El curso se acababa. Había empezado con tres meses de retraso, en enero en lugar de octubre, y terminaba, como era costumbre inmemorial, en junio. El «calendario juliano» iba a quedar para la historia como una anomalía; ni siquiera le habían dado tiempo a convertirse en un experimento fallido. El propio ministro había sido defenestrado en diciembre antes de que el curso empezara, y borrado de un plumazo su extravagante proyecto de hacer coincidir el año académico con el año natural y cronológico. Si eso no hubiera ocurrido, oí decir, los últimos días de junio serían el final del segundo trimestre, y el tercero se reanudaría tras el obligado paréntesis estival. No habría, así pues, exámenes en el mes de septiembre, ni tampoco ningún alumno que se viera en la afrentosa situación de encarar el verano llevando sobre sí el peso de algún suspenso. Las vacaciones quedaban libres de esa tradicional y arraigada ignominia, y la pausa veraniega debía dedicarse, según aconsejara el propio ministro, al cultivo de la música, el deporte, los idiomas, la literatura y las «actividades bibliográficas» en general. La propia orden ministerial, publicada en el Boletín Oficial del Estado en septiembre de 1973, en que se exponía el nuevo calendario, razonaba las ventajas de este con respecto al anterior en lo referido a las vacaciones del verano: En el orden sociológico, dado el derecho de todo ciudadano de un tiempo dedicado al descanso, el sistema que se establece permite que todos los alumnos puedan tener su periodo de vacaciones veraniegas obviando los inconvenientes, en este aspecto, de la estructura actual del curso académico, que motiva que los alumnos menos dotados o en los que confluyan circunstancias de la más variada índole no tengan realmente vacaciones, porque cumplido el actual periodo lectivo deben proseguir su preparación para los exámenes de septiembre. (Gustavo me había pasado la fotocopia que, según dijo, circulaba como tema de mofa y regocijo por la facultad de periodismo en Bellaterra).
Pero las aguas académicas habían vuelto a su cauce y, como venía ocurriendo desde los tiempos más remotos, la llegada del solsticio de verano era, al margen de las notas, el anuncio de tres meses largos de vacaciones.
Yo, así lo había decidido ya, las iba a pasar en Barcelona. No quería volver al pueblo. En Barcelona tenía a Marina, y en el pueblo, ¿a quién tenía en el pueblo? Aparte de mis padres, ¿qué había en Sahelices del Cerro que me reclamara? Sabía que ellos se iban a llevar un disgusto, que daban por hecho que volvería allí a pasar el verano como había hecho siempre, que me esperaban, que contaban conmigo para las labores del campo, que se estaban haciendo mayores y necesitaban de mi ayuda para recoger el grano de las tierras y cuidar de los animales. Por eso aún no les había dicho nada, no me atrevía, y le iba dando largas. Pero un día tendría que hacerlo, mejor antes de que mi madre se alarmara: casualmente, las últimas veces que ella había llamado yo no estaba en la pensión, y a Faustina le había llegado a decir que si era que no quería ponerme al teléfono o que si me había ocurrido algo que no queríamos contarle. Si no la llamaba pronto era capaz de coger el autobús y plantarse en Barcelona.
Pero una cosa era pensarlo y otra, muy distinta, marcar el número y decirle que no, que no me esperasen, que iba a quedarme en Barcelona, y oír entonces sus protestas, y su voz de pesadumbre, y sus reproches, que terminarían seguramente con la voz rota por las lágrimas.
De nada serviría decirle entonces que el curso me había ido bien, que las notas habían sido buenas, y que iba a buscar un trabajo para los meses de verano, que en Barcelona la vida era muy cara y me vendría muy bien ganar algo para ir mejor luego todo el año durante el curso.
Lo del trabajo era verdad, aunque aún no me había puesto a buscarlo. A poder ser, trataría de encontrar uno que me ocupara solo las mañanas. Así podría pasar las tardes con Marina, lo habíamos hablado entre los dos y habíamos acordado que era lo mejor, porque a ella le había quedado una asignatura y aprovecharía entonces las mañanas para estudiar y también para darle alguna clase de repaso a una prima suya que iba a empezar primero de BUP, su tía se lo había pedido y no tenía más remedio.
En cuanto a las notas, aún no habían salido todas. Dos había únicamente que me preocupaban: la Geografía y la Introducción a la lingüística. La primera porque había sido tan árida como los páramos, estepas y llanuras que la profesora, emblema ella misma de la aridez, no se había cansado de describir; la segunda, porque me sentía incapaz de orientarme en los recovecos de la gramática generativa: siempre, antes de llegar a la luz que a ratos veía parpadear allá al final, me perdía, y eso que había leído y releído todos los libros recomendados en la bibliografía.
No era lo peor que me quedaran las dos o una de las dos para septiembre, aunque no veía la manera de salir del atolladero si además quería trabajar y estar con Marina, sino la beca, que por culpa de ellas me fueran a quitar la beca. Dos asignaturas suspendidas eran un baldón en el expediente y un obstáculo insalvable para la renovación de la beca. Si ya para estar seguro se necesitaba una buena nota media de promedio, ¿qué posibilidades había de que me la concedieran si suspendía no ya una, sino dos asignaturas? Y sin la beca, solo me quedaba una salida: ponerme a trabajar, compaginar el trabajo con las clases, matricularme en el curso de nocturno en la universidad, si es que lo había, que no lo sabía, tendría que informarme. Y si resultaba que no, tendría que intentarlo en horario de tarde, esto último sí creía que era posible, presentando un certificado de trabajo según había oído decir. Pero no era lo mismo, no tendría tiempo apenas para estudiar, ni para leer ni escribir, ni para estar con Marina. Aunque no me quedaba más remedio, no tenía ninguna otra opción, cualquier cosa antes que seguir dependiendo de mis padres o dejar la carrera recién empezada: trabajaría en lo que fuera, porque si no adiós estudios, y sin los estudios, adiós sueños, y sin los sueños…
Sin los sueños, adiós todo. ¿Y cómo iba a renunciar a todo, ahora que ya estaba en el camino, ahora que ya me había acostumbrado a la vida en Barcelona, ahora que ya me había hecho un sitio en la clase? Esto último era lo que más me había costado. ¿Por qué siempre me pasaba lo mismo, que llegaba a un sitio nuevo y era yo el que tenía que esforzarme por que me aceptaran y me abrieran un hueco en el grupo ya formado, me dejaran formar parte como un eslabón más de la cadena ya entrelazada? Parecía como si ellos, los demás, estuvieran allí ya antes y yo fuera indefectiblemente el último en llegar, el intruso, el advenedizo, el extraño. ¿Era por mi carácter, más bien introvertido y poco propenso a las efusiones de los sentimientos? ¿Tenía acaso la culpa el orgullo con que, según me había dicho en cierta ocasión un fraile del colegio, tendía a revestir mi comportamiento y protegerme así de los demás como si fuera una segunda piel? ¡Ese orgullo tuyo con el que te recubres acabará por aislarte!, me había advertido.
Fuera lo que fuese, cómo envidiaba a los que sin aparente esfuerzo encontraban enseguida la forma de integrarse con toda naturalidad en el funcionamiento del mecanismo y se convertían de la noche a la mañana en una pieza más del engranaje. Ildefonso era uno de ellos, y también Marina: Ildefonso, al que se me había olvidado preguntarle si había decidido por fin en qué facultad se iba a matricular el próximo curso; Marina, que rara vez borraba la sonrisa de los labios y estaba siempre alegre y confiada, y esa era la llave con la que abría todas las puertas.