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A Marina la veía alguna tarde, aunque un rato nada más, por culpa de los exámenes, pero con Lilaria hacía ya demasiado tiempo que no hablaba.

La buscaba, y nunca aparecía. Preguntaba por ella, y nadie sabía darme razón.

—¿Una chica? No, no he visto a ninguna —me respondió un joven con pinta de estudiante al que abordé una noche.

—¿Y vienes mucho? —me hice el interesado.

—Desde hace unos días.

—¿Solo por las noches?

—Y alguna tarde también —puntualizó—. Aunque ya estoy acabando.

Iba a preguntarle qué es lo que estaba acabando, pero temí pecar de indiscreto y no me atreví. Él mismo, sin embargo, se encargó de satisfacer mi curiosidad.

—Estoy buscando palabras, las palabras de origen bíblico que hay en el diccionario.

—Ah, muy interesante.

—Sí, modestamente creo que sí. Y los resultados me lo han confirmado. Casi una centena he encontrado hasta el momento. Algunas he de contrastarlas y estudiarlas más a fondo, pero por ahí debe de andar el número.

Abrió el cuaderno en que las tenía anotadas y me fue mostrando algunas páginas:

—Aquí están, ordenadas alfabéticamente y todo: adefesio, antediluviano, avemaría, barrabasada, benjamín, calvario, cristiano, diáspora, fariseo, gehena, jeremíaco, judas, levítico, moisés, salomónico, semita, viacrucis…

Pasó unas cuantas hojas.

—Y a las palabras habría que añadir además las expresiones y frases hechas, que no son pocas, como puedes comprobar —y con el dedo índice me fue señalando algunas—: pasar las de Caín, de Pascuas a Ramos, rasgarse las vestiduras, tirar la primera piedra, ver la paja en el ojo ajeno, al César lo que es del César, tener más paciencia que el santo Job, la travesía del desierto, poner la otra mejilla, en el camino de Damasco, donde Cristo dio las tres voces, venderse por un plato de lentejas, lavarse las manos, por Poncio Pilatos, ya sabes… Y tantas otras más.

El desconocido tenía ganas de hablar:

—La idea me la dio un profesor del instituto hace tres o cuatro años como tema posible para un trabajo de Preu, el mismo curso al que ahora le dicen COU. Empecé entonces, pero lo dejé enseguida. Y no hace mucho, hablando con un amigo que está metido en eso de la literatura y escribe en una revista, se lo recordé y le pareció una idea estupenda para un artículo. Te lo publicamos seguro, me prometió. Conque me puse sin tardanza manos a la obra y en esas estamos. ¿De verdad que te parece interesante?

—De verdad que sí.

—Te lo pregunto porque tengo mis dudas. Y también porque no acaba de convencerme lo de publicarlo en esa revista. Es del obispado y, aunque quieren a toda costa disimularlo, huele a sotana. O a púlpito, que viene a ser lo mismo. Pero no hay ninguna otra… ¿Tú dónde vives, si no es indiscreción?

—En Barcelona.

—Ay, amigo, eso es otra cosa, otro país… Eso es Europa, y esto es la provincia.

Me acordé de Juanpa, que me había dicho algo parecido.

—Yo vivo en una ciudad lluviosa con catedral —continuó. Decididamente, tenía ganas de hablar, acaso porque las horas que llevaba por allí dentro en el diccionario enfrascado en sus pesquisas habían despertado en él la necesidad de comunicarse—. Por las mañanas estudio jurisprudencia, porque quiero ser jurisconsulto. Hay pocas chicas en la facultad, y me gustan todas. Pero son muy guapas, y no me hacen caso. Las chicas guapas desprecian a los melancólicos como yo. Me dan por eso ganas de hacerme pasar por poeta, dicen que los poetas atraen a las mujeres, pero yo sé que es mentira. Por la que yo moriría es una que lleva gafas y el pelo recogido en un moño. Las tardes las suelo pasar con los amigos en el bar El Pensamiento. Nos sentamos siempre al lado del ventanal que da a la calle, para ver pasar a la gente.

Chirrió en algún sitio algo, a nuestra espalda, como los goznes de una puerta, y los dos volvimos la cabeza.

—Pasan empleados —retomó el hilo en cuanto el silencio borró los ecos del sobresalto—, pasan amas de casa, pasan personas pensativas de todas las profesiones… Pasan curas, curas con sotana, con clergyman, disfrazados de seglares… Me gusta ver pasar curas. Por el verano, en el pueblo, algunas tardes, paseo por la carretera con un tío cura y dos primas monjas de mi padre, y hablamos de cosas altas del espíritu y de cosas bajas mundanas. Las monjas, como no están acostumbradas a andar por el campo, ven a Dios en cualquier detalle, en un roble copudo, en unas flores a la orilla de un arroyuelo, en una puesta de sol…, y el tío cura algunas veces las amonesta y les advierte que corren peligro de caer en panteísmo. El día que les dijo esto una de las monjas preguntó si eso era una herejía y el tío cura le contestó que sí, y de las que pasan inadvertidas, que son las peores.

Que era expansivo y locuaz no cabía duda, pero no esperaba que estuviera dispuesto así de buenas a primeras a contarme su vida. Aunque a decir verdad esto último no me pilló del todo desprevenido: no era el primero que lo hacía, y en alguna otra ocasión me había rondado ya el pensamiento de que ese parecía ser en cierta manera mi papel en el mundo, el de escuchar vidas ajenas.

—Las noches —continuó el desconocido, ajeno a mis divagaciones— las dedico a pensar. También a veces a escuchar la radio: música suave si en vez de venir el sueño le empiezo a quitar las gafas y a deshacer el moño y a pasarle los dedos por esa piel blanquísima que seguro que tiene, la chica de la que antes te he hablado; o noticias que pasan, no en esa ciudad en la que vivo donde nunca pasa nada sino en otras, de enmascarados que encañonan con escopetas a los empleados de un establecimiento y escapan con el que les esperaba estratégicamente estacionado, y cosas así por el estilo…

Se interrumpió y hojeó fugazmente el cuaderno.

—Antes, de adolescente —prosiguió, sin levantar apenas la vista del cuaderno—, viví unos años en otra ciudad también con catedral y en la que tampoco nunca pasaba nada. Pero no llovía tanto y era de clima más seco y frío, esa era la principal diferencia. Y yo, en vez de alojarme en un colegio menor, estaba interno en un seminario, otra diferencia. En un seminario, o sea, con curas, que era lo que por aquel entonces yo quería ser, no jurisconsulto como ahora.

Otra vez volvió a oírse a nuestra espalda un chasquido, como el de las ramas secas que se pisan al andar.

—Alguien viene —dijo, y con un dedo en los labios me imploró silencio.

Pensé en Lilaria, y en memoria, y en el desconocido que se alejaba sigiloso hasta desaparecer entre las sombras.