Salía del último examen, el de Latín, cuando me encontré con Ildefonso.
—Mecagüen el mar Negro, Martinín, ¿dónde te metes?
—Lo mismo te digo. Te he llamado varias veces y nunca estabas.
Ildefonso estiró los brazos y resopló.
—C’est la vie, Martinín, apenas paro en casa. Anda, vamos al bar a tomar algo.
Le recordé que le había visto una mañana a última hora desde la clase, que iba leyendo unos papeles y que le había estado buscando.
—¿Leyendo unos papeles? Serían octavillas de esas que tiran por la calle. ¿Y qué día fue, dices?
—Hace ya tiempo, dos semanas por lo menos, un jueves, de eso sí me acuerdo porque teníamos Historia a última hora.
—Pues no sé, a lo mejor es que vine por casualidad.
—O a alguna asamblea —saqué a relucir el tema a propósito, y con un punto de retintín, pero Ildefonso no pareció darse por aludido.
—¿Asamblea? Qué va, he dejado de ir. Supongo que lo habrás hecho tú por mí…
Ahora era él el que buscaba las cosquillas.
—No, no he ido a ninguna.
—O sea, que me has hecho caso a mí y no al sargento.
—Ni a uno ni a otro. No he ido porque no he querido.
—Pero al sargento, ¿qué le vas a decir?
—Lo mismo que a ti.
Ildefonso se levantó a pedirles fuego a dos chicas que repasaban los apuntes unas mesas más allá.
—¡Así me gusta, quién lo iba a decir de ti! ¡Decidido y valiente! ¡Martín el intrépido!
Miré para otro lado.
—¡Era una broma, hombre! —dijo, al tiempo que le daba una calada al cigarrillo y me lanzaba el humo contra la cara—. Ya te dije que no valía la pena que fueras, que eran una farsa y una pérdida de tiempo. Y cambiando de tema, ¿te habrás quedado ya tranquilo?
—¿Tranquilo por qué?
—Ospitalera, por qué va a ser, porque ha aparecido tu profesora.
—¿Y tú cómo lo sabes?
—Vox populi, que diría nuestro profesor de Latín en el instituto. ¿Estás o no estás tranquilo?
Hice un gesto de asentimiento.
—¿Has vuelto a ver al sargento? ¿Te ha llamado?
—No.
—¿Lo ves como no te iba a pasar nada?
—Ya te lo diré cuando tenga que renovar la beca…
Ildefonso se desentendió momentáneamente de la conversación.
—¿Conoces a esas dos? —preguntó, mirando de soslayo a las dos chicas a las que acababa de pedirles fuego—. ¡Se hacen las empollonas, pero no paran de mirar para acá! ¡Y no están mal, la de la derecha sobre todo!
—No, no las conozco. Y te lo vuelvo a preguntar, ¿cómo has sabido tú lo de la profesora, que ha vuelto?
—Cagüen el Antiguo Régimen, Martinín, se te mete una cosa entre ceja y ceja y no paras. Ya te lo he dicho: vox populi.
—O el conocido ese que tienes en la policía.
—Y qué más da, lo sé y punto y final, como en los dictados del instituto.
¿Esperaba a que me lo contara cuando a él le pareciera bien, o seguía instándole a que lo soltara cuanto antes? No sabía bien qué era lo mejor, y me quedé callado, como si pensara en otras cosas.
El silencio, con Ildefonso, surtía siempre efecto.
—Y sé más cosas —dijo, componiendo un rictus de displicencia. Restregó la colilla contra el cenicero de cristal y se repantigó en la silla.
Miré disimuladamente hacia la mesa de las chicas, que no levantaron la vista un solo instante ni dieron señal alguna de darse por observadas, abstraídas como estaban en sus apuntes.
—¿Qué, son guapas, eh? Si no es por mí, tú ni las descubres.
Había decidido mantenerme aferrado al silencio, pero no pude resistir a la tentación:
—¿Y qué cosas son esas que sabes? —le pregunté.
Ildefonso no se hizo de rogar.
—Para empezar, que es una destacada dirigente de un partido en la clandestinidad…
—¿Del Partido Comunista?
—Bueno, del PSUC, que es como se llama aquí en Cataluña, pero sí, al fin y al cabo son el mismo partido. No te lo esperabas, ¿eh?
Evoqué la imagen de la profesora Carmen Comas, su carácter abierto, su sonrisa, su forma de vestir, sus pulseras: nada encajaba con la idea que, no sé por qué, yo me había hecho de un militante del Partido Comunista, y menos aún con la de un dirigente. Era verdad que no conocía a ninguno que lo fuera, ni siquiera militante, pero cuando en el pueblo alguna vez y luego en el colegio oía hablar de ellos, de los comunistas, los imaginaba a todos de muy distinta manera: serios, graves, distantes, impenetrables, austeros en todo, tanto en las costumbres como en la forma de vida en general, y particularmente en el vestir, para no llamar la atención, para pasar desapercibidos y no ser descubiertos por la policía. Definitivamente, la profesora Carmen Comas no se ajustaba a aquella idea. Claro que, tal y como me había dicho Ildefonso, estaba casada con un hombre influyente, su marido era un rico industrial, incluso sonaba como posible futuro alcalde de Barcelona, y ella misma pertenecía a una familia burguesa acomodada. Aparte de que me resultaba difícil imaginar que una persona como ella pudiera ser dirigente del Partido Comunista o del PSUC, me costaba aceptar que hubiera comunistas también entre los ricos, siempre había creído que para ser comunista había que nacer pobre y de familia humilde, que los comunistas salían todos de entre los obreros, los campesinos sin tierras y otras profesiones así, que la base del comunismo la formaba, como decían los libros de Historia, el proletariado.
—Y su marido, ¿también es del PSUC?
—¿Su marido? —Ildefonso soltó una carcajada—. No, ese no.
Recordé fugazmente mi entrevista con él en el coche: no, no podía ser que fuera comunista, de ninguna manera.
—Al marido —explicó Ildefonso sin dejar de sonreír— lo que le preocupaba es que trascendiera la noticia de la desaparición de su mujer. Es un personaje influyente, ya te lo dije, y hubiera sido su ruina.
—No veo por qué.
—Su ruina política, quiero decir. Porque hay serios indicios de que su mujercita no ha estado en España durante estos meses.
—¿Ah, no?
—Te estoy contando demasiadas cosas, Martinín, y no debía hacerlo.
—Ya sabes que yo no voy a decir nada a nadie…
—Sí, pero no es eso.
Se dispuso a fumar otro cigarrillo, y de nuevo se levantó para ir a pedirles fuego a las dos chicas enfrascadas en sus apuntes. Tardó un poco en volver, porque se puso a hablar con ellas, incluso se sentó en la otra silla de la mesa.
—Te lo voy a contar porque eres amigo mío, y porque sé que eres discreto: Martín el Callado te llamábamos a veces en el instituto, ¿lo sabías? Carmen Casas, tu profesora…
—Comas, Carmen Comas.
—Carmen Comas, tu profesora, viaja con alguna frecuencia a Europa, a recibir instrucciones, o lo que sea, de los mandos del Partido Comunista en el exilio, y la policía lo sabe. Por eso estaban interesados en conocer su paradero.
—¿Y su marido?
—Su marido no lo sé, supongo que también.
—¿Y dónde estuvo esta vez?
—Esta vez parece que no, que se quedó aquí en España. Además, actuó legalmente, porque pidió una excedencia en la universidad.
—¿Y su marido no sabía eso, que había pedido una excedencia?
—¡A saber las relaciones que hay entre ella y su marido! Esa gente guarda las formas, pero hacen su vida, son matrimonios liberados. En cualquier caso, tu profesora fue muy discreta y no dijo nada a nadie. Y ese es precisamente el misterio.
—Pero la policía, ¿no se informó en la universidad de que había pedido una excedencia?
—Ese es otro misterio.
De pronto, a Ildefonso le entró prisa por marchar.
Antes de salir, se acercó a la mesa y les dijo algo a las dos chicas, que levantaron la vista de los apuntes y rieron, divertidas.
—Te acompaño hasta el metro —me dijo—, aunque yo seguiré andando.
Desde que había salido su nombre en la conversación, me había rondado por la cabeza la idea de revelarle por fin mi pequeño secreto, la entrevista con el marido de Carmen Comas. Bien pensado, ya no había motivos para seguir guardándolo. De alguna manera me sentía en deuda con Ildefonso, por las cosas que me había contado, y por el interés que había puesto desde el primer momento en ayudarme y tranquilizarme. De dónde sacaba él aquellas informaciones era algo que ya no me importaba. El sargento no había vuelto a llamarme, en la comisaría seguramente se habrían olvidado ya de mí, el curso estaba a punto de finalizar, ya había hecho todos los exámenes y solo me quedaba esperar las notas, si aprobaba todo era muy probable que me renovaran la beca… Las cosas parecían en calma, quién sabe si con las vacaciones vendría una vida sin sobresaltos…
—Conozco al marido de la profesora —le espeté a bocajarro cuando pasábamos por delante del campo de entrenamiento del Barcelona. También para los futbolistas había acabado la temporada, y todas las instalaciones estaban completamente vacías.
Ildefonso se detuvo en seco.
—¿Qué dices? ¿En serio? —contuvo a duras penas un conato de aspavientos.
—Tuve una entrevista con él, en su coche, ahí arriba en la Diagonal.
Se lo conté todo.
—Ostiputa, Martín, ¿y por qué no me lo habías dicho? —Ildefonso se detuvo de nuevo, me cogió por los hombros y se me quedó mirando fijamente. Su cara entera era una mueca de asombro e incredulidad.
Lo que no le dije, porque para mí seguía siendo todavía un misterio, y más después de lo que Ildefonso me había revelado, era aquella frase que el marido de Carmen Comas había pronunciado sin que viniera demasiado a cuento al empezar nuestra conversación en el coche. Una de esas frases que se escapan sin querer cuando uno piensa en voz alta y que, por eso mismo, porque se sueltan de forma involuntaria, suelen encerrar gran verdad sobre lo que en ese momento está la mente cavilando. ¡La literatura, la dichosa literatura!, había dicho, silabeando con calma mientras encendía otro cigarrillo. ¿Qué había querido expresar con ella? ¡Y el tono de reproche desdeñoso y de velada acusación con que la había pronunciado! ¿Es que tenía algo que ver la literatura con la desaparición de su mujer?