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Era ya muy tarde, pasada la medianoche. Había estado dando una vuelta por el barrio (lo hacía algunas veces, si me ponía a escribir y no me salía nada, para buscar la inspiración) y, de vuelta ya, me senté en un banco de la plaza de Orfila, enfrente de la iglesia de San Andrés de Palomar, cuyo contorno de porte catedralicio se destacaba apenas de las sombras. La plaza estaba desierta, lo mismo que las calles adyacentes; solo por el paseo de Torras y Bages circulaba algún coche. El banco recibía de lleno la luz amarillenta de una farola y saqué el libro que llevaba en el bolso del chaquetón, dispuesto a leer un rato, hasta que el relente me llamara la atención.

No había pasado mucho tiempo (el de la lectura nadie sabe cómo se mide, cada libro tiene su propio reloj) cuando me sobresaltó el ruido de un frenazo. Levanté la vista y los vi ya acercándose a mí, dos policías con las metralletas o lo que fuese en ristre. Detrás de ellos había un jeep subido en el bordillo de la plaza, y otro policía que se apeaba en aquel momento y miraba con cautela a un lado y a otro, este sin metralleta. En la penumbra del vehículo brilló un momento la llama de un mechero. También la metralleta y los correajes y la gorra de los policías destellaban a la luz de la farola.

Los dos primeros se me pusieron uno a cada lado sin dejar de encañonarme, y el otro con un gesto me conminó a que me pusiera de pie.

—Documentación —dijo, mirándome a los ojos con determinación fiera.

Me palpé los bolsillos del chaquetón primero y luego los del pantalón y el de la camisa.

—La tengo en casa —respondí, abriendo los brazos.

El policía no titubeó:

—Sube —y señaló con ademán de fastidio el jeep.

Me sentaron atrás entre los dos que me habían encañonado. En el jeep olía a respiración, a tabaco y a sudor.

—Tú, arranca —ordenó al que conducía—. Y echa el humo para otro lado, coño.

El jeep dio la vuelta completa a la plaza y enfiló por una calle estrecha y muy poco alumbrada.

—¿Adónde me llevan? —me atreví a preguntar.

—A comisaría, adónde va a ser.

Me acordé de las advertencias de mi padre (¿me ficharían?, y en un gesto instintivo tiré del cuello de la camisa: noté que la tenía pegada a la espalda, repentinamente humedecida por un sudor frío que empezaba a manar también en la frente y en las manos), de la beca (estar fichado por la policía podía ser un motivo para que la denegaran, había oído decir en el instituto), de las últimas palabras de mi madre al despedirse… Se me hizo un nudo en la garganta.

—¿Pero por qué? —dije con voz trémula.

El de adelante se volvió:

—Vas indocumentado, chaval, y eso es motivo suficiente para que pases la noche en el calabozo. ¿Tanto leer y no sabes eso?

—Oiga, yo…

—¿Yo qué?

—Que no he hecho nada. Salí a dar un paseo y se me olvidó coger la cartera.

El policía no contestó, y siguió el silencio hasta salir a una calle ancha con árboles a los dos lados.

—¿Eres de aquí? —preguntó sin volverse.

—No.

—¿De dónde entonces?

—De Soria.

—¿Del mismo Soria?

—No, de un pueblo, Sahelices del Cerro.

—¿Y qué haces tú en Barcelona?

—Estudio.

—¿Estudias qué?

—Filosofía y letras.

—O sea que encima filósofo. ¡Vamos bien! ¿Dónde estudias?

—En la universidad.
—Eso ya lo sé, ¿o me crees bobo? Quiero decir en qué sitio de la universidad, la facultad, o como se llame.

—En la zona universitaria de Pedralbes, las clases son todas en los barracones, excepto una que la damos en la Escuela de Estudios Empresariales. —Me parecía que cuantos más detalles le diese, más probabilidades tenía de que creyera que le decía la verdad: el tono de las preguntas era, además de seco, desafiante y suspicaz.

—¿En los barracones que hay debajo de la Diagonal, cerca del campo de fútbol del Barcelona?

—Sí, ahí.

—Otra cosa: ¿cuánto tiempo llevas aquí?

—Desde septiembre, estudio primero.

—¿Y dónde vives?

—En una pensión de la calle San Andrés.

—Dime la dirección.

Se la di, y la apuntó en una libreta.

—El nombre y los dos apellidos, dímelos.

Los apuntó también en la libreta.

La ficha, me iban a fichar, pensaba yo entretanto, y ya veía la cartulina verde —no sé por qué, la imaginaba de ese color— con mi nombre escrito a máquina en letras mayúsculas en la parte superior y debajo en minúsculas la dirección y todo lo que aquel policía quisiera añadir: ¿qué le iba a decir a mi padre y a mi madre?; ¿me quitarían la beca?; ¿tendría que volver al pueblo? Las piernas me temblaban y las contraje y me encogí en el asiento tratando de separarme lo más posible y no rozar siquiera el uniforme de los dos guardianes; tenía miedo, y no quería que me lo notaran.

—Para y da la vuelta —ordenó de repente, dirigiéndose al que iba a su lado pegado al volante. Sin duda alguna era el que mandaba; los dos que me escoltaban detrás no habían despegado los labios, ni siquiera me habían mirado, rígidos con la metralleta entre las rodillas y la cabeza erguida como si fueran estatuas—. Y apaga ya el dichoso cigarro —apercibió al conductor—, mecagüen el oro de Moscú.

Las ruedas chirriaron y el policía que iba a mi derecha se me vino momentáneamente encima y yo me incliné sobre el hombro del de la izquierda.

—Menudo Fittipaldi estás hecho tú —farfulló este último.

—Vamos a llevarte hasta tu casa, ¿qué te parece? —dijo el de delante, volviendo esta vez la cabeza para observarme.

No supe qué responder.

Cerré los ojos de puro contento, pero ¿y si subían conmigo hasta la pensión con las metralletas apuntándome? ¿Estarían ya dormidos Faustina y Tranquilino? ¿Despertarían a los demás, a los viajantes, al dependiente de la farmacia, al cobrador de autobús…? ¿Se enterarían los vecinos?

—Aquí es.

El jeep se detuvo justo enfrente de la puerta, ocupando toda la acera.

—Subid con él.

Los dos policías se bajaron de un salto, uno por cada lado. Llevaban la metralleta en la mano, pero caída y apuntando al suelo. Abrí la puerta y entraron conmigo. Iba a llamar al ascensor (pensé que así sería más fácil no llamar la atención de ningún vecino), pero uno de ellos me disuadió:

—Por la escalera.

Metí la llave en la cerradura con todo el cuidado que pude para no hacer ruido y abrí muy despacio. No se oía nada, ni había tampoco ninguna luz encendida.

—Entra, te esperamos aquí.

Fui a oscuras y andando de puntillas como si fuera un ladrón hasta mi habitación, cogí la cartera y salí.

Les mostré el carné.

—No, al sargento.

Oí, dos o tres pisos más arriba, el ruido de una puerta. Al llegar abajo vi que el ascensor no estaba allí, y respiré, porque eso significaba que alguien acababa de utilizarlo para subir. Pero habría visto el jeep allí aparcado en la acera, y dos policías dentro: ¿se asomaría ahora a la ventana?

El sargento examinó con interés el carné, apuntó algo en la libreta y me lo devolvió. Se me quedó mirando, y en sus ojos, aun sin atreverme a mirarlos, adiviné las señales de la desconfianza.

—Venga, subid —les dijo a los dos policías con un gesto enérgico de la barbilla.

Y luego a mí, sacando la cabeza por la ventanilla antes de que el jeep arrancara:

—Tendrías que darnos las gracias. Te hemos traído hasta tu casa. Para que luego habléis mal de la policía los melenudos.