Entonces?

—¿Entonces qué?

—Que cómo te has enterado.

—¿De qué?

—Pues de qué va a ser, de lo de la chica esa de la que hablabas.

—Mira que no saberlo.

—Pues no, no lo sé, qué pasa.

—No, nada, nada.

—Si no te explicas mejor…

—Pero si lo veníamos hablando el otro día, anteayer me parece.

—Pues yo no estaría.

—Claro que estabas —intervino por vez primera la tercera: en el banco, de plástico duro azul marino, cabíamos tres, y ella era la más alejada de mí, pegada a la barra de sujeción igual que yo.

—Si tú lo dices…

—Lo que pasa es que a veces no escuchas.

—Sí que escucho.

—Escucharás, pero no prestas atención.

—Será entonces que lo has olvidado -retomó la palabra mi vecina.

—Eso no te digo que no; según qué cosas es que me las dicen hoy y mañana ya ni me acuerdo: como si me hubieran pasado una fregona por el suelo de la memoria.

—No eres tú sola —volvió a intervenir, conciliadora, la tercera.

Entró una señora que se apoyaba en un bastón, con el pelo muy blanco y la mirada algo perdida, y me levanté para dejarle el sitio.

En la estación siguiente, la de Entenza, me acomodé al lado de un hombre que se cogía esforzadamente con una mano a la barra y sostenía con la otra la mochila del niño que le acompañaba.

El niño, de unos siete años, se aferraba a la manga de su chaquetón cuando el tren chirriaba y se balanceaba al tomar una curva.

Una señora hizo ademán de levantarse, y con una mirada dulce invitó al hombre a que ocupara el asiento que ella iba a dejar vacío.

El hombre se lo agradeció con los ojos y se soltó de la barra.

—Jo, abuelo, déjame a mí —dijo el niño.

El abuelo, que estaba realizando ya ese último movimiento de acomodación visual previo al acto de sentarse, recompuso el gesto, se enderezó y volvió a cogerse de la barra.

El nieto se apresuró a tomar posesión del asiento que disimuladamente ansiaban las miradas alertas de otros viajeros.

—Abuelo, la mochila.

El abuelo, con la vista perdida en el suelo, aparentó que no le oía.

—¡Abuelo, la mochila! —insistió el niño.

—¿Para qué la quieres? —dijo el abuelo en voz muy baja, como temeroso de que le oyera nadie.

—¡Que me abras la mochila, que quiero jugar con los soldaditos!

El abuelo obedeció y sus manos algo temblorosas escarbaron en la mochila.

—¡Trae, que tú no los encuentras!

En la estación de Diagonal el metro se llenó de gente, y hasta Sagrera, como ocurría todos los días a aquella hora, los que bajaban tenían que hacerlo a empujones, y los que subían, abrirse paso como buenamente podían.

En Sagrera dejé la línea V, la azul, y después de hacer el transbordo, ya en el otro andén, el de la línea I, la roja, mientras aguardaba de pie, arrimado a la pared, la llegada del tren, oí que a mi lado decía una niña:

—Mamá, ¿me puedes leer el cuento que me ha regalado la yaya?

—Luego, cuando lleguemos a casa.

—¿Y por qué no ahora? Anda, solo a ver cómo empieza.

Estaban las dos sentadas en un banco. La madre sacó el cuento de su bolso, lo abrió y la niña se acurrucó contra su brazo.

—Este era un niño que una tarde subió a la montaña más alta y esperó allí a que saliera la luna. Y cuando llegó donde él estaba, la cogió y la guardó en la mochila…

Pero no le dio tiempo a leer más: la estación entera se estremeció con un chirrido estridente y al instante apareció en la boca del túnel el primer vagón del convoy con el foco encendido en la parte superior igual que si fuera el ojo de un cíclope.