78

Tampoco Gustavo afrontaba con tranquilidad la llegada del verano.

—El mes de julio me quedo en Barcelona; luego, ya veré —me explicó, con cara de pesadumbre.

No era eso lo que me había dicho en nuestro último encuentro, y así se lo hice ver, sorprendido.

Se encogió de hombros y sacudió la cabeza, al tiempo que aspiraba el aire por la nariz y resoplaba, o suspiraba, no se sabía muy bien, o quizá hacía las dos cosas a la vez.

Adiviné enseguida a qué se debía su desazón.

—Mi novia… —se adelantó a mi pregunta como si me hubiera leído el pensamiento.

Esperé en silencio a que continuara.

—Mi novia, que dice que se marcha el mes de julio.

—¿Que se marcha? ¿Adónde?

—A Taizé.

—¿A Taizé? ¿Y eso qué es? —Lo sabía de sobra, pero fingí lo contrario porque pensé que a Gustavo le vendría bien contármelo, para desahogarse un poco.

—Taizé es el nombre de una comunidad cristiana o algo por el estilo. Está en Francia, en una aldea que se llama así, y, por lo visto, es un lugar de peregrinación al que acuden jóvenes de todo el mundo por el verano, Veva me ha dicho que para encontrarse y hablar…

—¡Qué raro! ¿No tendrá una vena mística, o algo parecido? ¡A ver si se va a quedar allí, cultivándola! —le dije, tratando de insuflar un soplo de buen humor en la conversación, pero Gustavo no lo percibió así, y en nada afectaron mis palabras a su semblante, que se mantuvo inalterable, tan serio y apesadumbrado como antes.

—¡No, qué va! —respondió con presteza—. ¡Menuda se está volviendo, desde que salió de las monjas! —Pareció animarse de repente—. ¡Ni que la hubieran vacunado! ¡Más atea que los hielos del Polo Norte! ¡Pero si ni una iglesia ha vuelto a pisar, ella misma lo dice!

—Entonces, ¿a qué va a ese sitio?

—A eso, a encontrarse y hablar, a conocer gente, dice.

—¡Vaya!

—Y a vivir experiencias nuevas, ¿qué te parece? ¡Además, que no va sola, sino con dos amigas!

La cara de Gustavo se ensombreció de nuevo. Movía las manos sin parar y se removía inquieto en la silla. Y hablaba sin mirarme, con los ojos como adormecidos y la mirada perdida en algún lugar lejano o imaginario que solo él podía vislumbrar en aquel momento.

—Pero sigue siendo tu novia. —Al instante recordé que así la había nombrado al principio, y también al instante me arrepentí de la intromisión.

—En teoría —contestó Gustavo, y se le acentuó aún más el aire sombrío.

—O sea que os llamáis, os escribís y todo eso.

Si mi intención no era otra que distender la conversación, el efecto fue justamente al revés.

—Y he ido a verla. Cada mes. La última vez, la semana pasada. En cuanto terminé los exámenes. Gastándome la pasta. Y llevándole siempre un detalle. Ahora están en fiestas, y yo aquí.

—¿En fiestas?

—Sí, las fiestas de León, san Juan y san Pedro.

—¿Por qué no te quedaste?

—Porque aún no sé las notas. Y porque tenía que buscar trabajo. Estoy sin blanca, Martín. Yo, Gustavo el galante, sin un puto duro. Y ella, Veva la bienquerida, Veva la veterinaria, de jarana. Gustavo el pródigo privándose de todo en Barcelona y ella, Veva la de la buena vida, de vinos y tapas por el Barrio Húmedo de León. ¡No hay derecho, Martín!

Apuró la coca-cola y miró el reloj que colgaba de la pared encima de la puerta de entrada del bar.

—Anda, vamos, que aquí hace mucho calor —me instó con gesto imperativo.

Deambulando por las calles del barrio de San Andrés, vacías a aquella hora —las cuatro de la tarde: el calor y la película de la sobremesa en la televisión mantenían a la gente en casa, que se dispersaría luego como una riada por las tiendas; aunque muchos, los hombres sobre todo, se recogerían antes de lo acostumbrado, pues a las ocho televisaban un partido de fútbol del mundial, Alemania Federal contra Alemania Democrática, así lo habían anunciado, y Amador se había encargado de precisar enseguida que la Federal era la Occidental y la Democrática, la Oriental—, Gustavo prosiguió sus lamentaciones.

—Es que hay otra cosa que no te he dicho —se detuvo, cabizbajo—: después de lo de Taizé se van a ir, ella y sus dos amigas, ¡en autoestop por Europa! ¡Por Europa!

Le dio una patada a una cajetilla de tabaco que había tirada en la acera. La cajetilla se paró a escasos metros en medio de la calzada y Gustavo, molesto acaso porque el golpe había sido defectuoso, verificó que no venía ningún coche y le propinó con furia otro puntapié.

—¡Por Europa! —farfulló, resoplando—. ¿Tú has estado en Europa?

Negué con la cabeza.

—¡Pues yo tampoco! ¡Y mira por dónde ella se va a pasar una temporada haciendo autoestop por Europa! ¡Manda huevos! ¡Un desmelene total!

No pude contener la risa.

—Sí, encima, ríete tú.

—Es que me ha hecho gracia —le puse una mano en el hombro— eso que has dicho, lo del desmelene. Pero no te preocupes: va con dos amigas, y te echará de menos.

—¡Si eso —replicó en tono encendido— es lo que más me jode, que vaya con dos amigas!

Gustavo aceleró el paso.

—No te líes con ninguna —dijo, volviéndose en cuanto se percató de que me había quedado un poco atrás—, si quieres vivir tranquilo. Te lo digo yo —y me puso el dedo índice en el pecho—. ¡El que lo probó lo sabe, como dijo no sé qué poeta!

Tenía intención de contarle esa tarde lo de Marina, pero pensé que era mejor dejarlo para otro día que estuviera de mejor humor y no tan pesimista.

—Anteayer —cambió de tema al cabo de una pausa— fui a Correos, a ver si había alguna vacante para el verano. Y sí la había, pero solo para el mes de agosto, las de julio ya estaban cubiertas. Por lo visto hay que pedirlas antes, en mayo o por ahí. Ahora ando mirando una academia, para dar clases de repaso a los suspendidos. Si esto no me sale, porque prefieren a alguien con experiencia y yo no la tengo, no me va a quedar más remedio que ir donde un conocido de mi tío, al almacén del Kas, la marca de refrescos, ya sabes. Entrada a las tres y salida cuando se acabe el trabajo: descargar las cajas de botellas vacías que traen los camiones de reparto, contarlas bien y cargar las que sean necesarias para el día siguiente, de eso se trata. Pero el almacén está en Hospitalet, imagínate, una hora de metro cada día, dieciséis estaciones, de una punta a la otra cruzando toda Barcelona, y a eso añádele el autobús. ¡Que manda mecha!

Sin que nos lo hubiéramos propuesto, habíamos llegado al paseo de Fabra y Puig, en los confines del barrio de San Andrés.

—Que cuando vuelva hablaremos…

Hice un gesto de extrañeza.

—Eso fue —se apresuró Gustavo a aclararme— lo que ella me dijo al despedirnos. La misma canción de todo el invierno: que ya hablaremos, que ya veremos… Dejándolo todo siempre para el futuro, hablando siempre en futuro, ¿te das cuenta? Y no solo ella, Veva, mi Veva la veterinaria como la llamo cuando estamos de buenas —le tembló ligeramente la voz—, también tú y yo hablamos continuamente en ese tiempo. Como si no hubiera otro.

—¿En qué tiempo? —Estaba pensando en Marina, en lo que estaría haciendo: había ido a pasar el domingo con sus padres a la playa y no sabía cuándo la podría volver a ver; aquella misma tarde, en cuanto llegara a la pensión, o por la noche antes de acostarme, la llamaría a su casa.

—En futuro, en futuro imperfecto de indicativo. ¿Se te han olvidado ya, los tiempos verbales, que los sabíamos todos de memoria?

—Ah, claro.

—Pues eso. Que siempre estamos con lo mismo, y si no acuérdate de esta misma tarde, la conversación que hemos tenido: en julio trabajaré, en agosto ya veré, después del verano tal y cual, el próximo curso esto y lo otro… Así siempre. Como si fuera el único tiempo que supiéramos. Cuando vuelva —me pareció que la voz le temblaba un poco— hablaremos, y mientras tanto, mientras tanto… —repetía, esforzándose en vano por sobreponerse a la emoción, y también al dolor, que el recuerdo de su novia le suscitaba.