Di unos pasos, despacio, por el patio cuadrangular y luego me senté en uno de los bancos del claustro que lo rodeaba. Estaba todo tan en silencio que, prestando un poco de atención, se oía el bisbiseo del hilo de agua que manaba sin parar en el estanque, situado justo en medio. Faltaba media hora y, por la misma puerta lateral por la que Juanpa nos había conducido a Gustavo y a mí, entré en el jardín que rodeaba el edificio por la parte trasera. Estaba desierto y, al recorrerlo, volví a sentir lo mismo que aquella tarde: envidia de los que estudiaban allí, en la vieja universidad, y deseo de ser pronto uno de ellos. También asombro: ¿por qué no aprovechaba nadie aquel sitio, aquellos bancos a la sombra de los árboles, aquella tranquilidad?
Volví a atravesar el patio, silencioso y solitario como antes, y bajé al bar del sótano. Solo un par de mesas estaban ocupadas.
Me acerqué a la barra y pedí un café cortado. Juanpa me había dicho que allí se cursaban los estudios de filología, de todas las filologías: hispánica, catalana, clásica, árabe, semíticas… ¿Dónde se metían los estudiantes de todas aquellas especialidades? ¿Es que habían terminado ya las clases?
Miré el reloj que colgaba en la pared rodeado de botellas. Aún tenía un cuarto de hora. No lo quería reconocer, pero estaba algo nervioso. El despacho de la profesora Carmen Comas estaba en la primera planta, al fondo, después de la escalera y del cubículo del bedel, en un pasillo estrecho, entrando a mano izquierda. Era lo primero que había hecho nada más llegar, buscar su despacho.
En la primera planta estaba también la biblioteca. Miré desde fuera por la puerta de cristal y eran muy pocas las luces encendidas, señal de que apenas había mesas ocupadas.
Me dirigí al despacho. El bedel dormitaba en postura ladeada tras los cristales, los brazos cruzados a la altura del vientre con una manga del uniforme apoyada en el canto de la mesa y la otra descansando encima del Boletín Oficial del Estado.
Oí el ruido de una puerta que se abría o se cerraba en el pasillo. Un hombre de porte altivo con una cartera de cuero marrón en la mano pasó a mi lado sin mirarme. Picó en el cristal con los nudillos de los dedos y el bedel se sobresaltó. Descorrió a toda prisa la ventanilla por la que atendía al público, pero cuando acertó a sacar la cabeza ya el otro había desaparecido por la escalera. ¿Sería el rector, o el decano? El pasillo del que había salido era el mismo en el que la profesora de lingüística tenía su despacho: ¿estarían también allí el del rector o el del decano? En la puerta había como un pequeño cajetín de madera con la parte delantera de cristal y dentro el nombre, y me entretuve en mirarlos. No, allí no estaban ni el del rector ni el del decano, todos eran de profesores a secas, y algunos de ellos compartidos por dos, e incluso tres en un par de casos.
En el pasillo, muy estrecho, no había modo de sentarse como no fuera en el suelo, y las dos únicas luces del techo daban una luz amarilla y apagada como la de la habitación de un enfermo.
Las cinco, no tardaría en llegar.
—¿Podrías pasarte por mi despacho, para hablar un momento? —me había preguntado aquella misma mañana al terminar la clase. No me había llamado a su mesa, como en la ocasión anterior, sino que se había quedado esperando junto a la puerta y allí, al pasar yo, me lo había dicho.
Le hice un gesto afirmativo con la cabeza.
—¿Esta tarde a las cinco?
Le contesté que sí, y entonces ella me apuntó, en una hoja que arrancó de una agenda que llevaba en el bolso, el número del despacho y la dirección, Gran Vía, 585.
—Gran Vía, o avenida de José Antonio, da lo mismo, en el edificio de la Universidad, entrando por el patio de Letras, sabes dónde está, ¿no?
¿Era mejor esperarla allí, apoyado contra la pared delante de su despacho, o hacerlo fuera, en la galería que daba sobre el patio del estanque y los naranjos? Alguien se acercaba, se oía hablar. Me asomé a la entrada del pasillo: una chica se afanaba buscando algo en el bolso, la otra tenía un cigarrillo sin encender en la boca y el paquete en la mano, estarían en la biblioteca y habían salido a fumar. Me miraron, sorprendidas, y volví para dentro. ¿Para qué quería verme la profesora Carmen Comas? Me lo había preguntado tantas veces en las últimas horas que tenía la impresión de haberme enrollado con las suposiciones un ovillo alrededor de la cabeza. ¿Habría hablado con su marido? ¿Le habría devuelto este mi redacción? ¿Lo sabría ya todo, que el sargento García había concertado una entrevista, que nos habíamos visto una tarde, que él, su marido, me había enseñado la redacción en el coche…? ¿Sería este el motivo por el que deseaba hablar conmigo? Y si era así, ¿qué tenía que hacer yo, cómo debía reaccionar, qué cosas podía contarle y cuáles no? La entrevista con el sargento, el encuentro con el comisario jefe, las preguntas que este me había hecho… ¿era necesario explicárselas? Aunque bien podía suceder que no hiciera falta, que ella ya lo supiese todo, quién sabe si de boca del mismo sargento García, o del comisario incluso, su marido era una persona importante, me había dicho Ildefonso… O también cabía la posibilidad de que solo me hubiera citado para entregarme la redacción, o para disculparse otra vez por no haberla encontrado, o para comentar simplemente la marcha del curso, en el instituto algunos profesores lo hacían cuando se acercaban los exámenes finales, y había oído decir en clase que aquí también algún profesor, el de Latín, por ejemplo, y el de Historia, tenían la misma costumbre.
Las cinco y cuarto.
—¿A quién espera? —me preguntó el bedel. Había salido de su encierro y me examinaba con un rictus de desconfianza.
Los dos, instantáneamente y a la par, volvimos la mirada.
—¿A doña Carmen Comas? Pues ahí la tiene —me dijo, señalándola con la barbilla.
—Buenas tardes, don Jacinto —saludó con una sonrisa.
Y enseguida, sin alterar el paso ni descomponer el gesto, como si mi presencia allí fuera habitual lo mismo que la del bedel o yo formara parte natural del entorno acostumbrado:
—¿Hace mucho que espera?
En el despacho había dos mesas, un mueble bajo atiborrado de libros, archivadores y carpetas, un par de baldas de madera en la pared cargadas también de libros y una estantería metálica en la que se amontonaban revistas, algún periódico y toda clase de papeles. Por la ventana, que daba al jardín trasero, entraba el sol y se veía la copa de una palmera.
Me invitó a sentarme y ella hizo lo mismo después de descargar en la otra mesa el contenido de una bolsa de tela que traía.
—Exámenes —dijo, girando levemente la cabeza—. No sé de dónde voy a sacar el tiempo para corregirlos. Y la otra pila, los comentarios de texto de tercero, que aún son más largos y prolijos. Pero en fin…
Se acomodó en el sillón, sacó las gafas de una funda plateada, limpió un momento los cristales con un paño de color granate que guardaba en la misma funda, se las colocó con mucha parsimonia y cuidado.
—¿Le fue bien el examen del otro día? —preguntó mientras iba pasando con la yema del dedo índice una pequeña pila de folios escritos a máquina.
—Regular.
—¿Le pareció difícil?
—No.
—¿Entonces?
—La asignatura, es todo nuevo y… —No sabía si tenía que responder, porque su atención estaba en los folios que repasaba como si los estuviera contando, no en mí.
—Ya, pero eso le va a pasar muchas veces en la carrera, está usted en la universidad. Y tiene beca…
—Sí.
—Y supongo que está obligado a aprobar todo, y con buena nota a ser posible…
Acabó la inspección o el recuento de los folios, los alineó golpeándolos contra la mesa y los guardó a continuación en un cajón.
De ese mismo cajón fue de donde extrajo mi redacción. La reconocí enseguida, antes incluso de que le pasara la palma de la mano por encima para alisar las hojas. Habían estado dobladas por la mitad, a buen seguro que durante mucho tiempo, y costaba domeñar el pliegue, que se resistía a desaparecer sin dejar marca.
—Su composición —dijo, y la colocó en el centro de la mesa, orientada hacia mí como si me invitara a que cerciorase su autenticidad.
Pero no llegó a tendérmela, porque los dos dedos que la pinzaban se encargaron de retirarla enseguida de mi vista y acercarla a la suya.
—Se me había traspapelado, tal como suponía, lo siento —dijo—. La he vuelto a leer y, efectivamente, está muy bien. Le felicito.
Su mirada recorrió en unos segundos de arriba abajo la primera cara, y luego, doblada la hoja, hizo lo mismo con la de atrás y las dos del segundo folio.
—¿Lo ve, la anotación que yo había hecho con rotulador rojo? Hablar con él, o sea con usted. Y me dijo el otro día que no lo había hecho.
—No.
—Por eso mismo le pedí que viniera hoy aquí. —Se quitó las gafas y las depositó encima de mi redacción. Juntó las palmas de las manos como si fuera a rezar y, los codos clavados en la mesa, sostuvo con ellas la punta de la barbilla—. Escribe usted muy bien. Sí, de verdad, ¿no se lo había dicho nadie en el colegio de frailes en que estudió? ¿El profesor de Literatura del instituto tampoco? Todo, el tono general, la construcción sintáctica, el ritmo de las frases…, todo está muy bien. Y el vocabulario, se nota que es usted castellano de pura cepa, de la tierra de los altos llanos y yermos y roquedas, que diría el bueno de don Antonio Machado. Ah, y la frase esa que le decía su padre, ya se la recordé, creo, la tengo anotada en mi libreta, ¿cómo era? Sí, a mí nunca nadie me dio nada: muy sabia y condensada, como una sentencia popular.
Hizo una pausa para buscar el paquete de cigarrillos, rubio mentolado de la marca Piper. Me llamó la atención que fumaba con la mano izquierda, que era con la que fumaban los hombres, y no con la derecha, como solían hacerlo las mujeres.
—¿Quiere uno? ¿No? Hace bien, yo tendría que dejarlo pero nunca encuentro el momento… Volviendo a lo de antes, ¿has escrito algo? Mejor que te tutee, ¿no te parece? Quiero decir que si tienes algo terminado, o en vías de terminarlo, no sé, un libro de relatos, por ejemplo, o una novela, o poesía…
Aspiró el humo en una profunda bocanada, pero sin llegar a tragarlo del todo.
—¿Nada? ¿Y no te has planteado dedicarte a escribir? Bueno, quizá dicho así suene un poco exagerado, pero al menos proponerte algo concreto, darle salida a esa predisposición, a ese don que a mí me parece que tienes… Podrías empezar por el cuento, aunque es el género más difícil, no creas que no, por lo que exige de concentración temática y fuerza expresiva, quizá mejor una novela corta, están ahora muy de moda, yo creo que deberías planteártelo en serio, este verano mismo, cuando acabes los exámenes, ¿te vas a ir a Soria, pasarás allí los tres meses, en el pueblo? ¿Tu familia aún vive en el pueblo en que transcurrió tu infancia, el pueblo que, aunque muy de pasada, mencionas en tu composición? El campo, el silencio, la naturaleza, todo eso, suena a tópico, pero es un entorno muy propicio para la creación, o eso me parece a mí. Por cierto que yo también tengo mi vena literaria, y la cuido, y la cultivo, no vayas a creer que todo es lingüística y clases y exámenes en mi vida, no, qué va…
Yo no sabía bien dónde mirar mientras ella hablaba, y sobre todo no quería encontrarme con sus ojos, que seguían con fingida atención la trayectoria del humo pero que en cualquier momento podían desviarse.
—No sé si lo sabes, a lo mejor lo has oído decir en clase, pero tengo dos libros publicados, una novela y un libro de relatos, en una editorial de poco renombre los dos, esa es la verdad, por eso han pasado un tanto desapercibidos… ¿No? ¿No lo sabías? ¿En la clase tampoco, nadie ha comentado nada? Es natural, con los casi tres meses de ausencia apenas hemos tenido tiempo de conocernos… La novela es de técnica experimental, pero de tema realista y concebida con una clara intención de denuncia social, el libro de relatos es formalmente ambicioso pero sin despegarse tampoco de la realidad social…
Consultó el reloj y apagó el cigarrillo retorciéndolo contra un pequeño cenicero que a punto estuvo de darse la vuelta y verter encima de la mesa las colillas y la capa de ceniza que contenía.
—En fin —dijo, levantándose del asiento—, ahora tengo prisa, pero a ver si en otra ocasión podemos seguir hablando. Y piensa bien lo que te he dicho.
Estábamos ya junto a la puerta cuando se volvió hacia la mesa:
—Ah, que se me olvidaba… Su composición, se la devuelvo, como a sus compañeros.