También cuando salimos de la habitación —¡qué traicionero, el tiempo de los relojes!— la casa entera continuaba en silencio.
Bajamos por las escaleras, porque la prudencia aconsejaba avizorar antes el vestíbulo de entrada.
Estaba despejado, y lo mismo la acera al otro lado de la puerta.
En junio, recién llegado el verano, al sol le da mucha pereza retirarse, pero ya hacía rato que lo estaba haciendo, aunque sin mucha prisa, aquella tarde.
—Te acompaño hasta tu casa.
—No esperaba menos, mi galante capitán.
Caminábamos despacio cogidos de la mano, y antes de llegar a la estación del metro, nos cruzamos con Julia, que volvía a casa. Iba por la otra acera, hablando con una amiga, y yo desvié rápidamente la mirada. Tuve la impresión de que ella, distraída con la conversación, no nos había visto, pero no estaba seguro. A Marina preferí no decirle nada.
Por la noche, nada más entrar, antes de que me diera tiempo a llegar a mi habitación, Julia me salió al paso.
—Martín, ¿cuál era? —preguntó en tono de confidencia, vigilando con los ojos la irrupción en el pasillo de algún intruso que pudiera arruinar la escena.
No tuve necesidad de fingir asombro, ni de recurrir a cualquier otro subterfugio para preparar una salida airosa, porque la pregunta me sumió real y verdaderamente en la perplejidad más absoluta.
—Perdona, no sé de qué me hablas.
—Sí, ¿cuál de las dos era? —insistió. No parecía que estuviera dispuesta a dejarse amedrentar por ninguna clase de evasivas.
—¿Qué dos? —levanté algo la voz.
—De las dos novias que tienes, ¿cuál era la de esta tarde? —Ella, por el contrario, se esforzaba por mantener el acento confidencial.
—¿Pero qué dices? —Empezaba a comprender el sentido de la pregunta, pero no el de la afirmación que la había precedido.
—Sí, que os vi por la calle. ¿O también me vas a decir que es mentira?
Avancé unos pasos e hice ademán de abrir la puerta. Julia se interpuso de un salto y blandió el dedo índice a la altura de mis ojos.
—Estuviste aquí con ella esta tarde, ¿verdad?
—No.
—Bueno, me da igual. No les voy a decir nada a mis padres —desvió un instante la mirada—, pero quiero saber cuál de las dos era.
—Anda, déjame —y extendí el brazo para abrir la puerta.
—Pero si lo dijiste tú…
—¿Que dije yo el qué?
—Eso, que tienes dos novias.
—¿Yo? ¿Cuándo?
—La noche que llegaste así…, un poco borrachín, ¿no te acuerdas?
—¡Estás loca!
—Sí, lo ibas diciendo por el pasillo cuando entraste, y luego en tu habitación, que yo te oí…
—¿Y qué decía, si se puede saber?
—Marina, t’estimo; Lilaria, te quiero: eso decías.
Entré en mi habitación y cerré la puerta de golpe.
Julia repiqueteó con los dedos un momento y luego se oyó un portazo y la voz de Faustina:
—¡Julia!